Estados Unidos

 

La "Santa Alianza": coincidencias doctrinarias Bush–Wojtyla

Washington, el Vaticano y la invasión a Irak [1]

IAR–Noticias, 24/05/06

Las "coincidencias" ideológico–doctrinarias entre Bush y Juan Pablo II,  la "Santa Alianza" entre Washington y el Vaticano, quedaron demostradas durante la invasión a Irak, más allá de los formalismos de las condenas en abstracto a "la guerra" realizadas por Wojtila y el clero romano. El Papa polaco nunca fue a  la ONU para frenar la invasión, nunca viajó Bagdad como "escudo humano" para detenerla,  y una vez iniciada, se mostró más preocupado en la "reconstrucción" de Irak (el botín de guerra de las transnacionales) que en condenar la invasión.

En un interesantísimo artículo aparecido en la revista Arbil (nº 67, abril de 2003), titulado “Algunas reflexiones en torno al conflicto iraquí y a la actitud de los católicos”, Ángel Expósito Correa expone los múltiples puntos de contacto entre Wojtyla y Bush.

En primer lugar, la voluntad de ilegalizar el aborto (Bush «elaboró un programa de aproximación a los católicos que hizo época») y de oponerse a él en los foros internacionales. El presidente «define su actitud como “cultura de la vida”, refiriéndose explícitamente a la terminología utilizada por el Papa».

En segundo lugar, el apoyo a «la permanencia de la Santa Sede en su función de observador permanente en la ONU». Además, hay profundas coincidencias en temas éticos (como la oposición a la clonación humana y las campañas a favor de la continencia sexual), o en otros como la lucha mundial contra el SIDA.

«En política interior Bush ha pedido continuamente que la subsidiariedad fuera el cimiento de la reforma del estado de bienestar» y ha favorecido que la intervención del estado en los problemas sociales y los relacionados con las minorías sea progresivamente reemplazada por la labor de las asociaciones y congregaciones religiosas (incluso ha situado al mando del ente coordinador creado para esa misión «a un médico católico que ha pasado diez años de su vida con Madre Teresa de Calcuta»).

Destaca Expósito cómo Bush «hace apostolado de la oración en casi todos sus discursos; y ha defendido a la Iglesia católica y al Papa (contrariando a muchos de sus votantes fundamentalistas protestantes) durante los escándalos de pedofilia»; y, a continuación, el autor se pregunta: «¿No deberíamos alegrarnos como católicos de esta línea prográmatica de la administración Bush y tratar de imitarla –importándola– a Europa?

¿Es que acaso no viene como anillo al dedo tras la Nota doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre “el compromiso y la conducta de los católicos en la vida política”? ¿No es un aliciente para todos nosotros ver cómo muchas de las exigencias morales que nos recuerda tal documento vaticano se ven realizadas por el presidente de la nación (Bush) que actualmente detenta el liderazgo mundial y que marca las pautas de conducta y las modas –desgraciadamente a Europa llegan sólo las negativas– para buena parte del orbe?»

Por si fuera poco, Expósito cita a continuación las declaraciones vaticanas más ambiguas (o claramente favorables a la posición de EEUU), a fin de contrarrestar un supuesto “No a la guerra” radical. Y concluye: «Me parece pues muy demagógico contraponer Bush al Papa en el tema concreto de la guerra sin matizar que las diferencias son más bien de medios y de plazos.»

En una magnífica síntesis, agrega que «el que la Santa Sede considere que la doctrina Bush sobre la guerra preventiva –así como ha sido expuesta por la Casa Blanca– pueda chocar con la doctrina católica de la guerra justa y que esté convencida de que todavía existen márgenes para una solución pacífica –mediante la continuación de las inspecciones de la ONU– no significa que de suyo la contradiga o que el posible ataque sea de por sí injusto.

