Medio Oriente

 

Ser niño en Gaza

Por Hernán Zin [1]
Viaje a la guerra (blogs.20minutos.es/enguerra), 03/08/06

Llevamos unos días de cierta calma en Gaza. Continúan el embargo, la falta de luz, los misiles, pero los tanques apenas han cruzado la frontera, sin llegar a sumergirse en los pueblos y campos de refugiados, que es lo que siempre causa más muertes.

Estamos atentos. Esperando a ver qué sucede. Dicen aquí que, como Israel está en la etapa final de la ofensiva en el Líbano, necesita todas sus fuerzas. Ya más adelante volverá a descargar su puño sobre Gaza.

Aprovecho para reflexionar sobre los niños. Muy a menudo me pregunto cómo los afectará toda esta violencia. Las bombas que caen por la noche, los cuerpos de los muertos que son llevados al cementerio al día siguiente, la gente que va armada por la calle, el bloqueo económico, los edificios destruidos, las retratos de los hombres, mujeres y niños asesinados por el ejército de Israel cuyos amigos y familiares pegan en las paredes de sus casas, en los negocios, en los parabrisas de los coches.

La semana próxima entrevistaré a un par de psicólogos que siguen de cerca la situación de la infancia en esta parte del mundo. Por ahora, dos anécdotas que de algún modo representan lo que hasta el momento he percibido de los niños de Gaza.

* * *

Avanzo con un periodista por las callejuelas de Beit Hanun. Lo sigo porque le han indicado un lugar seguro desde el cual sacar fotos de los tanques que han entrado al campo de refugiados. Se escuchan brutales estruendos, vemos gente que corre en dirección contraria a la nuestra.

Nos protegemos tras un bloque de cemento. Estamos en una calle perpendicular a donde se encuentran los tanques. Sus disparos no nos pueden alcanzar. Aunque sí me preocupan los helicópteros Apache, que se mueven con tanta agilidad en esta clase de escenario.

En la otra esquina hay dos milicianos, con la cabeza encapuchada, que se asoman esporádicamente y disparan a los tanques con sus AK 47. Acto seguido, estos responden furiosos.

En unos segundos nos vemos rodeados de niños pequeños que miran nuestras cámaras, se ríen, hacen muecas, gestos divertidos, como si posaran. Nos dicen sowarne, sowarne, que en árabe quiere decir "sácame una foto". De fondo, siguen los ensordecedores bramidos de las bombas, la sucesión de golpes ahogados de la metralla que se clava contra las paredes de ladrillo levantando una nube de polvo.

El periodista al que he seguido hasta aquí, que es ruso, les grita en árabe que se vayan. Pero los niños no le hacen caso. Entonces baja la cámara y me pide que lo imite. “Estos niños están locos, ignóralos que los van a matar por nuestra culpa”, me dice.

Al ver que no se van, que siguen a nuestro lado, de pie en medio de la calle, se levanta y hace gestos con la mano a los milicianos para que les digan a los pequeños que se vayan. Uno de los dos, entrado en carnes, con los pantalones que no le cierran del todo, se saca la capucha y se dirige gritando a los niños. No entiendo lo que dice, pero es evidente que los está echando.

Atónitos, observamos cómo los niños ahora cruzan la calle de una esquina a otra, desafiando a los tanques, alterados, fuera de sí, como si estuvieran en una fiesta, como si todo esto fuera un juego, como si una fuerza ingobernable tirase de ellos, en medio del ruido y los disparos. No lo entiendo. Cojo mi cámara y me voy.

* * *

Mientras avanzamos en el coche rumbo a Beit Lahia, converso con mi buen amigo Kayed acerca de las armas de juguete. Le comento que me sorprende que casi todos los niños tengan una, ya sea las réplicas de plástico de M16, que son extraordinariamente fieles a los originales, o unas mucho más simples hechas con trozos de madera unidos por clavos.

Quiero saber si se trata de un mero acto de imitación de los adultos, en esta sociedad que parece estar, sin excepciones, en pie de guerra contra el enemigo. O si entraña algo más profundo que no logro atisbar.

