Iraq

 

La “Bestia de Bagdad” en el patíbulo

Por Robert Fisk
The Independent / La Jornada, 30/12/06
Traducción de Gabriela Fonseca

Saddam Hussein a la horca. Es una ecuación sencilla. ¿Quién podría ser más merecedor de dar sus últimos pasos en el patíbulo y de que se le rompa el cuello al final de una cuerda que la “Bestia de Bagdad”, el “Hitler del Tigris”, el hombre que asesinó a cientos de miles de iraquíes inocentes rociando armas químicas sobre sus enemigos?

Dentro de unas horas nuestros amos nos dirán que éste es un "gran día" para los iraquíes y que esperan que el mundo musulmán olvide que la sentencia de muerte fue firmada por el "gobierno iraquí", pero claramente por órdenes de los estadounidenses, el mismo día del Eid al Adha, la fiesta del sacrificio, en que se celebra el perdón en todo el mundo árabe.

Pero la historia registrará que los árabes y otros musulmanes, al igual que muchos en Occidente, se harán este fin de semana una pregunta que no aparecerá en diarios occidentales porque no pertenece al discurso que nos han impuesto nuestros presidentes y primeros ministros ¿Y qué pasará con los otros culpables?

No, Tony Blair no es Saddam. Nosotros no arrojamos gases a nuestros enemigos. George W. Bush no es Saddam. El no invadió Irán ni Kuwait. Sólo invadió Irak. Pero cientos de miles de civiles iraquíes están muertos y miles de tropas occidentales han muerto, porque los señores Bush, Blair, y los gobernantes de España, Italia y Australia, fueron a la guerra en 2003 envueltos en una bazofia de mentiras y mendacidad, lo cual, dadas las armas que usamos, resultó en una inmensa brutalidad.

En el caos que siguió a los crímenes internacionales contra la humanidad de 2001 hemos torturado, agredido brutalmente y asesinado a inocentes. A la infame prisión de Abu Ghraib de Saddam Hussein le añadimos nuestra propia infamia. Y con todo, se supone que debemos olvidar estos crímenes terribles y aplaudir cuando se columpie el cadáver del dictador que nosotros mismos creamos.

¿Quién alentó a Saddam a invadir Irán en 1980, en lo que fue uno de los peores crímenes de guerra jamás cometidos, dado que esto fue lo que llevó a la muerte a millón y medio de almas? ¿Quién le vendió los componentes para fabricar las armas químicas con las que empapó a Irán y a los kurdos? Fuimos nosotros.

No es de extrañar que los estadounidenses, quienes controlaron el peculiar juicio, prohibieron que se mencionara ésta, su peor atrocidad, durante el proceso. ¿Era posible que Hussein fuera entregado a los iraníes para que ellos lo juzgaran por sus masivos crímenes de guerra? Claro que no, porque eso expondría nuestra culpabilidad.

¿Y nuestros asesinatos perpetrados en 2003 con nuestras bombas de uranio empobrecido, nuestras bombas "destruye búnkers", nuestro fósforo, nuestros sanguinarios sitios en torno de Fallujah y Najaf. Y luego, tras la invasión, el infernal desastre de anarquía que desencadenamos sobre la población iraquí después de nuestra "victoria" y nuestra "misión cumplida", ¿a quién se va a encontrar culpable por esto? Tendremos que esperar que salgan las ególatras memorias de Bush y Blair, que serán escritas, con toda seguridad, desde un cómodo y próspero retiro, para hallar un leve remordimiento o intento de expiación por estos hechos.

Horas después de que se dictara la condena a muerte contra Saddam Hussein, su familia –su primera esposa, Sajida, su hija y otros parientes– habían abandonado toda esperanza. "Lo que se podía hacer ya se hizo, sólo podemos esperar que todo siga su curso", me dijo uno de sus parientes, la noche del viernes.

Pero Saddam ya lo sabía, él mismo proclamó su "martirio", afirmó que aún es presidente de Irak y que morirá por su país. Todos los hombres condenados enfrentan una disyuntiva: morir implorando clemencia o morir con la dignidad que puedan reunir en sus últimas horas de vida.

Durante su última aparición ante el tribunal, una sonrisa raquítica se extendió por el rostro del asesino en masa, y ésta nos mostró, desde entonces, la forma que Saddam ha elegido para caminar hasta la horca.

He documentado sus monstruosos crímenes durante años. He hablado con los sobrevivientes kurdos de Halabja, y con los chiítas que se levantaron contra el dictador a petición nuestra, en 1991, y que abandonamos a su suerte. Decenas de miles de ellos, junto con sus esposas, fueron colgados como animales de caza por los verdugos de Saddam.

Recorrí una cámara de ejecución, sólo meses después de que se descubrió que nosotros usamos la misma prisión para torturar y matar, y he visto a los iraquíes desenterrar a miles de parientes muertos de las fosas comunes de Hilla. Uno de estos cadáveres tenía una prótesis de cadera recién implantada y la identificación del hospital todavía colgaba del brazo. Lo llevaron del hospital directamente a su lugar de ejecución. Al igual que lo hizo Donald Rumsfeld, tuve la oportunidad de estrechar la suave y húmeda mano del dictador. Y con todo, el viejo criminal de guerra terminó sus días en el poder escribiendo novelas románticas.

Fue mi colega Tom Friedman –quien hoy es un mesiánico columnista del diario The New York Times– quien describió perfectamente el carácter de Saddam poco antes de la invasión de 2003: "mitad don Corleone y mitad Pato Donald". Con esta definición única, Friedman capturó el horror que tienen en común todos los dictadores, su atracción hacia el sadismo, su naturaleza grotesca e inverosímil, además de su brutalidad.

Pero no es así como el mundo árabe lo percibirá. Al principio, los que sufrieron la crueldad de Saddam darán la bienvenida a su ejecución. Cientos quieren ser el verdugo que jale la palanca que abrirá la trampa de la horca a través de la cual caerá el ex gobernante iraquí.

Muchos kurdos y chiítas fuera de Irak celebrarán su fin. Pero tanto ellos como millones de otros musulmanes recordarán cómo se le informó que su ejecución sería en la madrugada de la fiesta de Eid al Adha, en la que se recuerda el sacrificio que casi ejecutó Abraham contra su hijo; una fiesta que incluso el horrendo Saddam conmemoraba, cínicamente, liberando a presos de las cárceles.

Puede ser que Saddam Hussein haya sido "entregado a las autoridades iraquíes" justo antes de morir, pero su ejecución será percibida –correctamente– como obra de Estados Unidos y el tiempo se encargará de darle a este hecho un último barniz duradero, pues nada evitará que quede la impresión de que Occidente destruyó a un líder árabe cuando éste se negó a seguir obedeciendo las órdenes de Washington y que, a pesar de todas sus atrocidades, falleció como un mártir a manos de los nuevos cruzados. De eso se encargarán algunos historiadores árabes que aprovecharán el hecho de que Hussein no haya sido juzgado por todos sus crímenes.

Después de que Saddam fue capturado, en noviembre de 2003, se incrementó la ferocidad con que la insurgencia atacaba a las tropas estadounidenses. Después de su muerte, de nuevo se redoblará esta intensidad. Liberados ya de la remota posibilidad de que se le conmutara la sentencia, los enemigos de Occidente no tienen razón para temer el regreso del régimen del partido Baaz. Nada más tomen en cuenta que Osama Bin Laden se regocijará por la ejecución tanto como Bush y Blair. Se han vengado ya tantos crímenes, y aún así, nosotros nos hemos escapado de la justicia.


Se llevó sus secretos a la tumba

Nuestra complicidad murió con él

Por Robert Fisk
The Independent / La Jornada, 31/12/06
Traducción de Gabriela Fonseca

Lo hicimos callar. El momento en que el encapuchado verdugo de Saddam jaló la palanca que abrió la trampa de la horca en Bagdad, la mañana del sábado, los secretos de Washington quedaron a salvo. El vergonzoso, excesivo y oculto poder militar que Estados Unidos y Gran Bretaña dieron a Saddam durante más de una década sigue siendo la historia terrible que nuestros presidentes y primeros ministros no quieren recordar. Ahora Saddam, quien sabía la verdadera dimensión de ese apoyo occidental que le permitió perpetrar algunas de las peores atrocidades desde la Segunda Guerra Mundial, está muerto.

