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Oct - 17 - 2018

Estados Unidos

Resistencia popular y recomposición política de la izquierda bajo el gobierno de Trump

Por Alejandro Kurlat

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Donald Trump es presidente de los Estados Unidos desde el 20 de enero de 2017. Al momento de escribir este artículo (abril de 2018), ya transcurrió más de un año entero de su mandato, lo cual permite un primer análisis sistemático de algunos de sus aspectos. Nuestro propósito aquí es analizar los rasgos generales del enorme movimiento popular de resistencia que se desató desde el primer día contra su gobierno, involucrando hasta la fecha a millones de personas en cientos de protestas a lo largo y ancho del país. Por otra parte, desarrollaremos también otro aspecto de gran importancia, que es el proceso de recomposición política de la izquierda norteamericana durante el actual periodo. Se da aquí un fenómeno enormemente progresivo: el surgimiento de una nueva generación de jóvenes que se definen por el socialismo (aunque más no sea entendido a la manera reformista), de los cuales miles comienzan a incorporarse a organizaciones políticas y a desplegar una fuerte actividad cotidiana de agitación, movilización y organización.

Estos dos aspectos que analizaremos, así como las razones que subyacen al triunfo electoral de Trump, hunden en sus raíces en un ciclo más general que se remonta por lo menos al estallido de la crisis económico-social de 2008. Pero las fuerzas históricas de fondo que operan son todavía más estructurales, y están ligadas a un largo proceso de decadencia de los Estados Unidos como primera gran potencia capitalista mundial. Por eso comenzaremos deteniéndonos en este aspecto en particular, para luego abordar los temas centrales del artículo. 

  1. Los problemas estructurales de EEUU y el ascenso de Trump 

1.1 Los efectos contradictorios de la globalización neoliberal

Tras la disolución de la URSS en 1991, Estados Unidos emergió como la única gran superpotencia mundial: ningún otro poder económico o militar podía rivalizar con ella. La ofensiva neoliberal (que ya se había desatado desde fines de los 70) vio así vencida su última gran barrera. La década de los 90 vio al mundo entero ser devorado por una gran oleada de mundialización o globalización del capital: la incorporación de grandes territorios al régimen de la plena propiedad privada se sumó a la destrucción sistemática de derechos laborales y sociales –con el consiguiente aumento en la explotación de los trabajadores–, la privatización en masa de empresas públicas, el avance de las grandes corporaciones sobre las pequeñas y medianas empresas, la concentración de la tierra y la expulsión masiva de campesinos hacia las ciudades, el surgimiento de nuevos grandes centros industriales en la periferia, etc.

Esto configuró a escala global un nuevo modo de acumulación capitalista, con el gran capital norteamericano en la cúspide del sistema. La gran burguesía estadounidense concentró en sus manos más riqueza, más propiedad, más medios de producción que nunca. Los intelectuales orgánicos del régimen creyeron ver allí el comienzo de una nueva era de dominación imperialista indisputada, una especie de nueva Roma a escala mundial.

Sin embargo, la situación real era mucho más compleja. Porque las mismas fuerzas globalizadoras que llevaron a este éxito de las grandes corporaciones, provocaron grandes contradicciones que terminarían por provocar enormes problemas para la propia potencia dominante.

El primero de ellos es el de la deslocalización industrial. Una de las grandes recetas de éxito de la globalización neoliberal fue la tendencia a trasladar las inversiones productivas desde el centro del mundo hacia la periferia, donde los costos laborales son mucho más bajos. Esto permitió el enorme ascenso de China (y del sudeste asiático en general) como nueva gran potencia industrial. Pero, en contrapartida, llevó al abandono de una parte considerable de la vieja industria norteamericana, que había sido la base fundamental de su gran éxito como potencia durante el siglo XX.

No nos detendremos aquí en las consecuencias geopolíticas de estos elementos, que ya fueron desarrolladas largamente en otros artículos de esta revista. A este respecto solamente señalaremos que esto contribuyó a un fuerte retroceso de la posición de Estados Unidos dentro del sistema mundial de Estados, perdiendo gran parte de su status de superpotencia indiscutida.

