Rusia

 

El cáncer de Rusia

Rafael Poch de Feliu
La Vanguardia, Barcelona, 13/09/04

El pavoroso atentado de Beslán, en Osetia del Norte, contiene muchos temas; la violencia política criminal (el terrorismo), la compasión y solidaridad que sus víctimas deberían suscitar, independientemente del contexto geopolítico, el embrollo de Chechenia con su enorme violación de derechos humanos, la complicada situación interna en Rusia, así cómo las relaciones de ésta con Occidente.

Todo indica que el desenlace de la tragedia de Beslán no fue resultado de un asalto sanguinario de las fuerzas de seguridad, sino más bien de un encadenamiento de circunstancias desgraciadas. Por alguna razón, la "línea principal" de la reacción occidental al atentado ha puesto por delante de la compasión y la solidaridad, las acusaciones histéricas contra Rusia y su presidente.

El desprecio a la vida humana, la ineficacia de los aparatos de estado, los impedimentos y abusos contra medios de información, han dominado el informe, sugiriendo que el principal problema de la Rusia actual es la falta de "democracia". En realidad el verdadero problema es la debilidad de Rusia, de su estado y de su sociedad civil. El déficit de democracia es consecuencia de esa debilidad. En ese problema, la sociedad rusa es tan responsable como su gobierno. Con el precio del petróleo a su favor, Putin está intentando incidir en esa debilidad. La discusión sobre su capacidad y nivel de acierto o fracaso, es legítima, pero no puede olvidarse, primero, la complejidad de la situación que heredó, y, segundo, la mala calidad de los instrumentos de los que dispone en su intento de reparación.

Doble rasero

En los últimos diez años, la debilidad de Rusia convirtió en condominio con Estados Unidos, el antiguo dominio exclusivo de Moscú del Caúcaso y Asia Central, lo que Zbigniew Brzezinski anunciaba en 1997 como "la recompensa" por la victoria en la guerra fría y cuyo escenario para Rusia contemplaba su disolución en varios estados, incluida una República de Extremo Oriente y otra siberiana. El punto de equilibrio aun no se ha encontrado, e, independientemente del verdadero peso del factor "islámico internacional" (factor que el Kremlin exagera, igual que Bush), la región cruje.

La penetración de Estados Unidos en el Caúcaso viene dictada por los ricos recursos energéticos de la zona. En el próximo futuro habrá que estar muy atentos a Georgia, con Osetia del Sur y Abjasia en el punto de mira de futuras partidas. Toda la situación determina el doble rasero con el que se mide el terrorismo checheno.

Todos los terrorismos tienen un trasfondo político, pero al checheno se le concede más "comprensión". Aunque sus atentados tienen unas dimensiones enormes y unas características aun más criminales y odiosas que las de las bombas de Madrid, el distinto nivel de "comprensión" que suscitan en Occidente da el tono a la situación.

¿Cómo explicar que, en Washington, la plana mayor de padrinos de la "guerra contra el terrorismo" de Bush, sea, al mismo tiempo, miembro del "American Committee for Peace in Chechnya"? La lista, expuesta por John Laughland, de la sección británica del Grupo de Helsinki de derechos humanos, es reveladora; Richard Perle, consejero del Pantágono, Elliot Abrams, vinculado al escándalo "Irán-contras", Kenneth Adelman, ex embajador ante la ONU y uno de los que prometían un "paseo militar" en Irak, Midge Decter, biógrafo de Donald Rumsfeld y director de la retrógrada "Heritage Foundation", Frank Gaffney del militarista, "Centre for Security Policy", Bruce Jackson, ex vicepresidente de "Lockhedd Martín" y presidente del "Comité de Estados Unidos para la OTAN", Michael Ledeen del "American Enterprise Institute", abogado el cambio de régimen en Irán, James Woolsey, ex director de la CIA...

Los apoyos y contactos de estos "defensores de los derechos humanos" con representantes de la guerrilla chechena, no tienen nada que ver con los abusos y masacres practicadas por el ejército ruso allá. Se trata de lo mismo que en los ochenta les llevó a recrear en Afganistán a Ben Laden y su "internacional radical sunita," aquella criatura de la CIA y sus homólogos saudís y paquistaníes, pensada en su origen contra la revolución iraní y la URSS, y a la que hoy sacan partido, en el papel de nueva "amenaza mundial" como relevo al "comunismo".

"No digo que Occidente sea el iniciador del terrorismo, ni que esa sea su política, pero observamos repeticiones de la mentalidad de la guerra fría", dijo ésta semana Putin en una reunión de tres horas y media con un grupo de especialistas occidentales en asuntos rusos, mantenida en su residencia de Novo Ogarevo, a las afueras de Moscú. Determinadas personas, dijo, "quieren debilitar a Rusia como los romanos a Cartago" (...) "quieren que nos centremos en problemas internos para que no levantemos cabeza en la arena internacional", dijo el presidente.

El doble rasero occidental fomenta en Rusia la desconfianza, el nacionalismo primitivo y la "imagen de enemigo" de la guerra fría. Da argumentos a militares y policías, en cuyas manos no puede dejarse nunca la modernización de un país. Por desgracia para Rusia, esos agravios y la geopolítica del hegemonismo solo son una parte del problema. Otro elemento es, naturalmente, la propia cuestión chechena.

Un drama de la descolonización

El derribo del superestado soviético y el cambio de lógica de su repentina democratización con Gorbachov creó un gran vacío y no pocos agravios comparativos en Chechenia. Si estonianos y lituanos podía pedir independencia, ¿por qué no podían hacerlo los chechenos, pueblo que había sufrido mucho más que todos ellos y cuya población era más numerosa que la de estonianos? En Chechenia una revolución nacional barrió a principios de los noventa a la nomenclatura local, pero no pudo ni supo afirmar nuevas estructuras de gobierno nacionales.

Pueblo indómito, el checheno estaba particularmente mal dotado desde el punto de vista de su ideosincracia, su cultura y su tradición, para crear esas estructuras, imprescindibles para definir un nuevo estatuto de convivencia con Moscú. La necesidad del nuevo estatuto se desprendía de la nueva realidad. No era lo mismo formar parte de una especie de imperio federativo, la URSS, en la que los rusos eran menos del 50%, que regresar a una "Federación Rusa" en la que los rusos representaban el 80% de la población, en el que el nacionalismo ruso estaba llamado a subir de tono y donde las minorías nacionales podían estar mucho más expuestas.

Vista desde Moscú, la tarea (un escenario de descolonización europea complicado por el carácter continental, y no de ultramar, del imperio ruso) era demasiado sutil para lo que daban de si las capacidades disponibles. Por un lado había que ayudar a la nueva República del General Dudayev a establecerse y estabilizarse, mientras que por el otro había que repensar la federación de tal forma que esta fuera aceptable para aquella especie de tribu apache irreductible. En lugar de eso, políticos de bajo nivel, con poca experiencia, recién llegados a la responsabilidad de gobernar, frecuentemente desde puestos subalternos, mucho más preocupados en enriquecerse a costa del patrimonio nacional que por el destino del país, ofrecieron el marco apropiado para el desastre.

Chechenia se convirtió en una especie de "zona económica especial" para la cleptocracia rusa y local, una puerta trasera para exportar petróleo sin facturas ni recibos. El gobierno de Dudayev no controlaba la república, sumida en el caos y el bandidismo. Convertido en autócrata en 1993, Yeltsin optó por "poner orden" mediante una "pequeña guerra victoriosa". El presidente ruso despreció aquel proverbio persa que dice que, "cuando el Sha se vuelve loco, se va a hacer la guerra al Cáucaso". La amenaza unió a los chechenos, temibles guerreros que ridiculizaron al ejército ruso.

Desde el principio la guerra chocó con una contradicción que los franceses experimentaron en Argelia. Teóricamente los chechenos eran conciudadanos que había que liberar, pero a todos los efectos se les trataba, y se les trata, como enemigos. En las ciudades rusas, los chechenos y los caucásicos en general, son sospechosos y objeto de abusos especiales de parte de la policía. En la guerra el ejército ruso no suele tomar prisioneros, se usa a la población civil como rehén, se le venden los cadáveres de sus familiares, etc. Así, los instrumentos de la intervención, el ejército y las fuerzas de seguridad, son factor provocador de revuelta (hasta suministran armas a la guerrilla a precios de mercado) y forman parte de la enfermedad. De parte chechena, la guerrilla muestra también una crueldad extraordinaria.

