La
democracia socialista del siglo XXI
Por
Claudio Katz [1]
Enviado
por el autor, 08/06/07
Resumen:
Una democracia sustancial solo puede construirse erradicando la
dominación capitalista, eliminando la desigualdad y dotando a los
ciudadanos de poder efectivo en todas las áreas de la vida social.
Estas metas podrán alcanzarse con una democracia socialista
diferenciada del fracasado totalitarismo burocrático, que actualice
los viejos ideales e implemente nuevas formas de participación
popular.
Este
proyecto exige gestar otra democracia y no radicalizar la existente.
Requiere partir de caracterizaciones de clase para comprender el
constitucionalismo contemporáneo e introducir transformaciones
radicales, que no se reducen a expandir un imaginario de igualdad.
También presupone retomar la tradición que opuso a las revoluciones
democráticas con las revoluciones burguesas.
La
regulación de los mercados, el ensanchamiento del espacio público y
la acción municipal son temas de controversia con la democracia
participativa. En ausencia de perspectivas socialistas, las
iniciativas democratizadoras en estos campos no modifican el orden
vigente. El presupuesto participativo de Porto Alegre brinda un
ejemplo de estas limitaciones, pero en Venezuela tiende a verificarse
otro camino, en la medida que continúe la radicalización del proceso
bolivariano.
Es
un error mayúsculo desconocer la relevancia actual de la democracia
para un proyecto socialista. Este desacierto se comprueba en los
planteos favorables a la dictadura del proletariado, que eluden
caracterizar el futuro régimen político. También es incorrecto
identificar la transición post-capitalista con el liderazgo de un
partido único, ya que esta organización no puede procesar la
heterogeneidad política de las clases populares. Estas conclusiones
son importantes para una renovación socialista en Cuba que impida la
restauración capitalista. También son relevantes para la discusión
que ha suscitado en Venezuela la conformación del nuevo partido
socialista.
A
diferencia del planteo consejista, la democracia socialista no
equipara los organismos surgidos de una sublevación popular con las
instituciones post-capitalistas. Reconoce las peculiaridades de la
experiencia soviética y promueve la representación indirecta. También
recupera el realismo que exhibieron los marxistas clásicos para
concebir un sistema político emancipador. Las tensiones entre
participación colectiva y desarrollo personal no desaparecerán en
una transición socialista, pero se desenvolverán en un marco de
principios igualitarios.
¿Cuál
debería ser el régimen político de una sociedad post-capitalista?
Este interrogante cobra actualidad, a medida que el socialismo del
siglo XXI comienza a debatirse en el movimiento popular. Una opción a
considerar es la democracia socialista como un proyecto superador,
tanto del constitucionalismo y del localismo ensayados en la región,
como del totalitarismo burocrático implementado en el ex “campo
socialista”.
Proyectos
y objetivos
El
socialismo apunta a construir una sociedad igualitaria a partir de la
erradicación del capitalismo y la expansión de la propiedad
colectiva de los medios de producción. Este proceso exige desenvolver
la autodeterminación popular, bajo una modalidad que debería
contener las características de una democracia socialista. Este
sistema político sustituirá el régimen actualmente dominado por los
banqueros, los industriales y los burócratas por un gobierno soberano
del pueblo, que pondrá en práctica una democracia real.
Al
sustraer los derechos esenciales (educación, salud, alimentación,
ingreso básico) de las reglas de mercado, una transformación
socialista permitirá mejorar el nivel de vida y reducir drásticamente
la desigualdad. La paulatina socialización del proceso productivo
aportará a la población los recursos, el tiempo y las calificaciones
necesarias para participar, deliberar y decidir los destinos de la
sociedad.
Estos
cambios favorecerán la expansión de la democracia a todas las áreas
de la vida social. Formas de gestión mayoritarias serían
introducidas en la economía (fábricas, bancos, servicios), el estado
(administración, ejército, justicia) y la actividad pública
(educación, salud, medios de comunicación). La mera rotación de
funcionarios al servicio de las clases dominantes quedará sustituida
por una efectiva presencia de los exponentes de la opinión popular.
De esta forma cesaría la separación entre esferas políticas
-formalmente sometidas al voto ciudadano- y áreas económicas
exceptuadas de ese principio. Desaparecería la fractura que ha
permitido a los capitalistas dominar, sin transparentar la supremacía
que ejercen en la sociedad actual.
La
democracia socialista generalizará todas las iniciativas que
favorecen la intervención masiva. La deliberación popular, las
audiencias públicas y las consultas periódicas ya no serán
episodios pasajeros. Conformarán la norma usual de un sistema regido
por la auto-administración y sostenido en mecanismos de participación,
representación y control colectivo.
Las
principales decisiones quedarán sometidas al dictamen del voto, que
expresará el poder real de los sufragantes. Los comicios actualmente
consensuados por las clases opresoras se transformarán en desenlaces
reales de la voluntad colectiva. Estos actos dilucidarán encrucijadas
relevantes, zanjarán conflictos y brindarán aval a las iniciativas más
apreciadas.
La
democracia socialista ensancharía el alcance del sufragio, que los
capitalistas han integrado a su gestión del orden vigente. Esta
absorción ha implicado la conversión de conquistas populares en
instrumentos de legitimación del status quo. Desde mediados del siglo
XIX, cada ampliación geográfica del constitucionalismo ha
desembocado en este reforzamiento de la supremacía capitalista.
Al
convertir los derechos formales en atributos sustanciales, la
democracia socialista modificará el carácter de la ciudadanía. Los
derechos políticos que todos los miembros de la sociedad ya detentan
con independencia de su status social, raza o religión, quedarán
transformados en derechos plenos de individuos emancipados. Este salto
histórico sentará las bases para gestar la democracia real del siglo
XXI. Se afianzará la remodelación de los sistemas políticos a
escala regional, continental y mundial, pero al servicio de la población
y no de un puñado de bancos o empresas transnacionales.
Antecedentes
y precursores
El
colapso registrado en la Unión Soviética y Europa Oriental confirma
que el socialismo no puede construirse sin democracia. Las tiranías
se hundieron en esos países en medio de la hostilidad y la
indiferencia popular, porque habían sofocado los elementos de
socialismo que contenían en su origen. Actuaban como dictaduras
manejadas por una capa de burócratas divorciados de la población.
Para reconstruir un programa socialista hay que exponer con nitidez
esta incompatibilidad del totalitarismo con un proyecto
anticapitalista.
La
democracia y el socialismo transitan por el mismo carril. Es imposible
erigir una nueva sociedad sin crear condiciones de creciente libertad.
La democracia socialista reuniría ambas metas y actualizaría el
objetivo de Marx de avanzar conjuntamente hacia la “emancipación
política y humana”.
Este
proyecto se inspira especialmente en la síntesis que promovió Rosa
Luxemburg al rechazar la identificación convencional de la democracia
con el capitalismo. No solo resaltó el antagonismo que opone la
soberanía popular con los privilegios clasistas, sino que promovió
la ampliación de las libertades públicas conquistadas bajo el orden
burgués. Remarcó especialmente el rol que tienen los derechos
electorales en la preparación de un gobierno post-capitalista.
Luxemburg
contrapuso la democracia superflua que pregona la burguesía con la
democracia integral que necesitan los trabajadores. No le asignó a
este mecanismo una finalidad puramente instrumental, a utilizar o
desechar en función de cada coyuntura política. Subrayó la
gravitación de la democracia genuina para la maduración política de
las masas y la gestación del socialismo. Esta confianza en la acción
popular y el rechazo a cualquier sustitución de ese protagonismo
constituyen el cimiento de la democracia socialista.
