Teoría

 

Tres concepciones del ingreso básico

Claudio Katz ([1])
Enviado por EDI (Economistas de Izquierda), 20/09/05

El ingreso básico universal es una demanda social que gana espacio político y aprobación popular. Es una reivindicación conocida y con alcances definidos en alguno países. Pero como presenta denominaciones muy variadas (renta, ingreso, dividendo, subsidio) su significado real queda frecuentemente diluido. Algunos autores resaltan el impacto económico y otros la trascendencia política de esta iniciativa.

En los enfoques más radicales el ingreso básico es postulado como un derecho de todos los individuos a percibir una suma de dinero por su sola existencia. Constituiría una remuneración individual, universal e incondicional. Sería percibida sin ninguna contrapartida laboral y permitiría garantizar la satisfacción de todas las necesidades básicas.

Un ingreso de este tipo sería asignado sin restricciones, ni calificaciones Al carecer de propósito, destino o justificación específica constituiría un derecho semejante al voto ciudadano. Su función inmediata sería contrarrestar dos efectos nefastos del capitalismo contemporáneo: la extensión de la miseria y la masificación de la desocupación. La falta de empleo o el bajo salario ya no impedirían la subsistencia normal de cualquier individuo.

La notable escala de la producción contemporánea, el aumento de la productividad, la abundancia de alimentos y los excedentes de artículos de consumo indican que la modalidad integra del ingreso mínimo podría ser inmediatamente introducida en los países desarrollados. Una versión más restringida podría también  comenzar a instrumentarse en las naciones periféricas.

Como la legitimidad de este derecho es el punto de partida de cualquier debate, conviene aclarar el sentido de la propuesta antes de indagar sus modalidades concretas de monto o financiación. Este análisis conceptual puede abordarse distinguiendo tres enfoques completamente diferentes del ingreso mínimo: la versión neoliberal, el modelo heterodoxo-keynesiano y el proyecto socialista.

Rechazo y objeciones

Algunos neoliberales se oponen frontalmente al ingreso básico universal. Argumentan que “desalentaría el trabajo” y “quitaría estímulos a la productividad”. ¿Pero qué relación existe entre un subsidio a las necesidades básicas y esa pérdida de incentivos? ¿Por qué un individuo bien alimentado, educado y desprovisto de la angustia por la subsistencia trabajaría a desgano? Más bien cabría imaginar lo contrario y advertir como cierta garantía de bienestar mínimo potenciaría el desempeño laboral.

Existen numerosas razones para suscribir esta última hipótesis. La tranquilidad que brindaría el ingreso básico no solo induciría a trabajar con mayor conciencia, sino que estimularía la afinidad de cada individuo con la actividad laboral que prefiere.

El ingreso básico no afectaría el incentivo de los trabajadores sino las ganancias de las empresas y por eso los capitalistas se oponen al proyecto. Como nadie trabajaría por debajo de un monto mínimo significativo, los patrones deberían respetar un nuevo piso salarial. La renta básica garantizada introduciría por esta vía un estricto límite a la explotación de los asalariados.

Los objetores también subrayan que este derecho afectaría la competitividad de las naciones que encabecen la introducción de esta nueva norma. Pero este mismo argumento es utilizado por las clases dominantes para cuestionar el otorgamiento de cualquier conquista social. Los oprimidos siempre consiguen mejoras en oposición a la concurrencia capitalista.

Pero además, convendría imaginar un efecto beneficioso de imitación popular y difusión internacional del logro obtenido en el país socialmente más avanzado. La propuesta de muchos sindicatos de asegurar condiciones laborales mínimas comunes a escala global se inscribe en esta perspectiva de bienestar colectivo para todos los pueblos del mundo.

Algunos críticos descalifican la propuesta aduciendo dificultades para implementarla. Afirman que no es posible determinar el monto de las necesidades mínimas, ni asegurar su financiación[2]. Pero es obvio que en todos los países existen formas de cálculo para establecer el nivel de la canasta básica. Este índice es elaborado por organismos oficiales, publicitado mensualmente y su seguimiento no presenta ningún problema.

La financiación es un tema en cambio conflictivo, porque plantea afectar los privilegios de las clases dominantes a través de un drástico reordenamiento tributario. Los recursos surgirían de reformas impositivas progresivas y en las naciones subdesarrolladas de una complementaria reversión de las transferencias de fondos al exterior. Diversas investigaciones ya han detallado los cambios tributarios necesarios para implementar esta propuesta en varios países[3].

Distorsión asistencial

Muchos neoliberales deforman el sentido del ingreso básico al promover con el mismo nombre una cobertura asistencial que no sería universal. Como proponen un auxilio a la pobreza extrema que no alcanzaría a todos los ciudadanos, definen minuciosamente cuales serían los sectores que deberían recibir esa ayuda.

Los funcionarios del Banco Mundial se han especializado en esa labor. Discriminan grupos vulnerables, retratan segmentos de riesgo y establecen líneas de pobreza para distinguir, en cada caso, a la fuerza de trabajo reciclable de la masa condenada a la miseria permanente. Una vez trazada esta divisoria orientan los subsidios hacia los empobrecidos de por vida, para mantenerlos rigurosamente separados de la fuerza laboral explotable[4].

En esta versión, el ingreso básico es un programa destinado a consolidar la dualización del mercado laboral. El objetivo político es crear mecanismos de control social que anticipen y desactiven las protestas de los desamparados. Este proyecto reaccionario es la antítesis de una renta mínima genuina. Las burocracias de los organismos internacionales que lo instrumentan compiten con los funcionarios locales en la obtención de los contratos y asesorías que rodean al lucrativo del negocio asistencial.

