El imperialismo en

el siglo XXI

 

El capitalismo senil

Por Samir Amin

Existe una especie de consenso amplio —gracias también al derrumbe de las primera experiencia de construcción de una alternativa socialista— sobre la idea de que el capitalismo representaría un horizonte insuperable. Esta interpretación olvida una serie de características nuevas, a través de las cuales se expresa lo que suelo definir como la “senilidad” del sistema capitalista.

— I —

La tesis que sostendremos en nuestro ensayo pretende criticar los estereotipos y prejuicios actuales. En efecto, existe una especie de consenso amplio —gracias también al derrumbe de las primera experiencia de construcción de una alternativa socialista— sobre la idea de que el capitalismo representaría un horizonte insuperable y que, en consecuencia, el futuro se inscribiría en el cuadro de los principios de base que rigen su reproducción. Según esta teoría, el sistema capitalista tendría una flexibilidad sin par, que le permitiría adaptarse a todas las transformaciones, absorbiéndolas y sometiéndolas a las exigencias de la lógica fundamental que lo define.

Es indudable que la historia del capitalismo está constituida por sucesivas fases de expansión y de profundización, atravesadas por momentos de transición más o menos caóticos (crisis estructurales). La interpretación más tradicional de esta historia se fundamenta en la formulación de la teoría de los ciclos largos, elaborada por Kondratiev, cuyo carácter demasiado determinista y, en ocasiones, pasivo, nunca nos ha convencido por completo.

Cada una de las fases sucesivas de expansión (fase A, en el lenguaje de Kondratiev) es anunciada por importantes transformaciones de diferente naturaleza, entre las cuales está una concentración de innovaciones tecnológicas, que provocan profundos cambios en las formas de organización de la producción y del trabajo. A su vez, la crisis de transición se expresa a través del cambio en las relaciones de fuerza sociales y políticas, que habían gobernado la fase precedente. En la actualidad nos encontramos en una transición de esta naturaleza (fase B, según el lenguaje de Kondratiev).

Este consenso intelectual se traduce, pues, en la adhesión a la idea según la cual la presente fase de crisis estructural —con todos los desequilibrios y el desorden característicos— debe ser superada sin tener que renunciar a las reglas fundamentales que rigen la vida económica y social del capitalismo. En otras palabras, se anuncia y será aceptada una nueva fase A de acumulación y de expansión mundial, porque la misma implicará un “progreso” ampliamente compartido, aunque eventualmente se revele desigual.

Tal consenso une hoy a los doctrinarios liberales, los reformistas “moderados” y aquellos también reformistas que poco a poco fueron abandonando su radicalismo original. Estos intelectuales, como ellos repiten con frecuencia, “tienen confianza en los mecanismos del mercado”, que garantizarían —si la locura de los Estados no los condujera a tratar de obstaculizar su pleno desarrollo— una nueva fase de “prosperidad”, capaz, a su vez, de fundar una nueva era de paz internacional y de extender la democracia a un gran número de naciones. Para ello, es necesario un “director de orquesta”, que permite superar la tempestad pasajera. De esta forma se justifica el hegemonismo de los Estados Unidos, definido benign neglect por los liberales norteamericanos. Muchos posmodernistas —y el mismo Toni Negri (al cual nos referiremos más adelante)— han ido adoptando gradualmente este punto de vista, mientras que para otros muchos reformistas radicales y revolucionarios, la nueva fase de expansión no excluye las luchas sociales, es más, las estimula, creando las condiciones para su posible desarrollo. Sin embargo, no basta decirlo.

En efecto, esta interpretación olvida una serie de características nuevas, a través de las cuales se expresa lo que suelo definir como la “senilidad” del sistema capitalista. Pero esta senilidad no significa el inicio de un final ya seguro, que podríamos esperar con la tranquilidad que nos ofrece la certeza. Por el contrario, se concretiza en una renovada violencia, con la cual el sistema trata, de todos modos, de resistir en el tiempo, aun al costo de imponerle a la humanidad una barbarie atroz. Así, pues, la senilidad les impone a los reformistas radicales y a los revolucionarios una prueba de radicalidad aún mayor, junto con la exigencia de no ceder a las tentaciones del discurso tranquilizador sobre el espíritu del tiempo y sobre el posmodernismo. En este caso, el radicalismo no es sinónimo de apego dogmático a las tesis radicales y revolucionarias de la anterior fase de la historia (me refiero, grosso modo, al siglo xx), sino de una renovación radical, que tiene en cuenta el alcance de las transformaciones en curso en el mundo contemporáneo.

— II —

La primera de las transformaciones importantes a considerar es la actual “revolución científica y tecnológica”.

Una revolución tecnológica —cualquiera que sea (y ha habido varias en la historia, en particular en la del capitalismo) — cambia de manera radical los modos de organización de la producción y del trabajo. Descompone las formas consolidadas para reconstruir, a partir de la ruptura con los modelos anteriores, nuevos sistemas organizativos. El proceso no es inmediato y esta fase puede revelarse bastante caótica. Al debilitar a las clases trabajadoras, el proceso de descomposición vuelve improductivas las formas de organización y las luchas que estas clases habían utilizado en el período precedente y que fueron eficaces en el pasado, pues se adaptaban a las condiciones de la época. En estos momentos de transición, las relaciones sociales de fuerza mutan en favor del capital. Y es esto lo que encontramos en la fase actual.

Pero es necesario ir más allá y preguntarse acerca de la especificidad de la revolución tecnológica en curso, compararla con las anteriores y relacionarla con la dinámica de la acumulación del capital, de la cual renueva algunos aspectos, aunque manteniendo la lógica general dominante. Pero no es posible hacer eso sin haber precisado antes el concepto de capitalismo.

El capitalismo no es sinónimo de “economía de mercado”, como propone la vulgata liberal. El concepto extendido de economía de mercado, o de “mercados generalizados”, no se corresponde en absoluto con la realidad, es solo el axioma básico de la teoría de un mundo imaginario, en el que viven los “economistas puros”. El capitalismo se define a través de una relación social, que asegura el dominio del capital sobre el trabajo. El mercado aparece en un segundo momento.

El dominio del capital sobre el trabajo se realiza, en concreto, a través de la apropiación exclusiva del capital (que define la clase beneficiada, es decir, la burguesía), y con la exclusión de los trabajadores de su posesión. Ahora bien, desde esta perspectiva, ¿cómo se presentan los efectos de la revolución tecnológica en marcha? Esta es la verdadera pregunta que debemos plantearnos acerca de la revolución tecnológica.

En la historia del capitalismo, las revoluciones tecnológicas anteriores (el telar industrial y la máquina de vapor, el acero y los ferrocarriles, el complejo electricidad-petróleo-automóvil-avión) necesitaban de inversiones masivas para la cadena productiva. Se trataba de innovaciones que economizaban el trabajo directo, a costa de invertir una mayor cantidad de trabajo indirecto en las instalaciones. La innovación economizaba la cantidad total de trabajo necesario para suministrar un volumen determinado de producto, pero, sobre todo, trasladaba el trabajo de la producción directa a la producción de las instalaciones industriales. De esta forma, las anteriores revoluciones tecnológicas fortalecían el poder de los propietarios del capital (en este caso, de las instalaciones), afectando a quienes las operaban (los trabajadores).