Se ha ido el hombre que personalmente recibió ayuda de la CIA para destruir al Partido Comunista de Irak. Después de que llegó al poder, la inteligencia estadounidense le daba a sus serviles colaboradores la dirección en que vivían comunistas, tanto en Bagdad como en otras ciudades, con el fin de desbaratar la influencia que tenía la Unión Soviética sobre Irak. Los mujabarats de Saddam visitaban cada hogar, arrestaban a todos sus ocupantes y luego los asesinaban. Los ahorcamientos públicos eran para los saboteadores; para los comunistas, sus esposas e hijos se reservaba un trato especial: torturas extremas antes de ser ejecutados en Abu Ghraib.

Existe en todo el mundo árabe la evidencia de que Saddam sostuvo una serie de reuniones con funcionarios estadounidenses de primer nivel antes de su invasión a Irán de 1980. Tanto él como el gobierno estadounidense estaban convencidos de que la república islámica se derrumbaría cuando Saddam enviara a sus legiones al otro lado de la frontera, por lo que el Pentágono recibió instrucciones de dar asistencia a la maquinaria militar iraquí proveyendo inteligencia sobre las técnicas de batalla de los iraníes.

Un helado día de 1987, no muy lejos de Colonia, me reuní con un traficante de armas alemán, quien inició esos primeros contactos directos entre Washington y Bagdad por órdenes de Estados Unidos.

"Señor Fisk, muy al principio de la guerra, en septiembre de 1980, fui invitado a ir al Pentágono", dijo. "Ahí, me entregaron las más recientes fotos satelitales que Estados Unidos había tomado del frente iraní. Podía verse todo en esas imágenes. Había emplazamientos de artillería iraní en Abadan y detrás de Jorramshar, trincheras en la ribera este del río Karun, barricadas antitanque miles a todo lo largo de la frontera iraní hacia el Kurdistán. Ningún ejército podía desear más que esto. Yo llevé esos mapas en un avión de Washington a Francfort y de ahí me trasladé directo a Bagdad en uno de Iraqui Airways. ¡Los iraquíes estaban muy pero muy agradecidos!"

En ese entonces yo cubría la guerra con los comandos de avanzada de Saddam, bajo las granadas iraníes, y ahí noté que los militares iraquíes alinearon sus fuerzas de artillería en posiciones muy alejadas del frente de batalla, lo que decidieron con base en los detallados mapas de las posiciones iraníes con que contaban.

Sus bombardeos contra Irán en las afueras de Basora permitieron que los primeros tanques iraquíes cruzaran el río Karun en sólo una semana. El comandante de esa unidad de tanques alegremente rehusó decirme cómo fue que adivinó cuál era el único puente que el ejército iraní no tenía defendido. Hace dos años nos encontramos de nuevo, en Ammán, y sus subalternos lo llamaban "general", rango que Saddam le concedió después de ese ataque de tanques al este de Basora, cortesía de la información de inteligencia de Washington.

La historia oficial iraní de la guerra de ocho años con Irak registra que la primera vez que Saddam usó armas químicas fue el 13 de enero de 1981. El corresponsal de Ap en Bagdad, Mohamed Salaam, fue llevado a ver el lugar en que se consumó la victoria militar iraquí al este de Basora.

"Comenzamos a caminar y a contar los cuerpos", relató. "Caminamos kilómetros y kilómetros en esa mierda de desierto, contando. Cuando llegamos a alrededor de 700, perdimos la cuenta y tuvimos que comenzar de nuevo... Los iraquíes habían usado, por primera vez, una combinación: gas nervioso que paralizaría los cuerpos de sus enemigos y gas mostaza para ahogarlos desde los pulmones, por eso es que todos habían vomitado sangre".

En ese momento los iraníes denunciaron que Estados Unidos había dado ese terrible coctel a Hussein y Washington lo negó. Pero los iraníes tenían razón. Las largas negociaciones que llevaron a la complicidad de Estados Unidos en esta atrocidad continúan siendo un secreto. Se sabe que el ex secretario de Defensa estadounidense Donald Rumsfeld era en ese momento uno de los punteros del presidente Ronald Reagan. Seguramente Saddam conocía a detalle esta historia.

