Feb - 9 - 2013

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El 2011 fue uno de los años de mayor rebeldía desde el mayo francés de 1968. El estallido simultáneo de gigantescas e impactantes movilizaciones sociales en lugares muy diversos del planeta dio cuenta de los profundos cambios que atraviesan la situación mundial. Incluso la revista Times (un órgano de prensa imperialista) reflejó de manera muy singular esta nueva realidad política: designó como personaje del 2011 a “el manifestante”.

Por otra parte, durante 2012 quedó demostrado que esta ola de rebeldía internacional no fue un fenómeno efímero. Muestra de esto fue el sostenimiento e intensificación de las movilizaciones de masas en Medio Oriente, convirtiéndose en el caso de Siria en una guerra civil contra el régimen dictatorial de Bashar Al-Assad. Junto con esto, durante este año se produjo la heroica huelga de los mineros de Asturias, que causó revuelo mundial cuando 200 obreros asturianos fueron recibidos en la capital española bajo cánticos como “Madrid obrero, apoya a los mineros”, “Que viva la lucha de la clase obrera”, entre otros. Finalmente al momento de escribir este artículo, las masas explotadas y oprimidas de Egipto han vuelto a tomar las calles para luchar contra el gobierno de la Hermandad Musulmana y las fuerzas armadas, lo cual preanuncia una mayor definición política y social del proceso de radicalización en ese país.

Por supuesto que, la intensidad y dinámica de todas estas luchas presentan desarrollos desiguales según las regiones y países. Pero a la vez contienen rasgos combinados, los cuales configuran el marco global donde se develan los alcances y límites de los procesos en curso. Justamente por esto, es imperativo que las corrientes del marxismo revolucionario interpreten los desarrollos políticos actuales desde un ángulo estratégico, a saber, la perspectiva de reintroducir la revolución socialista en el siglo XXI.

Desde la Corriente Internacional Socialismo o Barbarie (SoB) sostenemos que actualmente la lucha de clases atraviesa un ciclo universal de rebeliones populares[1], que marca un recomienzo histórico en la experiencia de los explotados y oprimidos.

A lo largo del presente artículo sintetizaremos y profundizaremos la elaboración de SoB en torno a esta categoría. Para esto nos apoyaremos en diversos autores clásicos del marxismo revolucionario (Marx, Engels, Luxemburgo y Trotsky), que abordaron en su obra los aspectos políticos, teóricos y metodológicos para interpretar los procesos revolucionarios y las experiencias de lucha del movimiento obrero de su época.

En la parte final polemizaremos con algunas corrientes trotskistas y sus valoraciones sobre los desarrollos actuales de la lucha de clases. Por ejemplo, debatiremos con el objetivismo político de la LIT, según el cual desde 1990 se abrió una etapa revolucionaria mundial con la caída del stalinismo y, para el caso específico de Medio Oriente, actualmente se desarrollan “revoluciones socialistas inconscientes”. De igual manera, rebatiremos los acentuados rasgos de “positivismo trotskista” del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS) de Argentina que, desde una lectura extremadamente doctrinaria de Trotsky, extrae análisis carentes de ángulo estratégico y con muy poca densidad conceptual.

1. De la rebelión a la revolución: recorrido histórico, sujetos sociales y perspectivas estratégicas

“En el proceso histórico se encuentran situaciones estables, absolutamente no revolucionarias. Se encuentran también situaciones notoriamente revolucionarias. Hay también situaciones contrarrevolucionarias (…) Pero lo que existe sobre todo en nuestra época de capitalismo en putrefacción son situaciones intermedias, transitorias: entre una situación no revolucionaria y una situación prerrevolucionaria; entre una situación prerrevolucionaria y una situación revolucionaria o…contrarrevolucionaria. Son precisamente estos estados transitorios los que tienen una importancia decisiva desde el punto de vista de la estrategia política” (León Trotsky, “Una vez más, ¿adónde va Francia?”)

El actual ciclo de rebeliones populares revierte una importancia estratégica para el desarrollo venidero de la lucha de clases. Actualmente, experimentamos en tiempo real un laboratorio universal de la lucha social como no se veía hacía décadas. Sucede que, más allá de los resultados inmediatos de las luchas en desarrollo y/o por venir, la principal medida de su valor es su efecto educativo sobre la conciencia política de las masas explotadas y oprimidas.

Desde SoB caracterizamos que las rebeliones populares representan un recomienzo histórico en la experiencia de los explotados y oprimidos, pues configuran un escenario universal donde la tónica es la acumulación de experiencias de lucha de las nuevas generaciones obreras, estudiantiles y populares, que están superando, mediante la movilización y lucha callejera, el peso de las derrotas de décadas anteriores.

A pesar de esto, el ciclo de rebeliones populares presenta limitaciones estratégicas que no pueden dejar de señalarse (sobre todo para las corrientes del marxismo revolucionario). Nos referimos a que estas rebeliones todavía no desbordan los marcos de la democracia burguesa ni cuentan con la centralidad política de la clase obrera, requisitos indispensables para que avancen en la perspectiva de la revolución social anticapitalista y socialista.

De ahí que sea necesario balancear sus alcances y límites políticos a fin de extraer las tareas estratégicas del momento. Bajo este criterio abordamos las rebeliones populares en la edición anterior de la revista Socialismo o Barbarie, que caracterizamos como “un proceso que se encuentra en el umbral entre una rebelión popular y la revolución propiamente dicha, sin haber todavía alcanzado la suficiente madurez para configurar un escenario de revolución social en el sentido pleno de la palabra” (J. L. Rojo, cit.: 7).

Por lo anterior caracterizamos el proceso como de rebelión y no de revolución; una situación intermedia o transitoria según las palabras de Trotsky. Esta distinción no implica una lectura sectaria, que impone un techo a priori a las rebeliones en curso. Por el contrario, nuestra apuesta es a que estas experiencias sirvan de puente para superar los retrasos de los factores subjetivos.

En lo que sigue, nos remitiremos a las conclusiones políticas extraídas por Marx, Engels, Luxemburgo y Trotsky respecto de las experiencias revolucionarias del siglo XIX y XX. Desde un enfoque comparativo, esperamos clarificar aún más nuestra delimitación de la categoría “rebelión popular” de “revolución social”. Para esto desarrollaremos cuatro aspectos que, a nuestro modo de ver, hacen parte de los rasgos principales con que estos autores del marxismo revolucionario abordaron la lucha de clases en su momento: a) la comprensión de la lucha de clases y los procesos revolucionarios como el terreno vivo de aprendizaje político de la clase obrera, b) la centralidad de la clase obrera como un requisito indispensable para dotarlos de una perspectiva socialista, c) la instauración de una dialéctica revolución/contrarrevolución en las situaciones de revolución social, d) la perspectiva de la toma del poder por la clase obrera a través de instancias de lucha y organización clasistas.

El laboratorio social de la lucha de clases

Para el marxismo la adquisición/construcción de la conciencia de clase del proletariado no es un proceso evolutivo o pasivo, sino que es producto de la acción transformadora de los sujetos sobre la realidad. Y esta realidad no es otra que el terreno de la lucha de clases, que se torna en un laboratorio social donde el enfrentamiento entre las clases, sus organismos de lucha, programas y partidos políticos, sienta las condiciones materiales para que avance la conciencia política. Por esto mismo Trotsky planteaba que “el proletariado no conquista su conciencia de clase pasando de grado como los escolares, sino a través de la lucha de clases ininterrumpida” (Revolución y fascismo en Alemania: 99, Buenos Aires, Antídoto, 2005).

En la tradición del marxismo revolucionario, los procesos de la lucha de clases son interpretados en clave estratégica, es decir, trascendiendo la inmediatez del conflicto y extrayendo sus enseñanzas universales sobre el conjunto del movimiento obrero y de masas. Bajo este criterio, tanto Marx y Engels se posicionaron frente a las revoluciones burguesas de mediados del siglo XIX, que representaron el primer episodio del accionar independiente del proletariado moderno. Como todo paso inicial, estuvo cruzado por aciertos y desaciertos, que ambos dirigentes revolucionarios enmarcaron en un proceso de acumulación de experiencias históricas del proletariado.

Éste fue el caso de la revolución burguesa de 1848 en Francia, que Marx analizó a profundidad. La clase obrera intervino en primera línea contra la monarquía y defendió un modelo de “república con instituciones sociales”, planteando además la necesidad de “organizar el trabajo”. Aunque en principio se conformó un bloque de la burguesía, el campesinado y la clase obrera contra la monarquía, a los pocos meses de triunfar la revolución de febrero e instalarse un gobierno pluriclasista en París (donde hubo dos representantes del proletariado), las contradicciones de clase se hicieron más profundas y, finalmente, la burguesía “republicana” se alineó con sus antiguos rivales monárquico-feudales para aplastar físicamente al proletariado movilizado en junio de ese mismo año.

Aunque la clase obrera salió derrotada de esta revolución, Marx centró la atención de su balance en las enseñanzas que dejó para el conjunto del proletariado moderno: “Ha sido, pues, la derrota de junio la que ha creado todas las condiciones bajo las cuales puede Francia tomar la iniciativa de la revolución europea. Sólo empapada en la sangre de los insurrectos de junio ha podido la bandera tricolor transformarse en la bandera de la revolución europea, en la bandera roja. Y nosotros exclamamos: ¡La revolución ha muerto! ¡Viva la revolución!” (Karl Marx: La lucha de clases en Francia: 152, Buenos Aires, Luxemburgo, 2007).

Lo anterior da cuenta de que en Marx la principal conquista del proletariado es la maduración de su conciencia política, lo cual es imposible de realizar por fuera de la lucha de clases. La dicotomía “formal” de triunfo o derrota momentánea Marx la asume como un elemento parcial de la realidad, al que problematiza dialécticamente en el marco universal de la praxis revolucionaria de la clase obrera y sus partidos. De allí que su noción de avance o retroceso político no presente una correspondencia directa con la lógica de triunfo o derrota, sino que apunta directamente al plano de la conciencia del clase del proletariado en la perspectiva de la toma de poder: “El progreso revolucionario no se abrió paso con sus conquistas directas tragicómicas, sino, por el contrario, engendrando una contrarrevolución cerrada y potente, engendrando un adversario, en la lucha contra el cual el partido de la subversión maduró, convirtiéndose en un partido verdaderamente revolucionario” (ídem: 123).

En cuanto a Engels, tuvo la oportunidad de participar directamente en la revolución alemana de 1848, donde se destacó como líder militar. Al igual que en el caso francés, el proletariado intervino en esta revolución con reivindicaciones democráticas propias, que no planteaban la emancipación social de la clase obrera de la explotación capitalista, pero creaban el terreno democrático para que se desarrollara el movimiento obrero. A mediados del siglo XIX se produjo un quiebre histórico que marcaba el final del ciclo de las revoluciones burguesas y, a la vez, preanunciaba el advenimiento de las revoluciones obreras como fenómeno socio-histórico. Durante esta bisagra histórica el proletariado se posicionó a favor de consumar las revoluciones burguesas, pero profundizando su intervención como sujeto político independiente y construyendo organizaciones propias. Sería hasta el siglo XX cuando la experiencia histórica de las revoluciones rusas de 1905 y 1917 permitió avanzar en la teoría de la revolución, planteando la perspectiva de combinar las tareas democráticas con las socialistas en un marco de revolución permanente.

Finalmente, el proletariado alemán fue derrotado debido a los temores de la burguesía “republicana” de llevar a fondo su enfrentamiento con la monarquía, lo cual le brindó un amplio margen de maniobra política y militar a la contrarrevolución feudal.

Fruto de esta experiencia, Engels arribó a conclusiones estratégicas similares a las de Marx, planteando que “si hemos sido derrotados, no podemos hacer otra cosa que volver a empezar desde el comienzo. Y, por fortuna, la tregua, probablemente muy breve, que tenemos concedida entre el fin del primer acto y el principio del segundo acto del movimiento, nos brinda el tiempo preciso para realizar una labor de imperiosa necesidad: estudiar las causas que hicieron ineludibles tanto el reciente estallido revolucionario como la derrota de la revolución” (Federico Engels: Revolución y contrarrevolución en Alemania: 11, Buenos Aires, Polémica, 1976).

Es fundamental destacar la perspectiva político-metodológica con que Engels asume la derrota momentánea, que caracteriza como el “fin del primer acto” del cual hay que extraer las principales lecciones estratégicas, para entrar a disputar en mejores condiciones el “segundo acto del movimiento”. En suma, para Engels el proceso de acumulación de experiencias del proletariado es el punto de partida para interpretar la lucha de clases, que es un movimiento dinámico y unitario donde los desarrollos locales trascienden su inmediatez e impregnan al conjunto del movimiento obrero.

Esta perspectiva de proceso o recorrido histórico de la lucha de clases es una constante en los análisis del marxismo clásico, donde las situaciones revolucionarias fueron concebidas como catalizadores de la experiencia política de todas las clases sociales (incluida la burguesía). En sus análisis de la revolución francesa de 1848, Marx señalaba que en los períodos de mucha “inquietud histórica”, donde se acrecentaban las pasiones revolucionarias, las diferentes clases de la sociedad contabilizaban sus “etapas de desarrollo por semanas, como antes las habían contado por medios siglos” (Karl Marx: La lucha de clases en Francia: 185). En un sentido similar, Engels caracterizó que la revolución era un “agente tan poderoso del progreso social y político (…) [que] hace que la nación recorra en cinco años más camino que el que recorrería en un siglo en circunstancias ordinarias” (Revolución y contrarrevolución en Alemania: 54-55).

Este aspecto fue enteramente compartido por otra gran figura del marxismo revolucionario, Rosa Luxemburgo, que enriqueció el andamiaje teórico del marxismo al estudiar los nuevos desarrollos presentados por la lucha de clases a finales del siglo XIX y principios del XX.

En uno de sus textos más brillantes, Huelga de masas, partido y sindicatos, Luxemburgo da cátedra del método de análisis marxista desde la lucha de clases y por fuera de todo esquematismo vulgar, aun si es preciso señalar que también se hacen patentes sus limitaciones sobre el papel del partido revolucionario como dirección revolucionario, dado que ella siempre sobredimensionó los alcances del “espontaneísmo” en el movimiento obrero. En esta obra actualiza la elaboración del marxismo a la luz de la revolución rusa de 1905, donde la clase obrera conformó los primeros soviets de la historia y desarrolló una huelga de masas contra el absolutismo zarista. Esta revolución fue derrotada, pero abrió un debate estratégico en toda la socialdemocracia europea respecto de la viabilidad de este método de lucha.

Luxemburgo interviene en este debate replanteando la posición marxista sobre la huelga general o de masas, que previamente había sido rechazada por Engels en sus polémicas con el anarquismo español. En ese debate en concreto, Engels se posicionó correctamente contra el ultraizquierdismo del anarquismo, que anteponía una formulación de huelga de masas abstracta para finalizar de una vez por todas con la dominación burguesa, a la vez que rechazaba cualquier tipo de intervención política del movimiento obrero en los espacios parlamentarios burgueses (lo que Trotsky llamó “cretinismo antiparlamentario”).

A partir de esta posición de Engels, la socialdemocracia alemana asumió una posición de rechazo por “principios” a la huelga de masas como un método de lucha revolucionaria. Luxemburgo sostuvo una postura totalmente diferente, planteando que la revolución rusa exigía una reformulación de esta posición, pues la huelga general de 1905 surgió desde la misma clase obrera como un método de lucha para exigirle al zarismo los derechos democrático-burgueses que éste le negaba (algo muy diferente a la política artificial de huelga pregonada por el anarquismo).

En Luxemburgo, los métodos de lucha son creaciones históricas concretas del movimiento obrero, que debían ser valorados de acuerdo con su funcionalidad respecto de la lucha de clases, o sea, eran válidos si correspondían al desarrollo político del proletariado y potenciaban la lucha del movimiento obrero: “No se puede entender ni discutir el problema basándose en especulaciones abstractas sobre la posibilidad o la imposibilidad, sobre lo útil o lo perjudicial de la huelga de masas. Hay que examinar los factores y condiciones sociales que originaron la huelga de masas en la etapa actual de la lucha de clases. En otras palabras, no se trata de la crítica subjetiva de la huelga de masas desde la perspectiva de lo que sería deseable, sino de la investigación objetiva de las causas de la huelga de masas desde la perspectiva de lo históricamente inevitable” (Huelga de masas, partido y sindicatos: 249, Bogotá, Pluma, 1979. Los resaltados son siempre nuestros salvo indicación en contrario).

De esta forma, Luxemburgo incorpora un criterio fundamental en su análisis de la lucha de clases, que consiste en clarificar los alcances y límites de los procesos en curso, condicionados por una combinación de factores objetivos y subjetivos. En su enfoque, los métodos de lucha y categorías políticas no son simples denominaciones técnicas, sino que están determinadas histórica y políticamente: “Es tan imposible ‘propagar’ la huelga de masas como medio abstracto de lucha como lo es propagar la ‘revolución’. La ‘revolución’, como la ‘huelga de masas’, es una forma externa de lucha de clases, que sólo adquiere sentido y significado en determinadas situaciones políticas” (ídem).

Finalmente, otro aspecto enriquecedor en los análisis de Luxemburgo es su correcta ubicación internacionalista frente a los procesos de la lucha de clases. En su pelea contra las inercias conservadoras imperantes en la burocracia sindical y del aparato del Partido Socialdemócrata Alemán, Luxemburgo recurrió a las experiencias más avanzadas del movimiento obrero europeo como punto de apoyo estratégico. Para la revolucionaria polaca era necesario que el movimiento obrero se apropiara de cada proceso de la lucha de clases para potenciar su capacidad de triunfo en los combates contra la burguesía: “Es mucho más importante que los obreros alemanes aprendan a ver la Revolución Rusa como asunto propio, no sólo en el sentido de la solidaridad internacional con el proletariado ruso, sino ante todo como un capítulo de su propia historia política y social” (ídem: 312).

Este recuento sobre el método de análisis estratégico con que autores del marxismo revolucionario interpretaron los desarrollos de la lucha de clases viene al caso, pues en la actualidad es común que las corrientes marxistas realicen caracterizaciones políticas a partir de sus “manuales de bolsillo”, que despolitizan a las nuevas generaciones militantes en su capacidad de análisis y pensamiento. Por esto nos parece imprescindible destacar que, en la mejor tradición del marxismo revolucionario, la lucha de clases es asumida como un proceso de acumulación de experiencias, que adquieren su verdadero significado desde un ángulo estratégico y no a partir de enunciar categorías sin ningún contenido histórico determinado, como suele ocurrir en reiterados casos con la palabra “revolución”.

La centralidad de la clase obrera: de los fines y medios en la revolución socialista

El accionar independiente del proletariado a partir de la segunda mitad del siglo XIX y, posteriormente, su profundización con el desarrollo de las revoluciones obreras en la primera mitad del siglo XX (entre éstas la rusa de 1917), demostraron la potencialidad histórica de la clase obrera como sujeto social de la revolución socialista.