Por el contrario, la nueva revolución tecnológica —en sus dos vertientes principales, la informática y la genética— parece permitir, al mismo tiempo, un ahorro del trabajo directo y de las instalaciones (por lo menos en lo referente al volumen total de las inversiones). Pero exige otra división del trabajo total empleado, más favorable al trabajo calificado.

¿Qué significa este elemento específico, y nuevo, de la actual revolución tecnológica? ¿Cuáles son sus consecuencias potenciales (con independencia de las relaciones sociales específicas del capitalismo) y reales (es decir, en el marco de estas relaciones)?

En este caso, el aspecto potencial y el real entran en conflicto. La revolución tecnológica significa que se puede producir mayor riqueza con menos trabajo, sin atribuirle al capital el poder que ejercía antes sobre el trabajo. Las condiciones para permitir la sustitución del capitalismo por otro modo de producción ya están presentes. Sin embargo, el capitalismo, aunque se representa objetivamente como un fenómeno transitorio, continúa existiendo y afirma como nunca la pretensión del capital de dominar el trabajo. En el mundo del capitalismo real, el trabajo no puede ser utilizado por sí solo, sino por el capital que lo domina, pues le suministra ganancias, en la medida en que la “inversión” resulta rentable. Pero este proceder, al excluir del trabajo una cantidad creciente de trabajadores potenciales (y privándolos, en consecuencia, de cualquier ganancia), condena al sistema productivo a contraerse en términos absolutos y, de todos modos, a desarrollarse a un ritmo de crecimiento muy inferior al que permitiría la revolución tecnológica. Más adelante examinaremos, a propósito de las leyes agrarias, el ejemplo más escandaloso de esta perspectiva de marginación masiva que demanda la actual expansión del capitalismo.

Los discursos dominantes eluden el debate sobre los límites del capitalismo, que se relacionan con la nueva organización del trabajo (la llamada “sociedad en red”) y las referidas a las transformaciones de la propiedad del capital (el “capitalismo popular” y el “modo de acumulación patrimonial”), e, incluso, con la ciencia convertida en “factor fundamental de producción”.

Analicemos en primer lugar el “fin del trabajo”, la “sociedad en red” (que elimina las jerarquías verticales y los sustituye por interrelaciones horizontales), la afirmación del “individuo” (sin tener en cuenta su status social —propietario capitalista o trabajador—) como “sujeto de la historia”. Todas las modalidades de este discurso, hoy de moda (de Rifkin a Castells y a Negri), fingen que el capitalismo ya no existe o que, en todo caso, las exigencias objetivas de la nueva tecnología transformarían su realidad hasta disolver el carácter fundamental, basado en la jerarquía vertical, que asegura el dominio del capital sobre el trabajo. En realidad, esta teoría es la expresión de una “ilusión tecnicista”. Una ilusión que se repite constantemente a lo largo de la historia, porque la ideología del sistema siempre ha tenido necesidad de ella para evadir la verdadera cuestión: ¿quién controla el uso de la tecnología?

Veamos ahora el segundo discurso, que se refiere a la pretendida difusión de la propiedad del capital, abierto ya a la “gente normal” a través de las inversiones en la bolsa y los fondos de pensión. Se trata en realidad del viejo discurso del “capitalismo popular”, definido de forma más pretenciosa como “modo de acumulación patrimonial” (Aglietta). Un discurso que no presenta nada nuevo y no tiene relación alguna con la realidad.

El tercer discurso se refiere a la idea según la cual la ciencia ya se habría convertido en “el factor de producción determinante”. Una afirmación a primera vista interesante y seductora, considerando los grandes conocimientos científicos y los medios técnicos utilizados en la producción moderna. Pero esta teoría se basa en una confusión de fondo, pues las relaciones sociales (capital y trabajo), por una parte, y los conocimientos y el saber, por otra, no tienen el mismo status en la organización de la producción. En efecto, desde tiempos inmemoriales esta última ha necesitado del saber y de los conocimientos: la eficiencia del cazador no depende solo de las flechas, sino también del conocimiento de los animales; ningún campesino habría podido cultivar el trigo sin poseer conocimientos acumulados sobre la naturaleza.

Ciencia y saber siempre han estado presentes, pero como telón de fondo, detrás de las relaciones sociales (¿quién es el propietario de la flecha, del terreno, de la fábrica?). La verdadera cuestión, que este discurso elude (al igual que la econometría que se propone “medir” los aportes específicos a la “productividad general” del capital, del trabajo y de la ciencia), es saber quién controla los conocimientos necesarios para la producción. Aún ayer, la cultura del clérigo, muy superior a la del campesino, justificaba la administración del poder (poco importa si en la actualidad consideramos esos conocimientos por completo imaginarios).

En realidad, el capitalismo se ha construido a sí mismo privando a los productores de la propiedad sobre sus medios de producción y de sus conocimientos. El avance de las fuerzas productivas ha sido regido por esta privatización. El obrero semiartesano de las fábricas del siglo xix fue sustituido, en la era fordista, por el obrero-masa descalificado, mientras que los conocimientos técnicos fueron asumidos por las “direcciones técnicas”, que, a su vez, estaban sometidos a la autoridad suprema de las direcciones comerciales y financieras. Al respecto, la ofensiva del agrobusiness actual es significativa: las empresas transnacionales se han arrogado el derecho —que la OMC pretende “proteger”— de apoderarse de los conocimientos colectivos del mundo rural, en particular del tercer mundo, para reproducirlos bajo la forma de semillas industriales, cuya exclusiva pretenden tener, a través de la “reventa” (forzosa) a los campesinos, que han sido privados del libre uso de sus conocimientos. Tal es el caso, en verdad paradójico, del arroz basmati, ¡revendido por una empresa norteamericana a los campesinos indios! Más allá del peligro de empobrecimiento del patrimonio genético de las especies terrestres, que trae consigo esta política de las empresas transnacionales del agrobusiness, cómo definir tales procedimientos si no con el término de piratería. ¿Se trata del tan manido espíritu empresarial o, por el contrario, de una especie de racket?[1]

En la actualidad, muchos sostienen que estamos asistiendo a una inversión de tendencia en la organización de las producciones ultramodernas. Es una afirmación bastante simplista, según la cual las nuevas técnicas, además de requerir menos trabajo, demandan una mayor calificación. Una afirmación, sin embargo, que debe ser revisada y corregida. En efecto, el capital conserva el control absoluto sobre el conjunto de estos procesos productivos. Se puede comprobar en el campo de la informática, regulado por los gigantescos oligopolios que dirigen y controlan la producción, la difusión y el uso de los programas e, incluso, a los mismos usuarios, a través de la fabricación de “virus” y de la venta forzosa de los medios para protegerse de estos. Se evidencia también en el campo de la genética, donde los gigantescos oligopolios organizan la “investigación” sobre la base de las perspectivas comerciales y mediante el racket organizado de los conocimientos de los campesinos, al cual aludía anteriormente.