La
democracia plena es un viejo ideal de los oprimidos gestado en
confrontación con el elitismo. El constitucionalismo contemporáneo
mantiene este desprecio hacia las masas, bajo la pantalla del
formalismo republicano. Ya no identifica directamente la democracia
con el desorden, la muchedumbre y la degeneración de gobiernos
sometidos a multitudes incultas. Pero acepta únicamente el régimen
político que preserva el poder de los capitalistas.
Por
el contrario, la democracia socialista se basa en un principio
igualitario que reivindica el gobierno de las mayorías. Retoma las
metas concebidas por los utopistas del siglo XVI, por los teóricos
roussonianos y por los rebeldes, que en el siglo XIX buscaron gestar
una “democracia social” fusionando los derechos ciudadanos con las
mejoras populares. Este proyecto se contraponía a la “democracia
colonial” (erigidas en áreas expropiadas a la población nativa), a
la “democracia imperialista” (instrumentada por las grandes
potencias) y a la “democracia liberal” (que surgió asentada en la
proscripción del grueso de la población).
Esta
misma tradición se expresó en América Latina en los programas
radicales esbozados por los sectores revolucionarios que intentaron
ensamblar las formas republicanas con la emancipación de los esclavos
y los siervos. La “democracia social” siempre fue en esta región
una batalla por la reforma agraria, la independencia nacional y la
eliminación del elitismo oligárquico.
Estas
herencias son tan significativas como el antecedente ateniense, que
otorgaba preeminencia al ciudadano. A diferencia del
constitucionalismo burgués, en la Polis de la Antigüedad no existían
áreas protegidas del voto. La sociedad se asentaba en nítidas
estratificaciones (los esclavos, mujeres y extranjeros carecían de
derechos), pero quiénes gozaban del atributo de la ciudadanía influían
realmente en el destino de la ciudad.
La
democracia socialista adaptaría estos precedentes al nuevo contexto
del siglo XXI. Tomaría en cuenta las lecciones que han dejado la
expansión del constitucionalismo, el desplome del “socialismo
real” y las acotadas experiencias de la democracia participativa.
Pero la mejor forma de clarificar el contenido concreto de este
proyecto es confrontando sus afinidades y divergencias con otros
programas próximos.
“Radicalizar
la democracia”
Una
tesis que proclama cercanía con la democracia socialista postula
extender la igualdad a todos los ámbitos de la sociedad, para
completar el proceso inaugurado en 1789. Considera que la democracia
es un concepto que provee los impulsos suficientes para consumar esta
ampliación. Estima que facilita los avances progresistas porque
propaga un imaginario de equidad y supone que con la guía de este
principio se pueden encarar “nuevas revoluciones” que
“radicalicen la democracia”.
Pero
este impulso nunca ha bastado para implementar transformaciones
significativas. El potencial igualitario que efectivamente contiene el
concepto de democracia, no permite remover los obstáculos que
interpone el capitalismo a la realización plena de ese proyecto. Sus
ideales implícitos solo aportan un componente, al arsenal de recursos
necesario para lograr ese objetivo.
Pero
existe otro problema. La democracia arrastra múltiples significados.
En su acepción formal o constitucionalista no socava al capitalismo,
sino que refuerza a ese sistema. Por eso conviene aclarar siempre que
la democracia socialista y burguesa son dos proyectos antagónicos y
no escalones de concreción de una misma meta.
La
propuesta de “radicalizar la democracia” desconoce esta oposición
y concibe al socialismo como un estadio, que en algún momento emergerá
del perfeccionamiento de las instituciones liberales. Propone alcanzar
este objetivo transitando el camino social-demócrata de mejoras
paulatinas del capitalismo, sin explicar porqué ese recorrido falló
tantas veces. Además, utiliza el término “revolución democrática”
en un sentido desconcertante, como antónimo de cualquier subversión
del orden vigente.
Lo
que habitualmente se cataloga como gradualismo, conservatismo o
reformismo aquí se denomina revolución. La confusión es mayúscula,
porque con ese término se alude un acontecimiento explícitamente
opuesto a la tradición jacobina o marxista. La revolución democrática
no implica en este caso rupturas con el régimen capitalista, sino tan
solo irradiaciones de un imaginario de igualdad, libertad y
fraternidad.
Esta
expansión se asemeja más bien a un consenso de creencias, que al
ejercicio efectivo de la soberanía popular. Alienta una revolución
democrática destinada a transformar las esperanzas, los discursos o
las narraciones, pero no la dura realidad de la vida social. Como este
cambio es postulado, además, en convivencia con la ideología
liberal, carece de cualquier punto de contacto con un programa
socialista genuino.
Las
revoluciones democráticas del pasado no se redujeron a modificar el
imaginario de la población. Sacudieron al régimen opresor, a través
de sublevaciones masivas que arrasaron con las instituciones de las
clases dominantes. Estas conmociones impusieron una escala de
libertades públicas que siempre desbordó su localización inicial.
La revolución francesa inauguró este efecto de contagio, que se
repitió en todos los continentes durante los últimos dos siglos.
Las
conquistas democráticas siempre han requerido revoluciones palpables
y no solo imágenes de sus resultados potenciales. Estos logros se
obtuvieron en forma directa por el temor de las clases dominantes a un
estallido, en una dinámica que persistirá en el futuro. Por esta razón
la democracia plena emergerá de procesos revolucionarios y no de la
“radicalización” de instituciones liberales.
El
antecedente jacobino o marxista no ha perdido vigencia. Se han tornado
obsoletas las revoluciones burguesas, pero no sus equivalentes democráticas.
Mientras que el primer tipo de convulsiones apuntaba a despejar el
desarrollo del capitalismo, la segunda variante apuntó a expandir los
derechos de organización y expresión de los oprimidos. Ambos
acontecimientos irrumpieron frecuentemente en forma combinada, pero
las revoluciones burguesas fueron siempre hostiles a la intervención
de las masas y transitaron un pasivo recorrido desde arriba. Las
revoluciones democráticas se desarrollaron, en cambio, desde abajo y
con gran sustento popular. La brecha entre ambos procesos –que era
muy reducida en los albores del capitalismo- se ha transformado en la
actualidad en un abismo.
Por
esta razón, la revolución democrática tiene un alcance
potencialmente socialista y su logro exige reformas, rupturas
radicales y revoluciones. Impugnar este vínculo es la antesala de la
deserción socio-liberal, que comienza acotando las mejoras al marco
institucionalista y termina abandonando cualquier acción para obtener
esas conquistas.
Un
proceso real de revolución democrática desata la resistencia de los
poderosos y tiene implicancias socialistas. Una vez traspasada cierta
frontera de concesiones, los capitalistas defienden encarnizadamente
sus privilegios y generan conflictos que convulsionan el orden
vigente. La revolución constituye un momento esencial -aunque no único,
ni mágico- de gestación de la democracia socialista. Es un
acontecimiento extraordinario que debe ser analizado con seriedad, sin
abusar del término, ni deformar su contenido.
La
omisión clasista
Los
partidarios de radicalizar la democracia conciben su propuesta en
oposición a cualquier razonamiento de clase. Atribuyen a este
fundamento un sentido “esencialista” que obstaculiza la
caracterización de los sistemas políticos. Propician en cambio un
enfoque “pos-marxista”, que permita identificar a todos los
participantes de la batalla por expandir la democracia.
¿Pero
es posible analizar esta lucha ignorando su dimensión clasista?
Cualquier observación histórica desmiente esta pretensión. Durante
siglos las distintas interpretaciones de la democracia estuvieron
asociadas con regímenes fundados en la superación de las clases, la
generalización de una sola clase o la dominación de un grupo social
sobre otro.
El
primer planteo fue vislumbrado por los utopistas del Medioevo,
retomado por los pensadores comunistas y conceptualizado por Marx. La
segunda visión fue planteada por Rousseau, que imaginó un sistema dónde
nadie acumulara riquezas suficientes para convertirse en explotador.
