Medio Oriente

 

El Líbano y las malditas bombas de racimo

Por Hernán Zin [1]
Viaje a la guerra, 27/09/06 al 03/10/06

Parte 1

Antes de salir del sur de Líbano, tras 22 años de ocupación, el Ejército de Israel dejó a sus espaldas 400 mil minas antipersona diseminadas en los campos, entre las casas, en los caminos.

Seis años más tarde, apenas 67 mil de esas minas fueron desactivadas, por lo que hay extensas zonas de la frontera sur de Líbano en las que ningún campesino se atreve, aunque antes eran el centro de su actividad cotidiana.

Este desprecio por la Convención de Ottawa, firmada en 1997, que limita el uso y producción de minas antipersona, ha dejado discapacitados a miles de libaneses. Rajid, con quien suelo coincidir en un restaurante próximo a la playa de Tiro (en el me detengo a almorzar cada día cuando voy de Beirut hacia el sur del país), es uno de ellos. Un hombre sensible, gran conversador, que conoce en profundidad la historia de Líbano. Y al que le gusta tirarse a dormir la siesta en la arena.

Las tropas israelíes abandonaron el Líbano de forma unilateral, sin llegar a acuerdo alguno con el gobierno de Beirut, en el año 2000. Y volvieron a entrar después de que el pasado 12 de julio Hezbolá secuestrara a dos de sus soldados, Ehud Goldwasser y Eldad Regev, esperando poder canjearlos, como ya sucedió en el 2004, por los prisioneros libaneses que Israel tiene en sus cárceles.

Una vez más, al retirarse, los militares del Estado hebreo dejaron el terreno sembrado de artefactos explosivos que, en su momento, quizás estaban destinados a detener a los milicianos chiíes, pero que tienen y tendrán a sus principales víctimas entre la población civil.

Para empezar a sumergirme en este tema tan complejo y doloroso, me acerco a la oficina de Naciones Unidas desde la que se coordinan las acciones de los diversos grupos que trabajan para retirar la munición.

Lo que más sorprende, y que ha generado duras críticas de la comunidad internacional, y también dentro de Israel, es que el 90% de las bombas de racimo que ahora anegan el suelo del sur de Líbano fueron lanzadas durante los últimos tres días de combate, cuando ya se sabía que iba a entrar en vigor la resolución 1701 de Naciones Unidas.

Como en tantas otras ocasiones, el Ejército de Israel, que se llama a sí mismo "el más moral del mundo", negó los hechos. Y organizaciones de Derechos Humanos como Amnistía Internacional, demostraron sobre el terreno que sí se había utilizado de forma masiva y deliberada esta clase de armamento.

Y la prueba irrefutable la dio, una vez más, el periódico Haaretz. En sus páginas apareció el testimonio de un comandante de la unidad de MLRS (Sistema de Lanzamiento Masivo de Proyectiles), que afirmó que el ejército había lanzado 1.800 cohetes esparciendo 1,2 millones de bombas de racimo. "Lo que hicimos allí fue una locura, algo monstruoso", declaró.

Las bombas de racimo suelen tener el tamaño de un lata de refresco o de una pila grande. Llevan una lazo blanco en un extremo, por una cuestión de aerodinámica, por lo que resultan muy atractivas, sobre todo para los niños, que las confunden con juguetes o botes de perfume y las cogen. Por otra parte, sus pequeñas dimensiones hacen que resulten difíciles de descrubir a primera vista y que mucha gente las pise o se las lleve por delante.

En menos de un mes han muerto 14 personas en el sur de Líbano, y más de cien han resultado heridas. La mayoría, niños.

Hace dos semanas, cuando ya hablamos de las bombas de racimo, un participante del blog dijo que negaba la veracidad de la noticia porque le resultaba imposible imaginar cómo en 72 horas los F16 israelíes podían lanzar más de un millón de bombas.

La respuesta está en que se lanzan tanto desde aviones como desde tanques y cañones. Van colocadas dentro de proyectiles más grandes que, al explotar, las dejan caer. Y, como confesó un soldado israelí a la prensa, cuando lanzó esta clase de proyectiles, en la versión de artillería de 155 mm, le ordenaron "inundar" el área a la que estaba disparando, sin señalarle ningún blanco en concreto.

El misil que emplean los aviones es el modelo M77, que tiene 644 bombas en su interior y que llega a medir más de dos metros de altura. Está fabricado en los Estados Unidos.

La artillería, principalmente, el modelo M42, que lleva 88 bombas. También Made in USA. Sólo el modelo M85, que lo usan los tanques y cañones, es producido en Israel. Se trata de una versión mejorada del M42.

