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La suerte de la Guerra Civil se decidió en la retaguardia, donde la batalla por la revolución llegó a las armas

Barcelona 1937: los hechos de mayo

Por Andy Durgan
En Lucha, mayo 2007

Hace ahora 70 años de los llamados “hechos de mayo”, momento en el que se desató en las calles de Barcelona “la guerra civil dentro de la guerra civil”; el acto final de un proceso que empezó con la revolución que se había producido como respuesta a la sublevación militar diez meses antes.

La izquierda en la zona republicana se dividió desde el principio de la guerra en torno a la relación entre la revolución y la guerra: inseparables para los anarcosindicalistas de la CNT y los socialistas revolucionarios del POUM, o en plena contradicción según los estalinistas (PCE y PSUC). Los últimos presentaron la guerra como una sencilla lucha entre la democracia y el fascismo; no querían saber nada de una revolución que solamente serviría para distanciar a las clases medias y disuadir a las democracias occidentales de enviar armas.

Sin embargo, la política que determinó la posición de los comunistas ‘oficiales’ tuvo más que ver con las necesidades de la política exterior de la URSS que con la situación sociopolítica del Estado español en 1936. El gobierno de Stalin estaba ansioso de llegar a un acuerdo con las democracias burguesas contra la Alemania de Hitler. Por eso no le interesaba nada una revolución en Europa que podía poner esta estrategia en peligro, menos aun cuando no estaba dirigida por una sucursal suya. Los aliados de los estalinistas en el Frente Popular, los partidos republicanos de izquierda y el ala moderada del socialismo, tampoco iban a respaldar una revolución, fuera durante la Guerra Civil o en cualquier otro momento.

La consolidación de la dictadura estalinista en la URSS fue el contexto internacional en el cual se iba a producir la contrarrevolución en la zona republicana. Ya antes de la guerra habían empezado los ataques contra el POUM en la prensa comunista. Pero en este momento subieron de tono. Las calumnias fueron el eco de los procesos en Moscú contra los viejos bolcheviques, acusados, como el POUM, de ser “fascistas”. Animados por los cada vez más influyentes comunistas (ver En lucha nº 127), las autoridades republicanas en Madrid ya habían suprimido a finales de 1936 la prensa y la radio del POUM en la capital.

La formación de un nuevo gobierno republicano en noviembre 1936, con la participación de la CNT, fue clave en la reconstrucción del estado burgués. La militarización (la creación del Ejercito Popular), el desarme de los obreros en la retaguardia y el sabotaje de las colectivizaciones, entre otras cosas, minaron el poder de la revolución.

A principios de 1937, estos intentos crecientes de acabar con la revolución fueron acompañados con ataques físicos y, en algunos casos, asesinatos de militan¬tes revolucionarios. En el seno de la CNT se oyeron cada vez más voces –como los Amigos de Durruti– en contra de la colaboración con las instituciones republicanas y por la vuelta a una política revolucionaria.

El mayo sangriento

En el bando republicano, Catalunya seguía siendo un gran problema para los enemigos de la revolución; dada la fuerza que allí tenía hacía falta una acción más contundente. El 3 de mayo, Guardias de Asalto (policía republicana), bajo las órdenes de los estalinistas, intentaron ocupar la Telefónica de Barcelona, todo un símbolo del control obrero en la ciudad, dado que controlaba las comunicaciones entre la Generalitat y el Gobierno republicano en Valencia.

El asalto al edificio de la Telefónica fue la gota que colmó el vaso. Miles de trabajadores respondieron declarando una huelga general y levantando barricadas por toda Barcelona. En primera línea estuvieron los Comités de Defensa de la CNT. Los militantes del POUM se pusieron rápidamente a su lado. Durante los cinco días siguientes no cesaron los tiroteos y las explosiones en Barcelona. Cientos de personas murieron en la lucha entre los revolucionarios y las fuerzas leales al Gobierno (PSUC, ERC y Estat Català). Escenas similares se produjeron en otras zonas de Catalunya.

Pronto quedaron pocos puntos en la ciudad en manos de las fuerzas pro gubernamentales. El POUM intentó persuadir a la CNT para tomarlos conjuntamente y, así, intentar defender los logros de la revolución. Trágicamente, los anarcosindicalistas, paralizados por su temor de romper la “unidad antifascista”, se negaron a actuar. La dirección de la CNT no tuvo más alternativa que seguir colaborando con las instituciones republicanas tras rechazar, meses antes, la idea de construir un nuevo estado revolucionario.

