Medio Oriente

 

Historias de la guerra del Líbano

Por Elias Khoury [1]
Al Ahram / Rebelión, 14/09/06
Traducido por Germán Leyens [2]

Cientos de hombres y mujeres caminan sobre los escombros, portando los ataúdes de 19 mártires. Ropas negras, lágrimas y ululatos. Permanezco al borde de la ruta observando la escena. Digo: ‘al borde de la ruta’, siendo que no había una ruta. Digo ‘la escena’ siendo que no era una escena. ¿Cómo narrar sentimientos que no tienen nombre?

Cuando fui a la aldea de Aita Ashaab no pude creer a mis ojos. Estaba el nombre, pero no la aldea. Nada sino una gran ruina que bloqueaba el horizonte. Todas las casas demolidas, muros apoyados en el vacío, el vacío apoyado en el polvo.

Fui a la aldea la semana pasada, como si retornara entre los que retornaban. No llevaba la llave de una casa. Pero llevaba mi corazón, y los acompañé sólo para horrorizarme ante la aldea demolida que se llenaba de retornados que abrazaban el vacío.

Todo, salvo el sol, estaba vestido de negro. El sol era gris y escocía. Caminé por los escombros y un joven se paró junto a mí y comenzó a contar historias de heroísmo y muerte . Pero no necesitaba historias que ya conocía. Digo ‘ya conocía’ siendo que no las conozco. Pero sentí que la escena se me venía encima como dentro de un recuerdo añoso. No era un recuerdo propio, sino una mezcla de cosas, algunas que he vivido en el pasado. ¿Pero por qué veo el fantasma de 1948? ¿Por qué veo Barwa y Ghabsiya y Ein Zaitoun?

Entonces fueron a las aldeas, expulsaron a sus habitantes, recubrieron las casas con dinamita y las volaron. Aquí no entraron. Bueno, apenas habían llegado a la plaza de la aldea y la muerte se les vino encima; se retiraron, siguieron retirándose hasta que llegaron a la Línea Azul, dejando tras ellos los restos de un tanque Merkava, parte de un jeep, contenedores abandonados. Pero habían destruido la aldea antes de entrar. Y, como en el año de la Nakba, ordenaron que los residentes se fueran con la ayuda de altavoces. Vi el recuerdo del año de la Nakba, y vi a los campesinos que llevaban llaves de casas sin puertas o muros. Esta vez los campesinos volvieron de negro, llevando las llaves. Y vi esos años en los que perdimos a nuestros jóvenes en las aldeas del sur, regando los olivos de Galilea libanesa con la sangre de los jóvenes de Galilea palestina.

Fue en 1968. Teníamos poco más de veinte años. Kafar Shouba, Kafar Hamam y Habbariya fueron el inicio del viaje que nos enseño el camino a Bent Jbeil, Aita Ashaab y Aytaroun. Lo vi como si estuviera recordando. Pero la memoria engaña, y así lo hace la vista.

Me paré ante las ruinas, y me corrían las lágrimas. No, estaba parado ante la escena, cuando la gente llevaba los ataúdes caminando sobre los escombros con el polvo de la muerte que los cubría. No pude sentir las lágrimas que se juntaban al borde de mis ojos, quemándolos, antes de caer sobre mis mejillas. El polvo nos cubría bajo el sol ardiente, el sudor chorreaba de nuestros poros y cubría nuestros cuerpos. No me di cuenta de que estaba llorando al hacerlo. Nunca había vivido un llanto que sale de todo el cuerpo, mezclando las lágrimas y el sudor.

No, no era tristeza ni recuerdo. Era más bien el sentimiento atormentador de pertenecer a este país, a esta gente, a los muertos y los vivos, una misma familia.

¿Cómo decir a un mártir que no me conoce que nos hemos hecho familia, y que no debiera estar permitido que tengamos que separarnos el día en que nos encontramos? ¿Cómo decir a las casas demolidas que se han convertido en hogares no visitados, que los brotes de tabaco que cuelgan en habitaciones atiborradas son el sudor de mis cejas, que son el trabajo deshecho que se ha convertido en mi nombre y dirección? ¿Cómo hablar sin esa agua que me ha provocado una sed de amor? ¿Cómo grabar en mi corazón palabras que emergen de la profundidad del dolor, que hablan un lenguaje conocido sólo por la víctima?

Escuché las historias de heroísmo, caminé con un grupo de jóvenes a lo largo de callejuelas demolidas, antes de llegar a los suburbios de la aldea, donde las marcas de las orugas del Merkava estaban lado a lado con el camión de demolición que arrasó las casas. Escuché los detalles de la batalla, en la que un batallón del ejército invencible fue obligado a retirarse.

Los atacaron desde bajo la tierra, desde los vertederos, de donde no podían esperarlos, convirtiendo Khillat Warda, donde los dos soldados israelíes fueron capturados, en un campo de la resistencia y una arena de confrontación.

Estaba ahí y allí estaba la procesión. Ataúdes llevados sobre los hombros. Una mujer lanzando arroz a la procesión. Hombres que golpeaban sus propias mejillas, mujeres que mezclaban su llanto con ululatos. Y vi las ruinas como si estuviera en una infinidad de polvo sin comienzo ni fin. Como si la misma procesión pasara por todas las aldeas y ciudades destruidas. Todo está destruido, sin techos – excepto los ataúdes cubiertos de tela negra y las banderas de la resistencia. Nada sino el ataúd, ninguna historia sino la muerte, nada de agua, sólo lágrimas.

Lo vi como si yo estuviera, más bien, recordando, y escuché la historia de una sucesión de generaciones. Abu Shawqi, un octogenario de Hawla, dijo que se fue a pie, huyendo de la masacre de Hawla en 1948, y que no ha parado de caminar en 58 años. “Pero esta vez no huimos,” dijo el hombre de cabellos blancos, sentado sobre la mastaba de su casa en la aldea del sur. “Esta vez aprendimos que no huimos, los obligamos a huir.”

A la entrada de Bent Jbeil, que vivió las más violentas batallas de aguante, me detuve ante un estanque en el que nadaban gansos. Todo está demolido en la ciudad, pero los gansos siguen nadando, sin preocuparse por el polvo ni por el olor de los cadáveres que extraen de bajo los escombros.

Un horizonte de agua, e historias de heroísmo y muerte.
Campesinos que llevan ataúdes sobre sus hombros.
Ataúdes convertidos en barcos,
lágrimas convertidas en agua,
historias de resistencia ante el monstruo israelí,
y un sur que se extiende desde la Línea Azul al azul del cielo.


[1].– Elías Khoury es director y editor en jefe del suplemento cultural del diario An–Nahar, de Beirut. “Bab al–shams” (La puerta del sol) es su más reciente novela traducida.

[2].– Germán Leyens es miembro de los colectivos de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción es copyleft y se puede reproducir libremente, a condición de mencionar al autor, al traductor y la fuente.