Irán

 

Irán, próxima subasta de guerra

Por Higinio Polo
El Viejo Topo / okupache, 27/02/06

Las recientes declaraciones del presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, sobre las responsabilidades del holocausto judío en la Segunda Guerra Mundial, han vuelto a poner en el centro de la atención mundial al régimen teocrático de los ayatolás, y lo han hecho en un escenario internacional donde se enfrentan múltiples intereses de las grandes potencias, serios apercibimientos de Washington y explícitas amenazas de Israel si Teherán no abandona de inmediato su programa nuclear, y, todo ello, en una zona caliente del planeta donde se cruzan tradiciones históricas, reivindicaciones religiosas, movimientos de renacimiento cultural y político e intereses nacionales contradictorios. Todas las cancillerías son conscientes de que ese gran Oriente Medio es un polvorín, donde, además, han tenido lugar las dos últimas aventuras militares norteamericanas, Afganistán e Iraq. Por eso, la declaración de Ahmadineyad está lejos de ser una cuestión menor.

El escándalo por las palabras de Ahmadineyad fue mundial, y tanto en Bruselas como en Washington, en Moscú como en Tel–Aviv, las repercusiones fueron inmediatas. También lo fueron en la prensa internacional. El 24 de diciembre de 2005, por ejemplo, el International Herald Tribune, publicaba varias informaciones y opiniones sobre el asunto acompañadas de una destacada viñeta en la que aparecía el presidente iraní, flanqueado por dos mulás, hablando desde una tribuna, mientras su sombra adoptaba el perfil de Hitler haciendo el saludo nazi. Las palabras de Ahmadineyad añadían combustible ideológico a una creciente tensión en el área, e ilustraban la cuestión pendiente de la “crisis nuclear iraní” que, según las reiteradas amenazas de Washington, puede acabar con Teherán ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Hay muchas cuestiones en juego.

Pero, ¿qué dijo, realmente, Ahmadineyad? Si creemos a la agencia oficiosa iraní IRNA, el nuevo presidente —durante su visita a Sistán–Baluchistán y en su intervención en el estadio de la ciudad de Zahedán, ante miles de personas— reclamó un referéndum en Palestina, donde pudiesen participar todos los habitantes, para decidir su propio gobierno. Con retórica solidaria con los derechos palestinos, y con un calculado lenguaje, equívoco en sus términos, Ahmadineyad se interrogaba sobre el origen (“¿de dónde han llegado?”) de quienes estaban cometiendo los crímenes contra el pueblo palestino: con ello, el presidente iraní estaba apuntando al gobierno y la población israelí, establecida en la zona sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial y de la creación del Estado de Israel. Al mismo tiempo, Ahmadineyad, sembraba algunas dudas sobre la realidad histórica del asesinato de millones de judíos bajo el régimen nazi y, utilizando la denominación de “los europeos” como responsables del holocausto, se preguntaba por la razón para hacer pagar el precio de esos crímenes a los palestinos con la creación de un ficticio Estado de Israel. Es decir, Ahmadineyad, planteaba que si “los europeos” habían sido los causantes del holocausto, no era justo que hiciesen hacer pagar por ello a los palestinos, que se vieron expulsados de sus tierras. En ese contexto, Ahmadineyad declaró la conveniencia de que —en Europa, Estados Unidos, Canadá o Alaska— se cediera una región a los judíos para establecer ese Estado, iniciativa que recibiría el apoyo inmediato de Irán. Era una calculada, aunque torpe, declaración, que tiene una lectura en política exterior y otra en el interior de los círculos enfrentados del propio régimen iraní, que, con sus intrigas palaciegas, intentan dominar políticamente a sus enemigos y seguir controlando la mayor parte de las riquezas de Irán. La declaración de Ahmadineyad también estaba dirigida a la población de su país, y, más allá, a las grandes masas musulmanas del planeta que siguen viendo, día a día, la feroz ocupación y segregación del pueblo palestino a manos de Israel.