La renta básica de los neoliberales encubre atropellos premeditados contra las conquistas laborales. En muchos casos apunta a sustituir el seguro al desocupado por un ingreso inferior en monto y cobertura. Comenzó a ensayarse en Estados Unidos en la década del 70 y en la actualidad es utilizado por numerosos gobiernos, que recurren a este auxilio para forzar la reinserción laboral de ciertos desempleados en condiciones de mayor explotación.

La renta básica universal es un proyecto radicalmente opuesto a estas deformaciones. Su introducción es incompatible con el neoliberalismo porque implicaría grandes conquistas sociales. Serviría para socorrer a los empobrecidos y garantizar nuevos logros para los asalariados. La versión derechista es la negación del ingreso mínimo y por eso los patrones pretenden instrumentarlo para reducir el salario y degradar las condiciones de trabajo.

Cualquier debate sobre la renta básica debe comenzar por la denuncia de la distorsión neoliberal y la defensa de las aspiraciones conjuntas de los desempleados y ocupados. Debe ser concebida como una demanda complementaria y no opuesta a otras reivindicaciones de los trabajadores. Su objetivo sería consolidar y no rivalizar con los reclamos salariales y la demanda de reducir la jornada de trabajo. Esta complementariedad es decisiva porque la derecha busca utilizar la asistencia a los empobrecidos como un mecanismo de atropello a las conquistas de los trabajadores. El neoliberalismo promueve activamente esta fractura, combinando propuestas asistenciales con reformas laborales que flexibilizan los contratos, reducen los salarios mínimos y abaratan los despidos.

En América Latina muchos neoliberales denominan ingreso básico a una cobertura compensatoria del colapso social provocado por la apertura comercial, las desregulaciones y las privatizaciones. Estas medidas –que propagan la pobreza sin generar inversión, ni “derrame” del empleo- implantan un modelo regresivo, que en las recesiones destruye cualquier mejora social lograda durante las reactivaciones[5]. Con auxilios irrelevantes, la derecha pretende disimular la tragedia que provoca su gestión económica.

Variantes débiles

Los proyectos de ingreso mínimo de la heterodoxia keyenesiana son opuestos a las vertientes neoliberales porque apuntan a extender ciertos logros del estado de bienestar. Pero constituyen igualmente propuestas débiles que moderan el carácter incondicional, individual o universal de la renta básica[6].

La heterodoxia acepta estas características del ingreso como una aspiración para el futuro. Pero en lo inmediato promueve una acotada aplicación del subsidio a ciertos segmentos de la población (niños, ancianos, embarazadas). Propugna una subvención focalizada (pobres, desocupados, indigentes) a cambio de cierta contraprestación laboral. A lo sumo concibe generalizar ciertos aspectos de los subsidios extendidos vigentes en algunos países o localidades (Alaska, Canadá, naciones Escandinavas).

El rasgo más generalizado de este enfoque es el gradualismo. Plantean introducir la renta básica de manera pausada para que su costo fiscal no resienta la inversión. Consideran que esta lentitud garantizaría el control de la inflación y permitiría evitar la pérdida de competitividad. Pero el precio de esta moderación es la reducción del monto y el alcance de la cobertura. El impacto de un ingreso básico financiado con leves impuestos a la riqueza y escasa expansión del gasto público social sería muy limitado. Para inducir la aceptación capitalista del nuevo derecho se recorta su incidencia y se aligeran sus efectos.

Por eso muchas variantes débiles del ingreso ciudadano terminan adoptando un perfil coincidente con el asistencialismo neoliberal. Para no perturbar el beneficio empresario se reduce la renta mínima a una subvención tendiente a socorrer al sector más desamparado de la población. Lo que se imaginó como una conquista social del siglo XXI se convierte en un auxilio a la pobreza que refuerza la segmentación del mercado laboral.

América Latina

Las limitaciones del enfoque débil se verifican claramente en Latinoamérica. En esta región el ingreso mínimo contribuiría a atenuar la pauperización urbana, la explosión de desempleo, la informalización del trabajo y la degradación de la clase media. La pobreza se ha estabilizado en la zona por encima del 40% de los habitantes y la indigencia supera el 18 %. Mientras que la vieja miseria rural continúa aumentando, en las grandes ciudades se aglomera el 88% de los nuevos pobres en condiciones inhumanas. El ingreso básico permitiría contrarrestar estos padecimientos asegurando comida, vivienda y educación a millones de personas[7].

Pero la aplicación de esta medida requeriría adoptar dos decisiones que el keynesianismo en los hechos rechaza: la moratoria radical de la deuda externa y una drástica reforma impositiva progresiva. La renta básica no puede comenzar a implementarse sin suspender las erogaciones de la deuda, investigar la legitimidad del pasivo y anular toda negociación  con el FMI. Defender este derecho y cumplir al mismo tiempo con la pauta de superávit fiscal que demandan los acreedores es una contradicción irresoluble de la heterodoxia[8].

También la vigencia de una estructura impositiva regresiva imposibilita la materialización del ingreso ciudadano en Latinoamérica. En la región los gravámenes a la renta son inferiores y los tributos al consumo son superiores a los vigentes en las naciones avanzadas. Quiénes ganan menos de un salario mínimo sufren cargas impositivas del 37% y quiénes perciben sumas 100 veces mayores apenas aportan el 13 % al fisco. Las reformas neoliberales reforzaron estas asimetrías al expandir los impuestos indirectos en desmedro de los directos. Mientras que en América Latina los tributos a las ganancias constituyen el 2,5% del PBI, en los países desarrollados esta proporción se eleva al 15%[9].

