Francia

 

Decodificación de una propuesta liberal

Cinco puntos clave del Tratado Constitucional

Por Bernard Cassen (*)
Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, mayo 2005

Considerado durante mucho tiempo por la opinión pública como algo exterior al curso de los asuntos nacionales (tal como convenía a los gobernantes), la "cuestión europea" ocupa por fin el lugar que le corresponde en el debate público francés con motivo del referéndum de este 29 de mayo sobre la ratificación del Tratado Constitucional Europeo (TCE). Ni las sucesivas elecciones al Parlamento de Estrasburgo (la última en junio de 2004), ni incluso el voto popular sobre el Tratado de Maastricht en 1992 habían provocado semejante efervescencia. Por primera vez se establece Ia filiación entre las políticas liberales decididas a nivel comunitario y las políticas liberales aplicadas en un país determinado.

Esta toma de conciencia ha provocado en Francia el desaliento de los partidarios del "Sí de izquierdas" al TCE, que intentan en vano exonerar al modelo actual de construcción europea de los devastadores efectos de las "reformas" y otras políticas aplicadas por (el primer ministro francés) Jean–Pierre Raffarin. Los ciudadanos comienzan a comprender que se trata de la misma cosa, ya que al fin de cuentas, con el TCE no solamente se plantea la cuestión liberal (¿deseamos vivir en una sociedad cuya norma superior es la competencia?), sino también la cuestión democrática: ¿es aceptable que la "constitucionalización" del liberalismo hipoteque por décadas las decisiones del sufragio universal?

¿Nuevos derechos?

La Parte Il del TCE está constituida por la Carta de los Derechos Fundamentales, proclamada por el Consejo Europeo de Niza de diciembre de 2000. El contenido de ese texto (empezando por su título) es uno de los principales argumentos de los partidarios del "Sí de izquierda". ¿Pero dice verdaderamente lo que se pretende hacerle decir?

Por una parte, la Carta no retorna para sí los derechos fundamentales presentes en otros instrumentos jurídicos nacionales (fundamentalmente en la Constitución francesa) e incluso europeos: Carta Social Europea del Consejo de Europa del 18/10/61 y Carta Comunitaria de los Derechos Sociales Fundamentales de los Trabajadores del 09/12/89, sin embargo citados en su preámbulo. Sin hablar de la Declaración Universal de los Derechos Humanos del 10–12–1948.

Por otra parte, su carácter obligatorio –cuando existe– está estrictamente delimitado. En la Carta no se reconocen: el derecho a obtener un empleo, reemplazado por "el derecho a trabajar" (Il–75–l) Y por "la libertad de buscar un empleo, de trabajar, de establecerse o prestar servicios en todo Estado miembro" (II–75–2); el derecho a la vivienda, reemplazado por "el derecho a una ayuda de vivienda" (Il–94–3); el derecho a un ingreso mínimo; el derecho a la igualdad salarial (a igual trabajo, igual salario); el derecho a una pensión de retiro; el derecho al divorcio, mientras que se reconoce (Il–69) "el derecho a contraer matrimonio y el derecho a fundar una familia"; el derecho a la anticoncepción y al aborto, etc. En cambio, un derecho hasta ahora desconocido en la legislación francesa, entre otros, hace su aparición: el derecho de huelga. .. ¡para los empleadores! (II–88).

¿Cuál es el alcance real de los derechos que restan en ese texto? La Declaración N° 12, anexada al TCE, está íntegramente consagrada a la Carta; como las otras 47 Declaraciones, tiene valor interpretativo y brinda las "instrucciones de uso" para tal o cual de sus disposiciones. Por ejemplo, su artículo 36, que explica el artículo II–96 del TCE relativo al acceso a los servicios de interés económico general (SIEG), disipa al respecto cualquier ambigüedad: "Este artículo [Il–96] (...) no crea nuevos derechos". Esta cláusula, impuesta por Anthony Blair no es evocada jamás por los partidarios del "sí"...