Pero vayamos por partes. Esos resabios mostrados por Ahmadineyad no son nuevos: recuerdan la larga relación de algunos musulmanes con el fascismo y con movimientos de extrema derecha europeos, que se explican por su común fobia a los judíos o a los israelíes. Algunos rasgos de esa patología política vienen de lejos, del período de entreguerras, cuando los pueblos árabes se sintieron traicionados tras las promesas que les habían hecho los agentes de Londres en los días de la Primera Guerra Mundial: les prometieron la independencia del Turco y obtuvieron la colonización de Londres y París, que se repartieron Oriente Medio con la socorrida fórmula de los mandatos de la Sociedad de Naciones. La lógica consecuencia de ello fue el nacimiento de simpatías por Alemania, la potencia europea derrotada en la gran guerra (aliada además del Estado turco) en quien algunos musulmanes vieron un aliado europeo posible ante la ocupación colonial británica y francesa de las tierras árabes. Recuérdese que, en ese periodo de entreguerras, Winston Churchill, por ejemplo, hará y deshará países y creará monarquías artificiales y arbitrarias en Oriente Medio, lo que hizo crecer la resistencia (y, también, el resentimiento) hacia Londres y París y, en paralelo, la inclinación de algunos medios hacia Berlín.

En Irán, Reza Pahlevi, el primer sha y padre del segundo y último soberano, ya había mostrado simpatías por Hitler, hasta el punto de que, en 1941, en el norte del país, se encontraban destacamentos de soldados alemanes e italianos. Desde meses antes, el nazi Paul Leverkuehn (un agente de la Abwehr, el servicio de información del Estado Mayor alemán dirigido por el almirante Canaris) se encontraba en Tabriz y recorría con sus hombres el norte de Irán, con la misión de estudiar la posibilidad de atacar Bakú, para apoderarse del petróleo del Cáucaso, idea que, sostenía Leverkuehn, podía lanzarse con éxito. La Unión Soviética, que estaba bajo la feroz presión militar de la operación Barbarroja iniciada por la Werhmacht, temía un ataque alemán desde el norte de Irán, que, de llevarse a cabo, cerraría la tenaza sobre su territorio, circunstancia que llevó a Moscú, de acuerdo con Londres, a atacar para expulsar de Irán a esas fuerzas militares fascistas. También Gran Bretaña temía esa posibilidad y había dejado de confiar en Reza Pahlevi: en septiembre de 1941, la presión militar y diplomática de Moscú y Londres, unidos en la coalición antifascista, fuerzan la abdicación del sha, y su hijo Muhammad le sucede en el trono. De hecho, desde entonces puede hablarse de un sionismo y de un antisionismo de derechas, y otro de izquierdas, que, junto con la creación del Estado de Israel y la expulsión de centenares de miles de palestinos de sus tierras, que continúan malviviendo en campos de refugiados, complica mucho el análisis y es terreno abonado para todo tipo de mentiras y demagogias. La creación del moderno Estado de Israel cambió muchas cosas en Oriente Medio, y, desde entonces, no será extraño ver aparecer en algunos medios musulmanes simpatía por los alemanes, incluso por los nazis, como rechazo al nuevo Estado de Israel y al inhumano despojo del pueblo palestino.

Seis años después del final de la Segunda Guerra Mundial, el doctor Mosaddegh nacionaliza el petróleo y esa será la señal de alarma que activa todos los resortes neocolonialistas norteamericanos (pese a un postura general de Estados Unidos, en 1945, favorable a la descolonización) para que, poco después, Washington organice un golpe de Estado —la célebre operación Ajax, preparada por la CIA, que tenía entre sus más importantes agentes a un nieto del presidente Theodore Roosevelt— que termina con el gobierno Mosaddegh, mientras el sha Muhammad Pahlevi recupera las riendas del poder y comparte personalmente diseños de futuro con Allen Dulles, el jefe de la CIA. Las décadas siguientes serán protagonizadas por la feroz dictadura del último Pahlevi, convertido en gendarme regional de los intereses norteamericanos junto con Israel. Casi treinta años después, la revuelta democrática contra el sha degenera en la revolución de los mulás y en el régimen del ayatolá Jomeini, que instaura la actual dictadura teocrática. Desde entonces, Irán ha mentenido una constante retórica antiisraelí, acompañada de declaraciones de solidaridad con el pueblo palestino… mientras compraba armamento a Israel durante la guerra contra Iraq e intentaba debilitar a Yaser Arafat y a la OLP, en beneficio de Hamás, grupo con oscuras conexiones con Israel. En ese marco se explican las frecuentes detenciones, por la policía del régimen teocrático, de ciudadanos judíos iraníes, acusándolos de ser espías de Israel, y de otros representantes de minorías étnicas o religiosas, acusados de pertenecer al Tudeh, el partido comunista: cinco de ellos, por ejemplo, fueron ejecutados en 1983.