La heterodoxia reconoce que esta estructura impositiva es incompatible con la introducción del ingreso básico. También reconoce que bastaría con un impuesto del 2% sobre la renta del 20% más rico de la población para redistribuir el 0,7 % del producto regional hacia los sectores más necesitados[10]. Pero ningún representante del keynesianismo pone en práctica estas medidas cuándo llega al gobierno. Al contrario lo más corriente es un giro conservador, como lo prueba el rumbo adoptado en Sudamérica los nuevos gobiernos de centroizquierda.

Brasil, Uruguay y Argentina

La política de estas administraciones revela cómo el incumplimiento de las reformas redistributivas conduce al asistencialismo neoliberal. El caso de Lula es particularmente ilustrativo porque sus tres programas de ayuda social se ubican a años-luz de una perspectiva de renta básica. Solo incluyen un plan de socorro alimenticio a los desnutridos (“Hambre cero”), un abono irrisorio de 10 dólares por escolaridad (“Beca-escuela”) y un complemento adicional igualmente irrelevante (“Beca- familia”).

El gasto público comprometido en estos tres programas es insignificante, porque Lula aplica un ajuste económico ortodoxo al servicio de los financistas. Como reforzó las atribuciones del Banco Central, asegura elevadísimas tasas de interés y garantiza un superávit fiscal inédito, el presupuesto disponible para gastos sociales es bajísimo. Además, mantiene una estructura tributaria regresiva que bloquea cualquier futuro de renta básica, mientras el consumo popular se estanca y la participación del salario en el ingreso nacional retrocede.

Algunos abanderados del ingreso ciudadano convalidan este rumbo argumentando que esta conquista no puede introducirse de inmediato[11]. Pero esta resignación solo confirma cuánto olvidan sus promesas los reformistas titubeantes que llegan al gobierno. Su norma es postergar para un futuro indefinido lo que nunca realizarán.

Un curso semejante está siguiendo Tabaré. Su plan es un auxilio asistencial que cubrirá a 200.000 de los 900.000 pobres. La inversión para este programa apenas alcanza al 0,25% del PBI  y como no se financiará con impuestos progresivos resultará totalmente gratuito para las clases dominantes. En cambio los receptores del plan estarán obligados a cumplir con una contraprestación laboral para cobrar el irrisorio subsidio[12]. Cabe recordar que en Uruguay el pago de la deuda externa supera en veinte veces el monto asignado a los planes de socorro social.

El caso argentino es más relevante porque involucra al mayor programa asistencial de Latinoamérica (Jefes y Jefas de Hogar). Fue introducido como un auxilio de emergencia en el pico de la catástrofe social del 2001-2002 y abarcó inicialmente a casi 2 millones de personas. Pero el monto de la cobertura (unos 50 dólares mensuales) no se ha modificado luego de varios años de creciente carestía. Este ingreso ya no cubre siquiera la mitad de la canasta básica de alimentos y representa un quinto del monto necesario para alcanzar el status de pobre. Por eso nadie se atreve a presentarlo como un ingreso ciudadano.

Algunos analistas igualmente realzan el significado ideológico de este programa, argumentando que al menos introduce un principio de solidaridad[13]. Pero esta evaluación pierde de vista un parámetro mínimo de cooperación. Olvida que la estabilización de un subsidio tan misérrimo constituye más un atropello que un aporte a los empobrecidos. La Argentina ocupa el quinto lugar en el ranking internacional de los mayores exportadores de alimentos y detenta todos los recursos para elevar esa subvención.

Pero Kirchner está empeñado en el camino opuesto. En lugar de incrementar el auxilio propugna su eliminación y se enorgullece del recorte que ya aplicó a esa cobertura. En tres años de gestión anuló 445.000 planes argumentando que esta poda contribuye a transformar a los desempleados en trabajadores. Pero oculta que los expulsados del plan mantienen su condición de pobres o indigentes porque los salarios de los nuevos puestos laborales son bajísimos.

La reducción compulsiva de planes justamente empuja a los oprimidos hacia trabajos de extrema explotación y esta presión se acentuará si se concreta el plan oficial de dividir la subvención en dos categorías. Los “empleables” (medio millón) serían forzados a insertarse en un mercado laboral degradado y los “no empleables” (un millón) quedarían condenados a la supervivencia asistencial.

El gobierno busca anular los planes en vez universalizarlos porque apuntala el propósito patronal de abaratar la fuerza de trabajo. Por eso en lugar de generalizar el subsidio (elevar el monto y ampliar la cobertura) busca fragmentarlo en programas focalizados (niñez, ancianos)[14].

El rechazo a la universalización obedece también a la intención gubernamental de preservar la manipulación política del asistencialismo. Con el manejo discrecional de los planes el gobierno se aseguran la lealtad electoral de los grandes aparatos locales que digitan la distribución de esa ayuda. En el caso argentino esta utilización ha buscado reconstituir al Partido Justicialista y reducir la influencia lograda por la izquierda combativa.

Ética, derechos y conquistas

El principal fundamento teórico del modelo débil es la concepción liberal igualitarista de la equidad social. Se concibe a la renta básica como una aspiración ética del conjunto de la sociedad, que tomará cuerpo cuándo ciertos criterios morales de solidaridad capturen la conciencia colectiva[15].

Esta reivindicación ética del ingreso ciudadano aporta sólidos argumentos contra la naturalización neoliberal de la segmentación social. Demuestra que la reducción de los desniveles sociales debe constituir un objetivo de la población, en franca oposición a las tesis reaccionarias que elogian la polarización social. La visión progresista confronta también con el resurgimiento de argumentos victorianos que estigmatizan a los pobres y culpabilizan a los desamparados por su miseria.

La defensa ética de la igualdad social desenmascara la hipocresía de los derechistas que convocan a "equiparar las oportunidades” solo en la órbita educativa. Demuestra que esta meta es incompatible con la privatización de la enseñanza, porque la destrucción de la educación pública refuerza la segmentación social. Esta dualidad es típica de los neoliberales que por un lado ponderan la ventajas de la meritocracia y por otra parte congelan las desigualdades de origen[16].