Pero un documento del Senado que pasó casi desapercibido, titulado "Las exportaciones de agentes químicos y biológicos para uso dual y relacionado con actividades bélicas y su posible impacto en la salud durante la Guerra del Golfo Pérsico", afirmaba que antes de 1985 y posteriormente, compañías estadounidenses mandaban cargamentos de agentes biológicos a Irak. Estos incluían el bacilus antracis, que produce el ántrax y el escerichia coli (E. coli).

Dicho reporte del Senado concluía: "Estados Unidos ha proveído al gobierno de Irak con materiales de 'uso dual' que ayudaron al desarrollo de programas de armamento químico, biológico iraquíes, y programas misilísticos, incluyendo elementos para la construcción de una planta química de producción de agentes, dibujos técnicos y un programa para la elaboración de equipo para la guerra química".

El Pentágono tampoco ignoraba hasta qué grado Irak usaba armas químicas. En 1988, por ejemplo, Saddam dio personalmente permiso al teniente coronel Rick Francona para visitar la península de Fao después de que las fuerzas iraquíes recapturaron esta zona que los iraníes habían tomado. Francona era un oficial de inteligencia defensiva de Estados Unidos, y uno de los 60 funcionarios estadounidenses que secretamente daba información sobre los movimientos militares de Irán a miembros del estado mayor iraquí.

El reporte que Francona hizo a su regreso a Washington decía que los militares iraquíes habían usado armas químicas para lograr su victoria. El encargado de la inteligencia de la defensa en ese entonces era el coronel Walter Lang, quien dijo que el hecho de que los iraquíes usaran gas en el campo de batalla "no es asunto que nos preocupe profundamente, desde un punto de vista estratégico".

Yo, sin embargo, vi los resultados. En un largo tren hospital, que volvía a Teherán del campo de batalla, encontré a cientos de soldados iraníes que tosían sangre y moco que provenía de sus pulmones. Los vagones apestaban tanto a gas que tuve que abrir las ventanas. Tenían los brazos y la cara llenos de pústulas en las cuales, en momentos, crecían nuevas ampollas. Muchos presentaban quemaduras espantosas. Esos mismos gases después fueron usados contra los kurdos de Halabja. No es sorpresa que Hussein haya sido juzgado en Bagdad primordialmente por una matanza de chiítas,y no por sus crímenes de guerra contra Irán.

Aún no sabemos y tras la ejecución de Saddam quizá nunca sepamos la magnitud de los créditos que Estados Unidos concedió a Irak desde 1982. El primer tramo, la suma que se pagó por armamento estadounidense proveniente de Jordania y Kuwait, fue de 300 millones de dólares. Para 1987, a Saddam se le había prometido un crédito por mil millones de dólares. En 1990, justo antes de la invasión a Kuwait, el comercio entre Irak y Estados Unidos había crecido a 3 mil 500 millones de dólares al año.

Presionado por el secretario de Estado, el mismo James Baker cuyo reporte pretende sacar a George W. Bush de la catástrofe, concedió nuevas garantías de préstamo a Irak por mil millones de dólares.

En 1989, Gran Bretaña, que también estaba dando ayuda militar secreta a Saddam, garantizó 250 millones de libras esterlinas a Irak poco después del arresto, en Bagdad, del periodista de The Observer Farzad Bazoft. El reportero estaba investigando la explosión de una fábrica en Hilla que estaba usando los mismos componentes químicos enviados por el gobierno de Estados Unidos, y quien posteriormente fue ahorcado en prisión.

Un mes después de la detención de Bazoft, William Waldegrave, ministro de la Oficina del Exterior, señaló: "Dudo que exista, en algún otro lugar del mundo, otro posible mercado a una escala similar a ésta en la que Reino Unido esté tan bien posicionado, siempre y cuando juguemos nuestras cartas diplomáticas correctamente... Unos cuantos Bazofts más u otro brote de opresión interna lo harían más difícil".

Aún más repulsivas fueron las observaciones del entonces primer ministro adjunto, Geoffrey Howe, en lo referente a relajar el control sobre la venta de armas británicas para Irak. Guardó este secreto, según escribió, porque "se vería muy cínico si tan pronto como expresamos nuestra repulsión por la forma en que se trató a los kurdos adoptamos un enfoque más flexible a las ventas de armas".

