Estados Unidos

 

La apuesta militarista de un presidente desprestigiado

Por Hugo Alconada Mon
Corresponsal en EEUU
La Nación, 28/01/07

Washington.– George W. Bush dice la verdad. Y tiene razón. Si Estados Unidos abandona Irak, así, sin más, en menos de un año ese país y el resto de Medio Oriente podrían volar en pedazos, en una guerra entre sunnitas, chiitas y kurdos. El problema es que lo dice el presidente de los Estados Unidos con peor imagen dentro y fuera de este país de las últimas décadas.

Los demócratas, los republicanos, el Pentágono, la Unión Europea, los expertos del Grupo de Estudio de Irak y varios gobiernos árabes coinciden con su diagnóstico. Pero no es el "qué podría ocurrir" en Irak y Medio Oriente, sino el "cómo evitarlo" el eje que divide a todos ellos y a los estadounidenses, que quieren salir de la ciénaga iraquí cuanto antes.

Bush aboga por la teoría militarista, pero sin siquiera llevarla hasta las últimas consecuencias. Quiere enviar 21.500 soldados para desplegarlos en Bagdad y sus alrededores. Confía en que si controlan la capital, pueden convertirse luego en la "mancha de aceite", que cae en un punto y se expande hasta ocuparlo todo.

Pero Bush afronta dos desafíos. Uno interno y otro de la opinión pública.

Su problema interno es que los propios expertos del Pentágono que acaban de actualizar el manual militar de contrainsurgencia estiman que en semejantes circunstancias debe haber un soldado cada 50 civiles. Es decir que en Bagdad y su área conurbana deberían desplegarse unos 100.000 soldados. Otros, como el experto T. X. Hammes, son más duros y creen que será necesario más: 300.000 hombres durante un lapso de entre 4 y 10 años.

En la práctica, Bush sólo podría alcanzar semejante expansión militar reinstaurando el servicio militar obligatorio. Algo que, a su vez, dinamitaría el mínimo respaldo público que aún le queda.

El segundo problema de Bush es justamente ése: su baja credibilidad entre los norteamericanos.

La protesta de ayer, con decenas de miles exigiendo salir de Irak, recuerda las marchas que dominaron distintas capitales del mundo antes de la guerra.

Cuatro años después, todo es distinto. Se confirmaron las sospechas de que Irak no tenía armas de destrucción masiva, decenas de miles de iraquíes y miles de norteamericanos murieron en la contienda, Bush está muy desgastado y los perjuicios geoestratégicos superaron los beneficios prometidos.

Paraíso lejano

A esto se suma que el equipo de márketing y comunicación de la administración Bush anunció tantas veces que el paraíso se encontraba a la vuelta de la esquina iraquí, que pocos creen aún en la Casa Blanca.

Al menos nueve veces se celebró un "hito" decisivo que terminaría con la guerra: la caída de Bagdad (9–4–03); el anuncio de Bush del "final de las operaciones importantes" desde un portaaviones (1–5–03); la detención de Saddam Hussein (14–12–03); el traspaso de la soberanía al gobierno provisional (28–6–04); el referéndum para aprobar la Constitución (15–10–05); las elecciones legislativas (15–12–05); la designación del nuevo premier (22–4–06); la muerte del jefe de Al Qaeda, Abu Musab Al–Zarqawi (7–6–06), y la condena a muerte de Saddam (5–11–06).

La realidad fue otra, claro. Para peor, a cada traspié le sucedió una promesa oficial de que era cuestión de semanas, seis meses "como máximo", para sellar la pacificación. Así fue desde que el vicepresidente Dick Cheney dijo que la guerra "terminará relativamente rápido, en semanas más que en meses" (16–3–03), hasta que el general George Casey, jefe máximo de las tropas en Irak, dijo que "los próximos seis meses determinarán el futuro de Irak" (5–10–06), frase que extendió apenas 19 días después: "Va a tomar entre 12 y 18 meses más", es decir, para 2008.

Con semejante panorama –que se combina con la muerte continua de sus soldados (suman ya 3075)–, los norteamericanos desconfían de todo lo que Bush y su equipo puedan decir sobre el presente o el futuro de iraquí. Por eso perdieron en las urnas el 7 de noviembre último y por eso el respaldo presidencial ronda el 35%, el mismo que tenía Richard Nixon antes de renunciar, acosado por el caso Watergate.