Dalya Farran, responsable de prensa del Centro de Coordinación de la Labor contra las Minas del Sur de Líbano, me recibe en su oficina. Lo primero que hace es comentarme las normas que deberé seguir a lo largo del día, cuando estemos en el terreno junto a los artificieros que trabajan desactivando las bombas de racimo.

"Avanza de forma lenta. No dejes de mirar en todo momento al suelo. Sigue de cerca al líder del grupo. Y, cuando vayas a sacar alguna fotografía, no retrocedas, no vuelvas hacia atrás. Un error te puede costar la vida".

Después me muestra en un mapa el lugar al que iremos. Y la localización de las bombas de racimo que han ido encontrando desde que terminó la guerra.

"Tenemos detectadas 532 zonas. Y encontramos unas treinta nuevas cada día", me dice. "Trabajamos a toda prisa porque miles de persona están regresando a sus hogares después de la guerra. Y las bombas han caído dentro de las casas, en los patios, en las aceras. Los niños la recogen porque parecen inofensivas, pero su metralla es mortal, puede llegar a veinte metros a la redonda".

"Además, los agricultores intentan salvar sus cosechas, tras una ausencia tan prolongada, así que se lanzan a los campos pensando que podrán evitar las bombas, pero resultan muy difíciles de distinguir en la tierra, por su tamaño y por su color oscuro. Para peor, ahora que llueve, el agua las mueve de un lugar a otro".

Parte 2

Es la primera vez que, para realizar un reportaje, me piden que firme un escrito por el que afirmo que soy el único responsable de lo que me pueda suceder en caso de que pise una mina, una bomba de racimo, o de que sea afectado por la metralla de la munición activada no intencionalmente por otro de los miembros del grupo.

En 1994 acompañé a varios artificieros a desactivar minas antipersona en el norte de Camboya, y no tuve que rubricar documento alguno. Pertenecían a la ONG MAG (Mine Advisory Group). Supongo que la diferencia es que este equipo forma parte de una empresa privada, ya que las principales labores de desactivación y destrucción en el sur de Líbano las llevan a cabo dos compañías multinacionales: Bactec y Minetech. En esta corriente que parece estar imponiéndose en todo el mundo de dejar la posguerra en manos de organizaciones con ánimo de lucro.

El director del equipo al que me voy a sumar a lo largo del día se llama Simon Lovell. Tiene 42 años. Tres hijos. Y pasó a formar parte de la empresa privada desde que dejara la Real Armada Británica hace cuatro años.

– Ponte siempre detrás mío Hernán. Sigue mi pasos y fíjate dónde pisas. No te puedo garantizar que una submunición que esté hundida no pueda salir a la superficie – me dice mientras me muestra un trozo de metralla de una bomba de racimo, como para enfatizar su advertencia –. Si te pasa algo, quédate en el lugar, no te muevas, el doctor se hará cargo de todo. Y recuerda que esto es real, no es un escenario.

El grupo de trabajo de Bactec está formado por cinco personas: Simon Lovell, su director; un artificiero local, al que están entrenando; un guía de la comunidad designado por el mukhtar (alcalde) del pueblo; un conductor y un médico.

Wissam Jbeir, el médico, se acerca y me pregunta el grupo sanguineo al que pertenezco. Intento hacer memoria aunque sé que es en vano. "Lo siento, no lo sé", le respondo sintiéndome bastante estúpido. "Bueno, tendrías que saberlo", insiste. "¿No lo tienes escrito en el pasaporte?" Recorro la primer página del pasaporte: nombre, apellido, fecha de nacimiento. Nada de grupo sanguíneo. Wissam me mira con desaprobación.

Cambiando rápidamente de tema, le pregunto qué lleva en la mochila. "Todo lo que te podamos necesitar. Desde primeros auxilios hasta material quirúrgico, morfina", me responde Wissam.

Nos ponemos en marcha. Avanzamos lentamente. Miro al suelo con atención, escrutando cada milímetro de tierra. No es una sensación agradable la que experimento. Y la presencia del médico, con su equipo listo para montar allí mismo un quirófano, aumenta mi desazón.

Mientras camino pienso en la historia que horas antes me contó Dalya Farran de tres niños que estaban jugando no muy lejos de aquí, en otra aldea próxima a la frontera con Israel. Uno de ellos cogió una bomba de racimo pensando que era un juguete. La explosión le destrozó parte del rostro y del estómago. Acompañado por sus dos amigos, que también estaban heridos, corrió hacia su casa sosteniéndose las visceras que le colgaban del vientre. Ahora se encuentra en Tiro, en el hospital, pues en el extremo sur de Líbano no ha quedado ni uno sólo centro médico operativo.