Por otra parte, el apartado 5 del artículo 112 del TCE precisa que las disposiciones de la Carta que contienen principios ''podrán aplicarse mediante actos legislativos y ejecutivos adoptados por las instituciones, órganos y organismos de la Unión, y por actos de los Estados miembros cuando apliquen el Derecho de la Unión, en el ejercicio de sus competencias respectivas. Sólo podrán alegarse ante un órgano jurisdiccional en lo que se refiere a la interpretación y control de la legalidad de dichos actos". En otras palabras, ¡ninguna violación de los derechos, incluso limitados, contenidos en la Carta, puede ser objeto de recurso ante la Corte de Justicia de la UE! .

Además, los derechos –no obstante calificados de "fundamentales" por la Carta– "que se mencionan en otras Partes de la Constitución se ejercerán en las condiciones y dentro de los límites definidos por ellas" (II–112–2). Entre esas "condiciones" y "límites": las cuatro libertades –también llamadas "fundamentales"– que son la libertad de circulación de capitales, de las mercaderías, de los servicios y de las personas. La invocación de la libertad de finanzas y del libre cambio es significativa en el mismo preámbulo, aun en una Carta cuyos seis títulos tienen respectivamente por nombre: "Dignidad", "Libertades", "Igualdad", "Solidaridad", "Ciudadanía" y "Justicia".

Persistente déficit democrático

Los partidarios del "sí" invocan los avances democráticos que contienen las disposiciones de la Tercera Parte del TCE. Citan como ejemplo el nuevo sistema para calcular la mayoría calificada (55% de los Estados que representen al menos a un'65% de la población de la UE) que la hace efectivamente más fácil –aunque apenas– que el sistema contenido en el Tratado de Niza, actualmente en vigor (1).

Mencionan también dos novedades: la creación del puesto de Presidente del Consejo Europeo, elegido por dos años y medio, y destinado a dotar a la Unión Europea de un "rostro" visible en el exterior, y la creación del cargo de ministro de Relaciones Exteriores.

Más allá de que la delimitación (¿o la confusión?) de responsabilidades entre esas dos personalidades, y entre ellas y el Presidente de la Comisión, augura serios conflictos, no se ve de qué manera la existencia de una función de representación generaría milagrosamente consenso sobre una política común de los 25. ¿Qué hubiera podido decir un ministro de Relaciones Exteriores de la UE cuando se desencadenó la invasión anglo–estadounidense de Irak, teniendo en cuenta las posiciones contradictorias que existían en Europa?

Habitualmente suelen mencionarse otros cinco "avances" democráticos del TCE:

1) El derecho de "alerta precoz": un tercio de los Parlamentos nacionales (9 sobre 25) puede, en nombre del principio de subsidiaridad, obligar a la Comisión volver a examinar una de sus propuestas ya presentadas ante el Consejo, o al Consejo y al Parlamento (protocolo N° 1 anexado al TCE). Lo que se dice menos es que la Comisión, institución no electa, sigue teniendo la última palabra: puede mantener, modificar o retirar la propuesta. Los Parlamentos nacionales, aun si llegan a coaligarse, permanecen en su muy subalterno lugar.

2) El derecho de iniciativa: un grupo de al menos un millón de ciudadanos de Europa puede invitar a la Comisión a que presente una propuesta de acto jurídico (artículo I–47). También en este caso, a pesar de su interés simbólico, ese "derecho" es más que limitado: en primer lugar, la propuesta debe entrar en el marco de la Constitución, lo que remite al contenido liberal de la misma; pero si la Comisión tiene en cuenta esa invitación, no está para nada obligada a retomar su contenido, y sigue siendo el filtro discrecional entre los peticionantes y las instituciones surgidas directa o indirectamente del sufragio universal que son el Parlamento y el Consejo.

3) El aumento (de 29 a 35, según el método que se utilice) de la cantidad de áreas que dependen de la codecisión entre el Parlamento y el Consejo, aunque este último sigue siendo el único que decide sobre 21 áreas, las más importantes, como por ejemplo la fiscalidad y lo esencial de la política social.

4) La publicidad de las sesiones del Consejo (artículo I–24) cuando delibera sobre una propuesta legislativa. Sin embargo, esta disposición podría resultar bastante formal, pues la mayoría de las decisiones son elaboradas –cuando no adoptadas– oficiosamente, antes de las reuniones del Consejo, por el Comité de Representantes Permanentes (Coreper) de los Estados, que no sesiona de manera pública.