Kayed me explica que, cuando su hijo mayor comenzó a ir a al escuela el año pasado, lo primero que le pidió fue que le comprara una ametralladora de juguete que había visto en una tienda del barrio. Hasta ese momento no salía solo de casa más que para encontrarse con sus vecinos. Pero ahora se veía obligado a recorrer varias manzanas cada mañana para poder asistir a clase.

– ¿No prefieres que te compre un coche de carrera o unas paletas para jugar con tus amigos? Las armas no me gustan, aunque sean de juguete – me cuenta Kayed que le dijo a su hijo, que tiene cinco años de edad.

– No papá, necesito una ametralladora. Y si aparece un tanque en la calle ¿qué hago?


No claudicar ante la barbarie en Gaza

Por Hernán Zin
Viaje a la guerra (blogs.20minutos.es/enguerra), 27/07/06

La semana empezó mal en Gaza. A las tres de la tarde del lunes el ejército israelí interfirió las radios palestinas. Una voz profunda, amenazadora, leyó un comunicado en un impecable árabe clásico: “A los habitantes del norte de la Franja les anunciamos que vamos a bombardear aquellas casas en las que hayan armas escondidas”.

Pocos segundos después, cerca de donde estoy, el obús de un tanque impacta contra un carro tirado por un burro. Me subo al coche y avanzo a toda prisa hacia allí. Humo, vísceras desparramadas por todas partes, olor a carne chamuscada. Murieron una anciana de 60 años y su nieto de 11 cuando se dirigían a trabajar en el campo.

En el hospital hablo con Nadi Hayiería, el marido de la mujer. Sus amigos y vecinos lo abrazan, lo consuelan. Aturdido me dice: “Hace una hora mi esposa bromeaba con nuestro nieto en casa. Ahora están muertos. ¿Por qué?”. El portavoz del ejército israelí asegura que se trató de un ataque contra combatientes palestinos.

La verdad es que al hospital de Beit Lahya lo que más llegan son niños. Entre ellos, Hitam Taya, una pequeña de siete años que falleció antes de entrar. Según su madre, que me habla entre lágrimas, desgarrada por el dolor, la niña estaba jugando en la puerta de su casa cuando cayó un proyectil.

El día de hoy comenzó mal en Gaza. Una incursión de más de 30 tanques israelíes en el barrio de Ash Shaaf, a cinco minutos del centro de la ciudad. Observo el desplazamiento de los carros de combate desde la terraza de una clínica para niños con problemas cardíacos.

Disparos de ametralladoras, fachadas de edificios que vuelan por los aires, misiles lanzados a mansalva desde aviones no tripulados, civiles atrapados en medio, que intentan huir, ambulancias que tratan de entrar para retirar a los heridos pero que son mantenidas a distancia por las balas.

Me dicen que van a evacuar la clínica pues las fuerzas israelíes avanzan hacia nosotros. Salgo en una ambulancia junto a pacientes, médicos y enfermeros. Entre los arbustos descubro a dos milicianos palestinos que aguardan a las tropas hebreas. No llevan cascos ni chalecos antibalas, apenas un par de viejos AK 47 y una ristra de balas en torno a la cintura.

En el hospital Al Shifa fotografío la llegada de las víctimas del ataque israelí. Son 24 los muertos, entre los que se encuentra Sabah Abu Haleeb, una niña de tres años. Y más de 70 los heridos. Los enfermeros se abren paso a través de la multitud, dando voces, alterados.

Cuando comenzó esta locura éramos un centenar los periodistas que nos congregábamos aquí. Ahora no somos más de diez, la mayoría palestinos de televisiones locales, con cámaras vetustas, de las que se usan para grabar bodas. Los corresponsales extranjeros se han dio al Líbano.

En medio del agobiante calor, vecinos, familiares y amigos, en carros tirados por burros, en coches destartalados, vienen a ver a quienes acaban de ingresar. Llantos, gritos de dolor. La tía de Ibraheem al–Otlah, cámara de la televisión palestina, que recibió varios disparos esta mañana, llora entre la gente. “La semana pasada asesinaron a mi hijo, ahora hieren a mi sobrino. ¡Paren por favor! ¡Paren ya!”