Llegamos hasta donde está señalada la primera bomba de racimo. Como bien me había comentado Dalya Farran, parece inofensiva, hasta tiene cierto atractivo, con su lazo blanco. Y no me sorprende que los niños las cojan o que los agricultores las pisen sin darse cuenta.

La empresa estadounidense que se dedica a la tan loable tarea de fabricar estos artefactos afirma que sólo un 3% de ellos falla. Osea, no explota al llegar al suelo. Pero en la práctica los expertos estiman que esta cifra asciende hasta el 15%.

Según Naciones Unidas, en el sur de Líbano entre el 30% y 40% de las pequeñas bombas que llevan los proyectiles no han detonado. Le pregunto a Simon cómo es posible.

– Hay dos posibilidades – me explica –. O se trataba de armamento viejo, en malas condiciones. O se tiro desde una altura que no les dio tiempo para que alcancen la velocidad necesaria que las hace explotar al alcanzar el suelo.

– Entonces, ¿el Ejército de Israel podría haber ordenado a sus aviones que las lanzara a baja altura para que se convirtieran en minas antipersona en lugar de estallar en el momento?

– Sólo puedo hablarte de la parte técnica. No de cuestiones políticas.

Dejamos al artificiero para que prepare la detonación, pues está prohibido hacer fotos de quienes manipulan los explosivos. La idea es que no se distribuyan imágenes del instante en que se recogen las bombas de racimo, para que los locales no tengan una idea equivocada de su poder destructivo.

Mientras volvemos pienso en los dueños y directivos de la compañía estadounidense que fabrica las bombas de racimos. Sus acciones en bolsa, sus lujosos coches de empresa, sus grupos de presión en el parlamento que intentan evitar una prohibición de esta clase de armamento. Ojalá estuvieran aquí para ver las consecuencias de lo que hacen. Ojalá sus amigos y familiares fueran testigos del dolor de los niños del sur de Líbano. Quizás serviría para que se replanteasen el sentido ético de su trabajo. Si vale la pena anteponer el rédito económico a todas estas vidas.

Buscamos un lugar seguro. Escucho al artificiero realizar la cuenta atrás a través de un walkie talkie. "Cinco, cuatro, tres, dos, uno...". La explosión es mucho más fuerte de lo que podría haber esperado. Los trozos de metralla se desperdigan violentamente entre los olivos.

El dueño de la casa, entres cuyos cultivos se encontraron las bombas de racimo, se llama Maruán Abu Taam. Tiene 32 años. Es constructor de profesión. Junto a su mujer y sus hijos se quedó durante toda la guerra. No se animó a partir hacia el norte pues recibió la noticia de que varios convoyes de civiles fueron atacados por la aviación israelí cuando huían hacia Beirut, aunque el gobierno de Tel Aviv había asegurado que no les haría daño. (La última crónica que Robert Fisk publicó el sábado sobre esta clase de incidentes es desgarradora).

"No entendemos por qué nos hicieron esto antes de irse", afirma. "Si te digo que los israelíes son animales es poco, son mucho más que eso. Los primeros días después de la guerra, mi hijo salía a jugar al campo. Aún no sabíamos que las bombas estaban allí. Gracias a dios no le pasó nada".

Maruán se muestra muy agradecido con los miembros de Bactec, que en pocas horas han limpiado su casa de explosivos. Cuando nos estamos por marchar, un campesino local se acerca y nos dice que acaba de encontrar varias bombas de racimo en el páramo al que suele llevar a pastar a sus cabras.

Simon habla con los miembros de su equipo. Deciden que es mejor no perder tiempo. Rápidamente partimos hacia allí.

Parte 3

El vecino nos guía hacia donde están las bombas de racimo. Lo seguimos en la camioneta de Bactec, que tiene el maletero cargado de explosivos, por lo que el conductor la lleva suavemente por la carretera. A ambos lados de la ruta: casas destruidas, bombardeadas, coches alcanzados por misiles. El desolador paisaje que impera en el sur de Líbano.

Al llegar, encontramos una docena de cabras muertas, quemadas. Un rebaño que se encontró con una mina. Miles de moscas vuelan sobre ellas. Huele a descomposición.

Por tercera vez en el mismo día me dicen que preste atención a dónde pongo los pies, que por nada del mundo retroceda, que, si sucede algún accidente, me quede en el lugar.

Aunque comienzo a sentirme como si mi madre y me abuela me hubiesen acompañado al viaje, en esta ocasión la advertencia parece más justificada que nunca. Ante nosotros se abre un paraje desolado, no revisado anteriormente por los artificieros, en el que sabemos que hay extendidas decenas de bombas de racimo.