Por esto no resulta extraño que, a pesar de la distancia temporal entre autores como Marx, Engels, Trotsky, Lenin o Luxemburgo, en sus principales obras políticas coincidan en una premisa de orden estratégico: la centralidad de la clase obrera como un requisito indispensable para que las revoluciones adopten un curso verdaderamente socialista.

Contrariamente a cualquier interpretación objetivista o sustituista de la revolución, para los autores clásicos del marxismo revolucionario el socialismo es un proceso de transformación social, y la conciencia revolucionaria de la clase obrera desempeña un elemento central para su construcción. Esto obedece a la tensión finalista que atraviesa al marxismo, donde los fines y medios presentan una relación dialéctica. De esta forma, el fin de alcanzar la autoemancipación de la humanidad de toda forma de explotación y opresión social tiene que estar mediatizado por la experiencia y centralidad de la clase obrera en la lucha revolucionaria.

Utilizando este criterio de análisis, Marx diferenció categóricamente la dinámica de la revolución obrera con la de sus predecesoras burguesas, pues sus fines y medios eran diametralmente contrarios. Nuevamente apoyándose en la experiencia de las revoluciones burguesas de mitad del siglo XIX, Marx razonaba que “si han cambiado las condiciones de la guerra entre naciones, no menos han cambiado las de la lucha de clases. La época de los ataques por sorpresa, de las revoluciones hechas por pequeñas minorías conscientes a la cabeza de las masas inconscientes, ha pasado. Allí donde se trate de una transformación completa de la organización social tienen que intervenir directamente las masas, tienen que haber comprendido ya por sí mismas de qué se trata, por qué dan su sangre y su vida” (La lucha de clases en Francia: 116-117).

Aunque las revoluciones burguesas se iniciaron como movimientos de masas progresivos contra las monarquías absolutistas, su potencialidad revolucionaria resultó de corto alcance histórico, pues su objetivo fue instalar en el poder a otra clase propietaria, la burguesía. Por este motivo, la “inconsciencia” de las masas era una característica funcional a los fines de las revoluciones burguesas, debido a que posibilitaba que una clase minoritaria y propietaria, como la burguesía, instrumentalizara en su favor la fuerza revolucionaria del conjunto de las clases explotadas y oprimidas por la monarquía.

En contraposición con esta perspectiva, Marx sostiene que la revolución socialista persigue una “transformación completa de la organización social”, lo que introduce nuevas coordenadas para el desarrollo de la lucha de clases: la conciencia política de las masas y la centralidad de la clase obrera es imprescindible para construir esa nueva forma de sociedad.

La Comuna de París en 1870-71 demostró la certeza de esta perspectiva planteada por Marx. Durante esta experiencia revolucionaria, el proletariado parisiense desarrolló el primer intento por instaurar una dictadura del proletariado, lo cual representó un avance político respecto de su papel en las revoluciones burguesas. Aunque fue derrotada y brutalmente reprimida por la burguesía prusiana y francesa, aportó grandes enseñanzas a la teoría marxista del estado y la revolución.

Así, por ejemplo, en La guerra civil en Francia, Marx concentra su análisis de la Comuna en los procesos de organización del proletariado parisiense, y remarca que “la Comuna era, esencialmente, un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del trabajo”, y concluye que la “gran medida social de la Comuna fue su propia existencia, su labor. Sus medidas concretas no podían menos de expresar la línea de conducta de un gobierno del pueblo por el pueblo” (La guerra civil en Francia: 236 y 241, Moscú, Progreso, 1976).

Véase que aquí Marx considera a la dictadura del proletariado como la forma política bajo la cual poner en marcha una economía de transición al socialismo (“la emancipación económica del trabajo”). Visto lo anterior, resulta claro que para Marx el carácter obrero de la Comuna se origina en la congruencia entre el fin de alcanzar “la emancipación económica del trabajo” y la “forma política” o medio empleado para lograrlo, que vendría a ser el “gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora”.

Durante la revolución española, Trotsky expuso conclusiones similares en sus polémicas con la política frentepopulista del stalinismo. Para Stalin y sus epígonos en la Internacional Comunista, era justificable hipotecar la independencia de la clase obrera en pactos con la burguesía “progresista” o “republicana”, pues permitiría alcanzar mayores libertades democráticas (para luego pelear por la revolución social). De esta forma, el stalinismo construyó su política para España con un criterio totalmente diferente al de Marx, al separar formalmente los fines (la transformación social, e, incluso, las mismas libertades democráticas) de los medios (la centralidad obrera en la lucha de clases).

Frente a esto, Trotsky enfatizaba la necesaria relación entre las conquistas democráticas y la centralidad de la clase obrera en la lucha por conseguierlas para avanzar hacia el socialismo: “Lenin decía incluso que el proletariado ruso había llegado en octubre de 1917 al poder, ante todo, como agente de la revolución burguesa-democrática. El proletariado victorioso empezó por la resolución de los problemas democráticos, y, poco a poco, mediante la lógica de su dominación, enfocó las cuestiones socialistas (…) después de que la clase obrera ha conquistado el poder, los fines democráticos del régimen proletario se transforman inevitablemente en socialistas. El tránsito orgánico y por evolución de la democracia al socialismo es concebible sólo bajo la dictadura del proletariado” (La revolución española: 75-76, El Puente, sin pie de imprenta).

Para Trotsky lo determinante del proceso revolucionario es la centralidad de la clase obrera, pues a través de la “lógica de su dominación” se abre la perspectiva del tránsito al socialismo. Esto es fundamental para comprender uno de los postulados de la teoría de la revolución permanente en Trotsky, pues el tránsito de la revolución democrática hacia una socialista se produce a partir de una combinación dialéctica entre la necesidad de resolver tareas democráticas que el capitalismo estructuralmente no puede resolver, pero a partir de la clase obrera en el poder.

Como se puede apreciar, para Marx y Trotsky existe una relación dialéctica entre las conquistas obtenidas, los sujetos sociales y los métodos: el qué, cómo y quién realiza las tareas revolucionarias. Desde Socialismo o Barbarie hemos insistido en este ángulo estratégico para evaluar los alcances y límites de los procesos revolucionarios, pues la experiencia de las revoluciones anticapitalistas de posguerra demostró que, sin la centralidad de la clase obrera mediante sus partidos y organismos de lucha, no se produjo ninguna transición al socialismo; a lo sumo, se alcanzó a configurar una serie de estados burocráticos que expropiaron a la burguesía y el imperialismo y obtuvieron parcialmente una serie de conquistas, pero que trascurridas algunas décadas ya fueron (o están en rumbo a serlo, como en el caso de Cuba) reabsorbidos por el capitalismo.

Y esto es todo un debate con el conjunto de las corrientes del trotskismo (incluyendo la LIT y el PTS), pues aún reivindican el andamiaje teórico-político del trotskismo de posguerra que unilateralmente caracterizó que hubo revoluciones “socialistas” aun con ausencia de la clase obrera, pues éstas habrían estado determinadas por la sola “presión” de las tareas objetivas y el enfrentamiento al imperialismo mundial, confundiendo así la connotación anticapitalista (expropiación de la burguesía) con la socialista (poder proletario y apertura del proceso de la transición al socialismo).

Al respecto, en un texto anterior de nuestra corriente se planteaba que “la revolución socialista no puede consumarse como producto de las ‘circunstancias objetivas’, de las ‘tareas’ que supuestamente cumplen, sin importar que la clase trabajadora como tal no tenga arte ni parte en ella ni la manera en que se cumplen esas tareas. En el caso de la revolución propiamente socialista, existe necesariamente una relación dialéctica entre las tareas, el sujeto y los métodos mediante los cuales aquéllas se llevan adelante” (Roberto Sáenz: “Las revoluciones de posguerra y el movimiento trotskista”: 56, Socialismo o Barbarie 17/18, Buenos Aires, 2004).

Finalmente, es importante agregar que la conceptualización de “centralidad de la clase obrera” en la revolución no se detiene en destacar unilateralmente el accionar independiente de la clase obrera, sino que, además, remite a otro elemento de enorme relevancia táctica en los procesos revolucionarios: ¿cómo proyectar la hegemonía del proletariado sobre otras clases sociales oprimidas en el capitalismo?

Engels planteó con gran agudeza que todas las revoluciones presentaban dos momentos característicos. El primero consistía en la unidad de todas las clases sociales revolucionarias y opositoras contra un enemigo común, mientras que el segundo se caracterizaba por un intenso proceso de diferenciación política y social luego de triunfar la revolución (Revolución y contrarrevolución en Alemania: 54). Y durante esta fase de diferenciación entre las clases, el proletariado tenía que lograr el apoyo del conjunto de los explotados y oprimidos hacia la revolución socialista, con la finalidad de no resultar aislado socialmente durante su enfrentamiento contra la burguesía.

Este señalamiento de Engels fue confirmado en infinidad de ocasiones a lo largo de los siglos XIX y XX. Por ejemplo, en el marco de los debates sobre el ascenso del fascismo en Alemania y cómo enfrentarlo desde la clase obrera, Trotsky polemizó con la política populista que pregonó el stalinismo de disolver el programa del proletariado en la concepción de “pueblo”, o lo que es lo mismo, en desdibujar la centralidad de la clase obrera: “Para que la nación pueda reconstruirse en torno a un nuevo meollo de clase, hay que reconstruirla ideológicamente, y esto se logra sólo si el proletariado no se disuelve en el ‘pueblo’, en la ‘nación’, sino que desarrolla un programa para su propia revolución proletaria y obliga a la pequeño burguesía a elegir entre dos regímenes. La consigna de revolución popular adormece tanto a la pequeño burguesía como a amplios sectores obreros, los reconcilia con la estructura burguesa-jerárquica de ‘pueblo’ y retarda su liberación” (Revolución y fascismo en Alemania: 45-46).

En síntesis, la centralidad de la clase obrera debe comprenderse como la intervención directa y consciente del proletariado en la revolución, no en calidad de individuos diluidos en el “pueblo”, sino como clase para sí y, desde esta ubicación, proyectando hacia el conjunto de los sectores explotados y oprimidos la alternativa socialista.

El derrumbe de la democracia burguesa

Un rasgo distintivo de cualquier proceso de revolución social es la instalación de una dialéctica de revolución/contrarrevolución, donde se tensionan al máximo las contradicciones de clase y no hay espacios para las soluciones institucionales. En estas condiciones los enfrentamientos políticos se resuelven mediante la fuerza, es decir, aplastando físicamente al adversario de clase.

Bajo el capitalismo, esto significa que el parlamento (como síntesis institucional del régimen democrático-burgués) no puede garantizar el dominio de la clase capitalista, por lo cual ésta ejerce su dominación con métodos dictatoriales, donde se suprimen el conjunto de los derechos “democráticos”.

A lo largo del siglo XX hubo diversos períodos históricos donde se produjeron escenarios de este tipo. Por ejemplo, Trotsky analizó esta dialéctica de revolución/contrarrevolución durante la década del 30, donde se produjo una verdadera crisis de dominación del capitalismo al coincidir la Gran Depresión con el estallido de procesos revolucionarios en países como Alemania, España y Francia.

Esto conllevó, en palabras de Trotsky, un verdadero “derrumbe de la democracia burguesa”, pues en todos estos países (y muchos más) no había espacio para salidas parlamentarias, y las alternativas planteadas eran fascismo o revolución socialista. Debido a esto, Trotsky resumía la dinámica política de Europa tras la I Guerra Mundial planteando que, con la excepción de Rusia, donde la clase obrera llevó a fondo su revolución y tomó el poder, en el resto de países “el parlamento ha mostrado no tener la capacidad de conciliar las contradicciones de clase y de asegurar la marcha pacífica de los acontecimientos. El conflicto se resolvió con las armas en la mano” (¿Adónde va Francia?: 14, Buenos Aires, Antídoto, 2005).

Y esto, insistimos, no fue un episodio de semanas o meses: fue la marca indeleble de todo un ciclo histórico que tuvo su momento más álgido en los años 30, donde el combate entre fascismo y revolución adquirió su mayor profundidad. Es importante tener presente esto, pues da cuenta de que la categoría “revolución” no se debe emplear indiscriminadamente; contiene una densidad histórica, estratégica y política que los marxistas revolucionarios no podemos obviar.

Prosiguiendo con Trotsky, en sus escritos sobre Alemania planteó que el capitalismo podía comprenderse a partir de tres grandes etapas históricas, que representaban un modelo de relación definida de la burguesía con la pequeño-burguesía y, a través de esta clase, con el proletariado: “La aurora del desarrollo capitalista, cuando la burguesía utilizaba métodos revolucionarios para realizar sus tareas; el período de florecimiento y madurez del régimen capitalista, cuando la burguesía otorgó a su dominación formas ordenadas, pacíficas, conservadoras, democráticas; por último, la decadencia del capitalismo, cuando la burguesía se ve obligada a recurrir a métodos de guerra civil contra el proletariado para proteger su derecho a la explotación” (Revolución y fascismo en Alemania: 210-211).

Como se puede apreciar, la dialéctica de revolución/contrarrevolución implica que la burguesía abandona sus modales “democráticos” y recurre directamente al empleo de los “métodos de guerra civil contra el proletariado para proteger su derecho a la explotación”. Más categóricamente, la burguesía no intenta cooptar la revolución a través de los mecanismos institucionales que, en circunstancias ordinarias, le permite desplegar la democracia burguesa, ya que la situación no se resuelve con un simple cambio del “elenco político” de la burguesía. Según Trotsky, donde “están en juego las bases de la sociedad misma, la aritmética parlamentaria no decide nada. Lo decisivo es la lucha” (ídem: 210).

Éste es el trasfondo estratégico de la definición con que Lenin sintetizaba las situaciones revolucionarias: cuando los de arriba no pueden gobernar y los de abajo no quieren ser gobernados.

Acá Lenin combina los elementos objetivos, tales como la crisis en la clase dominante y el sistema parlamentario, con los de carácter subjetivo, que vendrían a ser la fortaleza política de la clase obrera y los “de abajo” en tanto se plantean el derrocamiento de la burguesía. Un ángulo muy similar al de Trotsky cuando señalaba que toda situación revolucionaria “enfrenta al proletariado con el problema inmediato de la toma del poder” (ídem: 22).

Un aspecto final por desarrollar es que dentro de la dialéctica de revolución/contrarrevolución la disputa por la conducción política de las clases medias es determinante, pues es un elemento que pesa para volcar la correlación de fuerzas a favor de cualquiera de los campos enfrentados.

Como explicamos anteriormente, para el proletariado es importante ganarse a las clases medias para no quedar aislado social y políticamente durante su enfrentamiento con la burguesía. Pero también porque la burguesía lanza una ofensiva por instrumentalizar a estos sectores en su operativo contrarrevolucionario. Esto se origina en que la burguesía es una clase económicamente muy poderosa, pero socialmente es minoritaria. De allí que, históricamente, haya ejercido su dominio de clase a través de relaciones definidas con la pequeño-burguesía, que le servía como intermediaria para controlar al proletariado.

De esta manera, la dominación de los capitalistas se realiza de forma más “indirecta”, a través de otras clases o representantes políticos (su elenco gobernante) aburguesados: “Los programas políticos característicos de estas tres etapas, jacobinismo, democracia reformista (incluida la socialdemocracia) y fascismo, son fundamentalmente programas de corrientes pequeñoburguesas. Este hecho, más que ningún otro, demuestra la importancia enorme –más aún, decisiva– que tiene la autodeterminación de las masas populares pequeño-burguesas para el destino de toda la sociedad burguesa” (ídem: 211).

Resumiendo, dentro de la dialéctica de revolución/contrarrevolución acontece un desbordamiento de la democracia burguesa, los conflictos de clase se dirimen mediante el enfrentamiento directo y la disputa por las clases medias es determinante para el triunfo de la revolución o, en su caso, de la contrarrevolución.

La perspectiva de la toma del poder: huelga general, organismos de poder y partido revolucionario

Ciertamente, los métodos de lucha y formas de organización que asume cada proceso revolucionario varían según los casos y, además, están condicionados por las tradiciones de lucha del movimiento obrero y popular en cuestión. Pero el recorrido histórico de la lucha de clases demuestra que existen formas de lucha política consustanciales a las revoluciones con centralidad de la clase obrera, que expresan los rasgos de una clase social que, más allá de sus diferentes procedencias, comparte una misma ubicación en la producción capitalista.

Por ejemplo, durante la primera mitad del siglo XX se produjeron las principales revoluciones obreras (entre éstas, la rusa de 1917; pero también la húngara de 1919, la alemana de 1919/23, la china de 1926/7, la española de 1931/9, etcétera), en las cuales la clase obrera desarrolló métodos de lucha e instancias de organización acordes a la situación política, es decir, en la perspectiva de la toma del poder.

En primer lugar, la huelga general o de masas. Como explicamos anteriormente, la primera experiencia real de esta modalidad de huelga tuvo lugar durante la revolución rusa de 1905 (en realidad, desde comienzos de siglo hubo experiencias como las de la huelga general en Bélgica, entre otras). Y desde ese momento se incorporó al “capital político” del movimiento obrero como uno de los métodos de lucha más radical y sintomática de una profundización en la conciencia del proletariado.

Luxemburgo caracterizaba que “en el período de la huelga de masas, el factor político y el económico (…) constituyen simplemente los dos aspectos entrelazados de la lucha proletaria de clases en Rusia. Y su unidad la constituye precisamente la huelga de masas” (Huelga de masas, partido y sindicatos: 285-286). Aunque Luxemburgo se remite a la experiencia rusa de 1905, esta conclusión es válido generalizarla como un rasgo de cualquier huelga general, más allá de las desigualdades que entre ambos términos existan en cada caso concreto.

Justamente, la unidad entre las demandas políticas y las económicas constituye el rasgo distintivo de toda huelga general o de masas, y de ahí que toda su dinámica apunte a desbordar el ordenamiento burgués. Su profundidad política radica en que logra unificar las reivindicaciones gremiales con los intereses generales del conjunto de la sociedad.

Un criterio similar expuso Trotsky, para quien la “huelga general no se hace posible más que cuando la lucha de clases se eleva por encima de todas las exigencias particulares y corporativas (…) borra las fronteras entre los sindicatos y partidos, entre la legalidad y la ilegalidad, y moviliza a la mayoría del proletariado, oponiéndolo activamente a la burguesía y al Estado. Por encima de la huelga general no puede haber sino la insurrección armada” (¿Adónde va Francia?: 81).

Entonces, el carácter “general” de este tipo de huelga se define porque orienta la lucha de la clase obrera y todos los sectores explotados y oprimidos contra la dominación de la burguesía. Así las cosas, la huelga general concentra reivindicaciones para cambiar la totalidad de la sociedad, lo cual introduce un matiz revolucionario en la lucha de clases.