La reivindicación ética de la renta básica demuestra que la polarización social no es resultado de la acumulación individual y diferenciada de conocimientos (el denominado “capital humano”). Es un efecto de la multiplicación simultánea de la riqueza y la miseria.

Pero la defensa del ingreso mínimo inspirada en principios de ética y justicia suele omitir el condicionamiento capitalista de la desigualdad social. Desconoce el carácter intrínsecamente injusto de un régimen que se asienta en principios inequitativos opuestos a la ampliación de los derechos sociales.

El liberalismo igualitarista rechaza el elitismo reaccionario pero observa al capitalismo como un sistema potencialmente inclusivo. Por eso supone que la equidad emergerá como una espontánea consecuencia de la aceptación de valores solidarios y comunitarios. Imagina la humanización del sistema actual bajo el impacto expansivo de la ética igualitaria.

Pero esta visión atribuye de hecho la insensibilidad social vigente a la ignorancia o perversidad de las clases dominantes, omitiendo el papel objetivamente regresivo que juegan las presiones competitivas del capitalismo. No percibe que la compulsión a incrementar el beneficio determina la explotación patronal de los asalariados e impide el desarrollo de una conciencia igualitaria compartida por todos los miembros de la sociedad.

Algunos teóricos reconocen esta limitación pero apuestan a superarla mediante un ingreso ciudadano que perfeccione el estado de bienestar. Recuerdan que este sistema surgió con formas de protección básica para los asalariados (modelo bismarkiano del siglo XIX) e incorporó luego auxilios generalizados para los desvalidos y los desamparados (modelo beverdigeano de posguerra). Por eso estiman que un nuevo avance en la progresión hacia la solidaridad podría lograrse con la renta básica universal (modelo paineano del futuro)[17].

Pero si la evolución del capitalismo siguiera esa pauta positivista de bienestar social ascendente, el fascismo y la guerra no habrían irrumpido a mitad del siglo XX y el neoliberalismo no habría resurgido en las últimas décadas. Al atribuir estas oleadas reaccionarias a pesadillas ocasionales o a lamentables desaciertos de las elites gobernantes se desconoce que el capitalismo tiende periódicamente a socavar las conquistas sociales.

Esta agresión es un impulso cíclico del propio sistema resultante de la recomposición de la tasa de ganancia mediante atropellos que abaratan los costos empresarios. Ninguna regulación económica, ni mejoramiento de las políticas sociales puede anular esta inclinación del capitalismo a destruir en los períodos de crisis lo que concedió durante la prosperidad.

Como el liberalismo igualitarista desconoce esta dinámica regresiva supone que los capitalistas aceptarán la renta básica cuándo este derecho conquiste legitimidad. Estima que una batalla ideológica contra la ignorancia social culminará con el reparto equitativo de los recursos.

Esta concepción iluminista subyace en la denominación a veces elegida para el ingreso mínimo. Algunos autores hablan de “renta básica” para aludir a un derecho sobre la propiedad común de toda la sociedad y no a un “ingreso” específico (derivado del capital, el trabajo o la tierra), un “dividendo” (resultante de beneficio empresario) o a un “subsidio” (otorgado por caridad).

Este abordaje concentra la defensa del proyecto en el terreno jurídico con argumentos favorables a los derechos de los oprimidos. Pero omite indagar cómo el capitalismo condiciona estas reglas y también desconoce los estrictos límites que establece este sistema frente a las conquistas que contrarían el reinado de la ganancia. No registra como esta barrera actúa cuándo se afecta la libertad de las grandes empresas para acumular beneficios.

Al abstraer el funcionamiento de la justicia del marco capitalista el liberalismo igualitarista despliega razonamientos formalistas o abstractos, que atribuyen a las normas legales un poder determinante del curso de la economía. De este equivoco surge la tendencia a sustituir la batalla social por la renta básica por propuestas de mejoramiento del estado de derecho[18].

Por eso los partidarios de este enfoque también minimizan la resistencia de los capitalistas al ingreso mínimo genuino. No mensuran el efecto revulsivo que tendría esta conquista en un sistema basado en la explotación del trabajo asalariado. El liberalismo igualitario ignora la necesidad de desbordar el horizonte jurídico del capitalismo para implantar plenamente el nuevo derecho social.

La expectativa keynesiana

La presentación del ingreso ciudadano como una ampliación del estado de bienestar se apoya también en hipótesis keynesianas[19]. Se supone que la renta básica impactaría positivamente sobre la demanda, incentivando el repunte de la inversión y recreando un “círculo virtuoso” de la producción impulsada por el consumo.

Pero este efecto estimulante es solo una posibilidad y no una regla del capitalismo. Se verifica con cierta perdurabilidad únicamente cuándo el ensanchamiento de la demanda coincide con el incremento del beneficio. Los capitalistas solo invierten si esperan que el crecimiento del consumo mejorará sus ganancias. Si esta estimación de lucro no es satisfactoria la secuencia keynesiana no despega, ni progresa.

La mediación del beneficio es la característica central del capitalismo en cualquiera de sus modelos. Este eslabón explica porqué el ahorro no se transforma automáticamente en inversión y porqué el crecimiento no genera espontáneamente empleo. La recuperación del consumo es solo un elemento del escenario económico y no define por sí misma la conducta de los empresarios.