Sin duda, existen factores nuevos: la fuerte reducción del trabajo total, posible gracias a la utilización de las nuevas tecnologías o, para decirlo de otra forma, a su elevada productividad. Pero en el funcionamiento real del sistema esta economía del factor trabajo se acompaña, a través de la exclusión, de una brutal reducción de la masa de trabajadores utilizada por el capital. La tesis de los partidarios del capitalismo es que los excluidos de hoy podrán trabajar mañana, gracias a la expansión de los mercados. Como ayer en el fordismo, los puestos de trabajo suprimidos por el aumento de la productividad serán compensados por los nuevos puestos de trabajo y por la expansión general.

La mencionada tesis todavía podría ser creíble únicamente si previera la intervención del Estado regulador. De lo contrario, el “mercado” es una fuente de exclusión, pues al marginado sin rédito lo ignora el mercado, que solo reconoce la demanda solvente. El “mercado” pone en funcionamiento un sistema regresivo que excluye cada vez más y concentra la producción sobre una reducción de la demanda solvente. Este sería el caso del fordismo de ayer (y en efecto lo fue en la crisis de los años 30) si, a partir de 1945, el Estado no hubiera intervenido para contrarrestar los efectos de la espiral regresiva, haciendo uso del “contrato social”, que permitía una nueva relación fuerza de trabajo/capital. Un contrato que permitió, además, la expansión de los mercados: el Estado ya no era solo el instrumento unilateral del capital, sino también el instrumento del compromiso social. Es por esta razón que en el capitalismo el Estado democrático solo puede ser un Estado regulador social del mercado.

Pero ¿por qué no puede suceder lo mismo en el futuro, mediante el despliegue de las potencialidades de las nuevas tecnologías? ¿El rechazo a las posiciones doctrinales de los liberales no constituye un elogio al reformismo, a la intervención del Estado regulador?

La respuesta es afirmativa, pero a condición de que se entienda que el alcance de las reformas necesarias para buscar una solución al problema —integrar y no excluir— debe diferir de lo propuesto por los pocos reformistas que sobrevivieron a las ideas liberales. O sea, se trata de proponer reformas radicales en el verdadero sentido de la palabra, que ataquen el principio de la propiedad, mediante el cual se realiza el control de la utilización de las nuevas tecnologías para beneficio exclusivo del capital oligopólico.

En este análisis, una tal exigencia de radicalismo constituye solo una cara de la moneda. La otra está representada, precisamente, por la propia senilidad del capitalismo, por la imposibilidad del sistema de producir otra cosa que no sea una creciente exclusión. Se debe entonces concluir que la construcción de otra forma de organización de la sociedad ha devenido una necesidad, que el capitalismo ya cumplió su tiempo, que la formulación de una racionalidad diferente a la manifestada por la productividad del capital, se ha convertido en la condición ineludible del progreso de la humanidad. Las reformas radicales —casi revolucionarias— son la condición fundamental para la aplicación concreta del potencial de la revolución tecnológica. Creer que esta última pueda por sí sola producir un potencial tan enorme me parece, por lo menos, bastante ingenuo.

— III —

El capitalismo no solo es un modo de producción, sino también un sistema mundial fundado sobre el dominio general de este modelo. Esta vocación de conquista del capitalismo se ha manifestado, de forma constante, desde sus inicios. Sin embargo, en su expansión mundial, el capitalismo ha construido, reproducido y profundizado sin cesar una asimetría entre sus centros de conquista y las periferias dominadas. Por esta razón hemos definido el capitalismo como un sistema imperialista natural, o, como hemos escrito, el imperialismo representa la “fase permanente” del capitalismo.

En el contraste expresado a través de esta asimetría creciente, es interesante notar la contradicción principal del capitalismo, entendido como sistema mundial. Tal contradicción se manifiesta también en términos ideológicos y políticos, a través del contraste entre el discurso universalista del capital y la realidad de lo que produce su expansión, es decir, la creciente desigualdad entre los pueblos de la Tierra.

El carácter imperialista del capitalismo se ha concretado en las formas sucesivas de la relación asimétrica y desigual centros/periferias, en la cual cada una de las etapas adopta un carácter específico, pues las leyes que rigen su reproducción se relacionan estrechamente con las especificidades de la acumulación del capital. Así, pues, en la historia de los últimos cinco siglos ha habido momentos —que representan pasajes de separación entre las fases imperialistas— caracterizados por la afirmación de nuevas especificidades.

Sin volver a la presentación y al análisis concerniente a su historia, recordaremos algunas conclusiones que se refieren, de manera directa, a la entrada del capitalismo en la fase de senilidad.

En el curso de todas las fases anteriores de la expansión capitalista, el imperialismo había tenido un carácter de conquista, es decir, “integraba” con una fuerza cada vez mayor regiones y poblaciones que hasta aquel momento estaban fuera de su radio de acción. Además, el imperialismo tenía un carácter plural, era el producto de diferentes centros imperialistas en fuerte competencia por el control de la expansión mundial. Hoy, estas dos características del imperialismo están cediendo el paso a dos nuevos elementos, contrarios por completo a los precedentes. En primer lugar, el imperialismo ya “no integra”. En su nueva expansión mundial, el nuevo capitalismo excluye, en vez de integrar, en proporción mucho mayor que en el pasado. En segundo lugar, el imperialismo ha asumido un carácter singular, se ha convertido en un imperialismo colectivo del conjunto de centros, o sea, de la tríada Estados Unidos-Europa-Japón. De manera objetiva, estas dos nuevas características tienen vínculos muy estrechos entre sí.

El viejo imperialismo era “exportador de capitales”, tomaba la iniciativa de invadir las sociedades periféricas y de establecer en ellas nuevas estructuras de producción (de naturaleza capitalista). De esta forma, construía el nuevo sistema y destruía el viejo. Esta segunda dimensión —destructiva—, que retomaremos más adelante, no debe ser ignorada, aunque prevalezca el aspecto destructivo. Sin embargo, la construcción capital-imperialista, en su totalidad, no ha sido portadora de una gradual “homogeneización” de las sociedades del mundo capitalista. Por el contrario, se ha construido una relación asimétrica centros/periferias.

El capital exportado nunca fue puesto a disposición de la sociedad que lo recibía. Se hacía retribuir siempre de diversas formas (ganancias directas obtenidas por los nuevos sistemas, y excedentes sustraídos a los modos de producción sometidos). Esta transferencia de valores de las periferias a los centros, en las modalidades específicas de las diferentes fases del desarrollo imperialista (las que hemos definido como formas sucesivas de la ley del valor globalizado), es uno de los elementos decisivos de la construcción asimétrica.

Ahora bien, con independencia de la entidad de tal extracción, el capital imperialista continuaba su camino, exportando otros capitales para conquistar otros espacios sometidos a su expansión. Desde este punto de vista, el capital continuaba su vocación “constructiva”: su capacidad de “integrar” era superior a la de “excluir”. En cuanto tal, la expansión capitalista podía alimentar, en las periferias, la ilusión de la posibilidad de “alcanzar” a los demás, permaneciendo dentro del sistema global. Esta ilusión —que definiríamos como el proyecto de la “burguesía nacional”— estaba muy presente en el escenario político. Los aduladores del imperialismo en los centros (como Bill Warren y otros por el estilo) se basaban en la dimensión “constructiva” de la expansión capitalista, para decantar su pretendido carácter “progresista”. El capital británico “construía” puertos y ferrocarriles en Argentina, en la India y en otras partes del mundo. Observamos, además, que el imperialismo no puede, en ningún caso, ser reducido a la única dimensión política (la colonización) que lo acompaña, como lo ha hecho Negri. Países sin colonias, como Suiza y Suecia, formaban parte del mismo sistema imperialista, al igual que Gran Bretaña y Francia. El imperialismo no es un “fenómeno político” situado fuera de la esfera de la vida económica, es el producto de las lógicas que rigen la acumulación del capital.