Lo anterior difiere con la dinámica de las huelgas económicas o reivindicativas, que se caracterizan más bien por su carácter parcial (atañen a un sector específico de la clase trabajadora) y tienen un perfil más estrechamente reformista, dado que su objetivo es renegociar las condiciones de explotación de la clase obrera (un mejor salario o pensión), más allá de que no dejen de ser una escuela de la lucha de clases. Gramsci expuso esta limitación estratégica del sindicalismo, y explicó que no era un medio adecuado para alcanzar el fin de la revolución obrera porque era “una mera forma de la sociedad capitalista, pero no una forma de potencial superación de tal sociedad. El sindicalismo organiza a los obreros no como productores, sino como asalariados, es decir, como criaturas del régimen capitalista de propiedad privada, como vendedores de la mercancía llamada trabajo (…) el sindicalismo une a los obreros de acuerdo con la forma que les imprime el régimen capitalista, el régimen del individualismo económico” (“Sindicalismo y consejos”: 210, en Control obrero, consejos obreros, autogestión, Ernest Mandel (comp.), México, Era, 1974).[2]

De ahí que la huelga general es un método de lucha que ocurre solamente bajo condiciones muy específicas de polarización de la lucha de clases y, por lo general, desencadena una crisis revolucionaria. Coloca a la burguesía en una situación donde pierde el control sobre amplias franjas de la producción y el territorio que administra y, al mismo tiempo, abre la posibilidad de la toma del poder por el proletariado. Su punto de partida representa un escalón superior en la conciencia del proletariado que, contra todas las inercias gremialistas y las presiones conservadoras, asume una pelea por modificar el conjunto de las relaciones sociales en el Estado.

Otra característica de la huelga general es que sectores amplios de la clase obrera comienzan a desbordar por la izquierda el control de la burocracia sindical, que basa su apoyo político en la división interna del proletariado, las inercias gremialistas y los reflejos conservadores del movimiento obrero en tiempos ordinarios. Y, justamente, es durante las huelgas generales cuando el proletariado supera estas limitaciones y pega un salto en su conciencia política, por lo cual entra en contradicción directa con la lógica de los aparatos burocráticos.

Frente a esto, el proletariado conforma organismos de lucha que, en sintonía con la dinámica de la huelga general, trascienden la estrechez gremialista y asumen el control de la producción y el territorio, instaurando una dinámica de poder dual frente a las instituciones del Estado burgués.

En un reciente texto de formación política de Socialismo o Barbarie, se detalla el perfil y naturaleza de estos organismos de la siguiente forma: “Se trata de organismos de lucha que (…) adquieren un carácter que, de hecho o de derecho, va mucho más allá de las reivindicaciones elementales para pasar a cumplir un rol político de conjunto, obrando en paralelo a las instituciones de poder del Estado en descrédito y decadencia. De ahí que uno de sus rasgos característicos sea su capacidad (…) de elevarse hacia las perspectivas más generales, superando los estrechos límites de cada gremio y elevándose a los intereses del conjunto de la clase obrera y demás explotados y oprimidos” (Roberto Sáenz, Ciencia y arte de la política revolucionaria: 79, Buenos Aires, Antídoto, 2012).

El caso más ilustrativo de este tipo de organismos fueron los soviets, que surgieron durante la revolución rusa de 1905 y, posteriormente, reaparecieron en la revolución de 1917. Pero no son un fenómeno exclusivamente ruso, pues instancias de este tipo surgieron en diferentes países durante procesos de huelga general, como fue el caso de los consejos obreros en Turín en 1919-1920, o en el caso de Latinoamérica, durante la revolución boliviana de 1952 la Central Obrera Boliviana se transformó en una “coordinadora revolucionaria” de organismos de esta naturaleza (aunque con un carácter de representaciones “sindicales” de los lugares de trabajo; ver texto en esta misma edición).

De esta forma, existe un vínculo entre la huelga general y los organismos de doble poder, en tanto hacen parte de la forma y contenido de un proceso revolucionario con centralidad de la clase obrera. Además, es importante señalar que ambos surgen como respuestas objetivas ante la profundización del enfrentamiento de la clase obrera con la burguesía. De hecho, en ambas revoluciones rusas los soviets se conformaron como un reflejo de la clase obrera y no porque los bolcheviques los impulsaran.

Pero un caso totalmente diferente acontece con la construcción de los partidos y direcciones revolucionarias, que requieren un proceso extenso de formación y selección de los mejores cuadros políticos. Y su importancia radica en que juegan un rol determinante en la perspectiva de la toma del poder, algo que ha sido confirmado en reiteradas ocasiones por la experiencia histórica.

La espontaneidad de las masas, incluso en coyunturas de huelga general, por sí misma es insuficiente para erigir un planteamiento alternativo y orgánico de sociedad. La espontaneidad revierte gran potencialidad, pero desvinculada de la acumulación histórica de la lucha de clases, es decir, de los triunfos y derrotas previos de la clase obrera, de sus aprendizajes estratégicos y el conocimiento científico del comportamiento del resto de clases sociales, queda limitada.

Esto se debe a que la clase obrera y los sectores explotados y oprimidos aprenden directamente en la acción. Pero este aprendizaje empírico tiene un techo por sí mismo, pues los conocimientos teóricos y científicos para potenciar la lucha de clases no se construyen espontáneamente, sino que requieren elaboración y síntesis previa. Y acá es donde entran en escena los partidos revolucionarios, como organizaciones que sintetizan la experiencia histórica de la lucha de clases y reúnen a los cuadros políticos más avanzados. Ésta fue la gran enseñanza de Lenin que a Rosa se le perdía.

De lo anterior se desprende una dialéctica entre el movimiento obrero y los partidos revolucionarios que Trotsky sintetizaba de la siguiente forma: “No se pueden formular los intereses de la nación de otro modo que desde el punto de vista de la clase dominante o de la clase que aspira a dominar. No se pueden formular los intereses de clase de otro modo que por medio de un programa, como tampoco se puede defender un programa de otro modo que creando un partido” (Revolución y fascismo en Alemania: 97).

Así, el partido y la dirección revolucionaria se constituyen en un resorte determinante para el desarrollo estratégico de la lucha de clases, pues su tarea es metabolizarse con el movimiento de masas. Pero esto se demuestra en la intervención directa del partido revolucionario en la lucha de clases, demostrando en los hechos su capacidad para erigirse como dirección revolucionaria: “La identidad de principios entre los intereses del proletariado y las tareas del Partido Comunista no significa ni que el proletariado en su conjunto tome conciencia de sus intereses actuales, ni que el Partido los formule, en todas las circunstancias, de una manera correcta. La necesidad del Partido deriva precisamente del hecho de que el proletariado no nace con la comprensión inmediata de sus intereses históricos. La tarea del Partido consiste en demostrar al proletariado en lucha su derecho a asumir la dirección” (ídem: 99).

En cualquier caso, este metabolismo entre la acción de masas y el partido revolucionario lleva la lucha a escalones siempre superiores: la huelga de masas no deja de ser así, en definitiva, un momento “preparatorio” para que se plantee la lucha por el poder y la insurrección, momento culminante de la lucha de clases socialista.

Alcances y límites del ciclo universal de rebeliones populares

Expuesto lo anterior, es momento de sintetizar la discusión y precisar los motivos por los cuales desde Socialismo o Barbarie caracterizamos los procesos actuales de la lucha de clases como un ciclo universal de rebeliones populares. El empleo de esta categoría no es antojadizo, sino que lo realizamos desde una lectura estratégica del proceso, es decir, la perspectiva de reintroducir la revolución socialista en el siglo XXI.

Un primer elemento por destacar es que las rebeliones populares representan una superación de la situación mundial que imperaba en décadas anteriores, cuando la tónica era la suma de derrotas y retrocesos del movimiento de masas. Para ilustrar mejor esto, basta con recordar que durante estos años los debates en la izquierda giraban en torno a cuán profunda era la derrota, y desde la intelectualidad posmoderna se planteaba que con la caída del muro de Berlín sobrevino el “fin de la historia”.

Actualmente la dinámica es diferente: atravesamos un recomienzo de la experiencia histórica de los explotados y oprimidos, donde se está desarrollando un proceso de acumulación de experiencias en el marco de la lucha de clases. Por esto mismo, ya sea desde la izquierda, el centro e incluso la derecha imperialista, los actuales debates políticos son alrededor de los alcances históricos de los procesos de lucha.

Y éste, sin ninguna duda, es el principal alcance político de las rebeliones populares. Son el terreno material donde se está configurando un laboratorio social para el aprendizaje político de la vanguardia revolucionaria, la clase obrera, amplios sectores de la juventud estudiantil y trabajadora, los sectores populares y el conjunto de sectores oprimidos por el capitalismo.

Un segundo aspecto por anotar es su carácter de ciclo universal. En la tradición del marxismo revolucionario, la categoría de ciclo político es una medida temporal donde se destacan las características políticas generales que identifican a todo un período de tiempo. En el caso específico de las rebeliones populares, implica generalizar los rasgos que determinan (positiva o negativamente) los desarrollos de la lucha de clases actualmente. Para esto es necesario combinar tanto factores objetivos como subjetivos, lo cual nos proporciona un punto de apoyo para generalizar las experiencias de lucha.

En este caso, ¿cuál es el trasfondo del ciclo universal de rebeliones populares? La crisis económica internacional capitalista es el factor que opera detrás de la dinamización de la lucha de clases. La extensión del deterioro económico (incluso a países del centro imperialista) es la clave material que explica la generalización y sincronía de las luchas actuales.

A partir de este dato estructural, las rebeliones populares se articulan con reivindicaciones específicas de cada región o país, que puede variar desde reclamos de carácter democrático hasta luchas contra políticas de austeridad fiscal. Por este motivo, desde SoB caracterizamos el ciclo en términos de la experiencia universal de la lucha de clases, y no segmentando artificialmente los procesos de lucha por países o regiones.

De ahí que, sin obviar las desigualdades de la lucha de clase en Europa, Medio Oriente y América, nuestra definición de “ciclo universal de rebeliones populares” parte de un ángulo metodológico clásico del marxismo revolucionario: trascender la estrechez geográfica de los conflictos y asumirlos desde una lógica estratégica, extrayendo las principales características políticas que determinan al conjunto de la lucha de clases en el período.

Pero toda esta enorme potencialidad de las rebeliones populares también está atravesada por importantes límites políticos, en particular en cuanto al atraso de los factores subjetivos que todavía expresa la lucha de clases. Esto es comprensible debido a que el ciclo de rebeliones populares estuvo precedido por muchos años de derrotas que, indefectiblemente, dejaron su huella sobre la conciencia general del movimiento obrero. Y es fundamental que las corrientes marxistas revolucionarias las planteen con total claridad, pues es el punto de arranque para aportar en su progresiva maduración y superación política.

¿A qué nos referimos con atraso en los factores subjetivos? En la edición anterior de esta revista explicábamos que “no nos referimos a la magnitud de los enfrentamientos en curso (de hecho, hubo y hay situaciones de guerra civil en Libia y Siria), sino a aquellos factores que, como la centralidad de la clase obrera, la conciencia, los programas, los organismos de poder y el peso de las organizaciones políticas revolucionarias, marcan el surgimiento de un escenario de revolución social” (J. L. Rojo, cit.: 19).

Entonces, al caracterizar el ciclo político como de rebeliones, damos cuenta de que si bien muchos de estos procesos son de gran intensidad (derribando incluso regímenes dictatoriales), no logran aún transformarse en revoluciones sociales contra el dominio de la burguesía como clase social.

Anteriormente explicábamos que durante la década del 30 del siglo XX, la lucha de clases alcanzó tal intensidad que se instauró una dialéctica de revolución-contrarrevolución, lo cual produjo un derrumbe generalizado de la democracia burguesa. Para el caso del ciclo actual de rebeliones populares esto no ocurre aún, lo cual es un indicativo de que no estamos en medio de un proceso de revoluciones sociales. Por el contrario, lo que prevalece es una dialéctica de rebelión-reabsorción, donde la democracia burguesa es justamente la mediación con la cual el imperialismo y las burguesías locales intentan desactivar los procesos de rebelión popular.

Quizá el caso más elocuente es el de Egipto. En enero de 2011 estalló una impactante rebelión popular, cuyo epicentro geográfico se localizó en los centros urbanos, y socialmente tuvo un fuerte impulso de amplios sectores de la juventud. Asimismo, durante su desarrollo se incorporaron sectores de la clase trabajadora.

Los reclamos del movimiento estaban orientados contra el régimen dictatorial encabezado por Mubarak y, de conjunto, expresaban un malestar ante la precarización de las condiciones de vida. Tras varias semanas de intensas jornadas de lucha, el imperialismo y los sectores dominantes egipcios descomprimieron la rebelión con una salida ordenada, mediante la cual depusieron a Mubarak pero dejando intactas las principales instituciones del régimen militar, empezando por las mismas fuerzas armadas.

La mediación para llevar a cabo este dispositivo desmovilizador fue la convocatoria a elecciones democrático-burguesas, con la perspectiva de colocar como relevo a la Hermandad Musulmana, una agrupación fundamentalista islámica que no refleja en nada el proceso de la rebelión popular, que desde un inicio tuvo un marcado carácter laico y con amplia participación de la mujer en la Plaza Tahrir.

Actualmente, el gobierno de Mursi, de la Hermandad Musulmana, está impulsando una retrógrada constitución fundamentalista y antidemocrática, tanto desde el plano general de los derechos democrático-burgueses, pero también desde la óptica de los derechos de organización de la clase trabajadora (ver nota en esta misma edición). En síntesis, en Egipto el dispositivo aplicado por el imperialismo y la burguesía es un clásico ejemplo de “cambiar algo para que no cambie nada”, lo cual fue posible mediante la trampa de la democracia burguesa.

Otro caso es el de Grecia. En este país, el movimiento sindical, la juventud radicalizada y los sectores populares han librado fuertes luchas contra los planes de ajuste impulsados por la Unión Europea, que están afectando las condiciones de vida de la clase trabajadora y el conjunto de la población. Solamente durante 2011 se realizaron dos huelgas generales de 48 horas. Ante este avance del movimiento sindical, la burguesía imperialista de la UE se jugó con todo a descomprimir la rebelión popular mediante elecciones presidenciales, centrando las aspiraciones de las masas trabajadoras y populares en resolver sus problemáticas votando en las urnas por el centro-izquierdista Syriza. Como es sabido, el resultado fue el triunfo del conservador Nueva Democracia (garante de los planes de ajuste), la legitimación del voto como mecanismo para dirimir los problemas, el fortalecimiento de la ultraderecha de Amanecer Dorado y la desmoralización de un sector del movimiento de masas. Si es un hecho que Syriza hizo una muy importante elección, no lo es menos que su adaptación total al mecanismo parlamentario sirvió en bandeja este momento de “respiro” en la situación griega.

¿Cómo se explica que ocurriera esto en Egipto y Grecia? Es una demostración en los hechos de la inmadurez política que caracteriza de conjunto al ciclo de las rebeliones populares, donde la experiencia del movimiento de masas apenas se reinicia y, por esto mismo, es comprensible que el imperialismo y las burguesías locales cuenten con margen para desmovilizar con la mediación democrático-burguesa. Además, el movimiento de masas tiene que realizar su propia experiencia con la democracia burguesa de la mano de las direcciones reformistas o fundamentalistas, como paso previo para extraer aprendizajes estratégicos sobre las limitaciones de esas direcciones.

En cuanto al calificativo de “populares”, denota que las rebeliones en curso no cuentan con centralidad de la clase obrera a través de sus organismos de lucha, programas y partidos. Por el contrario, la clase obrera interviene aún diluida en lo “popular”, y no como clase para sí. Y esto no es un dato secundario, pues, como explicamos anteriormente, su intervención consciente es una premisa determinante para que las rebeliones actuales transiten hacia revoluciones sociales en toda la amplitud del término.

Justamente por esto, a pesar de la radicalidad de las rebeliones (sobre todo en Medio Oriente), aún no se ha logrado avanzar en una perspectiva que cuestione de conjunto el dominio de la burguesía. Por ejemplo, volviendo al caso de Egipto, ciertamente hubo sectores de los trabajadores que lucharon por la caída de Mubarak (los trabajadores del Canal de Suez y las maquilas son un ejemplo), y su intervención fue decisiva para lograr su destitución, amén de que uno de los hechos característicos de este país es como se están poniendo en marcha los embriones de un nuevo movimiento obrero. Pero esta intervención nunca la realizaron desde una perspectiva independiente, planteando un programa alternativo al capitalismo egipcio y conformando organismos de poder para controlar la producción y el territorio.

Aquí reaparece la relación que prevalece entre los fines y medios para consumar la revolución socialista. Nos explicamos mejor: la rebelión egipcia obtuvo un triunfo democrático al echar a Mubarak, pero los límites del movimiento social por medio del cual se consumó este logro le impedían profundizar inmediatamente el proceso hacia una revolución social. Al quedar limitado, permitió que se garantizara la supervivencia del capitalismo egipcio y los intereses de la casta militar, desviando el proceso hacia la asunción del poder por parte de la Hermandad Musulmana. Éste es un ejemplo actual de lo que planteaba Trotsky respecto de la experiencia de la revolución rusa, donde el tránsito de la revolución democrática hacia la socialista solamente era posible desde la lógica del dominio de clase efectivo del proletariado a través de sus organismos de poder.

Para el caso europeo, la clase obrera cuenta con mayor tradición política y organizativa que en Medio Oriente, lo cual explica que durante las grandes movilizaciones que se desarrollan desde hace varios años en diversos países del continente tengan mayor presencia las organizaciones sindicales tradicionales del movimiento obrero. Incluso para los casos de España y Grecia, estas mismas centrales y dirigencias convocaron a huelgas generales en sus países, y el mismo 2012 denotó una mayor actividad y presencia obrera de conjunto.

¿Estas huelgas generales reflejan un proceso con centralidad de la clase obrera? Todavía no. Primero, porque el contenido real de esas “huelgas generales” dista muchísimo del que explicaban Trotsky o Luxemburgo en la primera mitad del siglo XX. Por ejemplo, son huelgas convocadas por uno o dos días a lo sumo, lo cual de entrada frena cualquier potencialidad para desbordar el régimen democrático-burgués, porque su objetivo es “administrar” la furia popular, antes que propiciar su estallido revolucionario. Para el caso de Grecia, durante 2011 hubo una seguidilla de huelgas y paros generales, que en gran medida sólo tendieron a desgastar las fuerzas de la resistencia obrera y popular, pues no lograban ningún objetivo real. Y en el caso de España, basta con mencionar que en el marco de la huelga minera, las centrales sindicales maniobraron para convocar a una huelga general no cuando los mineros entraban en Madrid y la ciudad entera se volcó a recibirlos, sino hasta varios meses después (el 14N).

Segundo, porque la burocracia sindical no ha sido desbordada aún por los trabajadores europeos. Ciertamente hay crecientes contradicciones entre las bases sindicales y sus dirigencias, lo que en gran medida explica que estas burocracias convoquen a jornadas de lucha por la presión de sus afiliados. Pero un desborde político de la burocracia requiere un contenido orgánico, ya sea con la construcción de organismos de lucha por fuera de las estructuras sindicales o la conformación de corrientes clasistas que disputen la conducción de los sindicatos a las direcciones tradicionales.