Regreso por la noche al piso en el que vivo. Pido al encargado que encienda el generador para poder escribir esta crónica. Mientras lo hago, en la televisión aparece Condoleezza Rice, elegantemente vestida, de pie frente a un micrófono, diciendo que, por el bien de la gente del Líbano, no se puede aceptar un alto al fuego que no sea sostenible en el tiempo. Luego salen otros mandatarios que hablan de la situación humanitaria, de la necesidad de que se cumpla tal o cual resolución de Naciones Unidas.

Desde aquí, sus declaraciones, tan contenidas, moderadas, parecen absurdas, imposibles de entender, una claudicación ante la barbarie que está teniendo lugar en Gaza y en el Líbano. Al igual que las versiones oficinales, un insulto a la gente inocente que hoy ha perdido la vida. Y a la que lo hará en las próximas horas, en los próximos días, en las próximas semanas.


Israel y las armas químicas

Por Hernán Zin [1]
Viaje a la guerra (blogs.20minutos.es/enguerra), 25/07/06

Khader Al Magary tiene 28 años y es sordo. Por eso, cuando el avión no tripulado israelí sobrevoló el campo de refugiados de Al Maghazi lanzando varios misiles, tardó en reaccionar a diferencia de sus vecinos que rápidamente se parapetaron entre las casas, en las cunetas.

Me pongo una bata blanca, cargo una nueva tarjeta de memoria en la cámara y entro a la sala de cuidados intensivos del hospital Al Shifa.

Uno de los enfermeros me advierte: "Hay que tener estómago para ver esto. ¿Lo tienes?". Me encojo de hombros. Abre las cortinas de uno de los compartimentos y descubro a Khader Al Magary inconsciente, tendido en una camilla, mientras dos médicos luchan por suturarle las heridas en el abdomen. Como consecuencia del misil, perdió las dos piernas y un brazo. El resto de su cuerpo está severamente quemado.

Me reencuentro con Jumaa Al Saqq, cirujano y portavoz del hospital Al Shifa, que me lleva a ver a otros heridos de Al Maghazy.

"Hemos tenido que amputar a un 80%. No sabemos qué clase de munición están usando los israelíes, pero cuando entra al cuerpo se fragmenta, quema la piel, los tejidos, hasta el hueso. Estamos seguros de que tiene agentes químicos, pero el problema es que no podemos realizar exámenes a la metralla porque carecemos de los medios aquí en Gaza para hacerlo. Intentamos mandar al extranjero las muestras pero las autoridades israelíes las interceptaron en la frontera".

Visitamos numerosos pacientes. Todos presentan signos de quemaduras. El doctor Jumaa me muestra las heridas. "Ves, esto no es de una metralla normal, mira las piernas de este hombre, están quemadas. Tuvimos que amputarle los genitales".

Le comento que un grupo de médicos belgas presentó hoy presuntas evidencias de que en el Líbano se están usando armas químicas. Me dice que ya lo sabe y que no me puede asegurar si se trata de la misma clase de munición. "Estos parecen radiactivos, no lo sabemos muy bien, creemos que pueden tener uranio. En el caso de Khader, que viste en la UCI, de haber sido armamento convencional podríamos haberle salvado las piernas y el brazo, retirando uno a uno los trozos de metralla, pero con esta clase de munición nos es imposible, lo destruye todo".

Regresamos a la puerta de la unidad de cuidados intensivos. La familia de Khader aguarda. El médico les recomienda que no entren aún. "Era buen chico, no hacía mal a nadie. En el barrio todos los querían. Le encantaba jugar al baloncesto. Y tenía su propio lenguaje, con las manos, para comunicarse con nosotros", me dice Aimán, su hermano mayor, acongojado. "¿Pero ahora qué vida le espera? Sordo, mudo, sin brazos, sin piernas. Aunque sea mi hermano, te digo que mejor que se muera y descanse en paz, que no sufra más".

No me animo a decírselo, por una cuestión de respeto, pero eso mismo pensé cuando vi a Khader.


[1].– Hernán Zin, periodista, escritor y documentalista nacido en Buenos Aires en 1971, se hizo conocido en España y Europa por el documental y el libro "Helado y patatas fritas" (ed. Plaza Janés, 2003), donde se exponen los abusos sexuales de los niños en el Tercer Mundo cometidos por los turistas de los países ricos. Ahora, según sus propias palabras, "me he puesto el casco y las botas para sumergirme en las entrañas de la guerra... En este momento estoy en Palestina".