Algunos teóricos consideran que el impacto económico positivo de la renta básica bajo el capitalismo está garantizado por sus efectos sobre la innovación. Estiman que al encarecer los costos laborales induciría a los empresarios a incrementar la inversión en maquinaria. Pero olvidan que esta acción también depende de cálculos de rentabilidad. El aumento del gasto salarial no impulsa automáticamente el cambio tecnológico. A veces produce el efecto inverso de incentivar una secuencia de generalizada desinversión. Lo que determina el signo del ciclo económico es un variado conjunto de circunstancias, que no se limita al poder adquisitivo o la innovación. Para que la  renta básica induzca mayores erogaciones en tecnología se requiere la presencia de ciertas condiciones.

No hay que olvidar que la receta keyenesiana siempre tuvo un radio limitado de aplicaciones. Resultó efectiva en un marco histórico peculiar (la reconstrucción de posguerra), en algunos países (Europa, Estados Unidos) y durante lapsos limitados (hasta la reacción neoliberal). Por eso el impacto económico del ingreso mínimo en el contexto actual es muy incierto.

Su instrumentación chocaría frontalmente con la actitud prevaleciente entre las clases dominantes y es muy previsible que despierte una gran resistencia de los capitalistas, que recurrirían a rechazos brutales o a mecanismos neutralizadores de esa conquista. A nadie se le escapa que la renta básica removería los avances reaccionarios de la última década neoliberal.

Los keynesianos desconocen estas contradicciones y simplifican el efecto eventual del ingreso mínimo. Imaginan que su introducción reproducirá espontáneamente el contexto de posguerra y que la oposición patronal se limitará a obstrucciones legislativas, campañas mediáticas o barreras judiciales. Olvidan que el veto de las clases dominantes seguramente incluiría el uso de instrumentos de presión mucho más contundentes como la generalización del desabastecimiento, el aliento de la inflación y la multiplicación de la desinversión. Cabe esperar, además, que recurran a los aceitados mecanismos de la fuga de capital. Ignorar esta reacción es un signo de ingenuidad que ilustra la indecisión (o incapacidad) de la heterodoxia para luchar por la vigencia de la renta básica.

Discutir esta conquista implica analizar con realismo los escenarios de su introducción, reconociendo que ya no impera la actitud capitalista conciliadora que impuso el temor al socialismo durante la posguerra. Eludir esta reflexión constituye una forma anticipada de renunciar al nuevo derecho y presagia una adaptación a las variantes asistencialistas[20].

El rechazo capitalista al ingreso mínimo sería aún mayor en Latinoamérica. En esta región las clases dominantes cuentan con menores recursos para afrontar las demandas sociales y enfrentan movilizaciones, rebeliones o insurrecciones de mayor calibre. Las clases opresoras están acostumbradas a responder con furia a las exigencias populares. Conocen muy bien la forma de expatriar capital porque mantienen significativas porciones de sus patrimonios en el exterior y están habituadas a lidiar con cataclismos económico-sociales. Definir como se actúa frente a este boicot es el problema político clave de la lucha por este derecho.

¿Pobreza o desigualdad?

La demanda de una renta básica coloca el eje de la crítica social en la desigualdad en oposición al enfoque neoliberal centrado en la pobreza. Los derechistas se lamentan por la miseria, pero no objetan el ensanchamiento de la brecha social. Al contrario, identifican esta polarización con el incentivo a “imitar a los triunfadores” y presentan la inequidad como un motor del desarrollo capitalista. Jamás discuten qué grado de factibilidad tiene esta emulación, porque no es fácil probar que cualquier ciudadano puede alcanzar mediante su esfuerzo cotidiano la fortuna de un multimillonario.

Los neoliberales afirman que solo la pobreza es indeseable. Proponen reducirla por razones humanitarias o por el temor a las perturbaciones sociales. Estiman que la miseria deriva de cierta inferioridad genética, cultural o educativa que arrastran ciertos grupos y atribuyen el mal a causas individuales contingentes (carencia de valores, falta de motivaciones, baja autoestima). Las víctimas son invariablemente responsabilizadas por sus desgracias.

Pero al desconectar la pobreza de la riqueza los neoliberales presentan como variables independientes dos procesos estructuralmente asociados, omitiendo que bajo el capitalismo los beneficios de los privilegiados se nutren de los sufrimientos de los desposeídos. Como niegan esta retroalimentación suponen que la competencia y la desigualdad incentivarán una sana puja por el mayor bienestar, una vez eliminado cierto piso moralmente inadmisible de pobreza[21].

¿Pero qué grado de comprobación exhibe este modelo? Bajo el capitalismo el enriquecimiento de las minorías se sostiene en la apropiación de ingresos generados por la mayoría y por eso la pobreza reaparece con la multiplicación de la desigualdad. La competencia no impide el progreso de ciertos individuos, pero es incompatible con un avance social de las mayorías perdurable en el tiempo.

Si el capitalismo tendiera a eliminar la miseria habría logrado extinguirla hace mucho tiempo. Se habría repetido lo ocurrido con ciertas epidemias –como la lepra o la viruela- que fueron erradicadas o drásticamente reducidas. Si por el contrario la pobreza se recrea, es porque la competencia renueva su presencia en un marco de creciente opulencia. La renta básica propone resolver esta asimetría reconociendo estas raíces sociales conjuntas de la miseria y la inequidad.

El liberalismo igualitarista plantea corregir ambos problemas con medidas redistributivas incluyentes que identifica con la regulación del capitalismo. Pero omite que la perdurabilidad de cualquier conquista está amenazada bajo un sistema que atropella, barre o amputa los logros obtenidos por el movimiento popular.

Lo que renueva la pobreza y la desigualdad es el funcionamiento del capitalismo en torno a la explotación, el beneficio y la competencia. En la actualidad, la miseria ya no recae solo en los campesinos expulsados de sus tierras sino también en los obreros descalificados y los jóvenes desocupados, que conforman la masa contemporánea de excluidos. Los capitalistas lucran con las privaciones de los desamparados, porque estos padecimientos acrecientan la competencia laboral y mantienen elevado el desempleo.