Al igual que Jefferson pregonaba un régimen político sostenido en
pequeños productores independientes. El tercer enfoque fue planteado
por el liberalismo clásico, que desde la mitad del siglo XIX promovió
el sufragio censitario. Esta variante nunca ocultó su marcado carácter
de clase y su propósito de garantizar los privilegios de las clases
opresoras
El
fundamento clasista se encuentra, por lo tanto, presente en las tesis
igualitaristas y en los proyectos de perpetuación de la desigualdad.
Discutir el sistema político omitiendo este sustento conduce al
ilusorio terreno de la neutralidad social, que transitan todas las
variantes del constitucionalismo. Estos enfoques desconocen la
distinción entre democracia formal y sustancial y difunden el mito de
regímenes políticos supra-clasistas favorables al bien común.
Con
esa mirada resulta imposible reconocer cómo la estratificación
social condiciona la vida política de cualquier sociedad de clases y
de qué forma el constitucionalismo actual opera como un sistema de
dominación de los privilegiados. Para clarificar este carácter de
clase los marxistas utilizan distintas denominaciones, como
“democracia burguesa” o “capitalismo democrático”.
El
condicionamiento clasista explica la brecha que separa al
constitucionalismo actual de la democracia real. Si se omite este
sustento pierde sentido la convocatoria a expandir la igualdad a todos
los ámbitos de la sociedad, porque no se especifica cuál es el
cimiento de la inequidad a corregir.
El
análisis de clase es también indispensable para explicar las
relaciones que vinculan a los distintos sectores capitalistas
(financiero, industrial, de los servicios o el agro) con la elite
burocrática que maneja el estado. Esta brújula es vital, porque
aporta la jerarquía analítica necesaria para comprender el rol de
todos los actores del sistema político contemporáneo.
Lejos
de introducir un estorbo “reduccionista”, el enfoque de clase es
la llave maestra de esta indagación. Permite capturar cómo se
posicionan objetivamente los distintos grupos dominadores y dominados
en el escenario social. Este retrato es también indispensable para
explicar porqué los trabajadores son periódicamente impulsados a
chocar con un régimen político que los oprime.
El
gran nubarrón de ambigüedades que rodea el proyecto de
“radicalizar la democracia” deriva de su indefinición clasista.
Ese planteo promueve la igualdad pero olvida la explotación y
auspicia la participación ciudadana, sin definir qué rol juega cada
sector popular. En su presentación más audaz sugiere algún
desemboque socialista, pero rechaza cualquier ruptura con el
capitalismo. En síntesis: es un enfoque que ha perdido cualquier
punto de contacto con la democracia socialista.
Regular
los mercados
Dentro
del multifacético universo de corrientes que propugnan la democracia
participativa se pueden distinguir dos grandes variantes. Un primer
grupo radical promueve la intervención popular y adopta una
perspectiva anticapitalista. Otro enfoque es afín a la
socialdemocracia o al keyenesianismo y limita el activismo ciudadano a
los marcos preestablecidos por las clases dominantes.
El
proyecto de la democracia socialista mantiene afinidades con la
primera variante y fuertes discrepancias con la segunda. Pero como
todos los planteos se entrecruzan, comparten escenarios y demandas
comunes, no es sencillo distinguir las compatibilidades y las
divergencias. Estos posicionamientos se definen en la práctica política
y también pueden ser aclarados en ciertos debates conceptuales. Esas
discusiones actualmente involucran tres áreas: la regulación
estatal, el espacio público y la acción en los municipios.
La
propuesta de regular los mercados apunta en todas las iniciativas a
reducir las desigualdades sociales y gestar una democracia real. En la
perspectiva del socialismo y de las corrientes participativas
radicales este control debe facilitar conquistas populares,
desvinculando los derechos sociales (y porciones crecientes del
salario) de las exigencias de inversión o rentabilidad. La función
de esta desconexión es reforzar la cohesión de los trabajadores en
su lucha contra el capital.
Por
el contrario el enfoque socialdemócrata o keynesiano propicia la
regulación de los mercados para estabilizar el funcionamiento del
capitalismo. Busca reducir la intensidad de los ciclos, disminuir el
impacto de las recesiones y limitar el poder de los financistas. Las
mejoras sociales son concebidas como un correlato de estos objetivos
empresarios.
El
trasfondo de esta divergencia son objetivos históricos completamente
opuestos. El programa socialista busca reducir la gravitación de los
mercados para facilitar su progresiva extinción en una sociedad sin
clases. El planteo keynesiano pretende, en cambio, eternizar la
presencia de estos organismos con el auxilio de la supervisión
estatal.
Como
el mercado es el mecanismo de intercambio a través del cual las
empresas realizan el plusvalor creado por los trabajadores en el
proceso de producción, la regulación de esa entidad puede servir
para limitar esta explotación o para consolidarla. Los socialistas
promueven el primer camino y los socialdemócratas el segundo.
Muchas
propuestas de la democracia participativa navegan entre ambas
perspectivas sin definir una meta clara. Por esta razón concentran
sus demandas en el control de los mercados, eludiendo toda referencia
al capitalismo y al socialismo. Pero esta omisión conduce a múltiples
confusiones, porque el mercado no es idéntico al capitalismo. Es uno
de los cimientos de este modo de producción, que se sostiene también
en el trabajo asalariado y la propiedad privada de los medios de
producción.
A
diferencia del capitalismo, el mercado no es un obstáculo absoluto
para el desarrollo de una democracia genuina. Precedió durante siglos
al régimen social actual y lo sucederá durante un período
significativo de transición socialista, que combinará formas económicas
mercantiles y planificadas. Esta coexistencia perdurará el tiempo
requerido para gestar una sociedad plenamente igualitaria. Durante esa
fase el mercado no será un impedimento total, sino un complemento
posible de la soberanía popular.
El
obstáculo inmediato para la concreción de una democracia real no es
por lo tanto el mercado sino el capitalismo. Si se aspira a conquistar
la soberanía popular hay que enmarcar la exigencia de regular estos
organismos en la perspectiva de erradicar el sistema de opresión que
padece el grueso de la población.
Espacio
público y localismo
La
propuesta de ampliar la gravitación de la esfera pública plantea un
problema semejante. Esta área se contrapone en primera instancia con
el ámbito privado de los negocios, la acumulación y el lucro, pero
su ensanchamiento puede potenciar un proyecto keynesiano o
anticapitalista. Tal como ocurre con la regulación de los mercados
este dilema acompaña a todo incremento de la presencia estatal.
Algunas
concepciones distinguen, sin embargo, la esfera pública de la órbita
estatal, manifiestamente identificada con las instituciones
coercitivas y administrativas que gestionan las clases dominantes. El
terreno público es presentado, en cambio, como un área de intereses
comunes de la población, que se ha gestado junto a la ciudadanía a
medida que se afianzaron numerosas instituciones (escolares,
culturales, asociativas), que mantienen cierta autonomía de las
normas formales del estado.
Pero
esta peculiaridad no convierte a la esfera pública en un ámbito
neutral y ajeno a los dueños del poder. Solo plantea otra mediación
de este condicionamiento, en un terreno que se encuentra igualmente
sometido a la influencia ideológica y cultural de las clases que
ejercen la hegemonía económica, política y militar de la sociedad.
Este
control no adopta las formas explícitas que asume en la esfera
privada, ni las modalidades coercitivas que caracterizan a la acción
estatal. Pero se verifica en todas las normas que rigen bajo el
capitalismo para adaptar la educación, la cultura, el entretenimiento
o la vida cotidiana de los individuos, a las necesidades de este
sistema. Este amoldamiento tiende a naturalizar el status quo e
incluye desde la formación de la fuerza de trabajo hasta la
manipulación de la información o la propagación de la ideología
mercantil en los medios de comunicación.