En nuestros días, tras el fracaso del llamado “sector reformista” de la revolución islamista, dirigido por el hoyatoleslam Muhammad Jatamí (el presidente de la república que se revela incapaz de hacer frente a la crisis económica y de responder a las ansias de libertad de buena parte del pueblo iraní) el mapa político se tranforma. En las últimas elecciones iraníes, desacreditados los “reformistas” de Jatamí, apenas se enfrentan candidatos del sector más duro del régimen, en pugna por las instituciones civiles del país. Los comentarios de destacados analistas, que presentaban a Hashemi Rafsanyani (sobre el papel, el principal aspirante a la presidencia) como un islamista moderado, no resisten la menor comprobación empírica: Rafsanyani es uno de los principales beneficiarios de una rampante corrupción, y su complicidad con la represión política y con el asesinato de miles de personas durante años está fuera de toda duda.

En Irán, las elecciones son apenas el manto con que se cubre la dictadura teocrática, controlada desde los organismos religiosos, y las múltiples irregularidades observadas en la reciente elección de Ahmadineyad ponen de manifiesto la esencia del régimen iraní. El fracaso de Muhammad Jatami y de su reforma, en la que depositaron esperanzas significativos sectores de la sociedad iraní, ha dejado paso a una gran frustración, y explica el ascenso de Ahmadineyad, que algunos analistas conjeturan como una operación —dirigida entre bastidores por Alí Jamenei, guía de la revolución— urdida en la recta final de la campaña, que tenía como objetivo evitar la victoria de Rafsanyani, rival del propio Alí Jamenei en los círculos que se disputan los resortes de poder del régimen. Según esa hipótesis, el masivo fraude electoral (que cogió por sorpresa a Rafsanyani, favoreciendo a un candidato casi desconocido, como Ahmadineyad, perfectamente manejable por los sectores más duros del régimen) cerraba el periodo abierto por las promesas de Muhammad Jatamí, situando, de nuevo, a los más severos dirigentes religiosos al frente de las instituciones civiles de la república islámica. Junto a ello, aparecía también un importante rasgo que introduce inquietantes matices: la nutrida presencia de militares entre los candidatos a la presidencia ilustraba también el deseo de las fuerzas armadas iraníes de tener un mayor protagonismo político en el país, aspecto que no es secundario en un momento en que crecen las exigencias y amenazas norteamericanas a Irán.

Pese a todo, el país ha cambiado. Las feroces ejecuciones de opositores políticos llevadas a cabo en la década de los ochenta quedan lejos, pero la esencia represiva del régimen teocrático sigue siendo la misma: hoy, diferentes fuentes calculan entre ochenta y cien mil el número de presos políticos en Irán. Las mujeres continúan siendo marginadas, aunque el país no es el mismo de los años de severidad jomeinista, y muchas jóvenes han perdido el miedo: las manifestaciones callejeras de miles de mujeres que protestaban por la anulación de las candidatas en las listas electorales son una buena muestra de ello y el inicio de un movimiento que preocupa al régimen. Ahmadineyad es un hombre duro, frío: trabajó durante años, en la década de los ochenta, en la organización de los Guardianes Islámicos, y su implicación en la represión política está, también, fuera de toda duda. Pero, al mismo tiempo, para complicar el escenario del análisis, es un personaje cercano al pueblo, que valora su origen pobre, su sencillez y su vida sin lujos, común a la de la mayoría. El nuevo presidente sabe, además, utilizar los gestos: a principios de este año 2006, por ejemplo, Ahmadineyad hacía públicas sus propiedades, que se reducían a dos cuentas bancarias sin ahorros y a una vieja casa familiar en un barrio popular de Teherán, donde sigue viviendo. Ha sido el primer gobernante iraní en hacer algo semejante, y, por ello, muchos iraníes lo ven, ya desde sus años en la alcaldía de Teherán, como uno de los suyos, sorprendidos aún por su cercanía y por su vida sencilla, que recuerda a la del mismo Jomeini, el gran guía de la revolución islámica, que vivió durante años en una pobre vivienda en Qom, y que acompañaba su rigidez religiosa y ferocidad política con una vida austera. Así, haciendo honor a sus orígenes religiosos familiares, la primera reunión de su gobierno fue convocada por Ahmadineyad en una mezquita de Mashad, la ciudad santa del chiísmo iraní: fue en ese santuario donde insistió en combatir la corrupción de la cultura occidental introducida en el país, y donde su gobierno prohibió la emisión de música y películas occidentales, decisión que ha suministrado nuevos argumentos a quienes preparan la guerra desde Washington y desde Tel–Aviv. Era una nueva mezcla de rigorismo y torpeza políticas, al menos desde la perspectiva de la seguridad militar.