Diez años después, con decenas de miles de muertos, ciudades y pueblos arrasados, este problema sigue en los mismos términos. La reconstrucción del territorio languidece, se mantienen las mismas actitudes. Por su decadencia e ineficacia, el aparato de estado ruso es un factor de conflicto, no un instrumento de pacificación y estabilización. Los actuales suicidas son productos suyos: jóvenes o adultos que en 1994, cuando empezó la primera guerra, eran niños o adolescentes. El conflicto se transmite y reproduce por herencia.

Yeltsin incubó, Putin heredó

El problema de Chechenia envenena la política moscovita, es inseparable del problema de Rusia, de la modernización de ese gran país, de su salida de la crisis mediante recetas económicas que difícilmente podrán ser importadas de Occidente.

Los desastres de la guerra fueron resultado directo del régimen de "samovlastie" (el concepto tradicional del autoritarismo ruso basado en una concentración de poder personal con ribetes patrimoniales y manifiestamente hostil a la división de poderes) que Yeltsin restableció en 1993 con el aplauso de Occidente. Privado de contrapesos parlamentarios, ese régimen fue el que en 1994 tomó las desastrosas decisiones bélicas en Chechenia. Las características de ese régimen, mucho más blando y libre que el soviético, son:

-Poder presidencial autocrático sin verdaderos contrapesos.

-Ausencia de mecanismos de rotación de los gobernantes e imposibilidad de que la oposición alcance el poder.

-"Derecho de ukaz" (gobierno por decreto). La constitución del nuevo régimen se impone por decreto. Incomprensión congénita de la división de poderes y del estado de derecho. La "Administración presidencial", una estructura burocrática del Presidente no contemplada en la constitución, es más poderosa que el ejecutivo o cualquier otra rama del poder.

-Elecciones organizadas y condicionales. Abusos mediáticos y movilización de todos los recursos del estado a favor del "partido del poder" en la realización de elecciones, y general entendimiento de que si, a pesar de todo, el poder no las gana, las elecciones se anulan o sus resultados no se aceptan.

Todo eso se resume en una caricatura de democracia, con sucedáneos poco relevantes en el lugar de las instituciones apropiadas: Parlamento, partidos políticos, y unos medios de comunicación y un poder judicial, aún menos independientes que en España.

Rusia es el único país europeo en el que en todo el periodo postcomunista no se ha registrado un solo caso de relevo democrático en el poder (cuando el poder cambia de manos como resultado de unas elecciones) y cuya tendencia es consolidar esa imposibilidad de relevo; difícil en 1993, remota en 1996, impensable en el 2000, imposible en el 2004...En eso Rusia está por detrás de Bielorrusia, Ucrania y Mongolia.

Con Putin este régimen ha culminado y madurado. Los parámetros de esa maduración son los siguientes:

-Se consolida la ausencia de alternativa al poder.

-Desaparición, o sensible reducción, del peso de los partidos políticos que critican al poder en la Duma, desde dentro del terreno institucional del "samovlastie".

-Desaparición del desafío regional, mediante la pérdida de peso de los barones regionales (la cámara alta ya no está compuesta por gobernadores investidos de inmunidad parlamentaria, sino por sus representantes y lobistas).

-Institucionalización de la sucesión del autócrata (con Yeltsin la búsqueda de un sucesor era aparentemente caprichosa, ahora está claro que el sucesor del Presidente será el Primer ministro designado por el).

-Neutralización de los últimos magnates tentados por actuar autónomamente. Primero se acabó con los cleptócratas "escandalosos" Gusinski y Berezovski, ahora ya con el mucho más discreto y serio Jodorkovski, cuya compañía controla el 25% de la producción de petróleo ruso (más que toda la producción de Libia).

-Mayor estabilidad y disciplina burocrática (menos caos de nombramientos, los periodistas ya no tienen acceso a fuentes del Kremlin, que con Yeltsin era un coladero de confidencias, etc).