La invasión a Irak: refuerzo de la "Santa Alianza"

Lejos de enfrentar al Vaticano y al gobierno de los Estados Unidos, la guerra de Irak ha supuesto una gran oportunidad para un mayor acercamiento diplomático (ya antes del 11–S Bush había comentado que «el Papa es el mejor interlocutor del mundo y de los pueblos»; El Mundo, 24.7.01), así como para una ratificación, con redefinición incluida, de la “Santa Alianza” que en los años ochenta establecieron Ronald Reagan y el y el Papa Juan Pablo II.

El 3 de marzo la consejera para la Seguridad nacional del presidente George Bush, Condoleeza Rice, se encontró con exponentes católicos estadounidenses, entre los que se encontraban cuatro cardenales. «Al final del encuentro, no se revelaron detalles sobre los contenidos de la conversación» (Zenit, 4.3.03), al igual que ocurriera dos días después tras la visita a Bush del cardenal Pio Laghi, enviado de Juan Pablo II.

En las horas previas al estallido bélico, el secretario de Estado norteamericano Colin Powell llamó por teléfono al arzobispo Jean–Louis Tauran, para comunicarle: «Comprendemos las inquietudes del Papa, pero en ocasiones hay cuestiones que no podemos evitar porque amamos la paz y quisiéramos que se alejaran y creo firmemente que ésta es una de esas cuestiones» (Zenit, 19.3.03). La agencia vaticana no informa de que el antiguo general de la guerra del Golfo recibiera reprimenda alguna por sostener esa postura.

Poco después de la toma de Bagdad, John Bolton, subsecretario del Gobierno de los Estados Unidos para el control de los armamentos y de la seguridad internacional, fue recibido por Tauran, ante quien confirmó el compromiso de su gobierno de respetar las normas que deben seguirse en la guerra.

También apreció «la disponibilidad de la Iglesia católica para colaborar en el campo humanitario en el alivio de los sufrimientos de la población iraquí», e hizo referencia a «las recientes declaraciones del presidente George W. Bush en Belfast sobre la rápida resolución del conflicto palestino–israelí para que todo Oriente Medio pueda alcanzar la paz» (Zenit, 9.4.03).

Aparte de las lamentaciones y preces papales por el sufrimiento de las víctimas de la guerra, en aquellos días ni una sola condena explícita de ésta salió de Roma (sí algunas tibias e indirectas: «La guerra de prevención como método no sirve para nada. Si hay que prevenir se tiene que hacer durante un plazo limitado», dijo Renato Martino, presidente del Consejo Pontificio Justicia y Paz; Argenpress, 23.5.03).

Por el contrario, un comunicado hecho público por la Secretaría de Estado del Vaticano califica «los últimos acontecimientos ocurridos en Bagdad» como «un cambio radical muy importante en el conflicto iraquí y una oportunidad significativa para el futuro de la población», y «auspicia que las operaciones militares en curso en el resto del país terminen pronto, con el fin de ahorrar otras víctimas, tanto civiles como militares, y más sufrimientos a esas poblaciones. [...] Ahora que se perfila la reconstrucción material, política y social de Irak, la Iglesia católica está lista, mediante sus instituciones sociales y caritativas, a prestar el socorro necesario» (Zenit, 10.4.03).

Cuando las tropas estadounidenses se apoderaron del centro de Bagdad, el cardenal Ratzinger (en jefe "doctrinario" de la curia vaticana) confesó: «Estamos felices de que haya salido así. No se podía prever lo que podía pasar y con las armas químicas todo era posible. Pero ahora se puede volver a empezar».

En cuanto a la supuesta oposición frontal a la guerra, se limitó a decir que «resistir a la guerra, a sus amenazas de destrucción, era algo justo» (Zenit, 10.4.03), dando a entender que era legítimo hacerlo, pero no la única opción éticamente válida.