Saddam conocía también los secretos en torno al ataque contra el USS Stark cuando, el 17 de mayo de 1987, un jet iraquí lanzó una ráfaga de misiles contra una fragata de Estados Unidos, matando a más de una sexta parte de la tripulación de la nave, que estuvo a punto de hundirse. El gobierno estadounidense aceptó la disculpa de Hussein, quien alegó que el navío fue confundida con un barco iraní. Además, se le permitió a Saddam negar el permiso para entrevistar al piloto iraquí.

Toda la verdad murió con Saddam Hussein en la ejecución que tuvo lugar en Bagdad la madrugada del pasado sábado. Muchos en Washington deben haber suspirado con alivio, una vez que el viejo quedó silenciado para siempre.


Una carnicería presentada como una solemne ejecución

Toda esta sangrienta cosa fue obscena

Por Robert Fisk
The Independent, 06/01/07
La Jornada, 08/01/07
Traducción de Gabriela Fonseca

El linchamiento de Saddam Hussein –porque de eso es de lo que estamos hablando– se convertirá en uno de los momentos determinantes de toda la vergonzosa cruzada en que se embarcó Occidente en marzo de 2003. Sólo el presidente–gobernador George W. Bush y Lord Blair de Kut al Amara pudieron haber creado una administración miliciana en Irak, tan asesina e inmoral que hasta el más inescrupuloso asesino en masa de Medio Oriente pudo terminar sus días en el cadalso como una figura noble quien señaló su falta de hombría a sus asesinos encapuchados y le recordó –en sus últimos segundos– al matón que le dijo "vete al infierno" que ahora Irak es el infierno.

"Nada en su vida le sentó tan bien como dejarla", fue como Malcolm describió la ejecución del traicionero Thane de Cawdor en Macbeth. O, como me dijo un buen amigo norirlandés de Ballymena por teléfono, horas después: "Toda esa maldita cosa fue obscena". En esta ocasión, me uno a la voz protestante del Ulster.

Está claro; Saddam no le concedía un juicio a sus víctimas; sus enemigos no tenían oportunidad de escuchar la evidencia que existía contra ellos, simplemente se les arrojaba a fosas comunes, nadie les daba un pañuelo negro para evitar que la soga del verdugo les quemara el cuello mientras se les rompía la columna. La justicia "se hacía" con crueldad. Pero este no es el punto. El cambio de régimen se hizo en nuestro nombre y la ejecución de Saddam fue resultado directo de nuestra cruzada por un "nuevo" Medio Oriente. Ver a un general estadounidense uniformado –pese a la creciente indisciplina dentro del ejército de Estados Unidos– en una conferencia de prensa, matizando y quejándose de que sus hombres fueron muy corteses con Saddam hasta el momento en que se lo entregaron a los asesinos de Moqtada Sadr sólo puede apreciarse como humor del más negro.

Nótese cómo lo mejor que pudieron hacer los funcionarios de "nuestro" gobierno iraquí en respuesta fue ordenar una "investigación" para identificar a quienes llevaron teléfonos celulares a la sala de ejecución, pero no a aquellos que gritaron insultos a Saddam Hussein en sus últimos momentos. El gobierno de Maliki hizo algo totalmente digno de Blair al encargarse de encontrar a los soplones y no a los criminales que abusaron de su poder. Y de alguna forma, éstos se salieron con la suya. Los reporteros en la zona verde dedicaron kilométricas notas a la consternación del gobierno, como si Maliki no hubiera sabido lo que ocurrió en la ejecución. Sus propios funcionarios estaban presentes, y no hicieron nada.

Es por eso que la grabación "oficial" del ahorcamiento es silencioso –y discretamente pasa a una disolvencia– antes de que Saddam sea insultado. Fue en ese punto en que fue cortado, no por conservar el buen gusto, sino porque ese gobierno iraquí democráticamente electo y cuya elección fue una "grandiosa noticia para el pueblo de Irak", según palabras de Lord Blair, sabía muy bien lo que el mundo vería en los terribles segundos que seguían. Como las mentiras de Bush y Blair –en el sentido de que todo mejora en Irak cuando en realidad empeora– el acto de barbarie debía ser presentada como una solemne ejecución judicial.