Finalmente, un aspecto que retrata el atraso en los factores subjetivos de las rebeliones es la poca representatividad con que cuenta aún los partidos revolucionarios dentro del proceso de rebeliones populares. Incluso dentro de movimiento de lucha persisten anticuerpos contra la forma partido, lo cual es una reminiscencia del período previo. Es el caso de movimientos juveniles como los Indignados en España, u Occupy Wall Street en Estados Unidos.

El desarrollo de las corrientes revolucionarias estará mediado (además de por la propia lógica de su acumulación de cuadros internos) por una profundización de la crisis económica y una mayor polarización política en los procesos de lucha. Esto es un requisito indispensable, pues hace parte de la experiencia concreta que las masas explotadas y oprimidas tienen que recorrer, entrando en mayor contradicción con las direcciones no revolucionarias (sean burocráticas, reformistas o islamistas) y de conjunto con la democracia burguesa.

Por todo esto, desde SoB caracterizamos el proceso como de rebelión popular y no de revolución social. Es común entre las corrientes de izquierda etiquetar a cualquier proceso con cierto grado de radicalidad como “revolución”. Y este uso a la ligera del término oculta las tareas estratégicas del momento, antes que aclarar o delimitar los alcances y límites del proceso.

La comprensión política de los procesos de la lucha de clases no surge a partir de etiquetarlos según los esquemas preconcebidos, sino analizarlos desde un ángulo estratégico y sin confundir los deseos con la realidad. En ocasiones esto puede devenir en categorías más abiertas, pero es un método de análisis mucho más educativo y apegado a los criterios del marxismo revolucionario.

Esto no implica una postura sectaria ante los procesos actuales de la lucha de clases. De hecho, hemos insistido en el gran valor estratégico que contienen las rebeliones populares, pues crea las condiciones para que se subsanen todos esos déficits, y pueden ser el vehículo para reintroducir la revolución social anticapitalista y socialista, donde esté claramente marcada la centralidad de la clase obrera, sus organismos de lucha, programa, etc.

Éste fue el ángulo metodológico con que Trotsky interpretó los procesos de la lucha de clases en los años 30, en contraposición a los análisis esquemáticos del stalinismo. Por ejemplo, en sus escritos sobre la revolución española Trotsky explicaba con detalle la naturaleza y perspectivas que planteaban las situaciones intermedias en la lucha de clases: “Si no puede existir revolución intermedia, régimen intermedio, puede haber, por el contrario, manifestaciones intermedias de masas, huelgas, demostraciones, choques con la policía y el ejército, sacudidas revolucionarias impetuosas (…) ¿Cuál es el sentido histórico posible de estas luchas intermedias? De un lado, pueden provocar cambios democráticos en el régimen burgués republicano, y de otro, puede preparar a las masas para la conquista del poder, para la creación del régimen proletario” (La revolución española: 93).

Y justamente ésta es nuestra expectativa en relación con el ciclo de rebeliones populares: que se transforme en una experiencia preparatoria para un escenario de revolución social.

2. Las rebeliones populares y los debates estratégicos en las corrientes trotskistas

“Sin teoría revolucionaria, no puede haber tampoco movimiento revolucionario (…) un error ‘sin importancia’ a primera vista puede causar los más desastrosos efectos, y sólo gente miope puede encontrar inoportunas o superfluas las discusiones fraccionales y la delimitación rigurosa de los matices. De la consolidación de tal o cual ‘matiz’ puede depender el porvenir de la socialdemocracia rusa por años y años” (V. I. Lenin, ¿Qué hacer?)

El estallido de las rebeliones populares plantea una serie de discusiones políticas entre las corrientes de la izquierda revolucionaria. La definición misma del proceso, sus alcances y límites, así como sus perspectivas, hacen parte de un debate que, además de los análisis propios de la coyuntura, condensan una variedad de perspectivas estratégicas vinculadas a la teoría de la revolución y el relanzamiento de la alternativa socialista en el siglo XXI.

Por esto, el debate teórico-político es parte consustancial de la tradición del marxismo revolucionario, donde las disputas de matices estratégicos es fundamental para la construcción de la corrientes revolucionarias. Bajo este criterio político, Marx y Engels dedicaron todo el capítulo tercero del Manifiesto Comunista a debatir con las diferentes variantes de socialismo que había en su época.

En lo siguiente vamos a debatir con dos corrientes trotskistas latinoamericanas: la Liga Internacional de los Trabajadores (LIT) y el Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS-FT).

2.1 La LIT: revoluciones socialistas “inconscientes” en el mundo árabe

La Liga Internacional de los Trabajadores (LIT) se especializa en formular categorías atemporales y desprovistas de contenido estratégico. De ahí que utilice etiquetas para los procesos de la lucha de clases, que estira o encoge sin ningún criterio o determinación histórica y política.

Justamente esto es lo que se refleja en sus valoraciones sobre el ciclo actual de la lucha de clases, que caracterizan como una “situación revolucionaria”, dentro de la cual se estarían desarrollando revoluciones socialistas “inconscientes” en el mundo árabe y lo que llaman una “guerra social” en el continente europeo. Ésta última definición puede ser correcta si remite a los planes de ajuste y desmonte de los restos del Estado benefactor que está llevando adelante la burguesía europea y la resistencia que esto encuentra entre las masas trabajadoras, no si implica una connotación que exagere el grado de radicalidad limitado que todavía tienen la generalidad de los enfrentamientos.

A continuación, polemizaremos con las caracterizaciones de la LIT, para lo cual nos remitiremos a algunos de sus planteamientos estratégicos como corriente política, que dan cuentas del marco teórico con el cual construyen sus posiciones.

Filosofía de la historia, objetivismo y sustituismo social

La LIT reivindica la herencia teórica de Nahuel Moreno, fundador y principal dirigente de una de las corrientes más grandes del trotskismo durante los años 80. Por esto mismo, es determinante explicar los puntos medulares de su elaboración para comprender las caracterizaciones que sostiene esta corriente sobre los desarrollos actuales de la lucha de clases.

El morenismo tuvo el enorme mérito de posicionarse entre todas las corrientes trotskistas de la posguerra como la más independiente, pro obrera e internacionalista, aspectos que desde SoB hemos destacado y reivindicado en elaboraciones anteriores. A pesar de esto, formuló una síntesis teórica de la revolución y transición socialista que, a nuestro modo de ver, se demostró totalmente equivocada. En particular, nos referimos a la interpretación objetivista y sustituista que realizó de la teoría de la revolución permanente de Trotsky, que en su momento fue presentada vulgarmente como la “teoría de las revoluciones socialistas objetivas”.

Según la perspectiva de Moreno, Trotsky se había equivocado al colocar en el centro de su teoría de la revolución a los sujetos sociales y políticos, pues la experiencia de la segunda posguerra demostraba que se produjeron revoluciones socialistas comandadas por otras clases sociales (como el campesinado o la pequeño-burguesía urbana durante la revolución china o la cubana), debido a que sus tareas objetivas las enfrentaron con el capitalismo y el imperialismo, aunque no fueran ésas las intenciones iniciales de su dirección política.

Junto con esto, Moreno fundamentaba el carácter “socialista” de dichas revoluciones en el hecho que con la revolución rusa de 1917 comenzó la “época de las revoluciones anticapitalistas, obreras o socialistas, que es también la época de las contrarrevoluciones burguesas (…) Esto significa que por primera vez en la historia no se trata de una suma de revoluciones sino de un solo proceso de enfrentamiento de la revolución y la contrarrevolución a escala de todo el planeta. Las revoluciones nacionales son episodios importantes de este enfrentamiento mundial” (Las revoluciones del siglo XX: 34, Managua, Cuadernos de El Socialista 6, 1987).

Coincidimos plenamente con Moreno en el carácter epocal que instauró el triunfo de la revolución rusa, la cual planteó la pelea por el socialismo como una tarea de actualidad histórica mundial. Pero el hecho de que se tratara de un enfrentamiento de conjunto, o de que cada proceso revolucionario, o revolución, estuviera conectado de alguna forma con el otro, no puede significar la transformación automática en “socialista” de toda revolución. Las cosas fueron más complejas.

Por eso mismo, diferimos totalmente en su igualación de anticapitalismo con socialismo, pues bajo este criterio la expropiación de la burguesía fue asumida como un dato que bastaba para caracterizar como socialista a toda revolución, aunque no contarán con la centralidad o participación consciente de la clase obrera, ni fuera la clase obrera la que tomara realmente el poder.

Esto lo explicaba Moreno en los siguientes términos: “Los gobiernos obreros y campesinos (…) que hemos visto en esta posguerra no han sido de organizaciones obreras democráticas, sino de partidos-ejército. De cualquier forma, son gobiernos obreros y campesinos porque han roto con la burguesía (…) Todos estos gobiernos surgieron siempre por la misma razón: el imperialismo le declara la guerra al gobierno del partido-ejército que colabora con la burguesía, por las concesiones que se ve obligado a hacerle al movimiento de masas (…) Apenas expropian a la burguesía, los gobiernos obreros y campesinos se transforman en dictaduras del proletariado, ya que la burguesía deja de existir y todo el país se transforma en un país obrero, no capitalista” (ídem: 55).

Mediante esta formulación teórica, el morenismo dejaba de lado la centralidad de los sujetos sociales y políticos en la teoría de la revolución permanente (“de cualquiera forma, se transforman en dictaduras proletarias”), y colocaba su atención en las tareas objetivas que llevaba a cabo la revolución, desligándolas completamente de esos mismos sujetos.

Bajo este criterio unilateral, equiparaba mecánicamente socialismo con ausencia de burguesía, es decir, con la tarea anticapitalista de expropiación, la cual era producto de las contradicciones de la burguesía y el imperialismo con las direcciones no obreras que dirigieron la revolución. De esta forma, el esquema teórico del morenismo nunca incorporó la necesaria relación entre fines y medios en la revolución socialista, es decir, el qué, cómo y quién realiza las tareas revolucionarias; así como el carácter social no determinado mecánicamente de esa revolución, que depende de cómo se combinen concretamente estos elementos (criterio que exigía Trotsky).

Pero Moreno fue más allá en su formulación objetivista y sustituista, al plantear que estas revoluciones que expropiaban a la burguesía eran “revoluciones socialistas inconscientes, de febrero (…) Estas revoluciones de febrero triunfantes presentan una diferencia importante en relación con el febrero ruso. En éste, la revolución de febrero fue encabezada y dirigida por el proletariado, lo que no ocurrió en las que estamos definiendo” (ídem: 69). Así las cosas, para Moreno la revolución socialista podía surgir como un proceso “inconsciente” a partir de las tareas democráticas que objetivamente asumiera la revolución, pues su solución requería una contradicción con la estructura capitalista y la dominación de la burguesía. De esta manera, para el morenismo el socialismo devino en una especie de inercia histórica, que operaba por encima de las determinaciones concretas de la lucha de clases.

La matriz política de esta lectura objetivista de Moreno surge de una generalización abusiva de la conjetura que Trotsky planteó en el Programa de Transición de que partidos pequeño-burgueses radicalizaran su enfrentamiento con la burguesía ante circunstancias excepcionales: “Es imposible negar por adelantado la posibilidad teórica de que, bajo la influencia de una combinación completamente excepcional de circunstancias (guerra, derrota, quiebra financiera, ofensiva revolucionaria de las masas, etc.), los partidos pequeño-burgueses, incluyendo a los stalinistas, puedan ir más lejos de los que quisieran en el camino del rompimiento con la burguesía (…) un ‘gobierno obrero y campesino’ en el sentido indicado más arriba se establecería de hecho, no representaría más que un corto episodio en el camino de la verdadera dictadura del proletariado” (“La agonía del capitalismo y las tareas de la IV Internacional”: 244).

De este párrafo en particular del Programa de Transición, el morenismo (y en verdad el conjunto de las corrientes trotskistas de posguerra) fundamentaron su interpretación objetivista de la teoría de la revolución permanente, al plantear que la “excepción” se hizo la regla. Pero lo cierto del caso es que esa previsión Trotsky la formuló como una conjetura poco probable (es verdad que tuvo manifestaciones al inicio de la Segunda Guerra Mundial y posteriormente a ella) y, sobre todo, en la perspectiva de que sería un “corto episodio en el camino de la verdadera dictadura del proletariado”, lo cual la experiencia histórica de la segunda mitad del siglo XX no confirmó, pues no fueron gobiernos “cortos” ni propiciaron la transición hacia el socialismo.

Por todo lo anterior, desde SoB caracterizamos que la síntesis teórica de Moreno se transformó en una interpretación teleológica de la lucha de clases, bajo la cual el carácter epocal del período abierto con la revolución rusa le confería inmediatamente la connotación de “socialista” a todas las revoluciones en curso, sin importar los sujetos sociales y políticos que centralizaran el proceso: “Precisamente, la homologación de las revoluciones anticapitalistas como ‘socialistas’ no fue otra cosa que recurrir a una ‘teoría histórico-filosófica suprahistórica’, a un ‘pasaporte universal’ que pasaba por encima de los hechos (…) Esta línea de argumentación es muy peligrosa y abreva no sólo en el sustituismo sino en el determinismo: la lucha de clases obrera termina reemplazada por la ‘presión de las necesidades’, que es la que ‘abriría el camino’ en el sentido ‘socialista’. Lo que Deustcher, hablando justamente de la revolución china de 1949, llamaba ‘sustituismo a escala gigantesca’” (Roberto Sáenz: “El recurso al sustituismo social”: 151-153, Socialismo o Barbarie 21, Buenos Aires, 2007).

Ciertamente el morenismo tuvo que buscar respuesta a procesos muy impactantes de la lucha de clases, como explicar el carácter de la revolución cubana de 1959, que no fue liderada por la clase obrera y avanzó hasta la expropiación de la burguesía y el imperialismo yanqui.

Ante esto, Moreno demostró una gran apertura por actualizar el bagaje teórico-político del marxismo revolucionario, incluso planteando honestamente una revisión de la teoría de la revolución permanente de Trotsky: “Siempre hemos intentando teorizar a la luz de los hechos de la realidad”, decía habitualmente. Esto último, insistimos, es de un enorme valor metodológico, y hace parte de la mejor tradición del marxismo revolucionario, donde el materialismo histórico “es una teoría de la historia que pretende ofrecer, a la vez, una historia de la teoría” (Perry Anderson: Tras las huellas del materialismo histórico: 7, México, Siglo XXI, 2007).

Pero el enorme yerro de Moreno radica en que incurrió en una lectura objetivista de la teoría de la revolución permanente, lo cual dio pie a conceptualizaciones donde era factible el “socialismo” sin clase obrera (sustituismo social), determinado por la sola dinámica objetiva (objetivismo político) y cuya mecánica era “inconscientemente socialista”, pues el carácter epocal determinaba que cualquier revolución entraba en la vía de la transición socialista (filosofía de la historia). Esto lo expresaba Moreno en Actualización del Programa de Transición, texto donde sintetizó su perspectiva de la teoría de la revolución y que sentó los ejes programáticos para la fundación de la vieja LIT: “En este siglo –salvo excepciones como la Revolución Rusa– no hay más revoluciones democrático-burguesas; sólo hay revoluciones socialistas, aunque con o sin maduración del factor subjetivo (…) Todas las revoluciones actuales son socialistas por el enemigo que enfrentan –la burguesía y su aparato estatal–, y por el carácter de clase de quienes las hacen, los trabajadores” (Actualización del Programa de Transición: 72, Bogotá, Caracteres, 1990).

Contraria a esta perspectiva del morenismo, desde SoB insistimos en que sin clase obrera autodeterminada no puede haber revolución socialista: “La revolución socialista no puede consumarse como producto de las ‘circunstancias objetivas’, de las ‘tareas’ que supuestamente cumplen, sin importar que la clase trabajadora como tal no tenga arte ni parte en ella ni la manera en que se cumplen esas tareas. En el caso de la revolución propiamente socialista, existe necesariamente una relación dialéctica entre las tareas, el sujeto y los métodos mediante los cuales aquéllas se llevan adelante. Esta dialéctica de la revolución socialista excluye toda posibilidad de una revolución de naturaleza supuestamente ‘inconsciente’ u ‘objetivamente’ socialista, determinada ‘objetivamente’ por el solo carácter de las tareas” (R. Sáenz, “Las revoluciones de posguerra y el movimiento trotskista”: 107).

Porque la realidad es que si la tarea de la expropiación caracterizó en la segunda posguerra como anticapitalistas a revoluciones como la china y la cubana, no hay nada en el “proceso objetivo” que pudiera transformarlas automáticamente en socialistas; de ahí que la transición quedara bloqueada desde el otro día de consumada la estatización de los medios de producción.

El “salto olímpico” desde los levantamientos populares del Este a las “revoluciones árabes”

Todas las corrientes del trotskismo coinciden en que el triunfo de la revolución rusa abrió la época de la revolución socialista. Ahora bien, la discusión gira en torno a qué significa esto. Para el caso de la LIT, esto lo interpretan en clave morenista u objetivista: desde octubre de 1917 todas las revoluciones, rebeliones, levantamientos, o manifestación de lucha más o menos de conjunto que ocurra es “socialista” por el enemigo que enfrenta (el imperialismo y la burguesía) y por el contenido de sus tareas; incluso las que se plantean solamente tareas democrático-burguesas y no cuentan con la centralidad de la clase obrera. No importa: a todas estas manifestaciones se las denomina “revoluciones socialistas inconscientes”.[3]

Pero si en Moreno este esquema ya resultaba problemático, sus discípulos de la LIT, de nivel teórico mucho más bajo y criterios metodológicos mucho menos exigentes, lo llevaron a un nivel superior al profundizar la lectura objetivista de la lucha de clases al grado de que sus criterios para definir una revolución no tienen ninguna densidad histórica o política. Construyen categorías “epocales” como que a lo largo de dos o tres décadas, de manera interrumpida, en un país, región o el mundo todo, podría haber “situaciones revolucionarias”.

Es el caso de la situación mundial desde 1989-1990 en adelante: la LIT caracteriza que se abrió una “etapa revolucionaria” con las “revoluciones del Este” europeo. En su balance, el capitalismo fue reintroducido en estos países previamente a la caída de los regímenes stalinistas, por lo cual todos los desarrollos ocurridos en los mismos fueron progresivos, dado que cumplieron con importantes tareas políticas. En un texto votado en su VIII Congreso se indica que “Las Revoluciones del Este consiguieron tres logros de trascendencia histórica: destruyeron los regímenes del partido único, destruyeron el aparato stalinista a nivel mundial y consiguieron la reunificación de Alemania (…) La destrucción y caída del aparato stalinista significó un cambio cualitativo (…) significó que la clase obrera se ha sacado de encima el principal lastre que le impedía avanzar en sus luchas” (LIT, VIII Congreso Mundial: resoluciones y documentos: 29, San Pablo, Editora Instituto José Luis e Rosa Suderman/Ediciones Deesksha, 2005).