La aprensión que sentía antes, ahora se transforma en una latente e incómoda sensación de miedo. Vuelve a mi mente la imagen de Khader Al Magary, el hombre sin brazos ni piernas que encontré en el hospital de Gaza hace un mes y medio. Su recuerdo me ha visitado en muchas ocasiones a lo largo de este tiempo.

Camino detrás de Simon Lovell, el líder del equipo, y de Wissam Jbeir, el médico. Avanzan con lentitud, analizando cada paso que dan. Yo intento hacer que mis pisadas coincidan con las suyas. Me llama la atención que no llevan protección alguna. Cuando acompañé a los artificieros de MAG en Camboya, tenían puestos al menos cascos con pantallas de metacrilato que les cubría la cabeza y el rostro, y chalecos antibala. Me pregunto si esta falta de cuidado responderá a que Bactec es una empresa privada.

Tras avanzar durante unos minutos damos con un proyectil lleno de bombas de racimo que no han llegado a detonar. Simon Lovell se acerca, lo examina. Toma nota en un cuaderno. Se trata del modelo M42, fabricado en los EEUU, que lleva 88 submuniciones en su interior. Fue disparado por un tanque israelí.

Después va dejando marcas donde encuentra las pequeñas bombas que lograron separarse de la unidad principal antes de que esta impactara contra el suelo.

Ali Hussein, el campesino que encontró el proyectil me dice: "¿A qué disparaban? Aquí no hay nada. Esto lo hicieron los israelíes para arruinarnos la vida. Sabían que íbamos a volver después de la guerra y que somos campesinos. Lo hicieron para matarnos, para matar a nuestros hijos, a nuestros animales".

Después de una mañana tan ajetreada, tras las huellas de los artificieros de Bactec, paro a almorzar en un pequeño restaurante. Como acaba de comenzar Ramadán, soy el único comensal. De beber me traen una botella de agua en la que UNICEF ha colocado imágenes de las distintas municiones que pueblan la superficie del sur de Líbano.

Me parece una excelente forma de educar a la población civil sobre los peligros de este armamento. No pasa un día sin que alguien sufra las consecuencias de tan mortífera presencia. Hasta ahora más de un centenar han resultado heridas y catorce han perdido la vida. La mayoría, niños.

Observo con detenimiento la botella. La variedad del armamento me resulta perturbadora. Tanta creatividad, tantos recursos, tanta inteligencia (fría, irresponsable, carente de emoción), puestos al servicio de mejorar, de perfeccionar hasta el extremo, los resultados de estos artilugios mortíferos.

La humanidad ha avanzado mucho en el desarrollo de sus herramientas, pero muy poco en la finalidad a la que las destina. Contamos con instrumentos propios de seres brillantes, geniales, evolucionados, pero en el uso que les damos seguimos aún en las cavernas, en la visión darwiniana de la vida. No sabemos ver al otro más que como antagonista, un enemigo. No hemos aprendido a cooperar, a llevar nuestra empatía más allá de los que nos rodean. Aún basamos nuestra existencia en la competencia, en la lucha. Tanto progreso tecnológico, científico, y tan escaso avance moral, ético, espiritual.

Recorro las zonas aledañas. Converso con los vecinos. Todos parecen tener alguna pieza de explosivo sin detonar en sus casas, en sus jardines, en sus campos.

Ibrahim Farhat, de 47 años de edad, padre de cinco hijos, vive del cultivo de tabaco. En el terreno que sucede a su casa me muestra más de treinta proyectiles. No puede trabajar. Está esperando, como tantos otros, a que el Ejército libanés, MAG o las empresas privadas lo vengan a liberar de la amenazadora presencia de estos objetos.

Ahora es un niño el que me detiene en la calle. Se llama Ali Najib Baidún. Tiene once años. Me conduce hasta la parte trasera de su vivienda, donde me muestra un proyectil.

Lo retrato así, absorto, en silencio, de cuclillas frente a la bomba, mientras comienza a atardecer. El sol se pierde detrás de las montañas que marcan la frontera con Israel.

La guerra entre Israel y Hezbolá ha terminado. Los medios ya casi no hablan de ella. Pero para los habitantes del sur de Líbano continúa. En sus carreteras, en sus casas, en sus patios, en sus cultivos, como siempre que aparecen las malditas bombas de racimo.


[1].– Hernán Zin, periodista, escritor y documentalista nacido en Buenos Aires en 1971, se hizo conocido en España y Europa por el documental y el libro "Helado y patatas fritas" (ed. Plaza Janés, 2003), donde se exponen los abusos sexuales de los niños en el Tercer Mundo cometidos por los turistas de los países ricos. Ahora, según sus propias palabras, "me he puesto el casco y las botas para sumergirme en las entrañas de la guerra...”