En
el marco del capitalismo la simple ampliación de la esfera pública
no conduce a la democracia genuina. Esta extensión puede incluso
contribuir al propósito opuesto de reforzar la reproducción del
orden vigente, si los dominadores afianzan su influencia.
Es
importante advertir esta posibilidad frente a los halagos
indiscriminados de la esfera pública, que no definen el contenido de
este ámbito o encubren con esta atractiva denominación la
reivindicación del estatismo. Es falsa también la idealización de
ese campo como un área autónoma de gestación espontánea del
igualitarismo. El espacio público está sujeto a la influencia
preeminente de las clases dominantes y este manejo tiende a
perpetuarse, si la participación popular no es orientada hacia un
proyecto socialista.
Una
encrucijada semejante se plantea con la acción municipal. En este
terreno se procesan necesidades perentorias que estimulan la
intervención directa de la población. Esta participación puede
incentivar movilizaciones de mayor alcance por reformas sociales en
perspectivas anticapitalistas. Pero el localismo también puede
conducir a comprimir la
visión de los problemas sociales con miradas parroquiales y
preocupaciones de corto alcance, que despolitizan la acción
reivindicativa. Este estrechamiento termina convalidando el orden
capitalista.
Es
importante reconocer el doble filo del localismo, frente al
deslumbramiento que generó esta acción en sectores de la izquierda
latinoamericana durante los últimos años. Con el argumento de
“delegar el poder en la gente” se justificó en distintos países
la suscripción de compromisos con sectores conservadores, que
reforzaron el poder capitalista en varias intendencias.
La
regulación de los mercados, el ensanchamiento de la esfera pública y
la acción local son problemas que clarifican la inclinación de las
distintas corrientes de la democracia participativa hacia proyectos
social-demócratas o socialistas. Una experiencia práctica de estas
disyuntivas se ha podido verificar en Porto Alegre.
La
elaboración colectiva del presupuesto municipal en esta localidad
brasileña fue presentada como el debut de un proceso general de
democratización de la sociedad. Se concibió a este proceso como el
primer paso hacia el control social del estado y del mercado por parte
de la mayoría popular.
Balance
de una experiencia
Ciertos
analistas evalúan que al cabo de 12 años se ha logrado en Porto
Alegre un nivel de participación de la población, que permite
superar la pasividad constitucionalista. Estiman que el ciudadano se
convirtió en un sujeto protagónico que se apropia de la información
y define los destinos del gasto. Pero los propios gestores de la
iniciativa también reconocen que este ensayo perdió impulso,
desembocó en discusiones fragmentarias y dejó un “sabor amargo”.
En
realidad esta experiencia demostró que ampliar los debates
municipales no equivale a construir poder popular. Ilustró todos los
problemas que genera discutir un presupuesto local, cuya asignación
se encuentra previamente acotada por la política neoliberal. Mientras
que los recursos del estado son manejados al servicio de los
banqueros, los municipios deben conformarse con una magra tajada.
El
presupuesto participativo no ha sido un ensayo exclusivo de Porto
Alegre. Fue aplicado desde 1978 en varias localidades de Brasil y se
experimentó en 140 municipios (que incluyeron 34 gobernados por
intendentes derechistas). Se ha practicado también en ciudades
estadounidense y es
adulado por el establishment latinoamericano y los tecnócratas de la
Naciones Unidas. Esta aceptación no confirma su “éxito”, sino el
carácter inofensivo de una iniciativa municipal que perdió contenido
radical.
Muchos
críticos remarcan, además, que los montos en debate solo
involucraron al 10 o 20% de los fondos en juego. Estas asignaciones
tuvieron un carácter indicativo, carecieron de mecanismos sindicales
de co-decisión en aspectos que involucraban al mundo del trabajo e
incluso favorecieron a los capitalistas locales.
Es
importante el debate de este balance con los autores que concibieron
esa experiencia como un nexo privilegiado entre las democracias
participativa y socialista. Estimaron que por esa vía se podrían
lograr conquistas populares, extender los principios democráticos a
la economía y edificar la hegemonía cultural de los trabajadores.
Pero
ningún esbozo de este rumbo se verificó en Porto Alegre. La
iniciativa no alteró el manejo capitalista de los bancos, las
empresas, los medios de comunicación, las instituciones militares o
los organismos educativos y sanitarios. Tampoco permitió gestar un
polo progresista, porque fue absorbido por el régimen político de
los dominadores. Este desenlace confirma, que un rumbo emancipador no
se abre paso sin rupturas con los capitalistas.
La
idealización del presupuesto participativo se tornó más negativa cuándo
empalmó con el continuismo neoliberal de Lula. Esta coexistencia
coincidió con el giro autoritario del PT, que se transformó en un
cuerpo de administradores al servicio de los negocios empresarios.
Porto Alegre y el gobierno de Lula forman parte de una misma frustración.
Ambas
experiencias corroboraron la imposibilidad de avanzar en un proyecto
anticapitalista, a través de una escalera de logros que debute en las
municipalidades, se afirme en las provincias y concluya en el gobierno
nacional. Por ese camino se fortalecen las burocracias que empiezan
hostilizando al movimiento social a nivel local y terminan
administrando el país a favor del establishment.
Otra
forma de intervención popular
El
precedente brasileño es vital para el futuro de Venezuela. En este país
la democracia participativa tiene rango constitucional desde 1999,
junto a otros logros que consagran conquistas sociales (derechos a los
indígenas, campesinos, niños), nacionales (prohibición de bases
extranjeras) y democráticas (referéndum revocatorio, obligación de
los funcionarios de rendir cuentas, normas de control masivo).
La
formalización de estos derechos no equivale, sin embargo, a su
instrumentación práctica. En los hechos predomina un escaso control
popular sobre la gestión pública. Los intentos de revertir este
padrinazgo con “misiones” y “círculos bolivarianos” no han
permitido hasta ahora superar esta limitación. En un contexto de alta
movilización popular, la autonomía de los movimientos sociales todavía
es escasa.
Pero
a diferencia de Brasil, el proceso antiimperialista venezolano tiene
gran profundidad. La derecha ha sufrido derrotas contundentes y sus
representantes han sido desplazados del aparato estatal. Este curso
podría afianzarse si los triunfos electorales que viene acumulando Chávez
dan lugar a una mayor ruptura con el imperialismo y al surgimiento de
un poder popular.
Una
nueva secuencia de nacionalizaciones en sectores estratégicos -junto
a la creación de los Consejos Comunales- podría apuntalar esta
radicalización. Pero un salto hacia la democracia genuina requerirá
que los recursos de esas transformaciones contribuyan a la distribución
del ingreso y no al enriquecimiento de grupos capitalistas. También
exigirá que la participación popular asuma un contenido efectivo.
El
rumbo del proceso bolivariano se dirime en gran medida a través de un
conflicto entre tendencias a la democratización y al paternalismo. En
un país históricamente moldeado por una economía y una cultura de
rentismo petrolero, la intervención masiva es la llave para un
despegue del socialismo del siglo XXI.
Dictadura
del proletariado
Algunos
enfoques socialistas asignan poca relevancia a la democracia en el
proyecto anticapitalista. Casi nadie rechaza el uso de este término
con algún adjetivo progresista (popular, antiimperialista,
anticapitalista), pero ciertos autores objetan la representación, el
pluralismo o la variedad de partidos. Estas visiones se apoyan en tres
justificaciones teóricas: la dictadura del proletariado, el partido
único y el consejismo.
La
dictadura del proletariado es un lema con pocos defensores contemporáneos.
