Irak resiste

 

Democracia y estado árabe

Por Robert Fisk
Mundo Árabe, 16/09/04

Donde dice democracia, léase fantasía. Irak se está convirtiendo en una realidad tan repugnante para nuestros grandes dirigentes en los tiempos que corren que se echará cualquier cosa –y a cualquiera– a las fieras con tal de que puedan salvarse de la quema. La BBC, la CIA, los servicios de inteligencia británicos –todo periodista que se atreve a señalar las mentiras que nos llevaron a la guerra puede dar fe de ello– se ven acribillados por las denuncias de nuevas mentiras. En el mismo instante en que nos atrevemos a sugerir que Irak nunca fue suelo abonado para que allí prosperara la democracia, constatamos que se nos acusa de discriminadores y racistas. “¿Creen ustedes que los árabes son incapaces de desarrollar un sistema democrático?”, se nos espeta, añadiendo a continuación: “¿Creen que son seres infrahumanos?”.

Todas estas sandeces proceden de la misma clase de insidia y perfidia que suele etiquetar todas y cada una de las críticas contra Israel como antisemitas. Y si incluso nos atrevemos a recordar al mundo que la camarilla de neoconservadores y proselitistas de Israel –los señores Perle, Wolfowitz, Feith, Kristol y otros– ayudaron al presidente Bush y a su secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, a lanzarse a esta guerra haciendo premoniciones burdamente disparatadas acerca de un nuevo Oriente Medio compuesto de Estados árabes democráticos y proisraelíes, nos dicen que somos discriminadores y racistas aunque sólo sea por el mero hecho de nombrarles. Limitémonos, en consecuencia, a recordar lo que los neoconservadores defendían ya en aquel áureo y optimista otoño del año 2002, cuando Tony (Blair) se conchababa con George para acabar con el Hitler de Bagdad.

Se aprestaban entonces a rehacer el mapa de Oriente Medio y a llevar la democracia a la región de modo que los dictadores o caerían o se pondrían de su parte –de ahí la importancia de convencer ahora al mundo de que el ridículo Gaddafi es un “estadista” (¡gracias, Jack Straw!) por su decisión de renunciar a sus pueriles ambiciones nucleares– y la democracia florecería del Nilo al Éufrates. Los árabes querían democracia. Pues bien, se harían con ella. Y, consecuentemente, nos querrían, nos recibirían con los brazos abiertos, nos elogiarían y nos aceptarían abiertamente por llevar ese artículo tan ansiado a la región. Naturalmente, los neoconservadores se equivocaron.

La última aportación a su defensa provino de David Brooks en las páginas de “The New York Times”: “En realidad –escribía Brooks– las personas etiquetadas de ‘neocons’ no se relacionan demasiado unas con otras (...) Se ha aludido cientos de veces a la insidiosa influencia de Richard Perle en la política de la Administración norteamericana, pero funcionarios prominentes de ésta nos han indicado que las reuniones de Perle con Bush o con Cheney no han revestido una especial relevancia o trascendencia desde que éstos iniciaron su mandato (...) Todo parece indicar que el presidente Bush se formó sus propias conclusiones de manera independiente”.

Lo cierto es que, efectivamente, a los representantes “prominentes” de la Administración norteamericana les favorece hacernos partícipes de estos puntos de vista... para no mencionar el inconscientemente hilarante comentario al margen de que ¡Bush alcanza conclusiones por sí mismo!.

Brooks intenta –incluso– suprimir el término “neoconservador” del discurso de la guerra de Irak sustituyéndolo por la estúpida explicación de que “con” es la abreviatura de “conservador” y “neo” es la abreviatura de “judío”. De momento, el mero empleo de la expresión “neoconservador” puede ser antisemita: Brooks, de hecho, finaliza su artículo proclamando que “rebrota el antisemitismo”.

Si éstas son las amenazas de mayor entidad con que pueden toparse las voces críticas, en ese caso puede afirmarse que los señores Wolfowitz, Perle y los demás se han dado a la fuga... No dijeron que la democracia funcionaría. No presionaron al presidente Bush. No tenían autoridad.

Apenas se comunicaron con el presidente. ¿Neoconservadores, dice? ¿Quiénes? Sin embargo, fueron los “neocons” quienes se contaban –junto al propio Israel– entre los más ardientes defensores de la invasión de Irak.

Fueron ellos quienes se valieron de una terrible y veraz realidad propia de casi todo Oriente Medio: la de que los Estados árabes son –en su mayoría– viles, miserables y corruptas dictaduras. A este respecto, no cabe la sorpresa. Fuimos nosotros quienes creamos la mayoría de estas dictaduras. Fuimos nosotros quienes dimos el saque inicial con reyes y príncipes, y –por si no ejercieran un control suficiente sobre las masas– respaldamos acto seguido a una pandilla despreciable de generales y coroneles, quienes también en su mayoría vestían diversos uniformes militares británicos con águilas bordadas en sus gorras en lugar de coronas.

