Pakistán

 

Inestabilidad a las puertas de Afganistán. El gobierno de Musharraf es responsable de la región donde los talibanes campean a sus anchas

Pakistán, el triángulo imposible

Por Pere Vilanova (*)
El Periódico, 17/05/07

Pakistán vuelve a ocupar las primeras páginas de los medios de comunicación y, como en otras ocasiones, por desgracia, son malas noticias. Los más de 30 muertos del otro día en Karachi, por supuesto, generan titulares, pero la situación es realmente compleja, y lo último que necesita la sociedad paquistaní es otro frente de inestabilidad.

Se da el caso de que regreso justamente de Pakistán, y el presente estallido de violencia se estaba gestando en los días de finales de abril en que, junto con un representante de Casa Asia, participamos en un intenso programa de actividades. Pudimos debatir, en sesiones de trabajo o en actos o conversaciones informales con académicos, periodistas, políticos (de ambos sexos), militares (en la reserva) y clérigos, y nos pareció que la estabilidad o inestabilidad de Pakistán, y no solo de su actual presidente, se juega en un triángulo de delicada navegación.

En uno de los vértices, por supuesto, está el de la frontera con Afganistán, y esta parte de la agenda incluye una abigarrada variedad de problemas, casi todos de difícil solución –al menos a corto plazo–. Es bien sabido que desde Peshawar hasta Queta, a lo largo de toda la frontera con Afganistán e Irán, el Gobierno de Islamabad, sea cual fuere, tiene que gobernar a la vez la inestable Provincia de la Frontera Noroeste (una de las cuatro del Estado federal de Pakistán) y el Beluchistán, y habérselas con la eufemísticamente llamada "zona tribal administrada federalmente", donde los ahora llamados talibanes campan a sus anchas, pues es su tierra al otro lado de la frontera afgana.

En aquellos días, un líder tribal wazir declaraba a la prensa: "Si viene ese tal Bin Laden, le daremos hospitalidad, según nuestro código pastún". Y el periodista le preguntaba: "Pero, ¿qué pasa con los uzbecos?" (había habido algún incidente entre unos y otros en el valle). Y el líder decía: "Si entra un uzbeco en mi valle, lo mato. Son infieles (sic)". Fin de la rueda de prensa.

Islamabad está –como siempre– intentando una negociación con líderes pastunes para que se comprometan a que, en primera instancia, no acepten "extranjeros" (léase árabes u otros yihadistas no pastunes) en su territorio y, a cambio, Islamabad no lanzará incursiones militares sin previo aviso. En ese contexto, la presión impaciente (y siempre expresada del modo más inoportuno) de Estados Unidos sobre Islamabad, pensando que se puede acabar con ese tipo de situaciones con una campaña militar convencional, es absurda, contraproducente y soslaya cómo se han estrellado en la misma piedra todos, desde los británicos en el siglo XIX hasta los soviéticos en el siglo XX.

El segundo vértice es políticamente más convencional. El país estaba volcado a finales de abril en un amplio debate, en los medios de comunicación y en la calle, sobre temas tan corrientes como las próximas elecciones –presidenciales (hacia noviembre) y legislativas (justo después)– o si el partido del presidente Musharraf, la Liga Musulmana de Pakistán (LMP), estaba negociando en secreto con el Partido Popular de Pakistán (PPP), de su máxima rival, Benazir Bhutto, para neutralizar al tercero en discordia, una escisión del primero llamada Liga Musulmana de Pakistán–Ahwaz (LMP–A).

En la trastienda de este debate, con acusaciones de corrupción de por medio, está la cuestión clave: las condiciones en las que Musharraf puede o no competir en las pró– ximas presidenciales. Cierto que es un general con mucha autoridad, dentro y fuera del Ejército, y de hecho casi todo el mundo admite que, desde 1999 (cuando se hizo con el poder mediante un golpe incruento), más que una dictadura militar pura y dura, su régimen ha sido de "autoritarismo ilustrado". Existen partidos políticos, el debate en los medios es muy vivo y todo parece girar en torno a la exigencia creciente (y lógica) de que, si quiere concurrir a las elecciones, Musharraf tenía que dejar el uniforme por una vestimenta y una opción civiles.

Pero aquí topamos con el tercer vértice del problema, que en los últimos días de abril solo pudimos empezar a ver en los medios y, en alguna ocasión, en las calles de Islamabad, con más policías que manifestantes: la destitución del juez Chaudry, presidente del Tribunal Supremo Federal, por decisión del presidente Musharraf, que ha acusado al magistrado de abuso de poder en sus funciones.

De hecho, el caso está ante el Consejo Supremo Judicial, el equivalente de nuestro Consejo General del Poder Judicial. Pero el tira y afloja ha ido a más, pues el juez se ha convertido en bandera de toda la oposición, y de buena parte de las profesiones jurídicas (abogados y jueces), que acusan al presidente de abuso de poder.

El movimiento de protesta se trasladó de Islamabad a Lahore, y de allí a Karachi, donde acabó sucediendo la tragedia anunciada: más de 30 muertos en un enfrentamiento entre manifestantes del PPP y de un pequeño partido llamado MQM, que es el de los paquistanís expulsados de la India cuando la partición de 1947. ¿Provocación? Casi seguro. El presidente Musharraf, en una primera reacción, ha optado por la prudencia, al negarse a proclamar el estado de emergencia. A todo el mundo le debería interesar que Pakistán se instale en la normalidad política, no en el "cuanto peor, mejor".


(*) Catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona.