El imperialismo
del siglo XXI

¿Hay un millón de terroristas en EE.UU.?

Por Juan Gelman
Rodelu.net, 20/07/08

Desde 2003 el Centro de Detección de Terroristas (TSC, por sus siglas en inglés), organismo dependiente del FBI alimentado además por la CIA y otros servicios, elabora listas de sospechados de preparar, o tener la intención de preparar, atentados en suelo estadounidense. Son gordas esas listas. En septiembre de 2007, el inspector general del Departamento de Justicia informó que el TSC tenía registrados 700.000 nombres en su base de datos y que ese número crecía a razón de más de 20.000 asientos cada mes. Dicho de otra manera: habría actualmente más de un millón de presuntos terroristas en suelo estadounidense o con la pretensión de entrar en él. Bastantes muchos.

El Centro proporciona a las compañías aéreas los nombres de tales sospechosos, que pasan a integrar una llamada “No–Fly List” con ciertas consecuencias. En los vuelos internos no los dejan subir al avión o los bajan del avión y algo más: los agentes del FBI estacionados en el aeropuerto suelen detenerlos, interrogarlos durante horas, revisar su persona y su equipaje, someterlos a ninguneos varios. Al menos doce Robert Johnson han padecido y aún padecen esos problemas por mera portación de nombre: ése fue el alias de un afroamericano de 62 años condenado por planear la voladura de un templo hindú y de un teatro en Toronto, pero figura en la lista negra sin mayores especificaciones. El periodista Steve Kroft, de CBS News, entrevistó a los doce homónimos, entre otros un empresario, un político, un entrenador de fútbol, incluso un militar. A todos les espera lo mismo (www.cbsnews.com, 10–6–07).

“Casi siempre tengo dificultades para abordar un avión, me ha pasado por lo menos 15 o 20 veces”, contó uno de los Robert Johnson. Otro declaró que, para él, lo peor era la humillación sufrida: “Tuve que sacarme los pantalones, tuve que sacarme los zapatos, después tuve que sacarme las medias. Me trataron como a un criminal”. Nadie ofrece disculpas, la seguridad antiterrorista ante todo. Pero los Robert Johnson no están solos: los acompañan viajeros de prestigio nacional e internacional, como el senador Edward Kennedy. Su caso fue el primero en adquirir notoriedad.

No era para menos: el hermano del ex presidente asesinado, miembro de una familia de abolengo y senador desde 1962, fue detenido e interrogado cinco veces en aeropuertos de la costa este de EE.UU. en marzo del 2004. Le costó tres semanas que quitaran su nombre de la lista de sospechados de terrorismo merced a la intervención de la Casa Blanca. (The Washington Post, 21–8–04). Al más que famoso músico británico Cat Stevens le fue peor: convertido al islamismo, adoptó el nombre de Yusuf Islam y el vuelo a Washington que lo traía de Londres fue desviado a Maine. Seis robustos agentes federales lo esperaban y lo sometieron a un curioso interrogatorio. Viajaba con su hija para grabar un disco y finalmente fue expulsado (ABC News, 1–10–04).

No es la única figura extranjera de relieve que padece cuestiones semejantes. El ex presidente de Sudáfrica y Premio Nobel de la Paz Nelson Mandela figura en el padrón de presuntos terroristas y debe pedir un permiso especial para entrar a EE.UU. (USA Today, 30–4–08). Nahib Berri, vocero del Parlamento libanés y ex abogado de la General Motors, suele reunirse con Condoleezza Rice, pero eso no lo saca de la lista. También está incluido el presidente boliviano Evo Morales, al que han registrado con tres nombres: Evo Morales, Juan Evo Morales Aima y Evo Morales Ayma. Los tres nacieron el 26 de octubre de 1959 y tal abundancia –se supone– es por las dudas.

A la monja McPhee, que supervisa todos los niveles de la educación católica en el marco del Departamento de Educación estadounidense, le fue peor que a Ted Kennedy: tuvo que luchar nueve meses para que la borraran de la “No–fly list” y cesaran de apartarla de la fila de pasajeros para revisarla de arriba abajo. Nada diferente le ha sucedido al mayor general (R) Vernon Lewis, condecorado con la Medalla de Servicios Distinguidos, la más alta distinción que otorga el ejército de EE.UU., ni a Jim Robison, ex asistente del fiscal general de la nación (AP, 14–7–08). Pero no todas son celebridades: se estima que más de 30.000 pasajeros han presentado protestas por tratos semejantes.

La Casa Blanca afirma que esa lista negra es la herramienta más eficaz para la lucha “antiterrorista” en EE.UU. Quién sabe si lo mismo piensa Ingrid Sanders: iba a tomar un vuelo de Phoenix a Washington cuando le anunciaron que su hija de un año de edad estaba registrada como sospechosa de actividades terroristas. Es apenas una de los catorce infantes de menos de dos años que el TSC considera posibles terroristas (AP, 10–7–08). No está claro contra quién combate realmente W. Bush. ¿Contra los terroristas? ¿Contra los norteamericanos?