Y así fue como el rey Faruk fue suplantado –indirectamente– por el coronel Nasser (y luego por el general Saddat y el general de aviación Mubarak); el rey Idris, por el coronel Gaddafi –el Foreign Office británico apreciaba muchísimo al joven Gaddafi– y la monarquía del rey Faisal posterior a la Primera Guerra Mundial en Irak, sustituida en último término por el partido baazista y Sadam Husein.

En conclusión: nunca quisimos que los árabes tuvieran democracia. Cuando los egipcios lo intentaron en los años treinta del siglo XX y pareció que iban a dar un puntapié a Faruk, los británicos metieron a la oposición en la cárcel. Nosotros, los occidentales, trazamos las fronteras de la mayoría de países árabes, creamos sus estados y sostuvimos a sus obedientes dirigentes, bombardeándolos –naturalmente– si nacionalizaban el canal de Suez, ayudaban al IRA o invadían Kuwait. Pero tanto los “neocons” como Bush –y luego, inevitablemente, Blair– quisieron que tuvieran democracia.

Actualmente, a muchos árabes les gustaría degustar alguna gota de esta preciosa sustancia llamada democracia. De hecho, cuando emigran Occidente y se proveen de un pasaporte, ya sea estadounidense, británico, francés o de cualquier otro país occidental, muestran la misma aptitud que nosotros para la “democracia”. Los iraquíes de Dearborn (Michigan) son como cualquier otro estadounidense, votan –principalmente al Partido Demócrata–, se entretienen y trabajan como cualquier otro ciudadano estadounidense amante de la libertad. Por tanto, no hay ningún factor genético relativo a la incapacidad árabe de conseguir la democracia.

El problema no es la gente. El problema es el marco en que vive la gente, la estructura de la sociedad patriarcal y –el factor más importante– los estados artificiales que en su día creamos para ellos. Ni generan ni pueden generar democracia. Los dictadores que pagamos, armamos y en cuyas espaldas dimos palmaditas gobernaron mediante la tortura y las estructuras tribales. Los pueblos árabes, frente a países a los que en numerosas ocasiones no daban crédito, confiaban únicamente en sus propias tribus. Se gobernaban mediante monarquías tribales –la monarquía hachemí procede del nordeste de lo que actualmente llamamos Arabia Saudí– y los dictadores eran miembros de tribus. Sadam Husein, como se ha reiterado una y otra vez, es un trikrití. Y estos despiadados personajes controlaban los hilos del poder mediante una tupida red de alianzas tribales y sectarias.

Cuando nosotros invadimos a mamporros su país –naturalmente–, dijimos a los iraquíes que íbamos a darles la democracia. Que tendrían elecciones libres. Recuerdo la primera vez que caí en la cuenta de lo falsa que era esta promesa. Fue cuando Paul Bremer, el fracasado procónsul norteamericano en Irak, dejó de hablar de democracia y empezó a referirse a un “gobierno representativo”, que es muy distinto. Fue cuando gente como Daniel Pipes, pariente derechista de esos “neocons” que ya no podemos mencionar más, empezó a defender no una “democracia” para Irak, sino una “autocracia de mentalidad democrática”.

 Bremer afirma que no puede haber elecciones antes de hacer “entrega” de la “soberanía” en junio: algo que resulta en sí mismo una mentira, porque tal “entrega” dará la mítica “soberanía” de Irak a un grupo de iraquíes elegidos por norteamericanos y británicos. Luego –actualmente se elevan plegarias para que tal cosa sea cierta– convocarán las elecciones democráticas que en su día prometimos falsamente al pueblo iraquí y que los chiitas iraquíes exigen airados ahora. Y, aun en el caso de que tales elecciones lleguen efectivamente a celebrarse, la mayoría de los iraquíes votará según las inclinaciones de su pertenencia tribal y confesión religiosa respectiva. Así es como ha funcionado su sistema político a lo largo de casi un siglo y así es como el Consejo provisional de designación norteamericana funciona en la actualidad.

Volvemos, pues, a lo mismo. No hay armas de destrucción masiva. No existe nexo entre Sadam y el 11-S. No hay democracia. La prensa tiene la culpa. La BBC tiene la culpa. Los servicios secretos tienen la culpa. Pero no se les ocurra echar las culpas a los señores Bush y Blair. No echen tampoco las culpas a los neoconservadores estadounidenses que ayudaron a empujar a Estados Unidos hacia este desastre. ¡Ni siquiera existen! Y si dicen ustedes que lo hicieron, ya saben cómo les calificarán en lo sucesivo.

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