Fue utilizado por los marxistas revolucionarios para resaltar la
necesidad de enfrentar con mecanismos coercitivos la resistencia de
los capitalistas a perder sus privilegios. Se promovía quebrar estas
conspiraciones mediante un vigoroso ejercicio del poder popular.
Esta
acepción genérica de la dictadura del proletariado -que Marx recogió
del jacobino Blanquí- no ha perdido vigencia. La experiencia
demuestra que para revertir el despotismo del capital resultará
indispensable recurrir a respuestas populares contundentes. Pero esta
constatación no esclarece el modelo político de una transición
socialista.
Al
igual que el variado régimen burgués ((monarquía, autocracia,
fascismo, bonapartismo, constitucionalismo), un proceso
post-capitalista podría asumir múltiples formas. Y a este nivel del
análisis el uso del término dictadura del proletariado pierde
relevancia. Solo define un sustento de clase del estado, sin
clarificar mucho las formas de gobierno.
Algunas
versiones presentaron en el pasado la dictadura del proletariado como
una administración exenta de leyes. Pero esta caracterización
contradice el propósito socialista de transparentar el sistema político.
La ausencia (o vaguedad) de reglas solo abre el camino hacia el
despotismo. Para evitar este peligro se necesita compatibilizar el
ejercicio fuerte y controlado del poder, con procedimientos que
expresen consenso en torno a las metas igualitarias de la nueva
sociedad.
Pero
existen otras razones para sustituir el estandarte de la dictadura del
proletariado por la bandera de la democracia socialista. El primer término
ha perdido la connotación positiva que presentaba en la época de
Marx o Lenin, como opción frente a la autocracia y ha quedado en
cambio asociado, con el totalitarismo que prevaleció en la URSS.
Como
en las últimas dos décadas se han registrado, además, grandes
victorias democráticas en Latinoamérica y Europa del Sur existe una
generalizada identificación del término dictadura con cualquier
tiranía militar. Esta asociación es tan fuerte, que muy pocos
socialistas mencionan la dictadura del proletariado en su actividad
política cotidiana. A lo sumo preservan el concepto para las
discusiones en los pequeños ámbitos de la izquierda, pero frente el
gran público soslayan esta consigna.
Otros
autores consideran necesario preservar la consigna de la dictadura del
proletariado para evitar la involución política de la
socialdemocracia o del eurocomunismo.
Pero olvidan que no es el mantenimiento o abandono de cierta fórmula
lo que determina la fidelidad a una estrategia socialista. Por
ejemplo, los tiranos stalinistas reivindicaban la dictadura del
proletariado implementando una práctica nefasta para la lucha
emancipatoria.
Tampoco
la sustitución de la dictadura del proletariado por alguna noción más
digerible -como “gobierno obrero o de los trabajadores”- resuelve
los problemas. En lugar de ofrecer una “acepción popular” del
controvertido término, esa sustitución conduce a jugar con las
palabras. En la tradición de la III Internacional los dos conceptos
en debate perseguían objetivos específicos. Mientras que la
dictadura del proletariado aludía a procesos revolucionarios en
curso, el llamado a formar gobiernos de los trabajadores convocaba a
forjar coaliciones obreras para desplazar a los partidos burgueses del
gobierno. Sugerían opciones políticas distintas para promover
rupturas con el régimen capitalista.
El
énfasis de la dictadura del proletariado -como un régimen
transitorio de fuerza- presenta erróneamente un proyecto liberador en
función de sus potenciales adversidades. Olvida que el uso de la
coerción para sostener una transformación social no es una
peculiaridad del socialismo. Ha sido la norma de todas las
revoluciones y es un principio que las constituciones burguesas
lateralmente aceptan, al autorizar recortes de las libertades públicas
en circunstancias de conmoción o guerra.
Acentuar
la importancia de la democracia en un proyecto socialista no es una
arbitrariedad, ya que obedece a la profunda expansión del sentimiento
democrático contemporáneo. Reconocer esta ampliación no es una
capitulación, sino un índice de realismo. El estandarte de la
democracia plena no solo es vital para el socialismo, sino que además
goza de gran consenso actual y por esta razón el establishment lo
manipula. La mejor respuesta frente a esta digitación es
desenmascarar los engaños y no renegar de la democracia.
¿Partido
único o pluralismo?
La
preeminencia de un sistema pluripartidista o de partido único
constituye otro aspecto clave del modelo socialista. El colapso del
esquema piramidal que rigió en el ex “campo socialista” ha
desprestigiado la tesis que postulaba el liderazgo exclusivo de una
organización en la transición post-capitalista.
En
el caso de la URSS y Europa Oriental, este ejercicio monopólico del
poder facilitó la restauración del capitalismo cuándo las
burocracias que dirigían esos partidos decidieron reconvertirse en
clases dominantes. Con muchas diferencias de tiempos y estrategias
esta misma involución se está repitiendo en China. En ciertos países,
el pluripartidismo formal solo complementaba esa deformación, con la
presencia de organizaciones fantasmales, que eran digitadas desde el
poder central. La democracia socialista implica diversidad real de
partidos, libertad de expresión y contraposición efectiva de
proyectos que expresen a los distintos sectores de la población.
Algunas
deformaciones del mono-partidismo provienen de la generalización
abusiva de la experiencia bolchevique. La primera revolución
socialista indujo ensayos de repetición, que olvidaron las
singularidades y los errores de esa gesta. La idea de crear un sistema
de partido único nunca figuró en el proyecto inicial de Lenin. Fue
un resultado de la guerra civil, la agresión imperialista y el
fracaso de la revolución en Europa. Aunque era una medida transitoria
-destinada a defender el poder soviético frente a las fuerzas
invasoras- fue teorizada como una regla de toda transición
socialista. Se transformó la necesidad en virtud, favoreciendo un
dogma que fue sacralizado durante décadas.
Trotsky
fue la primera víctima de estos errores. Luego de oponerse durante años
al partido centralizado que pregonaban los bolcheviques, cambió de
posición y proclamó la necesidad de suprimir a todas las
organizaciones adversas a ese liderazgo. Las atrocidades de Stalin lo
convencieron posteriormente de la necesidad del pluripartidismo en una
democracia soviética. En esta revisión también cuestionó el
principio de homogeneidad política de las clases populares en una
sociedad post-capitalista. Reivindicó la conveniencia de canalizar la
variedad de opiniones en partidos diferenciados.
El
multipartidismo es un principio esencial de la democracia socialista,
aunque su aplicación resulte muy compleja durante los períodos de
enfrentamiento más duros con las clases opresoras. La historia
demuestra cuán brutal es la resistencia que oponen estas minorías.
Pero también indica que el éxito de la respuesta popular depende de
la capacidad de los revolucionarios para mantener el aval mayoritario
de la población. Este sostén no puede preservarse en el mediano
plazo con regímenes dictatoriales. El gran desafío de una
transformación anticapitalista es afrontar las conspiraciones
capitalistas, perfeccionando al mismo tiempo la democracia socialista.
Cuba
y Venezuela
Estas
observaciones son importantes para el porvenir de Cuba porque este
futuro se dirime en torno a tres opciones: mantener el sistema actual,
introducir el constitucionalismo burgués o gestar el pluripartidismo
socialista. El trasfondo de esta reorganización será la restauración
capitalista -que imposibilitaría la democracia sustancial- o la
renovación socialista que facilitaría esa meta.
El
contexto de estas opciones ha variado significativamente en comparación
a la década pasada. La gran adversidad para profundizar el rumbo
socialista ya no es el colapso económico, el aislamiento
internacional, el auge del neoliberalismo o el derrumbe de la URSS.
Las dificultades se concentran en la potencial apatía de la población.
Esta indiferencia alimenta las tendencias a la corrupción y a los
privilegios, que acumulan los interesados en una involución
capitalista.