No podemos entrar aquí en el debate específico sobre el momento preciso de la restauración capitalista en esos países controlados por la burocracia stalinista, pero la realidad es que no hay ningún analista que considere que el capitalismo ya estuviera restaurado antes de los levantamientos de esos años.

Es un hecho que se venían tomando medidas procapitalistas desde los años 60, y ya casi abiertamente restauracionistas en los 80 bajo Gorbachov, pero todo el mundo coincide en que el salto cualitativo en el reestablecimiento de la propiedad privada ocurrió a comienzos de los años 90, así como ocurrió el derrumbe de la burocracia organizada en los Partidos Comunistas (nos estamos refiriendo centralmente a la ex URSS y los países del Este europeo; los casos de China y Cuba tienen su propia dinámica y no podemos abordarlos aquí).

Otra cuestión muy distinta es si el Estado obrero sobrevivió hasta ese momento. Desde nuestra corriente opinamos que en la generalidad de los casos la degeneración burocrática terminó engulléndose la dictadura proletaria; el caso paradigmático es, nuevamente, el de la ex URSS: en esta misma edición realizamos un detallado análisis en el que sostenemos que el Rubicón de la burocratización se terminó cruzando entre finales de los años 30 y la salida de la Segunda Guerra Mundial, deviniendo la Unión Soviética en Estado burocrático con restos proletario-comunistas. Muchos otros analistas marxistas trazan hoy un cuadro parecido, más allá de los matices.

En cualquier caso, aquí nos queremos referir solamente a la ligereza teórico-política con que la LIT emplea la categoría de “revolución” que, grosso modo, se reduce a describir los procesos donde las masas se movilizan y tumban algún gobierno, independientemente de las contradicciones operantes y las consecuencias del proceso como un todo.

Ciertamente no puede existir ninguna revolución sin movilización popular, pero no todo proceso de movilización es sinónimo de revolución. Más exactamente: no toda movilización de masas tiene consecuencias “unidireccionales” desde la perspectiva revolucionaria, pues puede realizarse bajo direcciones y programas reaccionarios o contrarrevolucionarios que las lleven a puertos muy distintos.

Éste fue el caso de los levantamientos de los años 1989 y 1990. El derrumbe del stalinismo y la unificación de Alemania fueron tareas progresivas, pero el proceso se revirtió casi inmediatamente en reaccionario, dado que urbi et orbi se impuso la restauración capitalista. Esta resultante fue el producto de la concreta combinación de factores que caracterizaron ese levantamiento, donde la carencia de elementales puntos de referencia para la clase obrera y de direcciones revolucionarias (dado el vaciamiento que vivían los supuestos “Estados obreros”), otorgó casi desde el vamos una direccionalidad al proceso cuyo sentido evidente era el retorno al capitalismo.

El stalinismo fue tirado abajo; ésa fue una tarea histórica. Pero la resolución de esta tarea dio lugar a la extensión directa del capitalismo por todo el globo, lo que fue una resultante reaccionaria. En lo inmediato esto dio impulso a un largo período de retroceso en toda la línea (el capitalismo neoliberal), aunque en el largo plazo la caída del stalinismo ayuda a desbloquear la perspectiva del socialismo.

Esto es fundamental comprenderlo, pues nos remite nuevamente a la relación entre medios y fines para interpretar la lucha de clases desde un ángulo marxista. Y para el caso de los procesos del Este europeo, bajo ningún criterio puede perderse de vista que la clase obrera no centralizó estos procesos y sus fines inmediatos operaron en función de fortalecer el avance del neoliberalismo a nivel mundial.

Contraria a toda la tradición del marxismo revolucionario, la LIT interpreta los procesos políticos por fuera de la lucha de clases y sin ningún ángulo estratégico. Sus caracterizaciones se limitan a la suma y resta de los “fines” alcanzados, a los que desvincula totalmente de los sujetos y medios por los cuales se materializaron. Esto le impide comprender la dinámica contradictoria de la lucha de clases y el hecho de que las categorías de análisis de las situaciones, para tener funcionalidad, siempre deben tener una temporalidad concretamente determinada.

Desde nuestra perspectiva, ninguna conquista tiene sólo un valor en sí misma, sino que debe analizarse siempre en función de cuánto aporta a la conciencia de clase del proletariado. Y en este sentido, la unificación de Alemania, la derrota de los regímenes de partido único en el Este europeo y la destrucción del aparato stalinista, con ser logros progresivos e incluso históricos, no devinieron en una profundización de la lucha de clases. Por el contrario, en lo inmediato provocaron una crisis generalizada en la izquierda internacional (incluido el trotskismo) y el fortalecimiento de las corrientes posmodernas, cuyo planteamiento central era el “fin de la historia” y la muerte de la clase obrera como sujeto social.

El aparato stalinista obstaculizó el fortalecimiento de direcciones revolucionarias durante la segunda posguerra, dado que aprovechó el capital político heredado por la revolución rusa y el triunfo sobre el nazismo en la Segunda Guerra Mundial para cabalgar los procesos revolucionarios e impedir su avance en una perspectiva socialista. Coincidimos con la LIT en que su desaparición planteó mejores condiciones históricas para el desarrollo del marxismo revolucionario, porque ha dejado más “desbloqueada” la perspectiva del socialismo.

Pero esta posibilidad no opera sobre una formulación mecánica de “menos stalinismo = más trotskismo”, sino que se materializa sobre el terreno concreto de la lucha de clases. Y lo cierto del caso es que la destrucción del stalinismo fue un proceso acaudillado por la burguesía imperialista (con gran ayuda del Vaticano), que implicó el retorno del capitalismo en la sexta parte del globo y que en lo inmediato no abrió un proceso de acumulación de experiencias de la clase obrera donde se fortalecieran las corrientes del marxismo revolucionario. Por el contrario, en los años 90 se vivió un claro proceso de “desacumulación”.

El análisis objetivista que la LIT decretó para el Este europeo plantea un gran interrogante que ninguno de sus teóricos intenta responder desde un ángulo marxista: ¿cómo se explica que estas revoluciones dieran como resultado una crisis profunda de la izquierda revolucionaria y la supresión temporal del referente de la revolución socialista de la lucha de clases?

La “respuesta” que nos brinda la LIT es que después de los levantamientos populares del Este se abrió una situación reaccionaria: “La cuarta etapa [se refiere a la ‘revolucionaria’ que se abrió en 1989-1990, V.A.] empezó con una ofensiva de las masas, desde el Este europeo hasta Latinoamérica (…). Pero a pesar de que esa fue la característica dominante de los dos primeros años de apertura de la etapa, poco después, en 1990-1991, se desató una gran contraofensiva imperialista que puso a la defensiva a los trabajadores y los pueblos. Definimos este intervalo como una situación reaccionaria, y va a atravesar casi todo el resto de la década de los 90. Fue un período marcado por el auge del neoliberalismo, el genocidio en los Balcanes, la ofensiva recolonizadora, que reincorporó países que se habían independizado y a los propios ex estados obreros al mercado mundial, y el auge de las privatizaciones en la ex URSS y otros países. También marcó el abandono del marxismo revolucionario por una amplia mayoría de la izquierda y liquidó una generación entera de activistas para el proyecto revolucionario” (ídem: 29).

Nótese la enorme contradicción de la LIT: empieza señalando que las “revoluciones” del Este abrieron una etapa revolucionaria….que casi de inmediato se transformó en una situación donde el imperialismo y la derecha neoliberal avanzaron notablemente en la implementación de su agenda política internacional y, detalle menor, “marcó el abandono del marxismo revolucionario por una amplia mayoría de la izquierda y liquidó una generación entera de activistas para el proyecto revolucionario”. Es evidente que la “explicación” de la LIT no logra explicar nada. No se puede entender por qué dio lugar a un resultado tan paradójico dado que la LIT, en su inveterado objetivismo, ya le había otorgado el summum de las características “revolucionarias” a todo el proceso, en el que no identificaba contradicción alguna.

Pero las dificultades de los “teóricos” de la LIT no terminan aquí. En su afán por acomodar los procesos históricos a sus caracterizaciones atemporales y ahistóricas, la LIT realiza un salto político de proporciones olímpicas, pues vincula directamente los triunfos de los levantamientos del Este con lo que denomina “revoluciones” del mundo árabe, en referencia a las actuales rebeliones populares que allí se desarrollan: “Las sucesivas revoluciones que están en curso actualmente tienen, como marco más global, la etapa revolucionaria de la lucha de clases que se abrió con las revoluciones en el Este europeo, que derribaron al aparato central del stalinismo, es decir, a los regímenes dictatoriales de los partidos comunistas (que antes habían restaurado el capitalismo en los ex estados obreros)” (Josef Weil: “Una interpretación de la revolución en el mundo árabe”: 7, Marxismo Vivo 2, octubre 2011).

Esta vinculación grosera y mecánica entre los procesos del Este europeo con el actual ciclo de rebeliones populares pasa por alto que entre ambos median décadas de distanciamiento temporal y, ante todo, político. El ciclo que en definitiva se abrió con la caída del Muro de Berlín fue reaccionario, de retroceso de la lucha de clases y fortalecimiento de la derecha neoliberal, mientras que las rebeliones populares están marcando un recomienzo en la experiencia histórica de la lucha de los explotados y oprimidos. Entre ambos no persiste ninguna continuidad en el proceso de acumulación de experiencias; por el contrario, hay una ruptura y recomienzo político, claro que sin el aparato stalinista con sede en Moscú.

Esto reafirma que las caracterizaciones políticas de la LIT son atemporales y carentes de determinaciones históricas o políticas. Antes que clarificar los alcances y límites estratégicos de los procesos de la lucha de clases, el método de la LIT consiste en “rellenar” de manera tosca los conceptos planteados por Moreno en Las revoluciones del siglo XX.

La revolución árabe y su carácter “socialista inconsciente”

A partir de su caracterización de “etapa revolucionaria” y su enfoque objetivista sobre la teoría de la revolución, la LIT interpreta que actualmente se están desarrollando “revoluciones” en los países del mundo árabe, que por el contenido de sus tareas objetivas son de carácter “socialista” y, además, son “inconscientes” porque la clase obrera y las masas árabes no saben (¡aún!) que están luchando contra el capitalismo y el imperialismo.

Para validar este disparate de categoría, los “teóricos” de la LIT incorporan una serie de criterios descriptivos que en absoluto clarifican los trasfondos estratégicos de dichas rebeliones. En un artículo publicado en la revista teórica de la LIT, Marxismo Vivo, Josef Weil polemiza con nuestra definición de rebeliones populares, porque considera que es una definición más apropiada para un proceso “más puntual y momentáneo (…) como la explosiones de indignación en contra de la discriminación racial en Los Ángeles durante los años 90 o los saqueos en Londres recientemente, donde el levantamiento termina y así como surgió desaparece. No hay una alteración en la situación de las masas” (ídem: 12-13).[4]

Resulta evidente que Weil no leyó (o no entendió) ninguno de los planteamientos de SoB sobre los alcances y límites del ciclo de rebeliones populares, y de manera tramposa vacía de contenido nuestra definición de la categoría “rebelión”, confundiéndola con la de mucha menor densidad de disturbios. Esto no es novedoso, pues es común que los teóricos de la LIT “polemicen” con nuestras elaboraciones adjudicándonos (por ignorancia o falsificación) caracterizaciones que nunca sostuvimos (ver, por ejemplo, “Debates en la izquierda”, en Socialismo o Barbarie 25: 138-139, a propósito de Cuba).

Contra nuestra definición de rebelión popular, Weil contrapone la de revolución, argumentando que ésta “trastoca todo, los cambios son cualitativos desde que estallan. Una revolución se materializa cuando después de ellas nada es igual. Creemos que ése es el caso en el actual proceso árabe” (J. Weil, cit.: 13). Según nos explica el autor, esto se constata cuando “la alteración objetiva se combina con una alteración subjetiva en que las masas salen de los cauces del orden burgués y pasan a conducir acciones revolucionarias, suficientemente vigorosas para derrocar o destruir el antiguo gobierno o régimen” (ídem: 12).

Entonces, para Weil las revoluciones del mundo árabe se definen principalmente porque las masas realizan acciones revolucionarias que “salen de los cauces del orden burgués”, derrocando gobiernos y regímenes políticos.

Ciertamente, se han desarrollado procesos de movilización muy profundos, históricos, que han tirado abajo gobiernos y regímenes de muchas décadas. Por eso mismo, es válido plantear que hubo interrupciones parciales o momentáneas del orden burgués. Pero, como señalamos en reiteradas ocasiones desde SoB, aún no se están desarrollando procesos donde se desborden realmente los límites del sistema capitalista y se instaure una dialéctica de revolución/contrarrevolución, sino que de conjunto los procesos de rebelión popular son reabsorbidos mediante salidas electorales. Los que llamamos “diques de contención” (democracia burguesa y direcciones tradicionales), son desbordados parcialmente, pero al mismo tiempo se mantienen como instrumentos para que la burguesía no pierda o recupere el control de los procesos. Incluso cuando se llega a la intervención directa del ejército en los casos más extremos (en el caso de Egipto, y mucho más de Libia o Siria), existen otro tipo de mediaciones, como el atraso en la conciencia y las direcciones islámicas, por ahora muy difícil de superar.

Esto explica que las rupturas del orden burgués que señala Weil son (por el momento) de muy corto alcance político y no están planteando la conformación de un poder alternativo desde los sectores explotados y oprimidos. Éste es uno de los factores por los cuales caracterizamos el proceso como de rebelión y no de revolución, dado que, reiteramos, la dialéctica es de rebelión/reabsorción.

La LIT fuerza los análisis a este respecto, buscando inscribir los desarrollos directamente en una dinámica de revolución/contrarrevolución, lo que no es real hoy, o presentar un panorama donde el imperialismo se hubiera jugado el todo por el todo a sostener los viejos regímenes, lo que choca con los hechos. Claro que el imperialismo especuló y sostenía el status quo imperante (con una variedad muy grande de circunstancias de país a país), pero al tener a mano otras opciones y no verse confrontado directamente con un ciclo de revolución social, lo que hizo centralmente fue salir a jugar la “carta democrática” y el apoyo a nuevas direcciones conservadoras, como es el caso de la Hermandad Musulmana en Egipto.

La realidad es que las acciones de las masas árabes aún no están planteando un desborde o derrumbe de la democracia burguesa, pues ésta continúa siendo la salida principal a la que el imperialismo y las burguesías nacionales recurren para descomprimir las rebeliones populares (o “revoluciones” según la LIT). Además, es categórico en que no hay aún un escenario de revolución/contrarrevolución, donde la experiencia histórica demuestra que la burguesía abandona sus modales democráticos y aplica métodos de guerra civil contra la clase obrera como arma principal.

Lo más incomprensible del caso es que para los teóricos de la LIT la reabsorción de las rebeliones a través de la democracia burguesa es una consecuencia directa de la fuerza de los procesos revolucionarios. Esto lo refleja claramente Eduardo Almeida: “La fuerza (sic) y lo inédito de la revolución en el norte de África y en Medio Oriente ya obligó al recurso de la democracia en Túnez, en que el Ennahda –un partido islámico burgués– ganó las elecciones constituyentes en octubre pasado. Ya se anunciaron elecciones en Libia. Ese recurso ya está siendo usado en Egipto, con elecciones parlamentarias en curso y presidenciales anunciadas para julio del 2012” (Eduardo Almeida: “Revolución y contrarrevolución en Egipto”, www.litci.org, enero 2012).

Claro que sobre el transfondo de dictaduras sanguinarias conquistar el derecho al voto universal es un triunfo. Pero inmediatamente se debe decir que, como subproducto de los límites del proceso, ese triunfo democrático parcial es reconducido en los marcos de la democracia burguesa y la continuidad del capitalismo. A lo largo de muchas décadas hemos visto demasiadas veces cómo la “reacción democrática” (en los términos del propio Nahuel Moreno), o los procesos de reabsorción, como preferimos identificarlos desde nuestra corriente, han servido para empantanar revoluciones, rebeliones y levantamientos populares, como para que sigamos aplicando ingenuamente estos esquemas objetivistas.

¿Y qué se puede decir para el caso de Libia, donde se desarrolló una guerra civil que derrocó a Gadafi? ¿Esto no ameritaría ser calificado como un desborde de la democracia burguesa y la instalación de una dialéctica de revolución y contrarrevolución? Para la LIT, en Libia hubo un gran triunfo revolucionario, e interpretan la intervención del imperialismo como algo “externo” que no determina el carácter del proceso.

Desde SoB saludamos desde un principio la legítima rebelión popular contra el gobierno dictatorial de Gadafi. Pero a la vez señalamos que ésta corría el grave peligro de ser cooptada por el imperialismo, que luego de los procesos de Egipto y Túnez inició en Libia una nueva política de apropiarse los triunfos de las masas y desviar los procesos de rebelión hacia sus intereses estratégicos.

Para clarificar nuestra posición sobre este caso, citamos en extenso un artículo de nuestro compañero Claudio Testa en 2011: “La LIT pinta la intervención del imperialismo como un mero recurso para no ‘quedarse mirando cómo se desarrollaba una guerra civil’, y no como un reorientación estratégica para todo el mundo árabe, que ha tenido un éxito importante y muy peligroso (…) ha logrado ‘copar esa legítima rebelión democrática y ‘robar’ a las masas el triunfo’ (…) El imperialismo no es simplemente un factor externo que se ha limitado a bombardear desde el aire a las fuerzas de Gadafi, sino también factor interno que actúa en primer lugar a través del CNT y las corrientes políticas (algunas no claramente organizadas) que lo componen (…) Esto configura un resultado muy contradictorio de la caída de la dictadura: como parte de las rebeliones árabes es un hecho progresivo, pero esto amenaza transformarse en su opuesto al quedar completamente distorsionado por la suba del gobierno proimperialista (…) No hay nada más peligroso en la política revolucionaria que dar por resueltas y triunfantes luchas que todavía están pendientes. La ‘gran victoria del pueblo libio y de la revolución árabe’ está aún por lograrse. La festejaremos el día en que las fuerzas y organismos representativos de las masas explotadas y oprimidas de Libia echen al CNT e impongan un gobierno independiente del imperialismo” (“Un gran debate en la izquierda mundial”, www.socialismo-o-barbarie.org, agosto 2011).

No dudamos en afirmar que el tiempo demostró la certeza de nuestro análisis. Inclusive, el imperialismo está desplegando esta misma táctica para el caso de la guerra civil en Siria (¡que la LIT califica como el eslabón más avanzado en la polarización entre revolución y contrarrevolución!).