El nuevo presidente iraní parece haber adquirido autonomía de sus mentores, sobre todo de Alí Jamenei, y está utilizando una retórica que recuerda los primeros tiempos de Jomeini, aunque no cuenta con su autoridad ni con su influencia religiosa: habla de acabar con la corrupción (aunque sin percatarse, en apariencia, de que esa corrupción, añadida a la de la vieja Persia del sha, ha crecido precisamente en el interior de la teocracia iraní), y de repartir los beneficios del petróleo. Son las mismas palabras que pronunciaba Jomeini cuando atacaba la feroz dictadura del sha, sostenida por Washington. Al mismo tiempo, elevando la voz en defensa de los palestinos, Ahmadineyad pretende consolidarse como un nuevo dirigente del mundo islámico.

Pero Ahmadineyad, que ha saltado de organismos locales a la presidencia del país, no posee la habilidad política necesaria para luchar en distintos frentes, y ha cometido ya muchos errores. Al mismo tiempo, Alí Jamenei ha mejorado sus relaciones con Rafsanyani para equilibrar el nuevo poder de los militares y de Ahmadineyad. El enfrentamiento entre generales ultraconservadores (pero que quieren relegar a los clérigos a las mezquitas) y los ayatolás añade nuevos elementos a la compleja crisis. De hecho, Ahmadineyad está procurando rodearse de militares, y los errores de los adversarios son aprovechados para marcar el terreno y mejorar posiciones propias. Así ocurrió con el accidente, a principios de diciembre de 2005, de un avión C–130 con casi cien pasajeros a bordo, de los que sesenta y ocho eran periodistas, que se dirigían al mar de Omán para informar sobre unas importantes maniobras navales. Poco después de despegar de Teherán, el avión se estrelló contra un edificio de un barrio habitado por militares. Todos los pasajeros murieron, y la conmoción llevó a algunos parlamentarios a exigir responsabilidades al ministro de Defensa, Mustafa Muhammad Nayyar, exigiendo que se aclararan los hechos.

La intervención de Ahmadineyad en la ONU, reclamando su derecho a desarrollar el programa nuclear, y sus constantes ataques a Israel, son dos muestras de su creciente autonomía. Recuérdese que, por el contrario, el anterior presidente, Jatamí, había proclamado hace poco más de un año la disposición para lograr un acuerdo sobre el programa nuclear iraní y era cauto en sus críticas a Tel–Aviv. Jatamí, para tranquilizar a Estados Unidos y la Unión Europea, proclamaba que su gobierno quería garantizar al mundo su desinterés por desarrollar armas nucleares, al tiempo que reclamaba el derecho a dotar a Irán de tecnología nuclear para fines civiles y pacíficos. Por el contrario, las advertencias de Washinton y Londres fueron contestadas con duras declaraciones de Ahmadineyad, y el propio guía de la revolución islámica, Alí Jamenei, tuvo que intervenir para limitar los daños, hasta el punto de forzar al gobierno de Ahmadineyad el retorno a la mesa de negociaciones con la Unión Europea, para negociar el futuro del programa nuclear, al tiempo que marcaba distancias con la retórica propalestina de Ahmadineyad. En ese sentido, al margen de los réditos que puedan proporcionarle en el mundo musulmán, las declaraciones del presidente iraní sobre Israel y el holocausto fueron una torpeza política evidente porque facilitan los propósitos de Washington. De ahí, también, su repercusión mundial.