Este marco de opresión refuerza la fuente directa de la ganancia patronal que es la explotación de trabajadores. Este beneficio es un producto del esfuerzo laboral activo de los incluidos en un contexto de carencias de los excluidos. El capitalismo opera con mecanismos complementarios de opresión y explotación[22]. 

La renta básica permitiría comenzar a erradicar ambas formas del sufrimiento popular. Como existe un pasaje continuo de asalariados y desocupados por el universo compartido de la pobreza y de la explotación, el ingreso mínimo atenuaría ambas modalidades del padecimiento social. Los dos procesos se encuentran altamente interconectados. Todos los pobres sufren la opresión y un número significativo de ellos también padece la explotación. Con grandes desniveles entre los distintos países, la miseria también afecta a muchos incluidos del sistema.

Sin eliminar la explotación no es factible superar las desigualdades sociales. En esta forma de sometimiento laboral se apoya la generación de plusvalía que sostiene al beneficio empresario. La explotación no es equiparable a cualquier otra inequidad, porque alimenta la expropiación del trabajo asalariado en que se apoya la acumulación. Aunque el capitalismo heredó, multiplicó o inauguró múltiples variedades de opresión, su especificidad histórica radica en la introducción de un tipo peculiar de explotación.

Cualquier batalla consecuente por la renta básica pone de relieve la red de conexiones que vincula a la pobreza con la desigualdad y la explotación. Esta madeja es particularmente visible en Latinoamérica, porque la región exhibe al mismo tiempo los efectos de la pauperización, la polarización de ingresos y la degradación laboral.

En la mayoría de los países de la zona el 10% más rico de la población acapara más de la mitad del ingreso y el 10% más pobre apenas recibe menos del 1% de ese total. Esta brecha se ha incrementado de manera sostenida en las últimas décadas, ya que el desnivel entre el 1% más rico y el 1% más pobre pasó de 237 veces (1980) a 285 (1985) y a 417 (1995)[23].

Otros cálculos destacan que el porcentaje de hogares cuyos ingresos son inferiores al promedio saltó del 65% (1970) al 75% (1990) del total y subrayan que la concentración del patrimonio es aún más elevada que el acaparamiento del ingreso. Por eso 2 de cada 3 hogares de la región se ubican por debajo de un nivel de consumo satisfactorio[24].

América Latina ocupa el primer puesto en el índice mundial de desigualdad. El coeficiente Gini que mide este desnivel alcanza 49,3 puntos, es decir un guarismo superior a Africa (45), Asia del Este y el Pacífico (38,1), los países industrializados (33,8) y Asia del sur (31,9) [25]. Pero lo importante no es solo denunciar esta desigualdad extrema, sino captar su conexión con el grado exorbitante de explotación que impone la precarización, el desplome de los salarios y el desempleo.

En 1999 los salarios mínimos se ubicaron un 26% por debajo de 1980 y los costos salariales alcanzaron apenas un sexto o un octavo de sus equivalentes en los países desarrollados. El desempleo abierto ascendió sostenidamente (de 5,7% en 1991 a 8,8% en 1999), afectando a más personas durante períodos más prolongados. La informalidad laboral se ha generalizado y abarca -según los países- desde el 22 % hasta el 65% de la población. La brecha social se amplía reflejando esta combinación de procesos que expulsan y degradan a la fuerza de trabajo[26].

En la última década en Latinoamérica se ha verificado que la pobreza se multiplica en los períodos de crisis y que la desigualdad se afianza en la fases de estabilización. Ni siquiera los voceros del Banco Mundial desconocen esta relación entre ambos procesos y por eso actualmente incluyen en sus discursos ciertas promesas de redistribución. Abogan por reducir la brecha social de Brasil a niveles de Polonia y proponen aproximar la fractura vigente en Argentina o Uruguay al promedio de Corea del Sur[27]. Pero como lo prueba el caso de Chile sus políticas marchan en la dirección opuesta. Al cabo de un sostenido período de crecimiento el porcentaje de pobreza se redujo en ese país junto al aumento de la desigualdad. Y esta consolidación a su vez augura la renovación futura de la pobreza.

El enfoque socialista

Existe un modelo fuerte de renta básica concebido desde una perspectiva socialista. En este enfoque el ingreso ciudadano es visto como un derecho inalienable cuya conquista implicaría un serio desafío para el capitalismo y cuya consolidación requeriría superar los marcos de este sistema. Este logro incluiría montos significativos y tendría un alcance individual, universal e incondicional. Por eso superaría cualquier avance social obtenido en los últimos dos siglos.

La instauración de este subsidio revolucionaría el mercado de trabajo porque aseguraría a toda la población un ingreso de vida desvinculado de la actividad laboral. Los principios tiránicos que actualmente rigen el proceso de contratación y despido de los asalariados quedarían socavados por un mecanismo que reduciría drásticamente la facultad de los capitalistas para manejar esta relación[28].

En esta propuesta la renta básica no sería “un derecho más”. Cuestionaría el pilar salarial del capitalismo, amenazando también la propiedad privada de los medios de producción y el irrestricto funcionamiento de los mercados, es decir los otros dos cimientos de este sistema.

A diferencia del modelo keynesiano el planteo socialista explicita el horizonte anticapitalista del ingreso mínimo y destaca la necesidad de luchar en forma consecuente por su conquista. Este enfoque no busca convencer a los empresarios de las ventajas comunes de la medida, ni espera que su logro surja de la buena voluntad de los patrones. Concentra todos los esfuerzos de la demanda en la movilización popular, entendiendo que cualquier conquista social significativa requiere fuertes confrontaciones con las clases dominantes[29].