Todo parece indicar que el capítulo de esta expansión constructiva se ha cerrado de manera definitiva. El actual flujo de ganancias y de transferencias de capital de Sur a Norte supera con amplitud, y no solo en términos cuantitativos, el reducido flujo de nuevas exportaciones de capital desde el Norte hacia el Sur. Este desequilibrio podría ser solo coyuntural, como lo afirma el discurso liberal del pasado, pero en realidad no es así. El desequilibrio se traduce en un vuelco en las relaciones entre la dimensión constructiva y la destructiva, ambas inherentes al capitalismo. Hoy, una ulterior expansión —incluso marginal— del capital en las periferias implica destrucciones de alcance inimaginable. He aquí un ejemplo concreto: en la actualidad, la apertura de la agricultura a la expansión del capital, marginal en términos de oportunidades potenciales para la inversión (y en términos de creación de puestos de trabajo modernos, de alta productividad), vuelve a poner en discusión la supervivencia del género humano.

En línea general, en la lógica del capitalismo, las nuevas posiciones monopólicas de las cuales son beneficiarios los centros —el control de las tecnologías, del acceso a los recursos naturales, de las comunicaciones— se unen y se unirán cada vez más a un flujo creciente de transferencias de valor producido en el Sur, en beneficio del segmento que domina el capital globalizado (el capital “transnacional”), proveniente de las nuevas periferias “competitivas”, más avanzadas en el proceso de industrialización moderna.

También, desde otro punto de vista, el imperialismo ha evolucionado, pasando de los estadios anteriores, caracterizados por la violenta competencia de los imperialismos nacionales, al de la gestión colectiva del nuevo sistema mundial dominado por la “tríada”. Existen diversas razones que explican esta evolución sobre las cuales volveremos más adelante. Pero entre ellas está, sin duda, la exigencia política de una gestión colectiva, impuesta por el alcance creciente de las destrucciones provocadas por la continuidad que la expansión capitalista comporta. Las principales víctimas de tales destrucciones son los pueblos del Sur, pues el nuevo imperialismo implica, e implicará cada vez más, “la guerra permanente” (del capitalismo transnacional, que domina y se manifiesta a través del control de los Estados de la tríada) contra los pueblos del Sur. Esta guerra no es coyuntural, ni tampoco es el fruto de la arrogancia del establishment republicano de los Estados Unidos, representado en la persona del siniestro Bush junior, sino que se inserta en las exigencias de la estructura del imperialismo en su nueva fase de desarrollo.

En otras palabras, el imperialismo de las anteriores fases históricas de la expansión capitalista mundial se basaba en el papel “activo” de los centros, que “exportaban” capitales hacia las periferias, para impulsar un desarrollo asimétrico, que podemos definir dependiente o desigual. Sin embargo, el imperialismo colectivo de la tríada y, en particular, el del “centro de centros” (los Estados Unidos), ya no funciona de esta manera. Los Estados Unidos absorben una fracción considerable del excedente, generado por la comunidad internacional, y la tríada deja de ser una exportadora importante de capitales hacia las periferias. El excedente sustraído por la tríada bajo diferentes formas (entre las que se encuentran la deuda de los países en vías de desarrollo y de los países del Este), ya no constituye la contrapartida de nuevas inversiones productivas. El mismo carácter parasitario de este modo de funcionamiento del sistema imperialista es un signo de senilidad, que evidencia la creciente contradicción centros/periferias (llamada Norte-Sur).

Esta clausura en sí mismos de los centros, que abandonan a su “triste destino” a las periferias, es considerada por los sostenedores de los actuales discursos ideológicos-mediáticos como la prueba de que el imperialismo desaparecerá, porque el Norte no puede prescindir del Sur. Una afirmación que no solo es desmentida cotidianamente por los hechos (¿cómo explicar entonces la OMC, el FMI y las intervenciones de la OTAN?), sino que niega la esencia misma de la ideología burguesa, la cual ha sabido consolidar su vocación universal. Pero ¿el abandono de tal vocación, a favor del nuevo discurso sobre el llamado “culturalismo posmodernista”, no es acaso el símbolo de la senilidad del sistema, que no tiene nada más que proponer al 80% de la población mundial?

La hegemonía de los Estados Unidos se articula sobre esta exigencia objetiva del nuevo imperialismo colectivo, el cual tiene que controlar la creciente contradicción centros/periferias, recurriendo, cada vez más frecuentemente, a la violencia. Los Estados Unidos, con su “supremacía militar”, parecen ser la punta de diamante de este sistema, y su proyecto de “control militar del mundo” es el medio para asegurar su eficacia.

La “supremacía militar” norteamericana no es solo de naturaleza técnica, sino también de carácter político. Los países europeos tienen también la capacidad técnica para bombardear Irak, Somalia u otros países, pero a ellos les resultaría más difícil porque su opinión pública (todavía y por ahora) está influenciada por valores “universalistas”, “humanitarios” y “democráticos”, que podrían obligar a reconsiderar las eventuales decisiones militaristas. La clase dirigente de los Estados Unidos no conoce dificultades análogas, pues es capaz de manipular con facilidad una opinión pública bastante ingenua, pero puede también aprovecharse de los valores “supremos” a los que se refiere la cultura norteamericana, a “la misión confiada por Dios al pueblo norteamericano” o, en términos más brutales, a la misión atribuida al sheriff protector del Bien contra el Mal, como escribe James Woolsey, ex director de la CIA, en un artículo de Le Monde (5 de marzo de 2002), en el cual la pobreza intelectual compite con la arrogancia.

Esta “supremacía”, los Estados Unidos se la cobran a sus socios de la tríada imponiéndoles, como al resto del mundo, el financiamiento del gigantesco déficit norteamericano.

La clase dirigente de los Estados Unidos sabe que la economía de su país es vulnerable, que el nivel de los consumos globales supera sus posibilidades, y que la única forma para obligar al resto del mundo a financiar su déficit es imponérselo con el despliegue de su poderío militar. Pero no tiene opción, la administración norteamericana ha tomado ya el camino de la afirmación de esta forma de hegemonía, moviliza a su pueblo —en primer lugar a la clase media—, proclamando su intención de “defender a cualquier precio el American way of life”. El precio a pagar puede ser la destrucción de sectores enteros de la humanidad. Pero no importa. La clase dirigente estadounidense cree poder arrastrar en su aventura sanguinaria a sus socios europeos, a Japón e, incluso, a cambio del servicio que le ofrece a esta “comunidad de clases acomodadas”, obtener su consentimiento para el financiamiento del déficit norteamericano. Pero, ¿hasta cuándo?

