Europa

 

Un análisis de la explosiva situación en un país marcado por la
transición al capitalismo

Pobreza en la Rusia de Putin

Por Carlos Taibo [1]
El País, Madrid, 24/09/06
Enviado por Correspondencia de Prensa

La bonanza económica que ha beneficiado a Rusia en los inicios del siglo XXI no parece haber tenido repercusiones claras en materia de resolución de los ingentes problemas sociales heredados por el país. Aunque en mayo de 2003, Putin señaló que entre sus objetivos se hallaba reducir a la mitad, en 2007, los niveles de pobreza, lo cierto es que ninguna fuente solvente da crédito a la posibilidad de que semejante meta sea objeto de satisfacción.

En 2003, la renta per cápita de Rusia ascendía a 2.610 dólares, lo que situaba al país en el puesto número 97 del planeta, visiblemente por debajo de la media mundial, que en 2002 lo era de 5.120 dólares. Es verdad, con todo, que la renta per cápita reajustada a los precios internos se elevaba en 2002 a 8.080 dólares y colocaba a Rusia en posición similar a la que exhibían Botsuana o Uruguay, en el buen entendido, eso sí, de que el país mostraba niveles muy notables de desigualdad en la distribución de la riqueza.

El descenso operado en la renta con respecto a lo que era común en la URSS de antaño tenía, por lo demás, explicaciones varias, y entre ellas, la desaparición de las subvenciones estatales a servicios básicos, la hiperinflación registrada en el decenio de 1990, la recesión económica, el incremento en las tasas de desempleo, la crisis de los servicios públicos, el atraso en el pago de los salarios y la pérdida de valor del rublo.

Mucho se ha discutido, y se discute, sobre el porcentaje de población que, en la era de Putin, vive por debajo del umbral de la pobreza. Reconozcamos al respecto, antes que nada, que las estimaciones correspondientes plantean graves problemas. Mencionemos entre ellos el peso ingente, difícil de cuantificar, de la economía subterránea –y, con ella, el ocultamiento de muchas fuentes de ingresos–, el relieve del consumo de alimentos generados por pequeñas parcelas privadas –éstas aportan un 16% de los alimentos consumidos en el medio rural–, la importancia del intercambio de bienes y de servicios entre familiares, y la preservación, en fin, de determinadas reglas del juego que permiten dispensar, de nuevo, bienes y servicios a precios reducidos, circunstancia de la que se beneficiaría, en un grado u otro, del orden del 40% de la población. De resultas de factores como éstos, el Goskomstat, el organismo estatal que se encarga de las estadísticas, concluye, probablemente con interesada exageración, que quedan fuera de contabilización entre un 30% y un 40% de los ingresos.

Los hechos como fueren, y según una estimación muy socorrida, el número de personas que viven por debajo del umbral de la pobreza habría descendido de 40 a 30 millones en los años de dirección putiniana, en tanto que el PIB por habitante, que a finales de 1998 era un 17,5% del norteamericano y un 26% del de la UE, sería cuatro años después un 21% y un 32% de los dos mencionados. Otro estudio sugiere que entre 1999 y 2002, el porcentaje de población emplazado por debajo del umbral de la pobreza habría descendido desde un 42% a un 20%, de tal suerte que a finales de 2003 serían 23 millones las personas que vivirían con una renta mensual inferior a 2.143 rublos, esto es, 70 dólares. Aunque se ha hablado también de un retroceso de un 33% en el número de pobres entre 1999 y 2004, hay quien sigue sosteniendo que la cifra de 40 millones inicialmente invocada es todavía hoy la correcta, cuando no se queda corta. Una estimación de The Economist identifica en tal sentido 60 millones de indigentes, para agregar que un 25% de la población vive por debajo del "mínimo de subsistencia". Otros cálculos sugieren que los pobres podrían suponer del orden del 40% de la población rusa a principios del siglo XXI.

El lector permitirá que le sigamos abrumando con estadísticas. Según los datos oficiales, en 2003 la pobreza afectaba a una tercera parte de los hogares: un 29% de los radicados en el medio urbano por un 42% de los situados en el medio rural. Los problemas de pobreza parecían ser particularmente importantes, aun así, en las pequeñas ciudades, un 57% de cuyos habitantes serían indigentes. Se entendía que un hogar era pobre cuando el ingreso medio per cápita resultaba ser menor que el mínimo de subsistencia, concepto que Mespoulet ha tenido a bien recordar que es suficientemente elástico para permitir evaluaciones muy dispares. Los grupos humanos más afectados por la pobreza eran, en cualquier caso, los jubilados, las familias que cuentan con uno o varios parados, las que muestran más de dos hijos y, en suma, las monoparentales, y en particular, las configuradas por mujeres que viven solas con uno o varios vástagos.

Por varios conceptos, cabe afirmar que entre las víctimas primeras de la pobreza se hallaban muchos niños, y ello pese a que la presencia de éstos en el conjunto de la población había menguado. Piénsese, sin ir más lejos, que el número de niños con edades comprendidas entre los cero y los seis años se redujo en nada menos que un 45% entre 1989 y 2000, al pasar de 16.800.000 a 9.200.000. Según el Goskomstat, en 2000, un 48% de los niños –y adolescentes– con edades entre 0 y 16 años era pobre, frente al 38% de presencia de la pobreza entre los adultos. Un 4% de estos niños vivía con uno de sus padres, que en el 94% de estos casos resultaba ser, como cabía esperar, la madre.

En este escenario tampoco podía sorprender que en el propio año 2000 se contabilizasen 2.800.000 niños sin hogar. Pero entre los perdedores se hallaban también los ancianos –víctimas del deterioro del poder adquisitivo de las pensiones, de la evaporación de sus ahorros a principios del decenio de 1990 y de la visible degradación experimentada por el sistema sanitario– y las mujeres, que percibían, por cierto, salarios sensiblemente inferiores –un 37% como media en 2001– a los recibidos por los varones. Era difícil, por lo demás, que las mujeres ganasen peso en el terreno laboral; no en vano, en la etapa soviética ya estaban presentes de forma consistente en la población activa. Aunque es verdad que en la federación rusa independiente ha emergido con alguna fortaleza la figura de las mujeres que dirigen empresas, no parece, sin embargo, que haya cambiado un dato que se hacía valer en tiempos de la URSS: la progresiva marginación de las mujeres a medida que se subía en el escalafón económico y social. (...)

Los trabajadores

Las relaciones laborales, tal y como quedaron perfiladas en los años de presidencia de Yeltsin, han permanecido genéricamente inalteradas a partir de 2000. Ello es así por mucho que algo haya de verdad en la afirmación de que la bonanza económica por la que el país atraviesa ha mitigado algunos de sus rasgos más negativos en un escenario en el que, por añadidura, han emergido numerosas empresas privadas que se rigen en virtud de las fórmulas conocidas en las economías capitalistas occidentales.

Los años de dirección yeltsiniana se caracterizaron ante todo por una aceptación de las reglas del mercado impregnada de contradicciones. No se olvide que, según una estimación, la aplicación estricta de esas reglas habría condenado al cierre a un 70% de las empresas de tamaño importante y a un porcentaje similar de los koljozi y sovjozi (granjas estatales; en estas últimas, los campesinos recibían un salario). Para evitar los términos de la crisis consiguiente se estableció una suerte de periodo de transición en el transcurso del cual las empresas abocadas a desaparecer siguieron recibiendo, en un grado u otro, subsidios estatales, si bien se vieron obligadas a examinar posibles cambios en su estructura organizativa y en la naturaleza de los bienes y servicios generados, al tiempo que pasaron a experimentar progresivas restricciones presupuestarias. Una de las secuelas importantes de ese periodo de transición la aportó el hecho de que las empresas no pudieron prescindir libremente de sus trabajadores; de resultas, éstos y los directores correspondientes procedieron a establecer diferentes acuerdos que generaron dependencias mutuas. En este terreno proliferaron, en un marco de extensión de la economía informal, los pagos no monetarios –en bienes generados por las empresas o intercambiados por éstas–, como lo ilustra el hecho de que en 1997, un 24% de los salarios devengados en la industria de producción de maquinaria asumió formas no monetarias. También menudearon la sustracción de bienes por parte de los asalariados y el empleo a efectos privados de buena parte del tiempo que aquéllos debían destinar a su trabajo principal. Según una estimación, entre un 12% y un 15% del tiempo de trabajo oficial se destinaba a otros menesteres, en tanto que un 8% de los recursos de las empresas se canalizaba a través de procedimientos privados. (...)

El legado soviético

A la hora de explicar por qué, pese al visible deterioro de la situación económica y social que ha padecido la mayoría de la ciudadanía, no se han registrado masivos y contundentes movimientos populares de resistencia, hay que invocar datos de orden vario. Entre ellos despuntan el dramático legado de la era soviética en materia de ausencia de tradiciones organizativas, la pervivencia fantasmagórica de algunos de los elementos del Estado providencia de antaño y el papel apagafuegos a menudo asumido por el Partido Comunista de la Federación Rusa.

Pero sobresale también el ascendiente del paternalismo empresarial: este último encaja a la perfección con una actitud de respeto reverencial hacia los directores de las empresas, o hacia sus propietarios, que en buena medida es, de nuevo, una herencia de la etapa soviética y que se materializa, por ejemplo, en la sorprendente y extendida percepción de que las huelgas sólo benefician a quienes las organizan. Es difícil, por añadidura, identificar señales de resistencia como las que, en la URSS, se revelaban sibilinamente a través de una bajísima productividad laboral, y ello por mucho que en esa clave puedan interpretarse, con alguna generosidad, algunos fenómenos como el abstencionismo electoral, la propia pervivencia de fórmulas de bajo rendimiento en el trabajo o la búsqueda de otros horizontes a través de la emigración.

Servicios sociales

No parece desmesurado afirmar que los gobernantes rusos del momento estiman que los servicios sociales dispensados por los poderes públicos configuran un pesado fardo del que conviene liberarse cuanto antes. Y eso que cierta retórica oficial habla inopinadamente del designio de aprestar un capitalismo de rostro humano, opción ilustrada por la admiración que Putin mostraría hacia la figura de Ludwig Erhard. Por mucho que sea verdad que desde 1991 el Estado ha mantenido alguna suerte de infraestructura mínima y ha garantizado que los precios de determinados servicios básicos –gas, electricidad, calefacción, agua– no se vean sujetos en plenitud a la lógica del mercado, la realidad es que la pervivencia de muchos de esos servicios obedece antes a lógicas corporativas desplegadas en el interior de grandes empresas que a la acción consciente y tramada de los poderes públicos.

La degradación se aprecia en ámbitos vitales como el de la calefacción: habida cuenta de la falta de inversiones, durante mucho tiempo, en las instalaciones, los cortes de suministro han empezado a hacerse comunes, y ello pese a los esfuerzos encaminados a garantizar la atención a escuelas, hospitales y viviendas, y pese a la creación de una nueva empresa, RKS, que debía asumir responsabilidades en estos menesteres. La empresa en cuestión ha sido muy criticada por acarrear un procedimiento de privatización –con toda evidencia rechazada por la mayoría de la población– de activos estatales.

La sanidad

Tiene su sentido que prestemos oídos a lo que ha ocurrido en los últimos años en materia de sanidad. En 2000, y según la Organización Mundial de la Salud, Rusia ocupaba el puesto 130 del planeta –sobre un total de 191 Estados– en lo que a la calidad y prestaciones de su sistema sanitario se refiere, con lo que se emplazaba en un nivel similar a los de Perú y Honduras. El gasto correspondiente era del orden de un 3% del producto nacional bruto, un nivel porcentual más bajo que el que se registraba en países como El Salvador o Líbano. Si la sanidad se llevaba, por lo demás, un 14,5% del total del gasto público, el sector privado corría a cargo de un 27% del gasto sanitario.

El sistema sanitario público experimentó una visible descapitalización en el decenio de 1990. Aunque la Constitución en vigor obliga al Estado a promover una sanidad gratuita, lo cierto es que los presupuestos al respecto se han reducido en un tercio en comparación con la etapa soviética, con un resultado principal: buena parte de la asistencia básica –diagnósticos, atención rutinaria, anestesia, fármacos, comidas– se asienta en el pago de sumas bajo cuerda, cuando no en el despliegue de una medicina estrictamente privada. A ello coadyuvó la devaluación del rublo registrada en 1998, que se tradujo al poco en dificultades insalvables para importar fármacos (hasta entonces, los fármacos importados eran del orden de un 40%–50% del total empleado). Piénsese que, ya en la era de Putin, el fondo federal de seguros médicos obligatorios tan sólo parece cubrir la mitad de los gastos de los asegurados. Esto aparte, los desempleados disfrutan de posibilidades muy reducidas de beneficiarse de la atención sanitaria general.

En un orden de cosas próximo, los bajos salarios que se registran en los hospitales públicos han provocado un inquietante éxodo de profesionales que han buscado trabajo en un sector privado que, desarrollado ante todo en las grandes ciudades, se halla comúnmente bien dotado pero está al alcance de una escueta minoría de la población. Mientras en muchos hospitales públicos las listas de espera para operaciones son muy notables, no hay agua corriente ni sistemas de aguas residuales y los procedimientos de esterilización aplicados se hallan muy lejos de los desplegados en países más ricos, los servicios dispensados por la sanidad privada que hizo su irrupción en el decenio de 1990 se caracterizan, en cambio, por una altísima calidad.

Las dificultades de la sanidad pública se hacen evidentes cuando se tiene conocimiento de algunos de los problemas que el país arrastra. Rusia muestra, por lo pronto, una de las tasas más altas del planeta en lo que a suicidios, ingestión de alcohol y consumo de tabaco se refiere. Cada año se quitan la vida entre 50.000 y 70.000 rusos, una cifra un 50% más alta que la registrada en el decenio de 1990. La presencia de suicidios es seis veces más alta en el caso de los varones que en el de las mujeres.

La educación

En los noventa se hizo evidente que las autoridades otorgaban escasa prioridad en sus proyectos a la enseñanza pública. Las políticas descentralizadoras que cobraron cuerpo en los años de la perestroika y al amparo de la independencia de la Federación Rusa se tradujeron en una transferencia de atribuciones, en el terreno educativo, en provecho de repúblicas, regiones y ciudades, con la secuela de diferencias muy notables en las prestaciones ofrecidas en unos u otros lugares. En este escenario, y de cualquier modo, las sumas asignadas al sistema educativo público recularon de forma espectacular.

Mientras los presupuestos estatales de investigación científica nunca cayeron por debajo de un 2% del PIB en la etapa soviética –en buena medida se trataba, bien es cierto, de investigación militar–, entre 1992 y 2001 descendieron desde un 1% de ese guarismo hasta un 0,3%. De resultas, unos 400.000 científicos y técnicos se vieron obligados a emigrar, con la consiguiente sangría para el país, y en el sistema educativo faltan hoy muchos profesionales que han buscado otros horizontes.

A la ausencia de profesores se sumaban salarios muy bajos –pese a los esfuerzos realizados– y equipamientos muy eficientes.


[1].– El autor es profesor de ciencia política. Ha escrito varios libros sobre Europa oriental. Acaba de publicar 'Sobre política, mercado y convivencia', una extensa conversación con José Luis Sampedro. Es comentarista de la SER y de EL PAÍS.