Las declaraciones y la actitud de Ahmadineyad se insertan en una situación internacional muy compleja, en la que Irán está padeciendo, desde hace meses, un duro acoso por parte de Washington. Según la hipótesis barajada desde hace unos meses por Leonid Shebarshin (antiguo jefe de la Primera Dirección Principal del KGB soviético) tras la invasión de Iraq, el próximo ataque militar norteamericano será lanzado contra Irán. Shebarshin llamaba la atención sobre el intento de Washington de crear una oposición interna al régimen iraní, junto con la organización por parte de Estados Unidos de una gran campaña informativa mundial acusando a Teherán de tener ambiciones nucleares, y de insinuaciones filtradas sobre la complicidad iraní con grupos terroristas internacionales y de falta de libertad en el país. Es un esquema conocido, pero eficaz. Hasta ahora, agitar el espantajo del “terrorismo internacional” le ha dado excelentes resultados a Estados Unidos.

Shebarshin no es el único que piensa así. Para Scott Ritter —durante años, responsable de los inspectores de armas de la ONU en Iraq, antes del ataque e invasión norteamericana de 2003— Estados Unidos ya ha empezado, de hecho, la guerra contra Irán, con la campaña de atentados terroristas planificada por la CIA desde junio de 2005. Ritter llama la atención sobre los constantes vuelos con aviones teledirigidos sobre territorio iraní, al tiempo que utiliza a los Mujahidines del Pueblo (un grupo islamista que cuenta con bases en el Iraq ocupado por los norteamericanos) para realizar atentados terroristas en Irán, y sobre la preparación de fuerzas norteamericanas de operaciones especiales acantonadas en Azerbeiján y en Paquistán, al Norte y al Este de Irán. Scott Ritter cita esas operaciones clandestinas de la CIA, realizadas por organizaciones cliente como las protagonizadas por los Muyahidin el–Khalq, MEK, grupo que estaba anteriormente en manos de los servicios secretos de Sadam Hussein y que ahora trabaja para el Directorio de Operaciones de la CIA. No es un secreto en las cancillerías que el diseño de una operación de bombardeos y posterior invasión de Irán desde Azerbeiján ya ha sido elaborado por el Pentágono. Irán, consciente de esa situación, no descuida sus relaciones con Azerbeiján: el propio Ahmadineyad se entrevistaba recientemente con el presidente azerí, en Bakú, y firmaba acuerdos de cooperación en la explotación de los recursos energéticos: Teherán quiere llegar a acuerdos estratégicos con Azerbeiján que limiten, en lo posible, la capacidad de maniobra norteamericana. Juega, además, la carta de la identidad musulmana.

Estados Unidos ha diseñado una operación de acoso al régimen teocrático iraní, basada en la complicidad de Irán en el apoyo a movimientos que califica de terroristas (Hezbolá en Líbano, entre otros), en la supuesta posesión y búsqueda por Teherán de armas de destrucción masiva (utilizando las centrales nucleares civiles como instrumento para conseguir bombas atómicas), en la reclamación de la democracia y en la defensa de los derechos humanos. El propio Bush ha mostrado su preocupación por los presos políticos que recientemente protagonizaron una huelga de hambre en Irán, aunque, como era de esperar, no ha reparado en la contradicción que suponían sus palabras con el mantenimiento del campo de concentración de Guantánamo y otras prisiones en el mundo. En lo sustancial, Washington repite el esquema político que le llevó a la invasión de Iraq. Incluso está intentando movilizar a su favor, calculadamente, la voluntad de parte de la izquierda europea y norteamericana, que, como es lógico, ha condenado siempre la dictadura teocrática iraní. La capacidad de Estados Unidos para hacerlo no puede ser desdeñada: hace apenas tres años, tras la invasión de Afganistán, se supo que el Pentágono impulsaba un sombrío programa de espionaje (Conocimiento Total de Información, TIA) dirigido por el almirante John Poindexter (el héroe del asunto Irán–contra en los años del acoso a la revolución sandinista en Nicaragua) para controlar todo tipo de informaciones sensibles en correos electrónicos, teléfonos, comunicaciones, datos bancarios, etc, en principio pensado para Estados Unidos pero que, previsiblemente, ha sido ampliado después a otras zonas del mundo y será utilizado como forma de presión en medios gubernamentales de la izquierda moderada. Las críticas a ese programa apenas consiguieron cambiar el nombre del nuevo organismo de espionaje global.