De inmediato viene a la mente una comparación. Hasta hace poco tiempo, las potencias democráticas (no obstante su carácter imperialista) se mantenían alejadas de las fascistas, que habían optado por imponer su proyecto de “nuevo orden” (término utilizado también por Bush padre para calificar el nuevo proyecto de globalización), con la violencia militar. Nos podemos preguntar si la opinión pública europea, fiel a los valores humanistas y democráticos, obligará a sus Estados a alejarse del plan norteamericano de control militar del mundo.

¿Hasta cuándo los europeos estarán dispuestos a aceptar la preparación explícita de la agresión nuclear norteamericana? ¿Terminarán por reaccionar ante la creación por parte de la CIA de una “oficina de la mentira”, encargada de confundir a la opinión pública con la fabricación de noticias infundadas (un concierto de la democracia y de la libertad de prensa que con seguridad no le habría disgustado a Goebbels)?

A esto se suma que el precio pagado por Europa (y por Japón), para que se desarrolle la hegemonía norteamericana, es considerable y continuará creciendo. La sociedad norteamericana —cuya supervivencia, en las formas en que se ha manifestado y que quisiera mantener a cualquier precio, depende del aporte de los otros al financiamiento de su derroche— ¡se comporta como si fuera capaz de regir el mundo! La actual coyuntura de la economía mundial depende del mantenimiento del derroche norteamericano. Bastaría una recesión, que afectara a los Estados Unidos, para poner de rodillas a las exportaciones de Europa y Asia —cuya naturaleza es, en parte, la de un tributo unilateral pagado a la nueva Roma—. Al optar por hacer que su desarrollo económico dependa de estas exportaciones absurdas, en vez de consolidar sus sistemas específicos de producción y consumo (lo que equivaldría a un desarrollo autocentrado), los europeos y asiáticos han caído en la trampa, pues un solo país —los Estados Unidos— tiene el derecho de ser soberano y de aplicar los principios de un desarrollo autocentrado, proyectado, de forma agresiva, hacia la conquista del mundo exterior. Todos los demás están invitados a mantenerse en el ámbito de un desarrollo dirigido al exterior, o sea, a convertirse en economías accesorias de los Estados Unidos. Es la visión del “siglo xxi norteamericano”. Aunque no pienso que esta absurda situación se pueda mantener por mucho más tiempo.

El carácter parasitario, cada vez más marcado, del imperialismo colectivo de la tríada, sin nada que ofrecer al mundo (representado por la mayoría), y de los Estados Unidos, punta de diamante de este imperialismo, representa un signo de senilidad del sistema, que se suma a los analizados con anterioridad a propósito de la diferencia creciente entre las potencialidades de la nueva tecnología (su capacidad para “resolver todos los problemas materiales de la humanidad”) y su aporte efectivo en el marco de las relaciones social-capitalistas (caracterizadas por una desigualdad y una marginación de masas crecientes).

Pero, como habíamos visto, la senilidad se une a un nuevo desarrollo de la violencia, concebida como último recurso para perpetuar el sistema.

— IV —

Analicemos ahora el ejemplo de las gigantescas devastaciones que el capitalismo contemporáneo causa en la agricultura de los países de la periferia.

Todas las sociedades anteriores al capitalismo eran sociedades campesinas y su agricultura estaba regida por diferentes lógicas, todas ajenas a la definida por el capitalismo (la máxima productividad del capital). De hecho, el capitalismo histórico ha iniciado una gran ofensiva contra la agricultura campesina. En la actualidad, el mundo rural y campesino representa aún la mitad de la humanidad, aunque su producción está dividida en dos sectores, cuyos aspectos económicos y sociales son perfectamente distintos.

La agricultura capitalista, regida por el principio de la productividad del capital, ubicada casi exclusivamente en la América del Norte, en Europa, en la parte meridional de la América Latina y en Australia, da trabajo a pocas decenas de miles de agricultores, que no pueden ya ser considerados verdaderos “campesinos”. Sin embargo, su productividad, en dependencia directa de la mecanización (cuya exclusiva a nivel mundial poseen en la práctica) y de la superficie de la cual disponen, oscila entre los diez mil y los veinte mil quintales anuales de “cereales-equivalente” por trabajador.

En cambio, los agricultores campesinos representan casi la mitad de la humanidad, es decir, tres mil millones de seres humanos. Estos agricultores se dividen, a su vez, entre los que se benefician de la revolución verde (fertilizantes, pesticidas y semillas selectas), cuya producción oscila entre cien mil y quinientos mil quintales por trabajador, y aquellos que no han conocido aún tal revolución, cuya producción varía en torno a los diez mil quintales.

La diferencia entre la productividad de la agricultura mecanizada más avanzada y la rural más pobre, que era de 10 a 1 en 1940, ha alcanzado hoy la proporción de 2 000 a 1. En otras palabras, los ritmos de desarrollo de la productividad en la agricultura han superado con amplitud los de otras actividades, provocando una reducción de precios reales en proporción de 5 a 1.

El capitalismo siempre ha combinado su dimensión constructiva (la acumulación del capital y el desarrollo de las fuerzas productivas) con la destructiva, reduciendo al ser humano a un simple suministrador de fuerza de trabajo, tratado como una simple mercancía, destruyendo a largo plazo algunas bases naturales de la reproducción y de la vida, y borrando fragmentos anteriores de sociedades y, en ocasiones, pueblos enteros —como es el caso de los indios de la América del Norte. El capitalismo siempre ha desarrollado acciones simultáneas de “integración” (integrando a los trabajadores que sometía a las diferentes formas de explotación del capital en expansión, a través de la “ocupación”, en términos inmediatos) y de “exclusión” (excluyendo a aquellos que perdieron las posiciones que ocupaban en el sistema anterior, y no se habían integrado al nuevo). Aunque en su fase ascendente —históricamente progresista— ha desarrollado una labor, sobre todo, de integración.

En la actualidad ya no es así, como se puede comprobar dramáticamente en el caso de la cuestión agraria. Sucede que si se tuviera que “integrar” la agricultura al conjunto de reglas generales de la “competencia” (como lo impone la OMC tras la conferencia de Doha, en noviembre del 2001), equiparando los productos agrícolas y alimentarios a las “otras mercancías”, las consecuencias serían dramáticas, teniendo en cuenta las enormes desigualdades entre el agro-business y la producción campesina.

En efecto, bastaría una veintena de millones de factorías modernas —si se les concediera el acceso a las grandes superficies de tierra necesarias (sustrayéndolas a las economías campesinas y escogiendo los terrenos mejores), y a los mercados necesarios para sus infraestructuras—, para producir lo esencial de lo que los consumidores solventes compran a los campesinos. Pero ¿qué sucedería a los miles de millones de productores campesinos no competitivos? Serían eliminados inexorablemente, en el breve plazo de algunas décadas. ¿Cuál será entonces el destino de estos miles de millones de hombres, pobres entre los pobres, que para subsistir dependen de esa pequeña producción agrícola (recordemos que tres cuartos de las personas subalimentadas provienen del mundo rural)? En un período de cincuenta años ningún desarrollo industrial, más o menos competitivo, incluso en la hipótesis muy optimista de un crecimiento constante del 7% anual para los tres cuartos de la población humana, podría satisfacer más de un tercio de esta necesidad. En otras palabras, el capitalismo, por su naturaleza, se revela incapaz de resolver la cuestión agraria y las únicas perspectivas que ofrece son las de un mundo de favelas y de cinco mil millones de hombres de más, sobrantes.