Pero
lo importante es registrar que estas tensiones ya no se inscriben en
el marco internacional adverso de los años 90. Se procesan en el
auspicioso contexto que han creado las rebeliones populares en América
Latina y el ascenso de nuevos gobiernos nacionalistas radicales. El
retroceso de imperialismo, el desprestigio del neoliberalismo y los
nefastos resultados de la restauración en Rusia o Europa Oriental
afianzan este favorable contexto.
Cualquier
reflexión sobre la renovación socialista exige reconocer primero, la
excepcional hazaña de supervivencia que ha logrado la revolución
cubana durante la última década. Sin comprender las raíces de este
extraordinario mérito, no es posible entender las enormes diferencias
cualitativas que siempre distinguieron a Cuba de la URSS. Esta
incomprensión conduce a visiones sombrías o carentes de opción, que
no sugieren caminos para gestar el pluralismo socialista. En este análisis, nunca
se debe olvidar la situación que enfrenta una pequeña isla asediada
por el coloso imperialista. Este acoso determina que los ritmos y las
formas de liberalización política sean compatibles con las
restricciones que imponen las conspiraciones del Pentágono.
El
debate sobre el partido único ha sido también actualizado por la
convocatoria de Chávez, a conformar una organización política que
encabece el proceso bolivariano. No es un llamado a reproducir el
modelo mono-partidario de la URSS, ni a eliminar la presencia de múltiples
organizaciones. Propone aglutinar bajo un mando único a los
partidarios del proceso actual y no cierra el camino hacia el
pluralismo socialista del futuro. En la coyuntura actual, esta
iniciativa se ubica en el centro de la gran disputa entre avanzar
hacia un curso anticapitalista o congelar las transformaciones a favor
de un modelo capitalista.
En
el campo de la izquierda existen legítimas prevenciones contra este
esquema. Hay serios interrogantes sobre la vida política interna de
esa organización, en un marco de manejos desde arriba y exigencias de
sometimiento al rumbo oficial.
Pero también han aparecido cuestionamientos equivocados. Algunos
autores sostienen que el partido único forma parte de una ideología
estatal, opuesta a la tradición libertaria de los movimientos
sociales. Otros identifican la época de los partidos con el siglo XX
y la nueva centuria con los movimientos sociales. También afirman que
el primer tipo de organizaciones conduce a la profesionalización de
los políticos y genera intermediaciones innecesarias.
Estos
enfoques no toman en cuenta la complementariedad entre movimientos y
partidos y tampoco desentrañan los intereses sociales en juego. Hay
tantos movimientos reaccionarios como partidos progresistas y
viceversa, ya que los defensores del capitalismo y los promotores de
su erradicación actúan en ambas modalidades de agrupamientos.
El
partido no es una estructura perimida. Conforma un tipo de organización
necesaria para la lucha por el poder, que no puede ser reemplazada por
articulaciones que canalicen reivindicaciones parciales o sectoriales
de los oprimidos (desocupados, indígenas, campesinos, mujeres). Esas
diferencias cualitativas se diluyen, cuando ciertos movimientos se
convierten en partidos, manteniendo su denominación original. También
en los episodios electorales decisivos se corrobora que los
movimientos no sustituyen a los partidos. Estos acontecimientos han
sido decisivos en el surgimiento de varios gobiernos
nacionalistas-radicales.
La
relevancia de los partidos no desmiente su desprestigio, ni supone
reivindicar el vanguardismo o la auto-proclamación sectaria, que
caracteriza a muchas organizaciones pequeñas de izquierda. Los
partidos son útiles en la medida que contribuyan al desarrollo de la
conciencia socialista y al procesamiento colectivo de las experiencias
de lucha. Son organizaciones que aportan cimientos para un futuro régimen
político socialista. Objetar su existencia equivale a postular en los
hechos alguna forma de unanimidad forzada, contraria al objetivo de la
democracia plena.
Los
problemas del consejismo I
La
democracia socialista presupone no solo multipartidismo, sino también
sufragio y representación indirecta. Estos mecanismos se gestaron
junto al capitalismo, pero sobrevivirán a sus restrictivas
condiciones de aparición histórica. Al igual que otros logros
universales de la civilización, estos dispositivos serán
cualitativamente transformados por el socialismo.
Esa
recuperación no fue considerada por los líderes de la revolución
rusa, que se inspiraron en la Comuna de Paris para promover el modelo
consejista que abortó la tiranía stalinista. La escasa duración de
este experimento -reivindicado actualmente por varias corrientes de la
izquierda- torna muy difícil su evaluación. Al igual que la
democracia socialista esta propuesta constituye tan solo una hipótesis,
que debe analizada en función de su congruencia con el propósito de
erigir una sociedad emancipada.
Las
dificultades que genera la conversión de organismos populares
-creados para derrocar a un régimen opresor- en estructuras estatales
se vislumbraron antes del copamiento stalinista. Estos problemas
quedaron ensombrecidos por el extraordinario impacto de la revolución
rusa, que también diluyó las diferencias de los soviets con la
Comuna de Paris. Este precedente se inspiró en la tradición
federalista prouhdoniana de organización comunal e incluía el
principio republicano del sufragio universal. En cambio su equivalente
soviético se forjó en los lugares de trabajo de la clase obrera y se
extendió por la guerra a los soldados y campesinos. El pilar de este
sistema no fue el territorio, sino las fábricas y el ejército.
Lenin
intentó gestar un sistema político a partir de los organismos que
consumaron el éxito de la revolución. Parecía lógico continuar la
transición socialista institucionalizando el funcionamiento de estas
estructuras. Pero este proyecto presuponía un acelerado proceso de
extinción del estado, que convertiría a los soviets en los
precedentes inmediatos de la sociedad comunista.
El
líder bolchevique esperaba concretar esta vertiginosa transición
socialista con el sostén de la democracia directa. No descartó el
pluralismo y la representación indirecta por su “predisposición
tiránica”, sino por su entusiasta expectativa en esa evolución. Su
apuesta chocó con el atraso, el aislamiento y la devastación que
enfrentó la naciente Unión Soviética. A la luz de lo sucedido, cabe
suponer que en un escenario más favorable, tampoco sería factible
esa acelerada disolución de la estructura clasista.
Los
consejos enfrentan todas las dificultades de funcionamiento que
afectan a la democracia directa en sociedades extendidas, complejas y
numerosas. El esquema cantonal -que prescinde de la delegación- es
poco viable en cualquier conglomerado urbano del siglo XXI.
Pero,
además, resulta inconveniente eludir la representación indirecta. La
sustitución del sufragio por esquemas piramidales de delegados no
transparenta la acción política, sino que genera fuertes tendencias
a la centralización, la burocracia y la primacía de grupos de interés,
en los niveles intermedios de esa estructura. La idealización de los
soviets como realización de la democracia auténtica omite estos obstáculos.
Los
problemas del consejismo II
Frecuentemente
se afirma que Marx, Engels o Luxemburg
postularon el esquema consejista, olvidando que también
consideraron otras opciones y que esta invocación de autoridad no
clausura el problema. También se plantea que el modelo debutó
exitosamente en 1917 y fue distorsionado en 1923, como si todo lo
ocurrido antes y después de ese interludio mítico careciera de
importancia. No es muy productivo cuestionar los elementos históricamente
progresivos de la ciudadanía (sufragio, derechos políticos,
representatividad, igualdad ante la ley, justicia independiente,
separación de poderes), sin aclarar que se propone a cambio.
Algunos
analistas –que afrontan con seriedad el tema- estiman que el modelo
territorial-comunal podría prevalecer en el futuro sobre los soviets,
como consecuencia de la relocalización fabril que está remodelando a
la clase obrera a escala global. Observan una eventual anticipación
de esta tendencia en ciertas sublevaciones populares recientes (como
El Alto en Bolivia).