Pero en lo que sí queremos profundizar aquí es en los efectos sociales de estas transformaciones. La deslocalización industrial, junto al gran salto tecnológico de las últimas décadas (que automatizó algunos aspectos de la producción manufacturera), llevó a una fuerte caída en el empleo industrial de Estados Unidos: de casi 20 millones de empleos industriales en 1979, a poco más de 12 millones en la actualidad (“Reality check: U.S. manufacturing jobs at 1940s levels”, by Heather Long, CNN Money, 7-4-17). Así, el sector de la clase trabajadora norteamericana empleado en la industria pasó de ser un 22% en la década del 70, a solo un 8% en la actualidad. Si bien la tasa global de empleo fue compensada por el surgimiento de gran cantidad de puestos de trabajo en el nuevo “sector servicios”, esto no dejó de afectar la geografía económica y social del país. Ciudades, pueblos y regiones enteras –cuyas vidas giraban alrededor de la vieja industria, la minería, etc.– quedaron en cierto sentido “abandonadas”: con tasas fuertes de desempleo, alta dependencia de la asistencia estatal, epidemias de adicción a drogas, fuerte incidencia del crimen y la violencia, etc.

La brutal ofensiva neoliberal sobre la clase trabajadora tuvo también otros efectos, ya desde sus comienzos a fines de la década de los 70. El poder de los sindicatos se redujo considerablemente, cayendo en la actualidad a mínimos históricos. La cantidad de trabajadores sindicalizados mostró una dinámica de retroceso permanente, más allá de pequeños vaivenes: en la actualidad solo un 10% de la clase obrera norteamericana se encuentra organizada en sindicatos (y solo un 6,5% en el sector privado). Algo muy similar ocurre con la cantidad de huelgas registradas. En las fábricas avanzó más que nunca la dictadura patronal, aniquilando buena parte de la organización tradicional. El nuevo y dinámico “sector servicios” resultó desde el comienzo un terreno mucho más hostil para la organización sindical. Inclusive en el empleo público (donde las condiciones para la sindicalización son más favorables y se mantuvieron tasas de afiliación más altas) avanzó la legislación represiva. Se bifurcaron así cada vez más las condiciones de vida entre un sector relativamente bien pago, pero cada vez más pequeño, de la “vieja clase obrera” –especialmente en algunas fábricas muy concentradas–, y las condiciones de vida mucho más pauperizadas de una nueva clase trabajadora, cada vez más grande.

Por otra parte, la profundización de los flujos migratorios internacionales contribuyó también a transformar parcialmente la demografía de los Estados Unidos. Esto, sumado a las diferentes dinámicas de crecimiento de los distintos grupos poblaciones, llevó a que el núcleo “tradicional” de EEUU (la población “blanca y anglosajona”), retroceda paulatinamente en su importancia numérica, siendo en la actualidad solamente cerca del 60% de la población. Este efecto se ve también de forma incrementada dentro de la clase trabajadora, y en especial dentro de la nueva clase trabajadora del “sector servicios”-, donde posee un enorme y creciente peso la población negra y latina, así como las mujeres. El nuevo proletariado norteamericano es cada vez más “diverso” demográficamente, lo que se refleja con mucha fuerza en los nuevos movimientos sociales.

Estos procesos de transformación estructural tuvieron un fuerte impacto polarizador en la sociedad norteamericana: se profundizó, por un lado, la conciencia y combatividad de los grupos oprimidos de la población (como muestra, por ejemplo, el ciclo de grandes movilizaciones de los trabajadores inmigrantes por sus derechos, que irrumpió en la escena política con la huelga general de 2006), pero al mismo tiempo también lo hizo el racismo y la xenofobia, fortaleciendo a los grupos supremacistas y ultrarreaccionarios. Se desarrolló entre sectores de la vieja población blanca y anglosajona una mentalidad defensiva y cerrada frente a los nuevos fenómenos, llegando en algunos casos a tomar formas violentas.

Por último, es necesario señalar en este apartado sobre los efectos contradictorios de la globalización otro aspecto de gran importancia. Se trata de que Estados Unidos no pudo obtener nada parecido a un gran éxito en el terreno donde supuestamente es el más fuerte: el militar. Pese a tener el presupuesto más grande del mundo en este rubro, la tecnología de guerra más avanzada y unas Fuerzas Armadas desplegadas estratégicamente a lo ancho del mundo, esto no le sirvió de mucho a la hora de conquistar -a través de ellos- sus objetivos políticos, como se demostró con las invasiones de Afganistán e Irak a comienzos de la década del 2000.1

El resultado de esos fracasos militares, así como de las grandes movilizaciones antiguerra que se desataron, fue una retracción en el estado de ánimo guerrerista que había intentado imponer el gobierno de Bush a comienzos del nuevo milenio. Estados Unidos no consiguió erigirse en el gran gendarme del mundo, y la ubicación estratégicamente ofensiva del imperialismo yanqui pasó gradualmente a transformarse en defensiva. De esta manera, el proyecto de un “nuevo siglo americano” quedó cada vez más enterrado en el baúl de los recuerdos: en su lugar, se encontraría la fría y dura realidad de una potencia en franca decadencia.