Hemos llegado al punto en que, para abrir un nuevo sector a la expansión del capital (“la modernización de la producción agrícola”), se debe destruir, en términos de personas, sociedades completas: de una parte, veinte millones de nuevos productores eficientes (cincuenta millones de personas, incluyendo a sus familias), tres mil millones de marginados de la otra. La dimensión creadora de la operación representa solo una gota en el mar de la destrucción que genera. Se puede concluir que el capitalismo entró ya en su fase senil descendente, pues la lógica que rige este sistema ya no es capaz de asegurar la más elemental supervivencia de la mitad de la humanidad. El capitalismo se convierte en barbarie, invita directamente al genocidio. Por esta razón, es más necesario que nunca sustituirlo por otras lógicas de desarrollo, con una racionalidad superior.

El argumento que esgrimen los defensores del capitalismo se basa en el hecho de que Europa ha encontrado su solución en el éxodo rural. ¿Por qué razón, entonces, los países del Sur no podrían reproducir, con dos siglos de atraso, un modelo de transformación análogo? Se olvida, sin embargo, que las industrias y los servicios urbanos del siglo xix europeo exigían una mano de obra abundante y que su excedente pudo emigrar en masa hacia América. El tercer mundo actual no tiene esta posibilidad y, si quiere ser competitivo como se le impone, debe recurrir a las tecnologías modernas que requieren de poca mano de obra. La radicalización producida por la expansión mundial del capital, le impide al Sur la reproducción retardada del modelo del Norte.

Este argumento, o sea, un desarrollo del capitalismo capaz de resolver la cuestión agraria en los centros del sistema, ha ejercido siempre una fuerte atracción, incluso en el marxismo histórico. Lo demuestra el célebre libro de Kautsky (La cuestión agraria), anterior a la Primera Guerra Mundial y libro sagrado de la socialdemocracia en este sector. Un punto de vista similar fue heredado del leninismo y aplicado —con los dudosos resultados que todos conocemos— en las políticas de “modernización de la agricultura” colectivizada de la época estalinista. Los hechos demuestran que el capitalismo, precisamente porque no puede separarse del imperialismo, ha “resuelto” (a su modo) el problema agrario en los centros del sistema, creando, sin embargo, uno nuevo en las periferias, el cual es incapaz de resolver (si no es con el genocidio de la mitad de la humanidad). En el campo del marxismo histórico solo el maoísmo captó el alcance de este problema. Por este motivo, quien critica al maoísmo —apreciando en este modelo una “desviación campesina” del marxismo— demuestra con tal afirmación que carece de los instrumentos necesarios para entender qué es, en realidad, el capitalismo contemporáneo (que sigue siendo y será siempre imperialista) y se limita a suplir su incapacidad para comprender, con un discurso abstracto sobre el modelo de producción capitalista.

Entonces, ¿qué hacer?

Para nosotros, la única solución posible es favorecer el mantenimiento de una agricultura campesina durante una gran parte del siglo xxi. No por un regreso nostálgico al pasado, sino simplemente porque la solución del problema pasa a través de la superación de la lógica del capitalismo y se inserta en la transición secular hacia el socialismo mundial. Por tanto, se deben elaborar políticas de regulación de las relaciones entre el “mercado” y la agricultura campesina. A nivel nacional y regional, estas regulaciones, específicas y adaptadas a las condiciones locales, deben proteger la producción nacional, garantizando así la indispensable seguridad alimentaria de las naciones y neutralizando el arma alimentaria del imperialismo, o sea, la disociación entre los precios internos y los del llamado mercado mundial. Al mismo tiempo, estas regulaciones —a través de un aumento de la productividad de la agricultura campesina, sin dudas lento, pero constante— deben permitir el control sobre el traslado de la población de los campos a las ciudades. A nivel del llamado mercado mundial, la regulación más deseable podría realizarse, con probabilidad, a través de los acuerdos interregio-nales, por ejemplo, entre Europa, de una parte, y África, el Medio Oriente, China y la India, de la otra, respondiendo a las exigencias de un desarrollo que integre en vez de excluir.

— V —

La senilidad del capitalismo no se manifiesta solo en el campo de la reproducción económica y social. En esta infraestructura fundamental se insertan diferentes manifestaciones, signos, al mismo tiempo, del atraso del pensamiento universalista burgués (que los nuevos discursos ideológicos han sustituido por el posmodernismo) y de la regresión en las prácticas de gestión política (volviendo a cuestionar la tradición democrática burguesa).

A pesar de que el carácter financiero del sistema de gestión económica es, en nuestra opinión, transitorio, típico de un momento de crisis como el actual, ese fenómeno implica teorías ideológicas particulares. Algunas —como el anuncio del pretendido paso a un “capitalismo popular” (en la versión simplista de los discursos electorales o en la pretenciosa versión del “modo de acumulación patrimonial”)— no son otra cosa que testimonios de ingenuidad (para quienes se las creen) o de condicionamiento. Otras teorías demuestran una alienación aún mayor. La convicción de que “el dinero produce frutos”, olvidando cualquier referencia a la base productiva, que permite a su propietario beneficiarse, constituye una evidente regresión del pensamiento económico, que ha llegado a la cumbre de la alienación y, en consecuencia, a la decadencia de la razón.

El discurso ideológico del posmodernismo se alimenta de regresiones similares. Al recuperar todos los lugares comunes producidos por la desorientación, característicos de momentos como el actual, lanza llamados incoherentes a la desconfianza con respecto a conceptos de progreso y de universalismo. Pero, en vez de profundizar en la materia, con una crítica seria a las limitaciones de estas expresiones de la cultura del Iluminismo y de la historia burguesa, y de analizar sus contradicciones efectivas, cuyas consecuencias son agravadas por la senilidad del sistema, este discurso se limita a sustituirlas por afirmaciones de la ideología liberal norteamericana: “vivir con su tiempo”, “adaptarse”, “administrar la cotidianidad”, o sea, no reflexionar acerca de la naturaleza del sistema y evitar el cuestionamiento de sus actuales decisiones.

En vez del esfuerzo necesario para superar los límites del universalismo burgués, el elogio a las diferencias heredadas funciona en perfecto acuerdo con las exigencias del proyecto de globalización del imperialismo contemporáneo. Este proyecto puede producir solo un sistema organizado de apartheid a escala mundial, alimentado por las ideologías “comunitaristas” reaccionarias de la tradición norteamericana. De este modo, la que hemos definido como “regresión culturalista”, hoy de moda, es aplicada y manipulada por los dueños del sistema, o reutilizada por los pueblos dominados y desorientados (bajo la forma, por ejemplo, del Islam o del hinduismo político).