Lo peor de todo, quizás, es que el ahorcamiento de Saddam imitó, de forma fantasmal y en miniatura, el estilo bestial de las ejecuciones de su propio régimen. El verdugo de Hussein en Abu Ghraib, un tal Abu Widad, también se burlaba de sus víctimas antes de jalar la palanca del cadalso, en una última crueldad antes de la extinción. ¿Fue aquí donde los verdugos de Saddam aprendieron el trabajo? Y por cierto ¿exactamente quiénes eran esos verdugos ataviados con chamarras de cuero? Nadie se hizo esta pregunta silente. ¿Quién los eligió? ¿Los amigos de milicia de Maliki? ¿O los estadounidenses que manejaron todo el espectáculo desde el principio y que organizaron el juicio a Saddam de forma tal que nunca se le permitió revelar los detalles de sus amistosas relaciones con tres administraciones estadounidenses, para que se llevara a la tumba secretos sobre asesinatos ocurridos durante una década de alianza militar entre Bagdad y Washington?

No haría estas preguntas de no ser por el profundo sobresalto que experimenté cuando visité la prisión de Abu Ghraib después de la "liberación de Irak", y conocí al jefe médico iraquí de la prisión, nombrado por Estados Unidos. Cuando quienes lo vigilaban se distrajeron, admitió que había sido el "médico en jefe" de Abu Ghraib cuando los prisioneros de Saddam eran torturados ahí hasta morir. No me extraña que nuestros enemigos, convertidos en amigos, se estén volviendo enemigos nuevamente.

Pero esto no nada más tiene que ver con Irak. Hace más de 35 años, cuando mi papá me llevaba a casa de la escuela, el radio de su auto dio la noticia de que al amanecer un hombre había sido colgado –creo– en Wormwood Scrubs. Recuerdo el incómodo aire de santidad que se apoderó del rostro de mi padre cuando me dijo que esto estaba bien. "Es la ley, niño", dijo, como si estas crueldades fueran inherentes a la raza humana. Aún así, éste era el mismo padre quien, cuando era un joven soldado en la Primera Guerra Mundial, fue amenazado con ser procesado por una corte marcial porque se negó a comandar a un pelotón de fusilamiento que ejecutaría a un igualmente joven soldado australiano.

Quizá son sólo los hombres mayores quienes, sintiendo que su fuerza flaquea, disfrutan las prerrogativas de una ejecución. Hace más de diez años, el ahora fallecido presidente Hrawi de Líbano y el asesinado primer ministro, Rafiq Hariri, firmaron las sentencias a muerte de dos jóvenes musulmanes. Uno de ellos entró en pánico durante el robo de una casa en el norte de Beirut y le disparó a un cristiano y a su hermana. Hrawi –a decir de altos funcionarios de seguridad de ese tiempo– "quería demostrar que era capaz de colgar a musulmanes en una zona cristiana".

Y lo logró. Ambos hombres, uno de los cuales ni siquiera estuvo dentro de la casa durante el robo, fueron ajusticiados públicamente junto a la carretera Beirut–Jounieh. Se desmayaron de miedo al ver a los verdugos con capuchas blancas. Mientras, la alta sociedad cristiana, que regresaba a casa después de pasar la noche en clubes nocturnos con sus novias enfundadas en minifaldas, hacían alto en la carretera para no perderse la diversión. En ese tiempo sugerí, para disgusto de Hrawi, que las ejecuciones públicas regulares debían convertirse, permanentemente, en parte de la vida nocturna de Beirut. Ahorcamientos en el barrio mediterráneo de Corniche atraerían a decenas de miles de turistas, especialmente provenientes de Arabia Saudita, donde sólo se pueden ver decapitaciones esporádicas durante los rezos de los viernes.

No, el tema aquí no es la perversidad del ahorcado. A diferencia de Thane de Cawdor, Saddam no "dio paso a un profundo arrepentimiento" en el patíbulo. Simplemente hicimos algo vergonzoso de manera muy predecible. O se está en favor de la pena de muerte –sin importar si el condenado sea alguien horrendo o inocente– o se está en contra. C´est tout.