5) La nueva posibilidad, para un Estado, de retirarse de la VE (artículo I–60).

Una vez sumados todos esos puntos, ¿puede decirse que compensan verdaderamente el "déficit democrático" de funcionamiento de la UE? En particular el que induciría la "constitucionalización" del modelo económico ultraliberal inscripto en la mayoría de los 332 artículos de la Parte Tercera, de un TCE que comprende en total 448 artículos. .

¿Un Tratado ideológicamente neutro?

Los partidarios del "sí", tanto los de izquierdas como los de derechas, afirman que el TCE es ideológicamente "neutro".

Los primeros prefieren mencionar pasajes de las Partes I y II, donde abundan ciertas palabras clave de la izquierda: dignidad humana, libertad, democracia, estado de derecho, tolerancia, justicia, solidaridad, igualdad entre los sexos, desarrollo sostenible, lucha contra la marginalización social, alto nivel de empleo, etc.

Esos grandes principios, que obviamente son deseables, no tienen sin embargo ningún carácter obligatorio. En el mejor de los casos podrían tener un valor interpretativo para la Corte de Justicia de la UE, cuando se requiera su intervención en un conflicto. Pero incluso en esas dos partes del TCE se reiteran insistentemente las normas superiores, que son la "competencia libre y no falseada", y las cuatro libertades "fundamentales", que garantizan la circulación de bienes, de servicios, de capitales y de personas. Lo que permite abogar eficazmente contra los otros principios, objetivos y valores de las mismas partes.

Los partidarios del "sí" liberal, por su parte, se apoyan en lo concreto, lo obligatorio, lo justiciable, fundamentalmente, sobre la Parte III del TCE. Allí se acaba la magia y aparecen las políticas precisas actualmente en vigor –algunas figuraban ya en el Tratado de Roma de 1957– y que no reconocen excepciones. La lista es larga: liberalización de los servicios "más allá de lo necesario", prohibición de subvenciones públicas, limitaciones a los movimientos de capitales y de déficits presupuestarios, librecambismo desenfrenado, independencia del Banco Central, rechazo a cualquier tipo de armonización social o fiscal, etc. Y una obstinada insistencia en la primacía de la competencia y de las famosas cuatro libertades "fundamentales".

Es como si el "sí de izquierda" se contentara con la sombra y las promesas de las Partes I y II del TCE, mientras que el "sí de derecha" retiene y santuariza constitucionalmente su presa, la Parte III... Inédita jerarquía de las normas la de este texto, que coloca la competencia, la economía y las finanzas en el lugar central, mientras que la Constitución francesa, en su primer artículo, dispone que la República "es indivisible, laica, democrática y social".

A tal punto que cabe preguntarse –en caso de ratificación del TCE– cuál será el margen de maniobra que tendrá un gobierno recién elegido, por ejemplo, en Francia en 2007, que deseara aplicar políticas diferentes, incluso parcialmente, de las contenidas en los cánones liberales, que para entonces habrán sido "constitucionalizados" a escala europea. En tal caso, ¿podría hallarse el sufragio universal en la misma situación de "soberanía limitada" que padecían las "democracias populares" respecto de la Unión Soviética, antes que ésta se desmoronara?

Defensa común europea: luz verde obligatoria de Washington

Desde la primera de las cuatro partes en que está dividido, el Tratado Constitucional Europeo condiciona cualquier eventual política de seguridad y de defensa común (PSDC) europea a la luz verde dada por Estados Unidos, vía la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), estatutariamente comandada por un general estadounidense que recibe sus órdenes de Washington: "La política de la Unión" será "compatible" con la política de seguridad y de defensa decidida en el marco de la OTAN (I–41–2).

Por otra parte, los compromisos y la "cooperación en este ámbito" (versión PSDC de la "cooperación reforzada'') "seguirán ajustándose a los compromisos adquiridos en el marco de la OTAN, que seguirá siendo, para los Estados miembros que forman parte de la misma, el fundamento de su defensa colectiva y el organismo de ejecución de ésta" (I–41–7).

