Atentado en Londres

 

Que los muertos valgan lo mismo

Por César Hildebrandt
Bolpress, 13/07/05

Mis más sentidas condolencias al pueblo del Reino Unido por sus muertos, heridos y mutilados. Los presiento hacinados en el subte, hablando de lo que se habla en los subtes, por la mañana y en verano, y de pronto vueltos muñones, brasas, pieles desvanecidas. Me conmueven los muertos de Londres. Pero ahora propongo un difícil ejercicio de domingo: que los muertos valgan lo mismo.

Los muertos de Irak, los miles de civiles iraquíes cuyas vidas fueron borradas por los bombardeos indiscriminados de la artillería y la aviación norteamericanas, con Bush fingiendo que la democracia está entre sus prioridades y el secundario Blair aplaudiendo, ¿valen menos? Pero ellos jamás tendrán la cobertura de la BBC.

Los muertos de Afganistán, muertos telescópicos bombardeados desde la altura, nómadas confundidos con alcaedistas, aldeas arrasadas por si acaso, ¿son muertos de segunda? Sí, son muertos de segunda. Y seguirán siendo de segunda cuando estalle el conflicto que Estados Unidos ha preparado armando a caciques regionales con el objetivo de resistir cualquier intento talibán de regresar.

Y los muertos palestinos son muertos de tercera. A veces ni de tercera. Son muertos negados, muertos que no pueden estar muertos porque antes les quitaron la vida ciudadana.

¿Fueron de tercera o de cuarta los muertos nicaragüenses en la guerra detonada por Reagan con el producto de la venta clandestina de armas a Irán?

¿Fueron de tercera o de cuarta los miles de kurdos gaseados por Saddam Husein cuando era aliado norteamericano y sus asesinados no debían ser mostrados en las grandes cadenas?

¿A qué categoría pertenecerían los muertos ruandeses tutsis cuando el G–8 decidió en la ONU que eso era un lío de negros y permitió la masacre de un millón de civiles?

Los dos millones de vietnamitas reconocidos como muertos en la guerra de ocupación norteamericana, ¿a qué escalafón debieron llegar?

Los muertos por Pinochet, bendecido por Kissinger, ¿eran de primera? Y los de Videla, ignorados por Carter, ¿serían de qué escala?

¿Y los armenios muertos por cientos de miles en la Turquía modernizante de Mustafá Kemal ("Atatürk)? Esos ni cuentan: el gran Occidente les dio la espalda.

¿Y los 500,000 muertos por Suharto en la Indonesia sacramentada por los Estados Unidos tras la experiencia nacionalista de Sukarno? De tercera a duras penas.

¿Y los miles de muertos del Frente Islámico de Salvación (FIS), asesinados con el contento de las grandes potencias después de que el FIS ganara abrumadoramente las elecciones en Argelia? Esos también deben estar abajo, muy abajo.

Ya es una ironía preguntar a qué clase de muertos pertenecieron los de Guatemala (100,000) o El Salvador (80,000), la mayor parte asesinados por escuadrones de la muerte (La Mano y el brazo militar de Arena, respectivamente) promovidos desde los Estados Unidos.

Y sería idiota preguntar qué hacemos, en qué nicho del márquetin periodístico ponemos a los muertos de la United Fruit (golpe de Castillo Armas, Guatemala 1954), a los de Grenada (derrocamiento de Hudson Austin e invasión norteamericana, 1983), a los de Bahía Cochinos (frustrada invasión norteamericana a Cuba, 1961), a los de Ceaucescu (cuando era el rebelde del Pacto de Varsovia y el asesino doméstico a la medida del equilibrio del terror de aquel entonces), a los argentinos en las Malvinas argentinas (flota de Reino Unido con apoyo de la inteligencia chilena y la alegría de Reagan reocupa a sangre y fuego lo que siguen llamando Falkland), a los muertos de Franco y Salazar en la España y Portugal fascistas que tanto hicieron por el sacro Occidente, a los de la Grecia de los coroneles (celebrada en Washington, había que dar una lección), a los serbios a manos de los Ustachi (croatas ultracatólicos que mataban con el cielo de testigo), a los del Congo Belga (¿puede haber algo más encarnizadamente divertido que arrebatarle a los negros el marfil?), a los judíos de la Alemania nazi antes de que Japón bombardeara Pearl Harbor y mientras corporaciones norteamericanas seguían haciendo negocios con el Reich, a los muertos del Yemen unificado bajo presión norteamericana con el objetivo de controlar el petróleo de la frontera saudi–yemenita, a los de Timor Oriental a manos de la Indonesia apadrinada por Occidente (el problema "de fondo" es el crudo en el mar timorés), a los de Sri Lanka a manos de los Tigres de Tamil y los guerrilleros a manos del ejército cingalés (no hay petróleo: archívese sin intervención alguna), a los de Sudáfrica durante tantos años (antes de que la estupidez de los boer fuese insostenible), a los de Líbano (cuando los asesinos pertenecían a la falange cristiana maronita de los Gemayel), a los espectros del Frente Polisario a manos de los marroquíes, a los de Chad (pero ya tiene un oleoducto que los conecta con el petróleo de Camerún), a los 70 muertos cobrizos de Sánchez de Losada (que habla el inglés mejor que el castellano), a los chutos muertos de Tlatelolco (pero el PRI era un aliado).

Y así podríamos seguir hasta aturdirnos, hasta vomitar de tanta muerte y tanto gentilicio.

Lo enumerado es la décima parte de la contribución a la industria del exterminio que ha hecho el Occidente que los hoy medios victimizan, pero nos da una idea sobre la naturaleza compleja de nuestra memoria histórica y de cuántos esqueletos están detrás de cada frase de horror pronunciada estos días por Bush o Blair.

El pueblo del Reino Unido tiene el derecho de llorar a sus muertos y de condenar a los fanáticos que creen que Dios está en las esquirlas de su deflagración. Pero Blair ha perdido ese derecho. Y Bush. Y todos los que siguen creyendo que hay varios tipos de muertes, un surtido de difuntos que CNN prioriza y el papel cuché de la gran prensa ordena o escatima para tranquilidad de sus lectores.

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