Por otra parte, la definición de “revolución árabe” de la LIT también resalta por los criterios que no incorpora, principalmente la necesaria centralidad de la clase obrera en el proceso. Esto se explica por los límites propios del esquema objetivista y sustituista del morenismo (llevados hasta el extremo y la caricatura por la LIT), dentro del cual la intervención consciente de la clase obrera es un “valor agregado” en la revolución socialista, pero nunca un elemento constitutivo del proceso.[5]

Esto refleja Weil, no sin contradicciones, cuando describe sociológicamente las “revoluciones” árabes y literalmente señala que la clase obrera no interviene como clase organizada: “La revolución árabe es una revolución urbana, que tiene en la primera línea a los jóvenes trabajadores (…) Al mismo tiempo, es una revolución esencialmente popular, en donde la clase obrera tiene un peso fundamental. En países como Egipto, además del carácter popular, la clase entró de forma organizada en la revolución a través de las huelgas en diversas fábricas y sectores como bancarios, aunque eso no haya sido el centro de la revolución sino un proceso combinado con la misma. Sin embargo, eso no ocurrió con el mismo peso en otros países. La clase obrera y esto es una debilidad no interviene en la revolución –por lo menos hasta ahora como clase organizada en sus propios organismos, sino a través de su participación en las movilizaciones, ocupaciones de plazas, etc.” (J. Weil, cit.: 11).

Llama la atención las contradicciones en que incurre Weil a lo largo de un solo párrafo, pues inicia remarcando que son revoluciones populares “donde la clase obrera tiene un peso fundamental”, pero termina sentenciando que la “clase obrera –y esto es una debilidad- no interviene en la revolución –por lo menos hasta ahora- como clase organizada en sus propios organismos”. Esta contradicción no es un despiste formal, sino que refleja un trasfondo político-estratégico: Weil no comprende políticamente qué significa la centralidad de la clase obrera, debido a que es un elemento de la lucha de clases que el morenismo no priorizó en su síntesis teórica de los años 80. Por eso Weil (y cualquier teórico de la LIT) homologa “revolución esencialmente popular” con “peso fundamental” de la clase obrera, lo que en realidad es una prolongación de la homologación de “anticapitalismo” con “socialismo”, a la cual nos referimos con anterioridad.

Respecto del caso de Egipto, opinamos que un importantísimo rasgo distintivo es que la clase obrera intervino con un mayor grado de independencia organizativa, como subproducto de un proceso de reactivación de las luchas obreras en ese país desde 2004. Esto se refleja en la vanguardia juvenil egipcia, donde hay colectivos que agrupan a decenas de miles de jóvenes con nombres que aluden a luchas obreras, como es el caso del Movimiento 6 de Abril, en referencia a la huelga general convocada en la región de Mahalla, epicentro de las luchas obreras en la última década.

Definitivamente, esto le otorga un rasgo más avanzado al proceso de rebelión popular en Egipto, pues se entrelazan las movilizaciones de la juventud con sectores de la clase trabajadora. Pero esto no es sinónimo de que hubo centralidad de la clase obrera durante la rebelión, pues, como el mismo Weil señala, su intervención no fue “el centro de la revolución sino un proceso combinado con la misma”.

Finalmente, la LIT remata su caracterización de las “revoluciones” árabes al etiquetarlas como “socialistas inconscientes”. Aquí ya se saltan todos los límites del objetivismo e, incluso, del ridículo: “Es así que, a pesar de su carácter ‘amplio’ y ‘popular’, la revolución árabe es una revolución inconscientemente anticapitalista, porque tiene el objetivo de derrotar el régimen contrarrevolucionario capitalista y porque es llevada a cabo por el pueblo trabajador (con sus métodos) y no por la burguesía” (ídem: 14).[6]

Si es evidente que “el régimen capitalista” no fue derrotado en Egipto (la Hermandad Musulmana no sólo es capitalista, sino furiosamente neoliberal), Weil fundamenta esta caracterización con los esquemas objetivistas del morenismo, donde la lucha de clases está “guiada” por esquemas deterministas: “Podemos decir que son revoluciones que por la dinámica objetiva de sus tareas chocan con el imperialismo y el capitalismo. Ese carácter anticapitalista y antiimperialista de la revolución se da también porque, en la época imperialista, para solucionar los problemas de la clase, no es suficiente derrocar un determinado régimen contrarrevolucionario, es indispensable derribar el sistema capitalista semicolonial en el terreno económico y social mediante la toma del poder por la clase obrera y el pueblo pobre” (ídem: 15).

Por su parte, Eduardo Almeida profundiza esta fundamentación al incluirla como parte de los criterios de la “teoría de la revolución permanente”: “En la concepción de la revolución permanente, el proceso revolucionario puede comenzar por tareas democráticas (como en Egipto) o mínimas, pero debe ser entendido como parte de una revolución socialista que va a tener que derrotar al Estado, liberar al país del imperialismo y expropiar la propiedad capitalista”.

No cuestionamos que las revoluciones pueden iniciar por diferentes causas o motivaciones, y entre éstas las reivindicaciones democráticas históricamente han demostrado contar con mucho arrastre para movilizar al conjunto de los sectores explotados y oprimidos (incluso sectores burgueses). De hecho, la revolución rusa de 1917 demostró que la lucha por reivindicaciones democráticas se vincula orgánicamente con la lucha contra la explotación capitalista. Justamente éste fue el laboratorio social desde el cual Trotsky profundizó los postulados de la teoría de la revolución permanente, en la que plantea que en la era imperialista las tareas democrático-burguesas sólo pueden ser resueltas plenamente por la revolución socialista.

Pero en ningún momento Trotsky sostuvo que el tránsito de la revolución democrática hacia la socialista estuviera objetivamente predeterminado por alguna inercia de la “historia”. Ésta es una errada interpretación objetivista del morenismo y la LIT sobre la teoría de la revolución permanente. Contrario a esto, Trotsky insistió en que, además de la necesaria estructuración de un programa transicional con reivindicaciones democráticas y socialistas, lo determinante para garantizar ese tránsito de revolución democrática a socialista era la centralidad de la clase obrera en el proceso.

La LIT no entiende esto y por eso ve todos los procesos con un lente de aumento que desconoce orgánicamente todos los problemas y tareas que éstos plantean para transformarse realmente en revoluciones obreras y socialistas.

Las rebeliones del mundo árabe y sus vinculaciones con el ciclo político internacional

Aunado a todas las debilidades “internas” que contiene la caracterización de “revoluciones” árabes, hay que agregar que como categoría está limitada por su estrechez geográfica. La LIT fragmenta su análisis de la lucha de clases internacional a escala regional y no logra establecer sus vínculos con los rasgos del ciclo político mundial más globalmente.

Formalmente, los “teóricos” de la LIT plantean que se abrió una “etapa revolucionaria” desde 1989-1990, dentro de la cual actualmente atravesamos una “situación revolucionaria” que “se inicia a partir del año 2000, con las revoluciones en América Latina y con la segunda Intifada palestina”, y que en la actualidad hay “revoluciones socialistas inconscientes” por doquier en el mundo árabe (ídem: 8). Pero cuando se trata de interpretar los rasgos de la lucha de clases más de conjunto, no logran establecer los nexos estratégicos entre todas estas luchas y explicar los alcances y límites que configuran este escenario (para ellos) de “situación revolucionaria”.

Obviamente las generalizaciones sobre una caracterización política varían en su escala temporal (época, etapa o ciclo, situación, coyuntura) y en su impacto según las regiones o países. Pero en la tradición del marxismo revolucionario las caracterizaciones políticas no son “etiquetas” técnicas; por el contrario, una de sus funcionalidades consiste en sintetizar los rasgos generales que determinan la lucha de clases en todo un período de tiempo determinado. Por decirlo de algún modo, las caracterizaciones buscan establecer los factores comunes desde los cuales posicionarse ante los desarrollos de la lucha de clases y potenciar su avance en un sentido socialista revolucionario.

Lo anterior se sustenta en un criterio elemental de la lógica dialéctica: el todo es superior a la suma de las partes. Y precisamente en eso reside el esfuerzo de construir caracterizaciones desde un ángulo estratégico: son una herramienta político-conceptual que fortalece la intervención de la militancia revolucionaria, para trascender la estrechez (geográfica, nacional, sectorial) y establecer los alcances y límites de la lucha de clases.

Y justamente esto es lo que no hace la LIT con su colección de caracterizaciones, porque carecen de verdaderas determinaciones históricas y políticas que las doten de algún contenido estratégico concreto. De ahí que, aunque formalmente los teóricos de la LIT señalen que el actual giro ascendente en la lucha de clases hace parte de una “situación revolucionaria” a escala mundial, de esta simple descripción no logran avanzar hacia el establecimiento de los vasos comunicantes entre estos procesos.

En el fondo, sus análisis sobre la situación mundial son verdaderos “rompecabezas”, cuyos alcances son interpretados en la estrechez de las regiones o países donde se desarrollan: todos los análisis de la LIT se ven reducidos a descripciones de los procesos en los marcos nacionales. Es decir, entre las “revoluciones” árabes y el resto de procesos de la lucha de clases, la LIT no lograr establecer los vínculos políticos de orden estratégico; solamente señalan la sincronía entre ellos y el telón de fondo de la crisis capitalista.

Esta fragmentación analítica la refleja Alejandro Iturbide en un artículo publicado en Correo Internacional, donde hace un esfuerzo por relacionar las revoluciones árabes con el resto de procesos de la lucha de clases. Según Iturbide, “los procesos de Túnez y, especialmente, Egipto volvieron a poner en el centro de la situación mundial a las grandes movilizaciones y revoluciones de masas como factor posible de transformaciones históricas (…). Esto generó un ‘efecto de emulación’ con claro impacto en las luchas europeas contra los ataques de los gobiernos, como vimos en Grecia y, con absoluta claridad en los ‘indignados’ españoles (…) Tuvo y tiene a la juventud (no sólo estudiantil sino también trabajadora y desocupada) jugando un papel de vanguardia y utilizando los nuevos medios de comunicación social como una herramienta de organización para la lucha. Algo que también se refleja en las luchas europeas y de otros países (por ejemplo, en Chile) no sólo por el ‘efecto de emulación’ sino también porque comparten los mismos problemas estructurales” (Alejandro Iturbide: “Entre la crisis económica y las luchas y revoluciones: Un mundo convulsionado”, www.litci.org, marzo 2012).

Es evidente que existe un “efecto emulación”, parte del cual es, por ejemplo, los vínculos orgánicos de los desarrollos en el “mundo mediterráneo”, donde la Plaza Tahrir inspiró directamente la Puerta del Sol en Madrid; al mismo tiempo, el surgimiento del movimiento de los indignados en Europa replicó en Occupy Wall Street en EE.UU., etc. Pero, insistimos, la tarea de las corrientes del marxismo revolucionario no pasa por señalar lo evidente y encasillarlo todo en una categoría atemporal y sin contenido de “situación revolucionaria” que dura décadas y no clarifica en nada a la militancia al respecto de las tareas estratégicas del momento.

La única generalización que realiza la LIT no trasciende el plano formal o nominal: decretar que existe una “situación revolucionaria” mundial, la cual se “comprueba” por los procesos de lucha actual. Ésta es una operación muy cómoda para los teóricos de la LIT, que no realizan ningún esfuerzo político-conceptual por dotar de algún contenido real a esta caracterización; sólo suman descripciones de procesos de lucha para “legitimar” su análisis y, lo que es más grave, la errónea síntesis teórico-estratégica morenista.

2.2 PTS: analogías abusivas y carencia de balance histórico-estratégico

El PTS tiene por costumbre formular categorías descriptivas y fragmentarias, con las cuales no generaliza los rasgos políticos del período. Hace una reivindicación doctrinaria de Trotsky, que combinan con una reflexión histórica de corto alcance sólo limitada al debate de “estrategia y táctica”, pero nunca a los fines de la revolución socialista. Ambos elementos configuran la identidad del PTS, para el cual todas las corrientes trotskistas de posguerra son “centristas” porque no lograron recoger el legado heredado por León Trotsky, lo que por supuesto cambió con la fundación del PTS, que sí logró comprender su obra teórica y restablecer la continuidad de su tradición militante.

Por este motivo el PTS analiza los procesos contemporáneos de la lucha de clases con una estrechez teórica que le impide interpretar con detalle todos sus despliegues y matices actuales. A decir verdad, su método emula una especie de “positivismo” trotskista: describir, describir y describir… pero sin apuntalar algún elemento conceptual que aporte al enriquecimiento del bagaje teórico del marxismo revolucionario. Menos que menos cuando su mirada logra extenderse hacia el balance de las experiencias no capitalistas del siglo XX y las enseñanzas que éstas dejaron (algo no habitual en ellos), terreno en el cual sólo repiten definiciones “consagradas” sin molestarse en contrastarlas con el curso real de la lucha de clases.

Algo de esto acontece con su caracterización del proceso de rebeliones populares en Medio Oriente como una “primavera de los pueblos”, denominación “periodística” que si captura un elemento de la realidad (se trata de rebeliones populares), no sirve para establecer algún tipo de generalización categorial para comprender, en clave estratégica, el actual ciclo político que atraviesa la lucha de clases internacional.

Como en el caso de la LIT, veremos primeramente algunos aspectos del bagaje “teórico-estratégico” del PTS, para dedicarnos luego al debate de los costados más políticos planteados por la situación internacional.

Una variante “crítica” del trotskismo de posguerra

Como explicamos anteriormente, el morenismo y la mayoría de las corrientes trotskistas de posguerra formularon una revisión objetivista de la teoría de la revolución[7], que tuvo como punto de encuentro la caracterización de los estados surgidos en la posguerra (con revoluciones o sin ellas) como “obreros deformados”. Con esta denominación se pretendió explicar los procesos revolucionarios dirigidos por sectores de la pequeñoburguesía que expropiaron a la burguesía y el imperialismo, afirmando que podían producirse revoluciones socialistas sin la centralidad social y política de la clase obrera.

En el caso del PTS, también parecen criticar esta perspectiva por considerarla “objetivista”, y por este motivo caracterizan al conjunto de corrientes trotskistas de la posguerra como “centristas”. Sin embargo, encuentran válido este “esquema interpretativo” para un período restringido que limitan a pocos años (veremos esto enseguida), razón por la cual, en definitiva, su diferenciación del tronco principal del trotskismo de posguerra parece limitarse a un problema de temporalidades: el PTS es una variante “crítica” de esta reformulación objetivista de la teoría de la revolución permanente.

Por eso, aunque el PTS apunta algunas críticas parciales al trotskismo objetivista con las cuales coincidimos (como su polémica con las “revoluciones democráticas” en Moreno), de conjunto formula una crítica insustancial al “trotskismo de Yalta” (como suele denominar al trotskismo de posguerra), dado que comparte todas sus premisas: la caracterización de que durante la posguerra se produjeron revoluciones socialistas que dieron lugar a economías de transición al socialismo (“estados obreros deformados”) a partir de una combinación “excepcional” de circunstancias.

Veamos cómo el PTS formula su “crítica” al morenismo: “Moreno afirma que lo que Trotsky previó como excepción se dio como norma en la posguerra. Los hechos demuestran que esto es totalmente falso. Donde se generalizó la posibilidad teórica del Programa de Transición fue en el período 43-48 y no en toda la posguerra. Ese período fue verdaderamente excepcional porque combinó un enorme ascenso de masas por la resistencia al fascismo con la extrema debilidad en que habían quedado los principales imperialismos, producto de la guerra en un marco de profunda crisis económica (hiperinflación) y penurias sin límites para las masas (hambre y racionamiento de alimentos en el proletariado y en las clases medias). A las anteriores condiciones contempladas dentro de la hipótesis de Trotsky (‘guerras, derrota, crack financiero, presión revolucionaria de las masas’) se agregó el elemento paradójico e imprevisible de que el stalinismo (…) quedó ubicado como el verdugo del nazismo, prestigiado y fortalecido frente al movimiento de masas y con el Ejército Rojo ocupando Europa del Este” (Manolo Romano: “Polémica con la LIT y el legado teórico de Nahuel Moreno”, Estrategia Internacional 3, diciembre 93/enero 94).

Lo anterior demuestra que para el PTS la diferencia “estratégica” con Moreno no gira en torno a su postulado objetivista de que hubo revoluciones “obreras” y “socialistas” dirigidas por direcciones pequeñoburguesas y sin la centralidad de la clase obrera, sino que se reduce a la delimitación temporal de cuándo se produjo esa situación excepcional.

Por esto, la discusión de “fondo” del PTS con el morenismo es respecto de su generalización para toda la posguerra de lo que Trotsky planteó como una conjetura teórica excepcional, mientras que el PTS sostiene que estas revoluciones “socialistas” sin la centralidad de la clase obrera se produjeron solamente en el período de 1943-1948, con lo cual se autosatisfacen “demostrando” que Trotsky tuvo razón al plantear esta variable de revoluciones como una situación excepcional… ¡El PTS es más “trotskista” que Trotsky!

A pesar de que el PTS plantea este matiz al objetivismo del morenismo, continúa siendo tributario de la caracterización de “estados obreros deformados” formulada por el trotskismo de posguerra. Coloca el acento en las conquistas parciales que efectivamente se obtuvieron con la expropiación de la burguesía, pero las independiza completamente del hecho de que, al no haber quedado la clase obrera al frente del Estado, se congeló todo posible tránsito al socialismo. Incluso las mismas tareas parciales que fueron resueltas (independencia del imperialismo, unificaciones nacionales, reformas agrarias) de ningún modo fueron conquistas definitivas: la burocracia comenzó a socavarlas al otro día de la derrota de la burguesía, para terminar en el ignominioso estallido que presenciamos en los años 80 y 90.

El colmo de todo es que se repiten esquemas doctrinarios no en tiempo real (lo cual estaría mucho más justificado), sino medio siglo después, cuando la película entera ha quedado frente a nuestros ojos. De esta forma el PTS reproduce la disociación entre fines y medios tan característicos del trotskismo objetivista, al desligar las conquistas parciales obtenidas de las perspectivas más de conjunto de la transición y el socialismo.

Además, su objetivismo se destaca por un marcado formalismo: no investigan nada ni parecen estar interesados por qué relaciones materiales se desarrollaban detrás de las declaraciones oficiales de que la propiedad era de “todo el pueblo”. Así, las relaciones legales de propiedad estipuladas en la “Constitución” de un determinado “estado obrero deformado” parecen estar para ellos por encima de las relaciones sociales de producción que determinan el qué, cómo y quién controlaba realmente la producción social. Bajo este ángulo doctrinario que deja de lado todas las enseñanzas del siglo pasado, lo determinante para caracterizar a un estado como obrero es si jurídicamente se estipula que la propiedad es de carácter “socialista” y “colectivo”, aunque en la realidad el plusproducto social esté administrado/acaparado por la burocracia y no por la clase obrera.

Para justificar esta perspectiva de “estado obrero deformado” sin el proletariado en el poder, el PTS asume plenamente el criterio del morenismo y el trotskismo de posguerra, según el cual lo determinante para la existencia de un estado obrero era la propiedad estatizada, mientras que el factor de la clase obrera en el poder era algo complementario o variable.