El conjunto de estas manifestaciones de desorientación y regresión, con respecto a lo que fue el pensamiento burgués, se une a un deterioro de la práctica política. El mismo principio de la democracia se basa en la posibilidad de optar por alternativas. Cuando la ideología logra que se acepte la idea, de que “no existen alternativas”, porque la adhesión a un principio de racionalidad superior meta-social, permitiría eliminar la necesidad y la posibilidad de escoger, significa que ya no hay democracia. De hecho, el llamado principio de la “racionalidad de los mercados” desarrolla, exactamente, esta función en la ideología del capitalismo senil. La práctica democrática, por tanto, se vacía de cualquier contenido y se abre el camino a lo que habíamos definido como “una democracia de baja intensidad”, en la que las payasadas electorales o los desfiles de moda ocupan el lugar de los programas políticos, en la “sociedad del espectáculo”. La política, deslegitimada por estas prácticas, se degrada, queda a la deriva y pierde su función potencial de darles un sentido y una coherencia a los proyectos sociales alternativos.

Por otra parte, ¿no estamos quizá observando un “cambio de look” de la misma burguesía, como clase dominante organizada? Durante toda la fase ascendente de su historia, la burguesía se constituyó como elemento principal de la “sociedad civil”. Ello no implicaba tanto una relativa estabilidad de los hombres (las mujeres eran pocas entonces) o de las dinastías familiares de empresarios capitalistas (la competencia implica siempre una cierta movilidad en cuanto a la pertenencia a esta clase, donde se alternan quiebras y éxitos empresariales) como la fuerte estructuración de la clase alrededor de sistemas de valores y de conducta. Así, la clase dominante podía confiar en la honorabilidad de sus miembros para sostener la legitimidad de sus privilegios.

La situación actual, en cambio, es muy diferente. Un modelo muy parecido al mafioso se está afirmando, tanto en el mundo de los negocios como en el de la política. La separación entre estos dos mundos —que sin ser absoluta caracterizaba, en cualquier caso, a los sistemas precedentes del capitalismo histórico— está desapareciendo. Por lo demás, este modelo no se refiere solo a los países del tercer mundo y a los países ex socialistas del Este, sino que se está convirtiendo en la regla, en el corazón mismo del capitalismo central. ¿Cómo definir, de otro modo, a personajes como Berlusconi, Bush (involucrado en el escándalo Enron) y tantos otros? Muchos países del tercer mundo han inventado términos muy apropiados para definir a la nueva clase política. En México los llaman los señores del poder, en Egipto baltagui (la traducción literal es fanfarrones, un término que no habría sido utilizado nunca para calificar a la aristocracia de una época o a la tecnocracia de Nasser). En ambos casos, los términos incluyen a los millonarios (hombres de negocios) y a los políticos. Sin embargo, falta aún una investigación sistemática acerca de las transformaciones en curso de la burguesía en el capitalismo senil.

— VI —

Pero un sistema senil no es un sistema que dejará pasar con tranquilidad sus últimos días. Por el contrario, la senilidad genera un clima de renovada violencia.

El sistema mundial no ha entrado en una nueva fase “no imperialista”, que podríamos eventualmente definir como “postimperialista”. La naturaleza de un sistema imperialista exasperado (pues siente que está perdiendo sin recibir) es exactamente, lo contrario. El análisis que Negri y Hardt realizan acerca de un “imperio” (sin imperialismo), de hecho limitado solo a la tríada, sin tener en cuenta al resto del mundo, se inserta, por desgracia, en la tradición del occidentalismo y en el actual discurso dominante. Las diferencias entre el nuevo imperialismo y el anterior se deben buscar en otra parte. Mientras que el imperialismo del pasado se conjugaba en plural (los “imperialismos” en conflicto), el reciente es colectivo (una tríada, aunque con una presencia hegemónica de los Estados Unidos). En consecuencia, los conflictos entre los socios de la tríada tienen un carácter menor, mientras que asumen mayor importancia los conflictos entre la tríada y el resto del mundo. La disolución del proyecto europeo ante la hegemonía norteamericana se explica por el hecho de que, mientras la acumulación, en la fase imperialista, se basaba en el binomio centros industriales/periferias no industrializadas, en las condiciones actuales el contraste se desarrolla entre los beneficiarios de los nuevos monopolios de los centros (tecnologías, acceso a los recursos naturales, comunicaciones, armas de destrucción masiva) y las periferias industrializadas, aunque subordinadas a estos monopolios. Negri y Hardt, para fundamentar su teoría, tuvieron que elaborar una definición estrictamente política del fenómeno imperialista (“la proyección del poder nacional más allá de sus fronteras), sin relación alguna con las exigencias de la acumulación y la reproducción del capital. Esta definición simplista, típica de las actuales ciencias políticas académicas (en particular de la norteamericana), elude los problemas reales. Los discursos utilizados hacen referencia a una categoría de imperio ahistórica, y confunden, de forma festinada, imperio romano, otomano, austro-húngaro, ruso, colonialismo británico y francés, sin preocuparse por considerar las especificidades de estas construcciones históricas, irreductibles unas a las otras.

El nuevo imperio, en cambio, es definido como una “red de poderes”, cuyo centro está en todas partes y en ninguna, reduciendo así la importancia de la instancia representada por el Estado nacional. Por lo demás, esta transformación se atribuye al desarrollo de las fuerzas productivas (la revolución tecnológica). Sin embargo, se trata de un análisis ingenuo, que aísla el poder de la tecnología del marco de las relaciones sociales en las que actúa. Una vez más se encuentran referencias al discurso dominante, vulgarizado por los diferentes Rawls, Castells, Touraine, Reich y otros, de la tradición del pensamiento político liberal norteamericano.

Los problemas reales planteados por la articulación entre la instancia política (Estado) y la realidad de la globalización, que deberían ser el centro del análisis de las verdaderas “novedades” en la evolución del sistema capitalista, se eluden con la afirmación gratuita según la cual el Estado casi ha dejado de existir. En realidad, incluso en las fases precedentes del capitalismo globalizado, el Estado no había sido nunca “omnipotente”. Su poder había estado siempre limitado por la lógica que regía las globalizaciones de la época. En este sentido, Wallerstein llegó a atribuir a las determinaciones globales un carácter decisivo sobre el destino de los Estados. Hoy, la situación no ha cambiado, la diferencia entre la globalización (el imperialismo) actual y el de ayer hay que buscarla en otras condiciones.

El nuevo imperialismo tiene un centro —la tríada— y un centro de centros, que aspira a ejercer su hegemonía, los Estados Unidos. Ejerce su dominio colectivo sobre el conjunto de las periferias de la Tierra (tres cuartos de la humanidad), a través de instituciones creadas al efecto. Algunas tienen la tarea de la gestión económica del sistema imperialista mundial. En primera fila está la OMC, cuya función real no es, como lo afirma, garantizar la “libertad de los mercados”, sino proteger a los monopolios (de los centros) y modelar los sistemas de producción de las periferias en función de las exigencias de los centros; el FMI, en cambio, no se ocupa de las relaciones entre las tres monedas principales a nivel mundial (el dólar, el euro y el yen), sino que realiza las funciones de autoridad monetaria colonial colectiva; el Banco Mundial es una especie de Ministerio de Propaganda del G7. Otras instituciones tienen la responsabilidad de la gestión política del sistema, y entre estas debemos recordar a la OTAN, ¡que se ha erigido en sustituto de la ONU para hablar en nombre de la colectividad mundial! La aplicación sistemática del control militar del mundo por parte de los Estados Unidos expresa, de forma en extremo brutal, la realidad imperialista.