Para acabar con la lucha callejera el dirigente anarquista y ministro en el Gobierno central, García Oliver, reclamó por la radio que los trabajadores desistieran de luchar “hermano contra hermano”. Entre escenas de gran confusión y amargura, los insurrectos, abandonados por la dirección de la CNT, dejaron las barricadas. El POUM, temeroso de estar aislado, no vio otra alternativa que retirarse también de las calles.

Aunque el POUM anunció en su prensa que la lucha había sido una victoria para los trabajadores, la realidad fue otra. Las fuerzas del orden y sus aliados ocuparon rápidamente los puestos abandonados por los revolucionarios, en lugar de respetar el acuerdo con la CNT de retirarse de sus posiciones igualmente. Pronto llegaron a la ciudad desde Valencia 5.000 Guardias de Asalto, muy bien armados, para restaurar el “orden”. Empezó una caza de brujas contra los “incontrolables” y docenas de militantes fueron asesinados y muchos más detenidos.

Represión

Mientras tanto, se destituyó al presidente del Gobierno republicano, el líder de la izquierda socialista, Largo Caballero, aprovechando el hecho de que se negó a permitir la represión definitiva del POUM, que estaba acusado por los estalinistas de haber organizado un “putsch fascista”. El nuevo gobierno, bajo la presidencia del socialista moderado Juan Negrín, y sin la participación de la CNT, declaró al POUM una organización ilegal. Sus dirigentes fueron detenidos y docenas de sus militantes asesinados, entre ellos, Andreu Nin, a manos de los estalinistas. Asimismo, se reforzaron las estructuras represivas del Estado, sobre todo con la creación del Servicio de Inteligencia Militar (SIM), que fue utilizado tanto para perseguir a la izquierda revolucionaria como a la subversión fascista. La policía secreta soviética, la NKVD, complementó la labor represiva del Estado republicano estableciendo, incluso, sus propias cárceles clandestinas, donde interrogaban y torturaban ‘sospechosos’.

Entre las victimas de esta represión destacaron los revolucionarios extranjeros, como el anarquista italiano Camillo Berneri, el comunista disidente austríaco Kart Landau y trotskistas como el checo Edwin Wolf y el alemán Hans Freund.

El Estado intervino para devolver la propiedad y la tierra colectivizadas a sus antiguos dueños. Donde no fue posible – muchos grandes propietarios e industriales estaban en la zona franquista – se nacionalizó la colectividad poniéndola bajo el control directo del Gobierno en lugar de los trabajadores. En agosto, tropas republicanas mandadas por el general estalinista Enrique Líster acabaron con el último bastión de la revolución, el Consejo de Aragón, y desmantelaron las colectividades agrarias más emblemáticas de la revolución social en el campo.

La solución definitiva

Lo que estuvo en juego en mayo de 1937 fue el futuro de la guerra. Por eso, a pesar de los efectos obviamente nocivos de una lucha fratricida, la izquierda revolucionaria no tuvo más opción que resistir la embestida contrarrevolucionaria. La República no pudo ganar una guerra ortodoxa contra un Franco tan bien armado por las potencias fascistas, ni pudo ganar el apoyo de las democracias burguesas, que nunca se fiaron de la causa republicana. Se sacrificó el entusiasmo de cientos de miles de trabajadores y campesinos luchando, no solamente contra el fascismo, sino contra el sistema que lo había engendrado, el capitalismo.

Pero para desarrollar una estrategia militar revolucionaria hacia falta un poder revolucionario para respaldarla. En mayo de 1937, algunos sectores minoritarios – los Amigos de Durruti de la CNT y el POUM – defendieron que era posible tomar el poder y detener la contrarrevolución. El dirigente del POUM, Julián Gorkín, reconoció unos días después que “si se hubiera tomado el poder (en mayo), el Gobierno Central habría tratado con Cataluña, pues Cataluña era la región más antifascista de toda España […] y habría temido las repercusiones de una represión violenta […]. No hay duda que un gobierno revolucionario hubiera podido tratar con el resto de partidos de España y habría extendido la situación revolucionaria”. Pero, como admitió después de la guerra, otro dirigente, Enric Adroher, su partido falló a la hora de comprender el curso de los hechos hasta mayo, por lo que no se había preparado para la lucha y no sabía cómo tomar ventaja a la “gran traición del anarquismo”. “En lugar de plantear” la situación “como era: una lucha violenta por el poder”, escribió, el POUM “lo planteó como una sencilla provocación contrarrevolucionaria”. No fue tan sólo una provocación, sino “la solución definitiva de la contradicción que había surgido en julio de 1936 a favor de la contrarrevolución”.