Esta dualidad extrema entre estructura y superestructura, entre el carácter supuestamente “obrero” del Estado y su deformación burocrática (dualidad que se extiende por décadas y décadas, sin tener ambos términos ninguna relación dinámica[8]), es producto de una falsa analogía con el capitalismo, donde la reproducción automática del capital le permite a la burguesía disponer de diversas formas de gobierno, desde las más democráticas hasta las de tipo dictatorial, sin que esto afecte el carácter burgués del Estado. ¡La clase obrera no está en el poder; no importa, el proceso camina igualmente al socialismo![9]

Desde SoB cuestionamos esta perspectiva dualista entre economía y política en los estados obreros, pues la experiencia histórica demostró que esos estados nunca avanzaron hacia el socialismo justamente porque estaban gobernados por un sector social no obrero, la burocracia, que instauró una forma no orgánica de apropiación del plusproducto social en detrimento de la clase trabajadora. El resultado de esto fue la conformación de estados burocráticos con restos o “incrustaciones” proletarias y comunistas que, en cuestión de décadas, fueron reabsorbidos por el capitalismo (o están en proceso de serlo), restableciendo una forma de explotación de clases mucho más orgánica y estable.

Esta perspectiva la sintetizó nuestro compañero Roberto Ramírez en Socialismo o Barbarie 22: “No es posible generalizar a todas las formaciones económico-sociales (y menos aún a las que han expropiado a la burguesía) una característica que es casi exclusiva del capitalismo: a saber, la separación extrema entre estructura y superestructura, entre las relaciones de producción y las de dominación política, entre la economía y el Estado, entre el hombre como homo economicus (comprador o vendedor en el mercado de la fuerza de trabajo, que determina la fundamental división de clases de la sociedad) y la ficción de los ‘ciudadanos iguales’ en la esfera política. Esto da al capitalismo, en esa esfera política, un carácter extremadamente ‘plástico’ que no tienen ni podrían tener otras formaciones económico-sociales, tanto precapitalistas como poscapitalistas (…). Como explicó Trotsky, las razones de esta diferencia se basan en que el capitalismo puede reproducirse ‘automáticamente’. Pero si se expropia a los capitalistas los principales medios de producción, ya la cosa deja de ser ‘automática’. Se acabó el ‘automatismo’ con que el capital garantiza su propia reproducción y valorización. Alguien debe no sólo comandar y administrar el funcionamiento de la producción y la economía en general, sino también tratar de que las masas obreras trabajen con una eficiencia y productividad que logre medirse con el capitalismo” (“Sobre la naturaleza de las revoluciones de posguerra y los estados ‘socialistas’”: 234-236, Socialismo o Barbarie 22, Buenos Aires, 2008).[10]

Pero además de insustancial en términos estratégicos, la crítica que el PTS le formula al trotskismo objetivista no alcanza para comprender siquiera la totalidad de las revoluciones que se produjeron en la posguerra. Por ejemplo, muchas de las revoluciones triunfantes tuvieron lugar después de 1948, es decir, por fuera del periodo de 1943-1948 que el PTS caracterizó como “excepcional” y que permitió la conformación de los “estados obreros deformados”. Éstos son los casos de la revolución china de 1949, la cubana de 1959 y la vietnamita en 1973. Todas estas revoluciones tienen como elemento común que expropiaron a la burguesía e instauraron gobiernos de encuadramiento burocrático, lo que según los criterios del objetivismo son atributos suficientes para caracterizarlos como dictaduras proletarias de algún tipo (“estados obreros deformados”).

Frente a esto el PTS realiza una “maniobra histórica” de poca monta para salvaguardar su castillo de naipes estratégico. En primer lugar, “reubica” históricamente el triunfo de la revolución china en 1948-1949, apelando a una perspectiva del proceso revolucionario para preservar la validez de su período de tiempo “excepcional”: “En la revolución china del 48-49, la derrota de su principal imperialismo opresor en la guerra, Japón, [se combina] con la existencia de una guerrilla campesina de masas dirigida por Mao, aliada a Moscú, y la imposibilidad de EE.UU de intervenir, por su crisis de la inmediata posguerra producto de un ascenso obrero en su propio país y el levantamiento de las tropas norteamericanas en todo el mundo contra la continuidad de la guerra” (M. Romano, cit.).

En segundo lugar, justifica que el resto de revoluciones que se produjeron en Asia son parte de las consecuencias “telúricas” que contrajo la revolución china: “Indochina, Corea del Norte, Vietnam del Norte, fueron la onda expansiva de la revolución china” (ídem).

Pero, además, el PTS parece olvidarse de los procesos que se sucedieron en el Este europeo, donde salvo en el caso de la ex Yugoslavia, donde se vivió una auténtica revolución democrática, nacional y anticapitalista que derrotó al ejército nazi, en el resto de los países los procesos fueron no solamente en “frío”, sino, incluso, la generalidad de las veces, contra la voluntad manifiesta de sus poblaciones. Más aún, las “democracias populares” y la expropiación definitiva de la propiedad privada procedió a partir de 1949, fuera del período “excepcional” del que habla el PTS, en otra coyuntura ya, cuando comenzaba la Guerra Fría.

Claramente, entonces, esta respuesta no alcanza a explicar el conjunto de las revoluciones y procesos anticapitalistas de posguerra. Ni siquiera con su “maniobra histórica” y su recurso a los movimientos telúrico-políticos el PTS logra amoldar cabalmente la realidad a sus esquemas preconcebidos de bolsillo: basta con señalar que tampoco incorpora a la revolución cubana dentro de su período temporal “excepcional” y el alcance geográfico de su “ola expansiva”.

A nuestro modo de ver, no se pueden barrer bajo la alfombra las discusiones estratégicas sobre la teoría de la revolución, ya sea apelando a una “filosofía de la historia” como hace la LIT, o a la invención de “paréntesis históricos” y “ondas expansivas” que desbordan la estrategia revolucionaria, como sostiene el PTS. Esto es un método de elaboración y análisis que no guarda relación con las mejores tradiciones del marxismo revolucionario, donde los procesos de la lucha de clases deben interpretarse en clave estratégica sin obviar su especificidad material.

Por todo lo anterior, sostenemos que el PTS no rompe política y programáticamente con el tronco medular del trotskismo de posguerra. Y al no lograr entablar un debate con trasfondo estratégico con el legado político del morenismo y menos aún con el mandelismo[11], cae en polémicas alrededor de elementos el fondo tácticos. Ciertamente algunas de las discusiones que el PTS plantea a sus predecesores objetivistas son válidas, pero de conjunto no permiten configurar una perspectiva estratégica que supere dialécticamente la propuesta del trotskismo de posguerra.

Desde SoB hemos desarrollado un debate estratégico con el conjunto del trotskismo de posguerra y no sólo el morenismo (el tronco principal del trotskismo, pero también las variantes “antidefensistas” y las “capitalistas de Estado”). Y por estratégico nos referimos a elementos como la necesaria centralidad de la clase obrera en la revolución para imprimirle un curso verdaderamente socialista y transicional, elemento que categóricamente afirmamos no puede ser “esquivado” por la lucha de clases aún bajo circunstancias o períodos de tiempo “excepcionales”.

Ésta es, a nuestro modo de ver, la única vía posible para replantear un balance serio del trotskismo de posguerra y relanzar la alternativa socialista en el siglo XXI: “La ‘excepcionalidad’ de supuestas revoluciones obreras y socialistas sin clase obrera sigue sin explicación, a pesar de que se pretenda ‘salvar’ el problema sugiriendo que, luego de esas condiciones excepcionales, las cosas vuelven a su cauce normal y para expropiar hace falta nuevamente a la clase obrera. Porque para llevar a cabo la revolución propiamente socialista la clase trabajadora es insustituible, pero es por esto mismo que las revoluciones de la posguerra no fueron obreras ni socialistas. Creemos que ésta es la única explicación coherente posible en el marco del marxismo, si lo que se busca es hacer un verdadero balance del trotskismo en la posguerra y modificar las definiciones y teorizaciones equivocadas, resultantes de la presión de los acontecimientos” (R. Sáenz: “Las revoluciones de posguerra y el movimiento trotskista”: 128).

El “inexplicable” carácter pacífico de la restauración capitalista

Recientemente el PTS publicó un texto titulado “En los límites de la ‘restauración burguesa’”, donde da continuidad a su balance “estratégico” de las revoluciones de posguerra e introduce elementos de caracterización sobre el desarrollo contemporáneo de la lucha de clases internacional. Aunque contiene valoraciones parciales con las cuales coincidimos, en términos generales es un texto sumario y poco conceptual, que se estructura a partir de analogías históricas que no clarifican las tareas estratégicas de la izquierda revolucionaria en la actualidad.

Bajo este esquema el PTS realiza una comparación entre la restauración borbónica de principios del siglo XIX con la restauración burguesa en los estados del Este europeo y la URSS en 1989-1990. Desde el vamos, en esta analogía ya existe una limitación “estructural”, por el hecho de que la restauración borbónica no restableció el feudalismo, y el período posterior a la caída del Muro de Berlín sí dio lugar a la vuelta al capitalismo en la porción del globo de donde había sido expropiado. Acto seguido, aplica este mismo modelo para interpretar los procesos actuales de la lucha de clases, estableciendo una analogía entre la “primavera de los pueblos” que atravesó Europa a mediados del siglo XIX, con lo que el PTS denomina la “nueva primavera de los pueblos” (en alusión a los procesos de rebelión popular en Medio Oriente).

Por supuesto que el uso de analogías históricas es perfectamente válido y tiene larga tradición en la elaboración teórica del marxismo revolucionario. La cuestión de fondo es desde que ángulo se realiza. Y en el caso del PTS es uno doctrinario que se limita a “ver para atrás” y realizar descripciones de hechos que no arman políticamente. En realidad, la finalidad con que el PTS utiliza estas analogías es demostrar la vigencia de la época de la revolución socialista abierta con la revolución rusa de 1917 (algo en lo que coincidimos), pero sin alcanzar a ofrecer una interpretación estratégica sobre los desarrollos actuales de la lucha de clases.

En cuanto a la caracterización global del proceso, el PTS plantea que “el año 1989 como fecha emblemática coronó el inicio de una tercera etapa de la época de crisis, guerras, revoluciones, cuyo rasgo distintivo podemos sintetizarlo en dos palabras: ‘restauración burguesa’” (Emilio Albamonte y Matías Maiello: “En los límites de la ‘restauración burguesa’”, Estrategia Internacional 27, Buenos Aires, 2011). Y agrega que “las movilizaciones de 1989-1991 llevaron a la caída de los regímenes stalinistas pero con un nivel bajísimo de subjetividad (…) De esta forma, pudieron ser hegemonizadas por direcciones procapitalistas con el resultado de la restauración del capitalismo en la URSS, los Estados del Este europeo y la reunificación en clave capitalista de Alemania” (ídem).

Hasta aquí, coincidimos con el balance que realiza el PTS. Como explicamos anteriormente, desde SoB caracterizamos que los procesos de 1989-1990 en los países del Este europeo fueron dirigidos políticamente por el imperialismo y direcciones restauracionistas. Por esto su resultado fue la apertura de un período reaccionario y marcó un fuerte retroceso del movimiento obrero y las corrientes de izquierda revolucionaria.

Pero a partir de este primer diagnóstico correcto, el PTS recae en un balance en clave objetivista de la restauración burguesa que, a decir verdad, termina por convertirse en el anverso del que realiza la LIT. Veamos.

De entrada, el PTS continúa sosteniendo su caracterización de que los países del Este europeo y la URSS eran “estados obreros deformados” donde existía una “dictadura de la burocracia stalinista sobre el proletariado” (ya hemos criticado arriba la contradicción que esta definición supone): “La ‘restauración capitalista’ implicó no solo la caída de la burocracia en tanto dictadura ‘sobre el proletariado’ sino, y especialmente (como mostró claramente la evolución más ‘ordenada’ de la burocracia del PC chino al convertirse en capitalista), la destrucción de las conquistas (sector de la economía sustraído de las leyes del capital y nuevas relaciones de propiedad sobre los medios de producción) que se mantenían de la revolución en los Estados obreros burocratizados, la aplicación en la mayoría de los casos de los planes de ajuste del FMI, la reversión de los derechos sociales y una regresión social expresada, por ejemplo, en el caso de la ex URSS, en la abrupta caída de la expectativa de vida de la población” (ídem).

Al unir las piezas del “rompecabezas” estratégico que maneja el PTS surgen las debilidades de este balance. En concreto nos cuestionamos: ¿cómo explica el PTS que un “período excepcional” de 5 años (1943-1948) y su “onda expansiva”, determinaran políticamente toda la segunda mitad del siglo XX con la existencia de “estados obreros deformados o burocráticos”? Recordemos que la “posibilidad teórica” que planteó Trotsky en el Programa de Transición (de la cual se nutre el trotskismo objetivista para fundamentar su categoría de “estados obreros deformados”), dejaba en claro que “un ‘gobierno obrero y campesino’ en el sentido indicado más arriba, se establecería de hecho y no representaría más que un corto episodio en el camino de la verdadera dictadura del proletariado” (“La agonía del capitalismo y las tareas de la IV Internacional”: 244). Contrariamente a este señalamiento de Trotsky, en el análisis del PTS el “paréntesis histórico excepcional” de 1943-1948 se prologó en los hechos hasta finales del siglo XX.

Esto explica que los diferendos “estratégicos” entre la LIT y el PTS sobre el proceso de restauración capitalista se circunscriban a matices temporales. Así, mientras la LIT caracteriza que esto tuvo lugar antes de las “revoluciones” de 1989-1990, para el PTS esto ocurrió justo en esos años (en lo que coincidimos): “Lo que quedó del morenismo, lejos de encarar un examen exhaustivo de su propia tradición, profundizó contra toda evidencia de la realidad las tesis de la revolución democrática. De esta forma los procesos de los años 1989-1991 pasarían a ser grandes revoluciones que dieron lugar no a la restauración capitalista, que ya estaba consumada (según la nueva explicación de la LIT), sino a una de las más grandes victorias de la clase obrera internacional” (E. Albamonte y M. Maiello, cit.).

Como se aprecia, en el fondo es la extensión de la misma crítica insustancial que el PTS le hace al morenismo sobre los años específicos en que hubo “circunstancias excepcionales” que propiciaron las “revoluciones socialistas objetivas”. Por eso, insistimos, el PTS y la LIT son las dos caras de la misma moneda objetivista.

Junto con esto, el sostenimiento de la categoría de “estados obreros deformados” hasta el último minuto previo a la restauración lleva al PTS a una profunda incomprensión política e histórica: “El proceso de conjunto constituyó una verdadera contrarrevolución-restauración que modificó la relación de fuerzas a favor del imperialismo, que pudo llevarse adelante con métodos esencialmente pacíficos sobre la base de la extensión de la democracia liberal a amplias zonas del globo”.

Efectivamente, la reabsorción de los países del Este al capitalismo se realizó por vías pacíficas o pasivas (con la excepción de Rumania, donde hubo enfrentamientos más violentos), siendo que el imperialismo (en unidad con sectores de las burocracias stalinistas) instrumentalizaron las reivindicaciones democráticas de las masas a favor de la restauración capitalista.

Pero esta reabsorción fue posible porque no eran estados obreros sino burocráticos, dándose el caso de que la burguesía logró “aburguesar” a la burocracia (como lo hizo en su momento con otras clases y sectores sociales, como la nobleza). Por esto mismo, no deja de ser paradójico plantear que fueron “contrarrevoluciones pacíficas”, lo cual contradice toda la experiencia histórica de la lucha de clases, donde esto significa métodos de guerra civil contra la clase obrera.

Porque la realidad es que la clase obrera de la URSS había sido derrotada definitivamente a finales de los años 1930 y nunca se había recuperado (la ola de esperanza a que dio lugar la Segunda Guerra Mundial rápidamente se vio desmentida y se transformó en desmoralización). Por otra parte, en Alemania Oriental, Hungría, Checoslovaquia y Polonia hubo sendas derrotas de sus revoluciones antiburocráticas. De ahí que en la generalidad de los casos las masas trabajadoras no consideraran como una conquista propia la propiedad estatizada y, por lo tanto, no la defendieran.

Si el retorno al capitalismo tuvo, evidentemente, un elemento contrarrevolucionario en el sentido de la restauración plena y completa de la propiedad privada y las leyes del mercado, el carácter pacífico del proceso solamente podía ser explicado en razón de que las masas no sentían como propia esa propiedad estatal, y que la clase obrera arrastraba derrotas de las que no se había podido recuperar.

A nuestro modo de ver, la explicación del PTS es otro reflejo del objetivismo que comparte con la LIT, cara y contracara de una misma matriz estratégica. Así, mientras la LIT plantea que hubo “revoluciones” progresivas en los países del Este (total, el capitalismo ya estaba “restaurado”), para el PTS fueron “contrarrevoluciones pacíficas” (sin explicar por qué las masas trabajadoras no defendieron la propiedad estatizada y el ·estado obrero”). Más allá de la diferencia en los términos, tienen en común el vaciamiento de las categorías, que carecen de toda densidad histórico-estratégica.

Para el PTS, esta “contrarrevolución pacífica” se explica de la siguiente manera: “Esta dialéctica de las conquistas parciales del proletariado volviéndose en su propia contra, en escala ampliada, fue el signo de la época de la restauración. No sólo las burocracias de los Estados obreros degenerados se pusieron a la cabeza de la restauración y se transformaron en capitalistas, sino que fueron, en muchos casos, las implementadoras de los planes del FMI” (ídem).

Esto es un verdadero disparate como explicación, porque incluso aquellas conquistas que se “vuelven en contra” desde el punto de vista de las perspectivas del poder obrero deberían ser consideradas como tales por los trabajadores (si es que siguen siendo conquistas).

En todo caso, esto demuestra las inconsistencias del PTS, cuyo planteo real es el siguiente: las conquistas sociales obtenidas durante el periodo excepcional de 1943-1948, y que determinaron la conformación de los “estados obreros deformados”, en la vida real se comportaban como entes ajenos al control democrático de la clase obrera y estaban controladas por la burocracia stalinista, la cual finalmente y como por arte de magia las volvió en contra del proletariado mismo…

La negativa a generalizar las características del período

Finalmente, el PTS intenta realizar un vínculo entre el cierre de la etapa de la restauración burguesa y el ascenso actual de la lucha de clases internacional. Según su perspectiva, la “crisis que atraviesa el capitalismo en la actualidad plantea nuevas condiciones históricas que sitúan a la etapa de la ‘restauración burguesa’ ante sus propios límites”, y más adelante agrega que “estamos ante los albores de un nuevo período histórico. Frente a los límites de la ‘restauración burguesa’ se alza una nueva ‘primavera de los pueblos’, cuya profundidad aún no es posible determinar” (ídem).

Coincidimos con el PTS en cuanto a que la situación política mundial difiere notablemente de la que se instaló con la restauración capitalista en la URSS, lo cual se ha visto potenciado a raíz del estallido de la depresión económica que atraviesa el capitalismo internacional. Pero el enorme déficit político del PTS es que de este enunciado correcto no logra avanzar hacia una interpretación estratégica de los nuevos desarrollos en la lucha de clases y solamente señala que aún no es posible conocer su profundidad.