1.2 La crisis de 2008, el gobierno Obama y la polarización política

A fines de 2007 estalló en EEUU una gran crisis económica, que agravó todos los problemas desarrollados en el apartado anterior. A lo largo de los años siguientes, se sucederían las quiebras bancarias y de grandes grupos empresarios, dando lugar a una enorme recesión. Se produjo un fuerte aumento del desempleo y de la pauperización de los trabajadores y sectores de menores recursos. Al mismo tiempo, el gobierno Bush utilizó los fondos del Estado para rescatar a las empresas en quiebra, logrando salvar a los capitalistas pero dejando hundir a los de abajo. La desigualdad social creció fuertemente, y se desató una oleada de indignación popular contra Wall Street y las grandes corporaciones.

En estas condiciones fue electo presidente Barack Obama, que comenzó su gobierno a principios de 2009. Su elección catalizó las esperanzas de cambio de amplios sectores de la población, a las que sedujo con un discurso progresista. Sin embargo, a lo largo de sus dos mandatos cumplió muy pocas de esas expectativas de transformación. Llevó adelante solo algunas medidas parciales, entre las cuales la más significativa fue el llamado Obamacare, el sistema de cobertura de salud para amplias capas de la sociedad. Inclusive en este terreno –en el que hubo una mejoría, tímida pero real-, la persistencia del rol de las aseguradoras privadas, los altos costes del seguro, etc. mantuvieron vigentes los grandes problemas del sistema de salud, dejando planteado uno de los grandes debates nacionales que luego retomaría Trump.

Bajo el gobierno Obama siguieron agravándose las contradicciones sociales y la polarización política, espoleadas por el desarrollo de la crisis económica tanto en EEUU como en el mundo. Así es como se desarrolló bajo su mandato un gran movimiento de protesta de la juventud: el famoso Occupy Wall Street del año 2011, que empalmó con el ciclo mundial de rebeliones populares (Primavera Árabe, Indignados en España, etc.). Este movimiento dejó planteado un nuevo elemento –enormemente progresivo- de conciencia política: el choque de intereses entre el 1% de multimillonarios que controla la economía y el poder en EEUU (y el mundo) y el 99 por ciento de la población restante. Llegó inclusive a plantear algunos interesantes embriones de unión entre la juventud y los trabajadores, como se vio incipientemente en las acciones conjuntas de bloqueos de puertos de la costa oeste y otras actividades similares (ver “El movimiento Occupy ataca de nuevo: bloqueo de puertos contra el 1%”, por Ale Kur, SoB 216, 23-12-11).

Junto a lo anterior, durante el gobierno Obama tuvieron también un importante desarrollo los movimientos de las personas negras contra el racismo y las ejecuciones policiales (Black Lives Matter) y los movimientos de inmigrantes por sus derechos. Otro elemento de gran importancia fue el surgimiento del movimiento por los 15 dólares por hora de trabajo: se trata de un incipiente proceso de reorganización de la clase trabajadora con eje en el “sector servicios” (especialmente, las cadenas de comida rápida y supermercados, pero no exclusivamente), con un fuerte protagonismo de las mujeres, negros y latinos, que hasta el día de la fecha continúa tomando impulso y logrando algunas importantes conquistas en varias ciudades.

De esta manera, para cuando finalizó el mandato de Obama, ya estaban bastante desarrollados en los EEUU toda una serie de nuevos movimientos sociales, una nueva camada de activistas en diversos frentes y tipos de organización. En un amplio sector de la sociedad se había instalado una auténtica agenda progresista, que buscaba su propia salida política. Este mismo fenómeno encontraría –en 2016- una forma de expresión en la precandidatura de Bernie Sanders para el Partido Demócrata, aspecto que retomaremos más abajo.