Pero
de estos acontecimientos no surge ningún indicio de viabilidad de los
consejos como pilares de un sistema político socialista. La historia
solo ha corroborado la necesidad de estos organismos para concretar un
giro anticapitalista, pero no hay indicios de sus ventajas para erigir
una sociedad socialista.
Algunos
autores estiman que la instauración de formas parlamentarias
constituiría una regresión, frente al poder popular surgido en un
proceso revolucionario.
Pero omiten que las estructuras políticas requeridas para consumar
esta sublevación, no son idénticas a las requeridas para edificar el
nuevo sistema. Distinguir entre ambas funciones es importante, porque
algunos organismos que son vitales para etapas convulsivas pierden
utilidad en los períodos de mayor estabilidad.
El
protagonismo popular es muy diferente en ambas situaciones porque la
predisposición de las masas para actuar vigorosamente se modifica y
la finalidad originaria de los soviets, consejos o comunas se altera.
Reconocer esta dinámica no implica postular ningún tránsito
legislativo, pacífico o socialdemócrata al socialismo. Este salto
anticapitalista requerirá un camino de rupturas revolucionarias. Pero
el debate no gira en torno a este curso, sino a la naturaleza del
sistema político socialista. Son dos temas enlazados, pero no idénticos
y en la actualidad es tan importante definir estrategias de poder,
como esclarecer proyectos de funcionamiento del régimen anhelado.
Otros
enfoques señalan que el modelo soviético es irreemplazable para
permitir el rol dirigente del proletariado en una transformación
socialista. Destacan que en el antecedente ruso, los consejos situaron
a la clase obrera en ese lugar.
Pero olvidan que las circunstancias específicas de 1917 no crearon un
principio inamovible de estrategia socialista. La revolución
bolchevique exigía la hegemonía de la clase obrera frente a una
voluble masa campesina, en un país imperial atrasado, convulsionado
por la guerra y desintegrado por siglos de autocracia. Otros procesos
revolucionarios asumieron formas muy diferentes, con intervenciones más
activas de los campesinos (China), prolongadas guerras populares
(Vietnam) o epicentros en la resistencia antiimperialista (Cuba).
Esta
variedad confirma que existen múltiples caminos hacia la transformación
anticapitalista y también que en su desenvolvimiento los explotados
ocupan un papel estratégico dentro de la masa de los oprimidos. Pero
esta centralidad no queda resumida en la restrictiva consigna que
plantea la “conducción de la revolución por parte de la clase
obrera”. El mayor problema no es proclamar este liderazgo, sino
identificarlo con la sobre-representación del proletariado y un
recorte de los derechos políticos que corresponden al resto de los
oprimidos. En este caso se postula una modalidad de voto calificado,
que es totalmente incompatible con las alianzas populares y los
principios igualitarios que exige el socialismo.
Una
síntesis con historia
La
democracia socialista retoma la amplitud de criterio que demostraron
Marx y Engels. Ambos teóricos observaron con atención los esquemas
territoriales de democracia directa (Comuna de Paris) y las
modalidades de representatividad indirecta, surgidas de la lucha por
el sufragio universal (Inglaterra) y la acción parlamentaria
(Alemania). Se guiaron por el curso real de los acontecimientos y
mantuvieron un estrecho contacto con los movimientos sociales
existentes (cartistas, comuneros, socialdemócratas). Estas actitudes
indican criterios para actuar en el siglo XXI.
También
Luxemburgo mantuvo varias posiciones frente al dilema soviets-parlamento.
Postuló un enfoque consejista, pero también resaltó el significado
de las conquistas democráticas logradas por los socialistas. Esta
postura explica su crítica a la prescindencia bolchevique de una
asamblea constituyente para legitimar el régimen creado en 1917.
También determinó su cuestionamiento a las restricciones impuestas
durante esa gesta a los partidos y a las libertades públicas.
Desde una apasionada actitud de defensa de la revolución,
Luxemburg objetó la descalificación de la representación electoral
y el uso del terror. Distinguió este deplorable recurso -que
desmoraliza e impide el crecimiento político de las masas- de la
necesaria violencia que acompaña a toda transformación
anticapitalista. Pero no vaciló en denunciar también el alineamiento
contrarrevolucionario de la socialdemocracia y su violenta represión
de los embrionarios consejos creados durante la revolución alemana de
1918. No estuvo atada al dogmatismo soviético, pero tampoco se ubicó
en el polo opuesto de la conciliación reformista.
Luxemburg aporta la mejor síntesis entre acción
revolucionaria y promoción de la soberanía popular que necesita un
proyecto contemporáneo de democracia socialista. Pero conviene
recordar que también Lenin defendió distintos cursos para un régimen
socialista antes de octubre. Después de ese desenlace enfrentó la
dura arremetida, que la socialdemocracia perpetró contra la revolución
con el estandarte de la democracia.
En ese duro contexto Lenin desplegó una crítica
indiscriminada contra el constitucionalismo y
minimizó las conquistas
democráticas contenidas en este sistema. Este aspecto salió a flote
en su propia polémica posterior contra la “enfermedad infantil”
de los izquierdistas, que rechazaban toda intervención parlamentaria.
La adecuación a las circunstancias cambiantes fue un rasgo de los líderes
bolcheviques, que se observó también en el giro de Trotsky desde el
partido único al pluripartidismo.
El
debate sobre la democracia socialista quedó polarizado durante varias
décadas entre el consejismo (asociado con la revolución) y la
representación indirecta (identificada con la capitulación socialdemócrata).
Esta antinomia comenzó a superarse a fines de los 70, bajo el impulso
de varios teóricos marxistas -como Miliband, Poulantzas o Mandel- que
desde posturas muy diferentes aportaron nuevas bases para un proyecto
de democracia socialista. Realzaron el carácter sustancial,
representativo, participativo, pluralista y multipartidario de este
sistema.
Esta propuesta perdió interés durante el ascenso del neoliberalismo
y el desplome de la URSS, pero tiende actualmente a recuperar
influencia, especialmente en América Latina.
Sentidos
y dificultades
La
construcción de una democracia socialista tendrá que integrar
aspectos parciales de varias experiencias contemporáneas. Absorberá
elementos del constitucionalismo, de los esbozos de la democracia
participativa, de los intentos de democracia directa y de las
dificultades del consejismo. Pero nunca deberá perder de vista que
los oprimidos son los artífices de un proyecto centrado en la
erradicación del capitalismo.
Confiar
en la acción de las masas es la condición para gestar un sistema político
no elitista. Esa intervención no sigue una línea recta e incluye múltiples
deformaciones (divisiones, enconos, despolitización), pero es la única
vía de experimentación hacia el auto-gobierno. Si se temen los
efectos de esta irrupción -que siempre adopta formas sorpresivas y
desprolijas- el proyecto socialista no saldrá a la superficie.
Este
programa es irrealizable bajo el capitalismo, pero no se consumará
automáticamente con la superación de ese sistema. Tampoco surgirá
del entierro del pasado, ni de la expectativa romántica de gestar un
mundo mágico desde el vacío. El nuevo régimen deberá conjugar
innovaciones con herencias y enlazará los distintos mecanismos de la
democracia directa e indirecta.
Es
importante reconocer también que la futura democracia socialista será
un sistema contradictorio y pleno de tensiones. No materializará la
armónica estación final del progreso humano que se imaginó en el
pasado. El gran cambio se verificará en el procesamiento y no en la
inexistencia de esos conflictos
La
propia participación popular es un tema controvertido. Esta presencia
aumentaría cualitativamente con la reducción de las desigualdades
sociales, la mejora del nivel de vida y la existencia de mayor tiempo
disponible para los asuntos de la colectividad. Pero no será sencillo
asegurar una participación perdurable, que exprese siempre impulsos
voluntarios ajenos a las presiones de los dirigentes.