Sin embargo, la OTAN no es una organización europea. Dos de sus miembros (Canadá y Estados Unidos) pertenecen a otro continente, y otros tres (Islandia, Noruega y Turquía) tampoco son miembros de la UE. Además, Austria, Chipre, Finlandia, Irlanda, Malta y Suecia son miembros de la DE pero no de. la OTAN. A pesar de todo ello, cualquier política de defensa y de seguridad europea común a los 25 deberá ser compatible con los compromisos que sólo 19 de ellos adquirieron respecto de la OTAN.

Todos los países de la UE se ven también concernidos por el punto 3 del artículo I–41 que estipula que "Los Estados miembros se comprometen a mejorar progresivamente sus capacidades militares", es decir, a aumentar regularmente sus presupuestos de defensa. Ese es efectivamente el único terreno en el que el TCE insta a los miembros de la UE a aumentar el gasto de fondos públicos. En efecto, ninguna incitación de esa índole existe en materia de educación ni de salud pública...

Los servicios públicos sometidos a la competencia

La expresión "servicio público", que aparece una sola vez en todo9 el TCE (y únicamente para hablar de "servidumbre en los transportes") no forma parte del léxico de la Unión Europea. Es reemplazada por la fórmula "servicios de interés económico general" (SIEG), que por otra parte nunca fue definida. El TCE suele ser presentado por sus partidarios como el "caballero blanco" de esos SIEG amenazados por el "ultraliberalismo" de la Comisión Europea que Jacques Chirac acaba de descubrir y criticar...

Efectivamente, el artículo III–122 llama a la Unión y a los Estados miembros a velar "por que dichos servicios funcionen conforme a principios y en condiciones, económicas y financieras en particular, que les permitan cumplir su cometido". El mismo artículo dispone que "dichos principios y condiciones se establecerán mediante ley europea, sin perjuicio de la competencia de los Estados miembros, dentro del respeto a la Constitución, para prestar, encargar y financiar dichos servicios". Por lo tanto, los defensores de esos servicios no deberían preocuparse... Pero no es el caso.

En primer lugar, cabe notar que los SIEG no figuran entre los "objetivos" –que sin embargo son muchos– enunciados en la Parte Primera del TCE. y evidentemente aun menos entre sus "valores", a pesar de que figuraban como tales en el Tratado de Amsterdam de 1997. El TCE habla hipócritamente de servicios "a los que todos conceden un valor en la Unión". Se trata de un retroceso institucional y de un desfasaje semántico que dan que pensar...

Es inexacto afirmar que el TCE permitirá por fin legislar sobre los SIEG. Esa posibilidad ya existía en los dos Tratados precedentes, el de Amsterdam y el de Niza (2000). ¿De otra forma, sobre qué bases jurídicas habrían sido elaborados los Libros Verde y Blanco de la Comisión sobre los Servicios de Interés General (SIG), y en función de qué el Consejo Europeo de marzo de 2002 le habría pedido preparar una directiva marco sobre los SIEG?

Si la Comisión decide trabajar sobre este tema en base al TCE, podrá apoyarse en su arma favorita: la competencia. Tal es el sentido de los artículos III–166 Y III–167, a los que remite explícitamente el artículo 122 arriba citado. El primero estipula en su punto 2 que "las empresas encargadas de la gestión de servicios de interés económico general o que tengan el carácter de monopolio fiscal estarán sujetas a las disposiciones de la Constitución, en particular a las normas sobre competencia".

El segundo artículo, en su punto 1 prohíbe "las ayudas otorgadas por los Estados miembros o mediante fondos estatales, bajo cualquier forma, que falseen o amenacen falsear la competencia": De esa forma, los SIEG quedan prisioneros de reglas contradictorias con su vocación. Su suerte final es descripta en el artículo III–148: "Los Estados miembros se esforzarán por proceder a una liberalización de los servicios más amplia que la exigida".

Neelie Kroes, comisaria europea a cargo de la competencia, definió perfectamente (2) la filosofia que domina en el Ejecutivo de Bruselas, que –cabe recordar– tiene el monopolio de la proposición de leyes europeas: "Los servicios públicos no son un objetivo en sí, se trata sobre todo de un medio para estimular la economía".


Notas:

(*) Director de Le Monde diplomatique.

1.– Bernard Cassen, "Ese 'calamitoso' Tratado de Niza", Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, febrero de 2005.

2.– Le Figaro. París. 20/09/04.

Volver