La propuesta socialista se basa en reconocer que los logros populares dependen más de la lucha que de la coyuntura económica. Aunque en los períodos de reactivación es más fácil obtener reformas que en las etapas recesivas, este condicionamiento nunca determina lo que se conquista. Los capitalistas no sólo defienden sus beneficios en función de los negocios de corto plazo, sino también como un principio de autoridad contra cualquier desafío por abajo.

El enfoque socialista es importante en Latinoamérica para desenvolver los proyectos de redistribución que propugnan revertir la pesadilla neoliberal. Su implementación dependería en cada país de situaciones muy variadas de endeudamiento, industrialización o tenencia de recursos agrícolas y energéticos. Pero en todos los casos esta conquista debería financiarse con reformas fiscales progresivas y con el uso de los fondos actualmente destinados a pagar la deuda externa y subvencionar a las grandes empresas.

La introducción de estas reformas permitiría desenvolver una dinámica de cambios anticapitalistas tendientes a transformar los cimientos sociales de la producción. Solo este curso garantizaría las mejoras populares y evitaría que las clases dominantes tarde o temprano reviertan los avances redistributivos. La renta básica debería ser un hito del avance hacia el socialismo y no en un nuevo episodio del vaivén de la acumulación.

Esta perspectiva es la principal característica del modelo anticapitalista. Este enfoque reconoce la posibilidad de introducir formas significativas de renta básica en los países avanzados y modalidades restringidas en la periferia bajo el régimen actual. Pero subraya que la conquista plena y perdurable de este derecho requiere el debut de un proceso socialista.

Algunos teóricos objetan esta visión considerando que puede prescindirse de una sociedad no capitalista para instaurar una renta básica plena. Estiman que bajo el sistema actual podría incluso alcanzarse el estadio que Marx ambicionó para el comunismo (ingreso acorde a las necesidades e independiente del trabajo realizado)[30]. Pero esta hipótesis es inverosímil porque imagina un modelo de capitalismo no capitalista, es decir opuesto a los basamentos de este modo de producción. Concibe un régimen proclive a la igualdad bajo un sistema que funciona recreando la polarización social.

Otros autores confían en la capacidad de autocorrección del capitalismo y en el impulso de este régimen al progreso social y a la multiplicación de las oportunidades[31].  Pero si la discusión sobre la renta básica ya alcanzó cierta relevancia es por el reiterado fracaso de esta creencia. El actual panorama de generalizada miseria en la periferia y apabullante desigualdad en el centro confirma que el ingreso mínimo debe enlazarse con la construcción de otra sociedad.

Oportunidades y estrategias

La renta básica es una demanda crecientemente incorporada al pensamiento de izquierda. Existe, sin embargo, cierta aversión a esta reivindicación entre quiénes asocian este reclamo con su distorsión neoliberal. Algunos autores además objetan la factibilidad de cualquier proyecto redistributivo bajo el capitalismo. Destacan la irrelevancia de los cambios registrados en la esfera de la distribución bajo un sistema que opera en torno a la producción. Estiman que las mejoras del salario y el poder adquisitivo carecen de impacto sustancial sobre un régimen basado en la acumulación y el beneficio[32].

Pero este razonamiento confunde los límites del esquema keyenesiano con su imposibilidad absoluta y no distingue la errónea idealización heterodoxa del capitalismo con la promisoria lucha por reformas sociales. Mientras que en el primer caso se propicia el pasivo arribo de un “círculo virtuoso” de consumo y producción, en el segundo se batalla activamente por mejorar el nivel de vida popular.

Descalificar la redistribución porque se materializa en la esfera de la distribución equivale a desconocer que en este ámbito comenzaron todas las reformas de los últimos dos siglos. Los aumentos salariales se lograron a costa del beneficio y los subsidios progresistas a los desempleados se obtuvieron forzando la mayor tributación de los acaudalados. Extendieron al ingreso de los asalariados cierta porción del avance de la productividad y pudieron frenar la tendencia capitalista al atropello de los derechos populares.

Es equivocado desconocer la posibilidad de avances redistributivos. Estas conquistas son factibles en ciertos períodos y países y tiene un efecto estimulante para el desarrollo de un proyecto anticapitalista. Captar esta dinámica y desenvolver las potencialidades de esta lucha es decisivo para gestar el socialismo del siglo XXI.

El ingreso mínimo es una reivindicación que emergió por la masificación del desempleo, que es un rasgo del capitalismo contemporáneo. Complementa la demanda de reducir la jornada de trabajo y brinda una solución inmediata a la masa estructural de empobrecidos sin trabajo. No existe ninguna contraposición entre ambas reivindicaciones, si son encaradas en la misma perspectiva de lucha por el socialismo.

La batalla por el ingreso mínimo exige una acción convergente de los excluidos con los incluidos. Ambos grupos necesitan actuar conjuntamente para doblegar al enemigo capitalista. Mientras que las clases dominantes aprovechan el esfuerzo activo de los explotados y lucran con el aval pasivo de los oprimidos, los sectores populares necesitan aliarse entre sí para conquistar reformas que apuntalen el proyecto de emancipación.

Los excluidos dependen de los incluidos para afectar los intereses de las grandes empresas y los explotados necesitan consenso mayoritario para imponer su demandas. Este empalme requiere que la lucha por el ingreso mínimo de los oprimidos no desaliente (ni compita) con la exigencia de mejoras salariales de los explotados. Esta fractura se evita desenvolviendo simultáneamente las demandas de los desocupados y de los asalariados, sin temer los efectos anticapitalistas de esta acción. En la perspectiva socialista, la renta básica es un momento clave del avance hacia una sociedad de bienestar colectivo, libertad real y realización personal.

Buenos Aires, 17-9-05.