Las declaraciones más nítidas –recogidas por la agencia vaticana Zenit– sobre la cercanía total entre ambas potencias provienen de James Nicholson, embajador de George W. Bush ante el Vaticano, quien considera que «las relaciones entre los Estados Unidos y la Santa Sede siguen siendo buenas, pues se fundan sobre valores comunes. El presidente Bush y el Vaticano comparten verdaderamente muchas cosas: el respeto por la vida, por la dignidad del hombre, por las libertades religiosas, por los derechos humanos. En los valores estamos verdaderamente cerca, somos así». «Al hablar a los diplomáticos de todo el mundo, el Papa dijo: “No a la guerra. No es siempre inevitable”. En esto, los Estados Unidos estaban totalmente de acuerdo. Añadió: “La guerra debe ser el último recurso”. Y también sobre esto estábamos de acuerdo». «Días después, volvió a hablar sobre el argumento: “la guerra es un fracaso para la humanidad”. También estábamos de acuerdo en este caso. Fundamentalmente no nos hemos encontrado en contraste con las declaraciones del Papa. Es un hombre de paz, no puede expresarse de otro modo». Y, significativamente, en una clara afirmación (difundida, sin comentario alguno, por el propio Vaticano), destacaba: «Por otra parte, no ha dicho nunca: “La guerra es inmoral”.

La doctrina de la Iglesia considera la hipótesis de una guerra justa, por ejemplo, en caso de que un país sea atacado o corra el riesgo de un ataque inminente. El presidente Bush ha considerado que los Estados Unidos se encontraban en esta condición.

Si bien Nicholson considera que éste no ha sido el objetivo principal de la postura del papa, «sus intervenciones» a favor de la paz «han tenido un efecto positivo en el mundo islámico». «Han comprendido que no se estaba levantando ninguna trinchera religiosa». «Estados Unidos espera que el mundo haga propia la exhortación del Papa: “Los hombres deben aprender a vivir en recíproca tolerancia”. Evitar el choque de civilizaciones es el objetivo de los Estados Unidos», concluyó (Zenit, 13.4.03).

Tras esta “reconciliación” (de quienes jamás se enfrentaron), llega el momento en que en el Consejo de Seguridad se debate si levantar o no las sanciones a Irak.

Desde luego, el Vaticano, junto con numerosas organizaciones internacionales, siempre denunció el criminal embargo que contribuyó al exterminio del pueblo iraquí. Pero en esta ocasión eran los propios Estados Unidos quienes exigían el levantamiento para así poder explotar sin límites los recursos del país conquistado. De ahí que, siendo la razón del embargo la supuesta presencia de armas de destrucción masiva, sólo los inspectores de la ONU podrían dictaminar el fin del mismo.

Pero, como era de prever, el Consejo de Seguridad aprobaba el fin del embargo, sancionando de este modo, sin discusión ni denuncia alguna, la violación del derecho internacional que había supuesto la guerra (a partir de ese momento los países “pacifistas”, especialmente Francia, renuevan su idilio con el gobierno de los Estados Unidos, como si nada hubiera pasado).

El Vaticano, por supuesto, se suma a las celebraciones del fin del embargo, sin efectuar la más mínima referencia a las causas que acabaron con el mismo (y, de paso, con la vida de varios miles de iraquíes; Zenit, 23.5.03).

El pasado 1º de junio Bush calificaba a Juan Pablo II como «uno de los líderes morales más grandes de nuestro tiempo» (Zenit). Esta declaración fue muy bien acogida por la Curia vaticana (Estrella Digital, 1.6.03), y precedió a la visita de Colin Powell al papa.

Previamente a ésta, y por si a alguien le quedaban dudas sobre si el Vaticano condena realmente la guerra de Irak, Powell dejó claro que no tenía intención de pedir excusas al papa por la decisión de atacar Iraq (ibid.); está de más decir que tampoco Juan Pablo II se las exigió. El diplomático manifestó también que pensaba convencer al papa de que el pueblo iraquí había sido “liberado” (Religion Today, 14.6.03).

El encuentro estuvo marcado por la simbología militar (saludo de Powell a la Guardia Suiza que lo recibió protocolariamente; uso por parte de éste del término militar “Sir” al dirigirse al papa). Al final, Juan Pablo II le pidió que trasmitiera sus “respetuosos saludos” al presidente de Estados Unidos (ACI, 2.6.03) y lo despidió con uno de los lemas favoritos de Bush y de su nación en los últimos tiempos: «Dios bendiga a América» (El Correo, 3.6.03). Posteriormente el portavoz papal explicó que el encuentro entre ambos se celebró en «un clima verdaderamente cordial», favorecido por los elogios de Bush al papa (Zenit, 2.6.03).

Coincidencias más que discrepancias

Los máximos dirigentes de Estados Unidos y del Vaticano en ningún momento entendieron la oposición papal a la guerra (invasión a Irak) en clave de enfrentamiento real.

Ya antes de la guerra, el presidente del episcopado alemán, cardenal Karl Lehmann, restaba importancia a las diferencias de enfoque, que otros se empeñaban en interpretar como un plante del Papa a Bush: «¿Por qué no se puede tener un parecer diferente entre amigos sobre una cuestión determinada?» (Zenit, 12.3.03; cursiva añadida).

Durante el conflicto iraquí la opinión pública nacional e internacional ha interpretado, mayoritariamente, los gestos papales como los propios de un sincero pacifista o, cuando menos, los de un esforzado pacificador.

Como telón de fondo de las aparentes discrepancias sobre la guerra iraquí entre Estados Unidos y el Vaticano, había entre ambos un forcejeo –iniciado por el segundo– que tenía menos que ver con esa contienda bélica de lo que aquellas disensiones parecían indicar. La necesidad de renovar y redefinir la ya añeja “Santa Alianza” era la clave.

A principios de los ochenta es fácil comprender que la iniciativa para firmarla fue sobre todo norteamericana, en la actualidad ha sido el Vaticano el principal interesado en ratificarla.

Entonces, Estados Unidos precisaba ayuda para desembarazarse de su gran rival, la Unión Soviética; en nuestros días, la “Santa” Sede ha sentido la necesidad de que la única superpotencia militar del planeta, siempre tentada a la autosuficiencia, prestase una (todavía) mayor atención a las aspiraciones romanas y acelerase su puesta en práctica.

De alguna manera, con sus exigencias bajo la presión del “No a la guerra”, el Vaticano estaba reclamando a Estados Unidos el pago de sus servicios prestados en la lucha victoriosa contra el comunismo.

El mencionado forcejeo, con todo, va aún más allá de los objetivos específicos del Vaticano. A este peculiar estado, así como a la iglesia que le sirve de fundamento (la ICR), no le gusta tener que andar siempre dependiendo de la potencia secular de turno.

Y, para esa preciada autonomía, ¿qué mejor que la supremacía? Detrás de bastidores, la guerra de Irak escondía otra guerra: la que, fiel a su tradición, la “Santa” Sede ha emprendido, desde su recuperación como potencia mundial décadas atrás, en pos de la autoridad suprema.

La lucha por la supremacía es parte, sin duda esencial, de los planes ecuménico–globalistas del Vaticano conducentes a obtener la hegemonía decisoria en todo el planeta.

El papa no había visitado la ONU para frenar la guerra; después, no había viajado a Bagdad como “escudo humano” para detenerla; más tarde, una vez iniciada, se había mostrado más preocupado (tanto él como el resto del Vaticano) en la “reconstrucción” de Irak que en condenar la invasión.

Finalmente, había llegado su “reconciliación” con los representantes de la superpotencia agresora, Powell incluido… Semejante “desinfle” progresivo de la oposición papal a la guerra fue interpretado por esos sectores aludiendo a la posible situación que el anciano y enfermo Juan Pablo II estaría sufriendo como “rehén” de la propia Curia romana.


[1].– El presente informe es un extracto del trabajo "El eje Washington–Vaticano", de Guillermo Sánchez Vicente y Juan Fernando Sánchez Peñas.