Pero, al margen del juicio ético que merezca el régimen iraní, las relaciones internacionales y la política de Washington, Londres, París o Moscú, operan con otros puntos de vista. Ninguno aborda la cuestión democrática: la exigencia de democracia es apenas una carta propagandística más para jugar en el complejo mundo de inicios del siglo XXI. Irán no es una cuestión secundaria, y una declaración de guerra por parte de Estados Unidos crearía una situación de emergencia y situaría al mundo ante una crisis de evolución imprevisible. De hecho, algunos analistas mantienen que una de las principales razones que explican la permanencia de tropas norteamericanas en Iraq es la “cuestión iraní”. Por eso, el escenario se mueve. A finales de diciembre, Husein Dehqan, vicepresidente iraní (y presidente de la Fundación de los Mártires), y Muhammad Naji Atri, primer ministro sirio, se reunían en Damasco, para coordinar la política de los dos países. Siria sabe que está también en el punto de mira el Pentágono. Ambos dirigentes abordaron los ataques que sus países han recibido y los achacaron a su defensa de las reclamaciones de la “nación musulmana”. De hecho, el asesinato de Rafiq Hariri, la crisis libanesa, la retirada de los soldados sirios del Líbano, forzada por Estados Unidos, y los crecientes signos de alarma detectados por Teherán en la zona, junto a acuerdos de cooperación económica, eran el objeto del análisis conjunto de los dos gobernantes. Husein Dehqan visitó también Líbano, donde se entrevistó con el primer ministro, el suní Fuad Siniora, y con el presidente del parlamento, el chiíta Nabih Berri. Irán juega sus cartas en Líbano. No podía ser de otra forma.

Otras cuestiones completan el análisis. Los intereses rusos en la zona son también muy importantes. A inicios de este año, enfrentándose a Estados Unidos, Rusia ha empezado a cumplir con Teherán el contrato firmado para la entrega del nuevo sistema de defensa antiaéreo, llamado TUR–M1, que puede detectar y destruir aviones y misiles que entren en el espacio aéreo iraní. Ese sistema permitirá a Irán defender las instalaciones civiles y militares de Isfahán, Bushehr, Teherán y las que mantiene a lo largo de la frontera iraquí, y su eficacia es una de las inquietudes de Washington ante los siguientes pasos a dar. También China y su necesidad de petróleo, influyen: Pekín busca su desarrollo, estableciendo relaciones y asegurando el suministro de fuentes energéticas y, al margen de sus diferencias políticas, ha establecido lazos con Irán. Al mismo tiempo, la evolución de Asia central, que interesa particularmente a Moscú y Pekín, pero también a Ankara y a Teherán, complica la evolución de la artificial “crisis iraní”, al igual que las decisiones del uzbeko Karimov con el desmantelamiento de las bases norteamericanas, y la tensión en Kirguizistán y Afganistán.

Rafsanyani estaría dispuesto a un arreglo con Estados Unidos. También los ayatolás, con Alí Jamenei al frente. Pero, al mismo tiempo, son conscientes de que tal vez no puedan evitar la guerra: por eso, juegan sus cartas, que no son desdeñables. De ahí, la proliferación de gestos amenazadores, como las recientes reuniones de militantes islamistas, en Teherán, dispuestos al martirio (llegados de muchos países musulmanes), o la velada amenaza de intervenir más directamente en el avispero iraquí o afgano, incluso en el Líbano, a través de su influencia política entre los chiítas de Amal y de Hezbolá, entre los hazaras de Afganistán, y, eventualmente, a través de acciones de sus servicios secretos. También, con sus posibles incursiones en Israel, cuya contundente respuesta, sin duda, incendiaría el conjunto de Oriente Medio y abriría una crisis mundial. Por no hablar de las repercusiones que sobre la economía mundial tendría una nueva crisis del petróleo y una alza desbocada de los precios. Washington lo sabe y medita sus pasos.