El libro de Negri y Hardt no habla de los problemas relativos a las funciones de estas instituciones, ni hace referencia a la multiplicidad de elementos que podrían perturbar la tesis simplista del “poder en red”: las bases militares, las intervenciones violentas, el papel de la CIA y otros.

Del mismo modo, no se abordan las verdaderas cuestiones planteadas por la revolución tecnológica acerca de la estructura de clases del sistema, y se prefiere recurrir a la categoría indeterminada de multitud, que es el equivalente del término gente (people, en inglés) de la sociología vulgar. Son otros los verdaderos problemas: la revolución tecnológica en marcha (cuya realidad no puede ser discutida), como todas las revoluciones tecnológicas, descompone con violencia las formas anteriores de organización del trabajo y de las clases, mientras que las nuevas formas de recomposición no han obtenido aún resultados evidentes.

Para dar una apariencia de legitimidad a las prácticas imperialistas de las tríadas y del hegemonismo norteamericano, el sistema ha producido un discurso ideológico adaptado a las nuevas tareas agresivas. Este discurso sobre “el enfrentamiento de las civilizaciones” pretende cimentar el racismo occidental y lograr que la opinión pública acepte la aplicación de un apartheid a escala mundial. En nuestra opinión, este discurso es mucho más importante que las diferentes teorías sobre la llamada sociedad en red.

El crédito de que goza la tesis del “imperio” en una parte de la izquierda occidental y entre los jóvenes, se debe, sobre todo, a las severas críticas que hace al Estado y a la nación. El Estado (burgués) y el nacionalismo (chovinista) han sido siempre objeto de rechazo por parte de la izquierda radical, y con justicia. Afirmar que el nuevo capitalismo determina su desaparición, solo puede causar placer. Pero lamentablemente, tal afirmación no tiene ningún fundamento. Con el capitalismo tardío se vuelve actual la necesidad objetiva y la posibilidad real del deterioro de la ley del valor, la revolución tecnológica hace posible el desarrollo de una sociedad de redes, mientras que la profundización de la globalización representa un desafío para las naciones. Pero el capitalismo senil, a través de la violencia del imperialismo que lo acompaña, anula todas estas potencialidades de emancipación. La idea de que el capitalismo pueda adaptarse a transformaciones liberadoras —o sea, producir, incluso involuntariamente, el socialismo— está en el centro de la ideología liberal norteamericana. Su función sirve solo para desviar la atención de los problemas verdaderos y de las luchas necesarias para solucionarlos. La estrategia “antiestatal”, que el libro de Negri y Hardt sugiere, se vincula a la del capital, que trata de “limitar las intervenciones públicas” (“desregular”) para su exclusivo beneficio, reduciendo el papel del Estado a las funciones de policía (sin suprimirlo del todo, eliminando solo su función política, lo que le permite desarrollar otras funciones). Este discurso “antinación” trata de que se acepte a los Estados Unidos como gran potencia militar y policial del mundo. Aunque lo que necesitamos es otra cosa. Tenemos que desarrollar la praxis política, darle un sentido verdadero, lograr que avance la democracia social y civil, darles a los pueblos y a las naciones un margen de acción más amplio en la globalización.

Es cierto que las fórmulas aplicadas en el pasado han perdido su eficacia por causa de las nuevas condiciones. Es también cierto que algunos adversarios de la realidad neoliberal e imperialista no se han dado cuenta de ello y continúan sintiendo nostalgia del pasado. Sin embargo, el problema aún está presente en toda su evidencia.

— VII —

La senilidad se manifiesta a través de la sustitución del modelo anterior de “destrucción creadora” por un modo de “destrucción no creadora”. Retomemos el análisis de J. Beinstein: hay “destrucción creadora” (término utilizado por Schumpeter) cuando en la fase inicial hay un aumento de la demanda, mientras que —si al inicio teníamos una disminución de la demanda—, la destrucción producida por cualquier innovación tecnológica deja de ser creadora.

O se puede analizar esta transformación cualitativa del capitalismo en los términos propuestos por Hoogdvelt: se asiste al tránsito de un “capitalismo en expansión (expanding capitalism) a un capitalismo en contracción (shrinking capitalism)”.

La acumulación del capital ha comportado siempre dos dimensiones simultáneas, una constructiva y una destructiva. Como cualquier sistema viviente, el capitalismo se funda en esta contradicción interna característica. Como cualquier sistema viviente, el capitalismo no está destinado a ser eterno. Como cualquier sistema viviente, llegará un momento en que las fuerzas destructivas asociadas a su reproducción prevalezcan sobre las que aseguran su legitimidad, a través de su dimensión positiva y constructiva. Hoy nos encontramos exactamente en esa fase: la continuación de la acumulación —en el marco de las relaciones sociales características del capitalismo y del imperialismo, vinculado a este de forma indisoluble, y sobre la base de las nuevas tecnologías— implica un verdadero genocidio. Más de la mitad de la humanidad es ya “inútil”. Estas personas no se pueden “integrar” (ni siquiera como simples suministradores de fuerza de trabajo explotada) y están destinadas a ser “excluidas”. En la actualidad, el capitalismo excluye más de lo que integra, a niveles altos y en proporciones gigantescas. El capitalismo ha llegado a su tiempo. En vez de permitir la aplicación de los potenciales avances de la ciencia y la tecnología (aquella “sociedad en red” que no es o que existe solo en sus aspectos deformes, impuestos por la dominación del capital) o la aceleración del desarrollo en las periferias, el capitalismo imperialista anula estas potencialidades de emancipación.

La alternativa objetivamente necesaria y posible implica el derribo de las relaciones sociales que aseguran el dominio del capital y el de los centros sobre las periferias. ¿Cómo definir esta alternativa, si no con la expresión del socialismo a escala mundial? Un sistema en el que la integración de los hombres no sería hecha por el “mercado” (que, en las condiciones del capitalismo contemporáneo, excluye en vez de integrar), sino por la democracia, en el significado más pleno del término).

Esta alternativa es posible, pero no puede ser considerada “automática”, porque la imponen por las “leyes de la historia”. Cualquier sistema que envejece está destinado a descomponerse, pero los elementos que de él se derivan pueden recomponerse de forma diferente. Ya en 1917 Rosa Luxemburgo hablaba de “socialismo o barbarie”, y hace treinta años yo mismo había resumido los términos de la alternativa en la fórmula “revolución o decadencia”. Estamos convencidos de la posibilidad de hacer un análisis teórico de las razones de esta “incertidumbre”, fundamental en el desarrollo humano, mediante la tesis de una “subdeterminación” (en lugar de la “sobredeterminación”) de la articulación de las diferentes instancias que constituyen la estructura de los sistemas sociales.

Tomado de La Rivista del Manifesto, Roma, septiembre de 2002

Traducción del italiano por Giselle Sarracino

1.- Organización delictiva que ejerce el chantaje y la extorsión con medios intimidatorios y violentos, bastante difundida en varios sectores de la actividad empresarial. (N. de la T.) 

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