En
la tradición republicana se reconoce la existencia de un conflicto
entre el ideal cívico (heroísmo militar, trabajo voluntario,
compromiso ciudadano) y el desarrollo personal. En el universo
socialista esta misma tensión opone la acción militante con el
repliegue a la vida privada.
Este
dilema expresa la compleja individualidad contemporánea y obliga a
concebir simultáneamente mecanismos de participación y delegación.
Incidir sobre los procesos políticos -con el derecho a no actuar-
debería constituir un rasgo de la democracia socialista. Esta norma
se asentaría en el nuevo consenso creado en torno a los principios de
igualdad. En lugar de intentar alcanzar el ideal de perfectibilidad
humana que legó la Ilustración se promovería un individualismo
socializado, es decir desarrollos de sujetos muy diferenciados, pero
asociados en un proyecto común de cooperación, equidad y
solidaridad.
La
democracia plena es realizable bajo el socialismo y debe ser
reivindicada sin prevenciones, ni reservas. La construcción de la
nueva sociedad ya no enfrenta limitaciones de recursos materiales. El
obstáculo actual es la vigencia de un régimen de explotación,
competencia y beneficio, que no tolera la igualdad. La democracia
socialista es una opción frente a este sistema y su discusión actual
en América Latina concentra las polémicas más fructíferas y
apasionantes de nuestra época.
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Airees, 2006.
[1]Economista,
Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de
Izquierda). Su página web es: www.lahaine.org/katz
[2]
Hemos expuesto los fundamentos teóricos y económicos de esta
transformación en un libro reciente. En este artículo
profundizamos el análisis del régimen político de este proceso.
Katz Claudio. El porvenir del
socialismo. Ed. Herramienta e Imago Mundi, Buenos Aires, 2004.
[3]
Las clases dominantes arribaron empíricamente a esta
compatibilidad en Gran Bretaña, al cabo de sucesivas reformas
electorales (1832, 1859, 1884). En Estados Unidos se alcanzó la
misma síntesis mediante mecanismos de representatividad
indirecta, que neutralizaron la voluntad de la mayoría. En Europa
Occidental se consumó este propósito a través de alternancias
bipartidistas, variedades multipartidistas o coaliciones
parlamentarias, que aseguran a los capitalistas el control del régimen
político.
[4]
Luxemburg Rosa. “Reforma o revolución”. Obras escogidas tomo
1. Ed Pluma, Buenos Aires, 1976
[5]
Rosenberg Arthur. Democracia y socialismo, México, 1981, (cap 2 y
3).
[8]
Hemos analizado las características de esta segunda corriente en
nuestro texto precedente. Katz Claudio. “Interpretaciones de la
democracia en América Latina” (La Haine, Rebelión, Aporrea)
[9]Estos temas son abordados por: Borón Atilio. Estado,
capitalismo y democracia en América Latina, UBA-CBC, 1997, (cap
5).
Borón Atilio. Tras el Buho de Minerva, Fondo de Cultura Económica,
Buenos Aires, 2000. (cap 6). Sader
Emir. “Hacia otras democracias”. Desarrollo, Eurocentrismo y
Economía Popular, Minep, Caracas, 2006. Harnecker Marta.
La izquierda en el umbral del siglo XXI. Editorial Siglo
Veintiuno, Madrid, 2000, (Tercera parte, cap 5). Harnecker Marta. “La izquierda latinoamericana y
la construcción de alternativas”. Laberinto n 6, junio 2001, Málaga.
[10]El
fundamento de estas tesis puede rastrearse, entre otros, en los
textos de: Poulantzas Nicos. “Introducción al estudio de la
hegemonía en el estado”. Las clases sociales en el capitalismo
actual, Siglo XXI, México, 1976.
[11]
Estos objetivos están expuestos en “Democracia Socialista”. Thesis. “Dossier Brasil: Le parti des travaillerurs et
le projet socialiste”. Inprecor 443-444, janvier-fevrier
2000, Paris.
[12]
Dutra Olivio. Presupuesto participativo y
socialismo, El Farol, Buenos Aires, 2002. Dutra Olivio. Entrevista, Wainwright Hilary, Brandford Sue,
Sin Editorial
[13] Divés Jean Philippe. "Budget participatif ": réalités et théorisations d'une
expérience réformiste. Carré Rouge, n 20,
janvier 2002.
[14]
Benevides Maria Victoria. Presupuesto participativo y socialismo,
El Farol, Buenos Aires, 2002.
[15]
Un ejemplo de esta dualidad -entre reivindicación genérica de la
democracia en ciertos ámbitos y sostén de la dictadura del
proletariado en otros- son los textos de Rieznik Pablo: “La FUBA
es la democracia, Página 12-24-11, Rieznik Pablo. “En defensa del catastrofismo”.
En defensa del marxismo n 34, Buenos Aires, 19-10-06.
[16]
Cinatti Claudia, Albamonte Emilio. “Más allá de la democracia
liberal y el totalitarismo”. Estrategia Internacional, n 21,
septiembre 2004, Buenos Aires.
[17]
Estas dos posturas están expuestas en Trotsky León. Terrorismo y
comunismo, Ed Política Obrera, Buenos Aires, 1965 y en Trotsky,
León. La revolución traicionada, Ediciones del Sol, México,
1969, (cap 10).
[18]
El primer enfoque exhibe Castillo y el segundo
Paz Ortega frente a una evaluación más positiva y
realista de Konrad. Castillo Jean. “La sucesión a la tete de la
revolution”. Paz Ortega
Maneul. “Battaille des idees”. Konrad
J. “La societé cubaine” Inprecor 523-524. decembre
2006- janvier 2007.
[19]Esas
opciones son expuestas por Bernabé Rafael. “Partido, Estado y
Socialismo”. RSIR, Dossier 34, febrero 2007.
[20]
Lander Edgardo. “¿Aborto del debate sobre el socialismo del
siglo XXI” Aporrea, 25 de diciembre de 2006. López Maya
Margarita. “Cada quién con sus anteojos”. Aporrea. Org, 11 de
febrero de 2007.
[21]Davalos
Pablo. “Socialismo del siglo XXI, un discurso de estado”.
Eutsi.org, 6 de febrero de 2007.
López Sánchez Roberto. “Puede ocurrir una profunda
crisis política dentro del chavismo”. Aporrea. Org, 21 de
diciembre de 2006.
[22]
Por ejemplo, en la visión de: Abramo Basilio “Sobre la
democracia participativa o una nueva forma ingeniosa de engañar a
los trabajadores”. “Estrategia Internacional” n 17, otoño
2001, Buenos Aires.
[23]
Callinicos Alex. “Alternativas al neoliberalismo”. Memoria
211, septiembre 2006, México. Callinicos Alex. “El doble poder
en nuestras manos”, Socialist Worker, 6-1-07, London.
[24]Este
cuestionamiento formula contra nuestra tesis: Harman Chris. “Making sense of socialism today” International
Socialism n 108, 17 october 2005, London.
[25]Gutiérrez
Gastón. “Nuevos argumentos para viejos reformismos. Una polémica
con Daniel Bensaid”.Lucha de Clases n 6, junio 2006, Buenos
Aires.
[26]
Luxemburgo
Rosa. “La revolución rusa” Obras escogidas, tomo 2, Ediciones
Pluma, Buenos Aires, 1976.
[27]
Poulantzas Nicos. Estado, poder y socialismo. Siglo XXI, México,
1979. Miliband Ralph.
Socialismo para una época de escépticos. Siglo XXI,
México, 1997. Mandel Ernest. El poder y el dinero, siglo
XXI, México, 1994.
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