Este es el régimen que lidia con Chechenia. Su genuina democratización, como se sugiere en Occidente, ¿lo haría más eficaz en la gestión del conflicto? Seguramente el asunto no es tan simple, pero una sociedad más despierta, autónoma y robusta, ayudaría a evitar los desastres. En cualquier caso, esa democratización no es solo un problema del "perverso Putin". Es también, y quizá, sobre todo, un problema de la sociedad.

La manifestación "contra el terrorismo" de esta semana en Moscú, ha recordado el lamentable estado de la "sociedad civil" en Rusia. Esta sociedad inerte, incapaz de asumir sus propias responsabilidades, ya no tiene la excusa de la época soviética. Hoy tiene posibilidades. Ya no está metida dentro de aquel corsé absolutista que la asfixiaba e impedía por completo su desarrollo.

La sociedad rusa ha entrado en el mundo de forma irreversible. Su contraste con el entorno es enorme. En ese paquete entran procesos de gran calado como el de la construcción europea. Es evidente que tarde o temprano Rusia entrará en el gran esquema europeo, al que suministra una gran cantidad de gas y petróleo. También es evidente que, sea cual sea el vínculo entre la UE y Rusia, ese vínculo no será estable ni serio (no será "institucional") mientras una democracia homologable no tome el relevo al "samovlastie".

La incapacidad de la sociedad rusa por salir de la inercia y tomar la palabra, por crear una red de sindicatos, asociaciones ciudadanas independientes y todo eso que llena de contenido a una democracia, forma parte del problema. Es evidente que las cosas no serán así eternamente. En diez o quince años, la sociedad rusa habrá madurado y aprendido de los fracasos e ingenuidades de los noventa. Encontrará un mayor equilibrio entre el deseable "occidentalismo" en la defensa de valores universales y el necesario nacionalismo que se desprende de su condición de gran país. La reforma política volverá a ser entonces un asunto actual en Rusia.

La estrategia de Putin

En su declaración más significativa sobre Chechenia, el presidente ruso, Vladimir Putin dijo en 2002, "en última instancia para nosotros lo importante no es tanto el estatuto oficial de Chechenia, sino que de su territorio no surjan amenazas contra Rusia". Aquellas palabras abrían cierta perspectiva para el futuro. La estrategia de Putin fue transferir, en la medida de lo posible, poder y competencias a una administración chechena liderada por el muftí Ajmad Kadyrov. Calificar a este personaje de "proruso" y "bandido" es erróneo. Kadyrov no era peor ni más "bandido" que cualquiera de los anteriores presidentes chechenos, Dudayev o Masjadov, pero seguramente es mucho mejor que Shamil Basayev, el inspirador del secuestro de Beslán. No es una impresión abstracta, sino resultado de contactos personales y entrevistas con los cuatro, lo que, por supuesto, no impide equivocarse.

Kadyrov combatió contra Rusia en la primera guerra chechena, pero en la segunda se cambió de bando. Como líder de la cofradía sufí "Kadiría", Kadyrov era un representante del Islam tradicional checheno, y chocó con los misioneros wahabitas, para los cuales lo que no está en el Corán no es Islam, que habían sido invitados y acogidos, junto con su dinero, por comandantes como Basayev. Además de ese choque "profesional", la opción de Kadyrov por participar en la administración de Putin venía fundamentada en una reflexión pragmática: optar por la vía de Basayev (englobar el conflicto con Rusia en una "jihad" general internacional) significaba el camino más corto hacia el desastre total de la nación.

El resultado de la vía Kadyrov ha sido, aparentemente, ambiguo, entre otras cosas el ex muftí-presidente fue asesinado en un atentado el pasado 9 de mayo, pero, como estrategia, tiene difícil recambio. Su sucesor, Alú Aljanov, refrendado en las elecciones del 29 de agosto, significa continuidad. Tras el atentado de Beslán, Putin ha dicho que continuará con la misma política. Mas allá de aquella declaración esperanzadora de hace dos años, Putin no ha hecho nada que apunte a una verdadera solución del conflicto.

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