Sin embargo, en el “asunto nuclear” los puntos de vista de las diferentes familias del régimen teocrático son similares, aunque no idénticos. A finales de diciembre de 2005, el imán Seyyed Ahmad Jatamí reclamaba, ante miles de personas concentradas en la Universidad de Teherán, el derecho iraní a la utilización pacífica de la energía nuclear, tal y como acepta el Tratado de No Proliferación, TNP, enfatizando que Irán, tal y como reconoce la propia OIEA (Organización Internacional de Energía Atómica) no ha incumplido sus compromisos. El imán recordaba que Israel cuenta con doscientas cabezas nucleares, y que Guantánamo y Abu Graib muestran los verdaderos rasgos de la política de Washington, aunque, como era de esperar, se abstenía de citar las repugnantes cárceles iraníes.

Así, el reciente informe británico alertando sobre las ambiciones nucleares de Irán, rechazado con contundencia por el portavoz iraní, Hamid Reza Asefi, ha de ser visto como uno de los pasos previos en la creación de una atmósfera favorable a la guerra. El informe secreto, elaborado por el espionaje británico en colaboración con fuentes francesas y alemanas, y revelado por el periódico británico The Guardian el 4 de enero, alertaba sobre la “búsqueda iraní de componentes para fabricar bombas atómicas y misiles balísticos” en Europa. Junto a ello, el rechazo iraní a la propuesta de Moscú, para realizar el enriquecimiento de uranio en territorio ruso, está siendo utilizado por Washington para aventar sus sospechas sobre las verdaderas intenciones de Teherán, amenazando explícitamente con llevar a Irán al Consejo de Seguridad de la ONU, aunque, al mismo tiempo, tanto Rusia como la mayoría de los países firmantes del Tratato de No Proliferación defienden el derecho iraní a la utilización pacífica de la energía atómica. La reanudación, tras una suspensión de dos años, de las investigaciones iraníes a partir del 9 de enero, comunicada a la Organización Internacional de Energía Atómica, OIEA, por el gobierno de Ahmadineyad, ha añadido nuevos motivos de disputa. El secretario del Consejo Supremo de Seguridad Nacional iraní, Alí Larijani, declaraba que la decisión de su país era “irrenunciable”. Pese a todo, Irán ha aceptado algunas restricciones en su programa, como una caución ante las explícitas amenazas de Bush y del gobierno israelí de atacar sus instalaciones nucleares.

Esa es la situación. El propio gobierno norteamericano duda. El reciente encuentro del presidente Bush con algunos notorios críticos de la invasión de Iraq (Robert McNamara, responsable del Pentágono con Kennedy; Colin Powell, o William Perry, secretario de Defensa con Clinton, entre otros) para cambiar impresiones, muestra la incertidumbre en que se mueven los dirigentes norteamericanos, pese a que, al mismo tiempo, el Pentágono esté preparando los planes de guerra. Probablemente, el fracaso cada día más evidente de la invasión de Iraq, será uno de los factores que pueden disuadir al Pentágono para iniciar una nueva guerra de agresión, junto a la cambiante situación en la zona, que ha visto, en 2005, el asesinato del antiguo primer ministro libanés, Rafiq Hariri, y la apertura de una nueva crisis con Siria, y que, con las recientes revelaciones del exvicepresidente sirio Abdel Halim Jadam, se añaden a la desaparición de Ariel Sharon de la escena política. Un ataque norteamericano a Irán tendría importantes apoyos logísticos y políticos: Scott Ritter recuerda las instalaciones estadounidenses en Azerbeiján, la previsible comprensión y complicidad turca (rival de Teherán por la influencia en el Cáucaso y en Asia central), el seguro apoyo de los gobiernos títeres de Iraq y Afganistán (que han sido nombrados o inspirados directamente por el gobierno Bush), y de las dictaduras del golfo pérsico, aliadas de Washington, e incluso del Paquistán dictatorial de Musharraf. Si la operación se culminara con éxito, Estados Unidos conseguiría controlar el único gran país de Oriente Medio que aún no controla. Pero los riesgos son muchos: Irán no es Iraq. El círculo se cierra, porque, aunque todas las posibilidades están abiertas, múltiples indicios muestran que, tras Afganistán e Iraq, los duros generales del Pentágono y los halcones de Washington están preparando la próxima subasta de guerra.