Sucede que frente a esos nuevos desarrollos de la lucha de clases el reflejo del PTS es mirar hacia atrás en busca de alguna analogía que le sea funcional para describir esquemáticamente la lucha de clases. Esto lo refleja otro texto del PTS publicado en la más reciente edición de Estrategia Internacional, donde se justifica así el uso de la analogía “primavera de los pueblos”: “La analogía se basaba fundamentalmente en tres elementos: en primer lugar, en que era una oleada expansiva que volvía a poner en escena la lucha de clases tras un prolongado periodo de reacción social, política e ideológica, en el marco de una crisis capitalista; en segundo lugar, que combinaba demandas democráticas, estructurales y sociales profundas, y en tercer lugar, que al igual que en 1848 no hubo al frente de esta oleada partidos obreros de vanguardia con una estrategia revolucionaria. Pero a diferencia del siglo XIX, estos procesos se dan en el marco de la época imperialista, reactualizando su carácter de época de crisis, guerras y revoluciones, con un proletariado que ha pasado por la experiencia de la revolución y la contrarrevolución del siglo XX” (Claudia Cinatti: “Lucha de clases y nuevos fenómenos políticos en el quinto año de la crisis capitalista”: 17, Estrategia Internacional 28, Buenos Aires, 2012).

Entonces el PTS define la nueva “primavera de los pueblos” desde un ángulo descriptivo, casi nostálgico: ¡cuánto se parece o no a los acontecimientos de la lucha de clases de hace 150 años! Pero el PTS no se detiene a plantear los alcances y límites reales de los procesos en curso, algo indispensable para extraer caracterizaciones y categorías que sirvan como herramienta política para la intervención de los militantes revolucionarios. En ese mismo artículo, se busca una definición más precisa de la “primavera de los pueblos”, pero el resultado es el mismo pues toda la caracterización es otra nueva comparación histórica: “Como definición general, si bien la lucha de clases se ha instalado con desigualdades en la escena política, y millones han tomado las calles y plazas, han salido a la huelga y han derribado dictaduras odiadas, e incluso en casos puntuales, como en las luchas en Francia o la de los mineros de Asturias, se han adoptado métodos de lucha más radicales, aún no estamos ante un nuevo ascenso obrero, juvenil y popular, similar al último ascenso revolucionario de 1968-81, que esté a la altura de la magnitud de la crisis capitalista y del ataque burgués” (ídem: 23).

De ahí en adelante, todo el análisis se limita a un recuento de las luchas obreras de los últimos años para demostrar el agotamiento de la restauración burguesa, pero nunca se intenta una definición por la positiva de la nueva “primavera de los pueblos”: “En 2010, vimos las primeras respuestas de la clase obrera y los oprimidos. Por un lado, el explosivo proletariado de oriente, que cuenta en China con casi 200 millones de nuevos trabajadores (…) comenzó a tensar sus músculos en conflictos por empresa. Por otro lado, la poderosa clase obrera europea, con epicentro en Francia con paros y movilizaciones masivas contra los ataques de Sarkozy (…). El 2011 comienza con el levantamiento de los oprimidos en África del norte y medio oriente. Se multiplican los procesos revolucionarios. De Túnez a Egipto, de Egipto a Libia” (E. Albamonte y M. Maiello, cit.).

Lo más contradictorio del caso es que aunque el PTS no define estratégicamente la “primavera de los pueblos” y sólo señala que es un síntoma del cierre de la restauración burguesa, inmediatamente saca la conclusión de que está planteada la reactualización de la revolución socialista: “Hoy, esta nueva primavera marca el inicio del resurgimiento de la clase obrera en las condiciones impuestas por décadas de restauración burguesa (…) no nos enfrentamos en la actualidad al primer capítulo de historia del proletariado moderno, sino a su capítulo más reciente luego de más de un siglo y medio de luchas revolucionarias. De la reactualización de esta experiencia y su transformación en fuerza material, con partidos revolucionarios y la reconstrucción de la IV Internacional, dependerá la posibilidad de que los nuevos desarrollos de la lucha de clases, inscriptos en la crisis capitalista, puedan romper el continuum de la historia” (ídem).

Entonces, para el PTS entre la “restauración burguesa”, la “primavera de los pueblos” y la reactualización de la revolución socialista no se presenta ningún vaso comunicante o situación intermedia. Por esto estas categorías se asemejan a compartimientos estancos, pues su relación es exclusivamente cronológica: una está antes que la otra. De ahí que el PTS salte de la “nueva ‘primavera de los pueblos’ cuya profundidad aún no es posible determinar” a plantear la “reactualización” sin más de los rasgos epocales abiertos con la revolución rusa.

Así las cosas, mientras que con la LIT destacábamos el uso abusivo de categorías atemporales de larguísima duración, en el caso del PTS lo que acontece es una fragmentación en el análisis y tiempo histórico, donde las “transiciones” se diluyen en analogías que no dan cuentas del contenido estratégico presente en las situaciones intermedias o transitorias.

De ahí que para el PTS la “primavera de los pueblos” se limite a la posibilidad de “reactualizar” la vigencia de la época de la revolución socialista, expectativa que compartimos con ellos. Pero para aportar estratégicamente en la consumación de esta tarea, es indispensable precisar los rasgos del ciclo actual que caracterizan la lucha de clases que, a nuestro modo de ver es el de un recomienzo de la experiencia histórica de los explotados y oprimidos.

Por esto desde SoB afirmamos que las rebeliones populares instalaron un nuevo ciclo político internacional. Y éste es un método diametralmente diferente al que expone el PTS, que concentra su análisis en cuantificar los actuales procesos de lucha y señalar que “estamos ante los albores de un nuevo período histórico”, pero no logra avanzar en definir los rasgos estratégicos propios del actual ciclo político de recomienzo histórico de la experiencia de la lucha de clases.

La apuesta de todas las corrientes que se consideran revolucionarias es que el actual ciclo de la lucha de clases se convierta en un puente hacia la reintroducción de la revolución socialista en el siglo XXI, lo que marcaría una reactualización del carácter epocal abierto en 1917. Esto implica la necesidad de encarar las tareas preparatorias que plantea el período, construyendo fuertes organizaciones revolucionarias de vanguardia que se nutran de la acumulación de experiencias que realicen los explotados y oprimidos en sus luchas contra los límites que colocan la democracia burguesa y las direcciones burocráticas.

Es síntesis, la maduración de la conciencia política de los explotados y oprimidos está mediatizada por la combinación entre los alcances y límites del ciclo de rebeliones populares, dentro del cual la intervención de las corrientes revolucionarias es determinante para su eventual superación dialéctica e imprimirles un curso obrero y socialista.

Una “primavera árabe” que describe mucho pero no explica nada

En la última edición de Estrategia Internacional el PTS concentró su análisis en la “primavera árabe”, que viene a ser una versión regionalizada de la nueva “primavera de los pueblos”. En términos generales, el PTS no profundiza sustancialmente su definición del proceso y, por el contrario, repite nuevamente todo el método objetivista y positivista que ya señalamos.

A pesar de esto, intenta una interpretación del proceso a partir de los alcances y límites de las “primaveras”, de alguna manera reproduciendo el abordaje que desde SoB realizamos desde el inicio del ciclo de rebeliones populares (incluso utilizando categorías y ángulos de análisis muy característicos de nuestra corriente).

En cuanto a la definición de la “primavera árabe”, el PTS plantea que se trata de “un amplio y profundo proceso de lucha de clases que, abarcando a diversos países con características muy disímiles, incluyó rebeliones y abrió procesos revolucionarios como en Egipto y Túnez” (Eduardo Molina, y Simone Ishibashi: “A un año y medio de la ‘primavera árabe’”, Estrategia Internacional 28, Buenos Aires, 2012). Aunado a esto, se agrega que “si bien no llegó a transformarse en ningún país en una revolución social, abrió procesos revolucionarios prolongados, en particular en Egipto y Túnez, donde la clase obrera concentrada jugó un rol central en las movilizaciones que derribaron las dictaduras de Mubarak y Ben Ali, aunque sin conquistar la hegemonía sobre las clases medias y los sectores populares” (C. Cinatti, cit.).

Esta definición delata que el PTS tomó prestados varios elementos de nuestra definición de rebeliones populares. Por supuesto que la palabra “rebelión” no es una invención de SoB, pero en el marco de las corrientes trotskistas es de amplio reconocimiento que desde hace más de diez años construimos esta categoría para interpretar los procesos de la lucha de clases en América Latina y, más recientemente, la generalizamos de conjunto para comprender los procesos en Medio Oriente, Europa y la recomposición obrera en China, configurando lo que llamamos un “ciclo de rebeliones populares”.

A pesar de esto, el PTS no dota de ningún contenido real o específico a estas “rebeliones”, salvo el señalamiento de que no son aún revoluciones sociales. Así, el PTS nuevamente no logra avanzar en una caracterización por la positiva de su categoría de “primaveras”.

Por otra parte, cuando el PTS apunta algunos rasgos estratégicos de su propia autoría, saca a relucir su andamiaje estratégico objetivista. Por ejemplo, se plantea que “el imperialismo responde al desafío de la rebelión con una estrategia combinada en defensa del amenazado statu quo regional y de los regímenes en que se apoya. Fue articulando su respuesta en torno a una estrategia de contrarrevolución que abarca políticas de ‘transición’ (…). Esta estrategia tiene rasgos preventivos, pues todavía no enfrenta revoluciones abiertas y cuenta con ciertos márgenes de maniobra para la reforma de los regímenes, que intenta establecer con mínimas concesiones políticas a las masas” (E. Molina y S. Ishibashi, cit.).

En suma, el planteamiento del PTS se sintetiza en: 1) no hay revoluciones sociales en los países árabes, sino rebeliones, 2) frente a esto el imperialismo está respondiendo con una política de “contrarrevoluciones”, y 3) dado que no hay “revoluciones abiertas”, estas contrarrevoluciones son “preventivas” o democráticas (políticas de “transición”), pues hay márgenes de maniobra para hacer concesiones a las masas.

Entonces, aunque el PTS señala que la “primavera árabe” no cuenta con centralidad obrera y persisten los atrasos subjetivos –que posibilitan salidas con mediaciones democrático-burguesas–, y aún no se producen revoluciones sociales, caracteriza que en los países árabes persiste una dialéctica de revolución-contrarrevolución.

De esta forma, el PTS vacía de contenido la categoría de “contrarrevolución”, que, como explicamos anteriormente, en la tradición del marxismo revolucionario se define como el desarrollo de métodos de guerra civil contra el movimiento obrero en coyunturas cuando la lucha de clases desborda los marcos de la democracia burguesa.

Acá el PTS nuevamente se ubica como el anverso objetivista de la LIT, pues mientras esta corriente ve “revoluciones democráticas” en el mundo árabe, en el caso del PTS ocurre lo mismo con las contrarrevoluciones, con la salvedad de que en este caso coinciden con la LIT en catalogar las mediaciones democrático-burguesas del imperialismo y las burguesías árabes como una política “contrarrevolucionaria”.

En el caso de la LIT, el razonamiento es que cuanto más intensas son las revoluciones socialistas “inconscientes”, más tiende el imperialismo a implementar las salidas de contrarrevolución con mediaciones democráticas. En el caso del PTS el ángulo es otro, aunque con mismo resultado: ante la ausencia de revoluciones sociales, el imperialismo desarrolla “contrarrevoluciones” mediante las urnas electorales: “La ‘Primavera Árabe’ mostró sus límites, que son esencialmente subjetivos, políticos, cuando, tras los triunfos iniciales, no logró abrir la perspectiva de un curso independiente, hacia acciones revolucionarias superiores del movimiento obrero y de masas. Esa debilidad fue aprovechada por el imperialismo y las burguesías locales para poner en marcha la reacción, detrás de los planes de transición, las intervenciones y la represión. Así, la contrarrevolución cuenta a su favor con los márgenes de maniobra que le concede el atraso subjetivo del movimiento” (ídem).

El atraso de los factores subjetivos es efectivamente un elemento decisivo para entender los límites del proceso y por qué, tras el estallido de una rebelión popular con la fuerza de la que está aconteciendo en Egipto, sea la Hermandad Musulmana la que ha sido proyectada al gobierno.

Esas mismas mediaciones con las que puede contar el imperialismo, son las que otorgan al proceso una característica más de rebelión y reabsorción reaccionaria de ésta que abiertamente revolucionario y contrarrevolucionario, como ya hemos señalado. En los casos de enfrentamientos más extremos, como los de Libia o Siria, estas connotaciones tienen que ver con los elementos militares asociados a una guerra civil en sentido estricto.

Relanzar la tradición del marxismo revolucionario

En cualquier caso, la definición de que estamos en los límites del período “restauracionista” es correcta pero carece de densidad para calificar la experiencia en curso entre los explotados y oprimidos. Una experiencia que parece estar marcando hoy un recomienzo histórico de la lucha de clases, donde el actual ciclo de rebeliones populares podría estar jugando el rol de nexo entre las graves derrotas de las décadas anteriores y la eventual reaparición de la revolución socialista en el siglo XXI.

Esto dependerá, obviamente, no sólo de la acumulación de estas experiencias, sino en primerísimo lugar de una profundización de la actual crisis económica y de un salto en el enfrentamiento entre los estados que lleve a una nueva “era de los extremos” que deje atrás el imperium universalis de la democracia burguesa: crisis, guerras y revoluciones.

Para prepararnos para esto es necesaria la construcción de fuertes partidos de vanguardia (“partidos de lucha de clases”), que entrelazándose con la experiencia que la clase obrera vaya haciendo en este nuevo ciclo político, y apostando estratégicamente a su recomposición, logren romper aquí y allá con los “diques de contención” tradicionales, transformándose en organizaciones con amplia influencia entre las masas. Así se comenzará a escribir otra historia en la tradición del marxismo revolucionario.

Una nueva historia que, sin duda, requiere elaboraciones estratégicas y balances de la experiencia histórica de la lucha de clases de las cuales tanto la LIT como el PTS carecen.

Bibliografía

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[1] Ver de José Luis Rojo “Un ciclo de rebeliones populares conmueve al mundo”, en Socialismo o Barbarie 26.

[2] Por esto mismo, no hay que confundir la huelga general en el sentido en que la estamos tratando aquí con los “paros generales” convocados por la burocracia sindical, que si bien presentan un principio de acción colectiva de la clase obrera contra la clase capitalista, por el sindicalismo de sus objetivos, la pasividad en la que es convocada y su “rutinarismo” inhibe casi desde el comienzo las tendencias revolucionarias que concita toda verdadera huelga general. Volveremos sobre esto más abajo.

[3] Para dar aquí un solo ejemplo, recordemos que al Octubre boliviano del 2003 que tiró abajo al gobierno de González Sánchez de Losada y dio paso luego a elecciones dónde se impuso el gobierno de Evo Morales, también se la calificó de “revolución socialista inconsciente”.

[4] Agreguemos que, casi unánimemente, a ese tipo de procesos, analistas marxistas y no marxistas los consideraron con un grado cualitativamente menor de organicidad que una rebelión. Se trata de “formas de desorden civil”, en inglés riots (como se los llamó en EE.UU. e Inglaterra en tiempo real) o, en castellano, disturbios.

[5] Moreno llevaba al extremo esto cuando en un curso de popularización marxista en los años 80 a la hora de señalar qué “caracterizaba al trotskismo”: enumeraba una serie de “rasgos” o elementos entre los que incluía la democracia obrera, pero sin ninguna organicidad respecto del curso de la revolución socialista o de los estados donde había sido expropiado el capitalismo. La identidad trotskista quedaba así como una serie de elementos inconexos o “añadidos” que parecía no agregar mucho a los “logros” de las direcciones burocráticas. Como siempre, la actual LIT termina llevando esto hacia cumbres más altas.

[6] Por otra parte, Weil refleja cómo la LIT confunde anticapitalismo con socialismo, al caracterizar que “en Egipto está en curso una revolución socialista y antiimperialista inconsciente” (20).

[7] En otros textos hemos criticado también las variantes “subjetivistas” que caracterizaron a parte del movimiento trotskista de posguerra, y que de ninguna manera configuraron una alternativa al tronco principal del movimiento.

[8] Engels se quejaba en la Dialéctica de la Naturaleza de la “metafísica de las categorías fijas” que caracterizaba a las ciencias naturales y, sobre todo, la biología, en el período previo a Darwin.

[9] El PTS no tiene empacho en dar aquí y allá definiciones exactamente opuestas a su teorización real. Por ejemplo, la siguiente: “El socialismo, como modo de producción, no tiene ninguna forma determinada de existencia histórica por fuera de la conquista del poder político por parte de la clase obrera, mientras que las relaciones capitalistas se reproducen, por así decirlo, ‘automáticamente’ (hasta la explosión de las crisis que le son inherentes)”, Estrategia Internacional 27. Vaya paradoja: si el “socialismo” no tiene “ninguna forma determinada de existencia histórica por fuera de la conquista del poder político por parte de la clase obrera” (una definición en general correcta, si hacemos abstracción de que el socialismo como régimen implica ya la disolución de toda forma de poder del Estado), el tránsito hacia este estadio sí podría ser conducido por una burocracia que hubiera desplazado a la clase obrera del poder. Esto es un verdadero galimatías, porque hay que decidirse: si “la conquista del poder político por parte de la clase obrera” es efectivamente el factor determinante del socialismo y de la transición hacia él (no hay forma de separarlos), entonces la definición puramente jurídica de estado obrero como “estado donde la propiedad capitalista fue estatizada” es papel mojado.

[10] Agreguemos que en otra muestra de inconsistencia teórica y de borrar con el codo lo que se escribe con la mano (el supuesto rechazo del PTS al “automatismo de la transición”), en la revista Estrategia Internacional que acabamos de citar, se habla de “la burocracia en tanto ‘dictadura sobre el proletariado’”. Pero si la burocracia ejercía su dictadura sobre el proletariado y si en la transición socialista no hay automatismo que valga, ¿cómo puede definir el PTS las economías de los Estados burocráticos como “en transición al socialismo”? Aquí hay un interesante juego de definiciones históricas, porque en determinado momento esas economías fueron efectivamente de “transición”… pero al capitalismo. También es conocida la propuesta de cambiar la expresión habitual “socialismo realmente existente” (cara al stalinismo durante la Guerra Fría)  por la más precisa de “socialismo realmente inexistente”. El PTS es ajeno a este tipo de sutilezas a la hora de analizar la dialéctica del proceso histórico real y material.

[11] Un elemento destacable de esto es que el PTS es muchísimo más severo con Moreno (que militó siempre en el flanco izquierdo del trotskismo de posguerra) que con Mandel, que fue la manifestación más acabada del “centrismo trotskista” en términos políticos y que, teóricamente, si era más sistemático, estaba caracterizado por un doctrinarismo ajeno a Moreno, que planteaba sus preocupaciones y “revisiones” siempre de manera abierta y honesta.

Por Víctor Artavia, revista SoB 27, febrero 2013

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