Notas:

[1]Economista, profesor de la UBA, investigador del Conicet. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página Web es: www.netforsys.com/claudiokatz

[2]Berger Johannes. “The capitalist road to communism”. Theory and Society, vol 15,  n 5, 1987.

[3] Existe una red internacional de promotores del ingreso básico (Basic Income Earth Network) que reúne estas investigaciones. Bartomeu Maria Julio, Doménech Antoni, Raventos Daniel. “Dignidad universal e incondicional”. Le Monde Diplo, julio 2005, Buenos Aires.

[4]La política del Banco Mundial es expuesta por Perry Guillermo. Prólogo a las actas del taller sobre pobreza” en Exclusión social y reducción de la pobreza”, FLACSO, Costa Rica, 2003.

[5]En un año de estancamiento del PBI en Latinoamérica se anula entre el 50 % y el 100 % de la reducción de la pobreza resultante de 4 o 5 años de intenso crecimiento. Franco Rolando. “Grandes temas del desarrollo social”, en Desarrollo social en América Latina, FLACSO, Costa Rica, 2002.

[6] Una descripción crítica muy precisa de este modelo brinda: Fernández Iglesias José. Las rentas básicas, El Viejo Topo, Madrid, 2002.

[7] Los índices de pobreza en la región se mantienen muy elevados (40,5% en 1980, 48,3% en 1990 y 43,8% en 1999), mientras las cifras de indigencia no decaen (18,6% en 1980, 22,5% en 1990 y 18,5% en 1999). La nueva pauperización urbana pasó del 25% (1980) al 34% (1990) y explica el 60% de este flagelo en la actualidad. Altimir Oscar. “Desigualdad, empleo y pobreza en América Latina”. Pobreza y desigualdad en América Latina, Paidos, Buenos Aires, 1999. Portes Alejandro, Roberts Bryan. “Empleo y desigualdad urbanos bajo el libre mercado”. Nueva Sociedad, n 193, septiembre-octubre 2004, Caracas.

[8]Hemos analizado críticamente este problema del modelo keynesiano que propugna la CTA en Argentina en: Katz Claudio. “Dos proyectos de redistribución”. EDI-Publicación de los Economistas de Izquierda, número 1, abril 2005, Buenos Aires.

[9]Morley Samuel. “Efectos del crecimiento sobre la distribución del ingreso”. Revista de la CEPAL 71, agosto 2000.

[10]Estimación de Tokman citada por Borón Atilio. Tras el Buho de Minerva, Clacso, Buenos Aires, 2000. (cap 6)

[11]Es el caso de Suplicy  Eduardo. “A conquista da dignidade para todos”. Jornal do Brasil, 30-12-05.

[12]Herrera Ernesto. “Un cambio en la misma dirección”, Correspondencia de Prensa n 3076, 3-6-05.

[13]Es el caso de Wainfeld Mario. “Quién quiere oír que oiga”. Página 12, 29-7-05. 

[14]El debate sobre este tema es recogido por Vales Laura. “Para rediscutir la política social”. Página 12, 29-7-05.

[15]Este enfoque que complementa la argumentación heterodoxo-keynesiana es defendido por: Parijis Philippe. “Más allá de la solidaridad”, en Ciudadanías y derechos humanos sociales. Escuela Nacional Sindical, Medellín, 2001.

[16] Callinicos Alex. Igualdad, Siglo XXI, Madrid 2003 (cap 3 y 4).

[17]Van Parijis. “Más allá”

[18]Analiza este problema: Boron Atilio. “Justicia sin capitalismo, capitalismo sin justicia”, Teoría y filosofía política. La recuperación de los clásicos en el debate latinoamericano. CLACSO, Buenos Aires, marzo de 2002.

[19] Esta interpretación plantea Nove Alec. “A capitalist road to communism. A comment”. Theory and Society, vol 15,  n 5, 1987.

[20]Resalta esta implicancia: Callinicos Alex. “Egalitarism and anticapitalism. A reply”. Historical Materialism, n 11.2, 2003.

[21]Esta tesis defiende: Grondona Mariano. “De Nueva York a Londres: ¿quién es el enemigo”?. La Nación, 10-7-05.

[22]Esta caracterización desarrolla: Wright Eric Olin. “El análisis de clase de la pobreza”, en Caravana Julio, Desigualdad y clases sociales, Fundación Argentaria, Madrid, 1995.

[23] Burchardt Han Jurgen. “El nuevo combate internacional contra la pobreza”. Nueva Sociedad, n 193, septiembre-octubre 2004, Caracas

[24]Franco. “Grandes temas”.

[25]Hoffman  Kelly, Centeno Miguel Angel. “El continente invertido”. Nueva Sociedad, n 193, septiembre-octubre 2004, Caracas.

[26] Franco, Tokman, Gordon (citados)

[27]Perry Guillermo. Citado por Julio Nudler, Página 12, 12.7-04.

[28] Este impacto subraya: Wright Erik Olin. “Why something like socialism is necessary for the transition to something like communism” Theory and Society, vol 15,  n 5, 1987.

[29] El escepticismo en la acción por abajo y la esperanza de lograr la comprensión de los patrones o el auxilio sustituto del estado es en cambio el planteo dominante de O´Donnell Guillermo. “Pobreza y desigualdad en América Latina”. Pobreza y desigualdad en América Latina, Paidos, Buenos Aires, 1999.

[30]Van der Veen Robert, Van Parijs Philippe. “A capitalist road to communism”. Theory and Society, vol 15,  n 5, 1987.

[31]Przeworski Adam. Capitalismo y socialdemocracia, Alianza, Madrid, 1988 (Postscriptum: socialdemocracia y socialismo).

[32]Oviedo Luis. “La crisis capitalista y la política social de la burguesía”. En defensa del marxismo, n 20, mayo 1998, Buenos Aires.

Volver