Dicen que no matan

Por Juan Gelman
Rodelu.net, 26/07/08

¿Armas no letales? Hace 60 años que el Pentágono y la CIA experimentan la posibilidad de obtener agentes bioquímicos para contener a multitudes enardecidas o aniquilar al enemigo en el campo de batalla, inducirles el sueño o efectos similares que faciliten su captura y/o matanza. En el marco del proyecto paradójicamente bautizado “Luz solar”, durante la Guerra Fría se elaboró con esos fines el compuesto BZ, pariente de la escopolamina, un alcaloide vegetal sumamente tóxico. Esta tecnología ha avanzado desde entonces y dicen que no mata.

El muy británico Instituto de Ciencias en la Sociedad (ISS, por sus siglas en inglés) piensa lo contrario: “Las armas electromagnéticas operan a la velocidad de la luz; pueden matar, torturar y devastar; la mayoría de la gente ignora que existen porque se manejan solapadamente y no dejan evidencias físicas. Se han ensayado en seres humanos desde 1976” (www.i–sis.org.uk, 28–5–08). Eso explica la sorpresa del cirujano en jefe del Hospital Central iraquí de Hilla cuando llegaron 20 muertos decapitados y seis heridos sin piernas que viajaban en un ómnibus destruido por un arma misteriosa y silente: ninguno tenía heridas de bala o de perdigones. Los periodistas de la RAI pidieron al Pentágono información sobre el posible uso de rayos láser en este hecho, que tuvo lugar en el 2003. Todavía la están esperando (www.globalresearch.ca, 21–5–08).

Se ha ensayado en Irak y Afganistán el llamado “rayo del dolor”: no es letal pero sí invisible, tiene un alcance de medio kilómetro, penetra la ropa y la piel de las personas alcanzadas y su temperatura, 55 Celsius, causa intensas quemazones. Lo emite un artefacto montado en jeeps Humvee y se están fabricando 14 vehículos Sheriff dotados de un transmisor que irradia energía y una antena que la dirige a blancos humanos. Dicen que no es letal, pero cabe imaginar el efecto que esto produce en niños, ancianos, mujeres embarazadas y enfermos. Hay más. Un proyectil lanzado por el obús de 155 mm. XM1063 del ejército de EE.UU. es capaz de diseminar 152 pequeñas municiones que cubren toda una hectárea y que, al tocar el suelo, esparcen agentes químicos (www.guardia.co.uk, 10–7–08). Todo sea en aras del avance tecnológico.

Un departamento del Pentágono centraliza la marcha de estas novedades que se inscriben en el inocentemente llamado “Programa de control de disturbios”. Empresas privadas que el Pentágono contrata y laboratorios académicos amplían este tipo de arsenal con nuevas invenciones. La Stellar Photonics obtuvo contratos por valor de 4,5 millones de dólares sólo en el 2007 y hoy prepara un rifle portátil de rayos láser que pesará 15 kg, tendrá un alcance de 1,6 km y gozará de “más exactitud (que los rifles actuales) y de la capacidad de alcanzar a un blanco móvil a la velocidad de la luz” (technology.newscientist.com, 17–7–08). La Sierra Nevada Corporation ofrece fabricar una pistola que lanza microondas que penetran directamente en la cabeza de la persona, sorteando las defensas del tejido auditivo y causando una serie de golpes acústicos. La Wattre Corporation, a su vez, ha creado el Hyperspike, un sistema que hace estallar una mezcla de bomba acústica y de luz ante el rostro del blanco humano (blog.wired.com, 31–3–08).

Se pretende que no son armas letales, pero el investigador Neil Davidson de la Universidad de Bradford ha señalado que, incluso así, “alteran la actividad reguladora superior del sistema nervioso central con efectos que pueden durar horas o días” (www.brad. ac.uk, agosto 2007). Estas exquisiteces del Pentágono violan la Convención sobre la prohibición del desarrollo, la producción y el almacenamiento de armas químicas y sobre su destrucción, aprobada por las Naciones Unidas en 1993. La Asociación Médica Británica ha subrayado que la utilización de agentes bioquímicos como armas policiales o militares “es sencillamente impracticable sin generar una mortalidad significativa en la población elegida como blanco... Es casi imposible, y seguirá siéndolo, aplicar el agente adecuado a la gente adecuada en la dosis adecuada sin dañar a la gente no adecuada o sin emplear la dosis inadecuada” (“The Use of Drugs as Weapons” (www.bma.org.uk, mayo 2007). Los “daños colaterales”, vaya. Si lo sabrán los invitados a las cuatro bodas bombardeadas –hasta ahora– en Afganistán.

La fase I del programa del Pentágono –iniciado en el 2000, antes de los atentados del 11/9 y de la guerra en Irak y Afganistán– subvencionó la “identificación de nuevos agentes y combinaciones de agentes... tales como anestésicos/analgésicos, tranquilizantes y bloqueadores neuromusculares” para diseñar un sistema de “aplicaciones de doble propósito” útiles para blancos policiales y militares (www.sc.doe.gov). En el terreno militar se busca “contribuir a los objetivos de EE.UU. y la OTAN en las misiones de paz; la protección de embajadas; misiones de rescate y antiterroristas”. En el campo civil, el control de “secuestros, situaciones de barricadas, multitudes, disturbios domésticos, peleas en los bares” y otros. En resumen: estos “sedativos”, como los llama benignamente el Pentágono, son también instrumentos de control social. El gigante tiene los pies de barro.