Pero al mismo tiempo que durante la era Obama se fortalecieron movimientos y sectores progresivos, por efecto de la polarización también lo hicieron fuerzas políticas ultrarreaccionarias: uno de los casos más emblemáticos fue el ascenso del Tea Party, adalid del neoliberalismo más extremo, a la vez que del conservadurismo social y religioso con componentes racistas, xenófobos, machistas, homofóbicos, etc. Dentro del Partido Republicano fueron creciendo varias de estas tendencias, que hicieron girar hacia la derecha todo el clima político del partido y de su base social (fenómeno en el cual se arraigaría más adelante la campaña de Donald Trump).

Este fenómeno de derechización es también consecuencia de la misma crisis económica y social, que diluyó al espacio político de “centro”, por ser incapaz de darle algún tipo de salida al largo declive de la gran potencia. Ante los ojos de sectores cada vez más grandes de la población, era necesario un cambio de rumbo, ya sea hacia la izquierda o hacia la derecha. Desde esta perspectiva, lo único que no podía ocurrir era seguir por el mismo camino: la decadencia había llegado demasiado lejos, y la situación no iba a mejorar con las mismas recetas que llevaron a ella en un primer lugar.

1.3 La campaña electoral de 2016: el establishment en cuestión

Es bajo este clima político de polarización que se desarrolló la campaña electoral de 2016, de la que debía resultar la elección de un nuevo presidente para los EEUU luego de culminar el segundo mandato de Obama.

El “establishment” del Partido Demócrata, representante de los grandes intereses de la burguesía imperialista, designó a su propia candidata para mantenerse en el poder: Hillary Clinton. Se trata de uno de los principales cuadros políticos no solo de su partido, sino de todo el régimen imperialista yanqui, con una fuerte ligazón orgánica con las grandes corporaciones, el aparato militar y de seguridad y los medios de comunicación masivos. Su candidatura reflejaba una cierta “continuidad” con la política de Obama, pero aún más girada hacia el “centro”, con la agenda “progresista” mucho más desdibujada.

Pese a ser la candidata preferida de los grandes medios y a poseer el más grande financiamiento de campaña, Hillary apareció ya tempranamente como una figura débil, que despertaba una enorme desconfianza. Ante los ojos de grandes sectores de la población se mostraba como “más de lo mismo”, como una política profesional falsa e hipócrita que venía a perpetuar todos los problemas sin ser capaz siquiera de reconocerlos. Esto expresaba una tendencia muy profunda de la política norteamericana: la deslegitimación que sufrió todo el establishment político como subproducto de la crisis económica y social, así como de las fallidas aventuras belicistas de EEUU.

La irrupción de Donald Trump

Fue en estas condiciones que comenzó el ascenso meteórico de la figura de Donald Trump, como pre-candidato a presidente por el Partido Republicano. Se trataba de un empresario multimillonario (del rubro inmobiliario, en el que es mundialmente conocido por las famosas torres Trump) y un showman, un hombre mediático ampliamente conocido en los EEUU por su reality show. Desde esa posición de exposición pública logró instalar su propia campaña, beneficiándose de su lejanía al establishment político tradicional: era una “cara nueva” en la política, un outsider. Por otra parte, su perfil estaba perfectamente a tono con los sectores más retrógrados de la sociedad norteamericana: al contenido ultra-reaccionario de su discurso (muy habitual entre los sectores más de derecha del Partido Republicano), sumaba su estilo personal: directo, vulgar, machista, racista y agresivo, de bajísimo nivel. Estos rasgos, que podrían entenderse como defectos, fueron en realidad su principal fortaleza: fueron exaltados como una “nueva forma de comunicación” que lograba conectar con el “ciudadano común”, en oposición a la falsedad y sofisticación vacía de los “políticos del establishment”.

Pero lo novedoso en Trump no era solamente su personalidad y estilo. Más allá de promover la agenda conservadora común a toda la derecha republicana (defensa de una rebaja de impuestos y del “achicamiento del Estado” –lo que incluía la revocación del Obamacare-, expulsión de los inmigrantes ilegales, negación del cambio climático y eliminación de regulaciones varias, reivindicación del acceso masivo a armas de guerra, repudio al aborto y los derechos de las personas LGTB, defensa de la “mano dura” contra el delito, etc.), adoptó algunos puntos de vista “innovadores” en cuanto a la política económica: la defensa de un cierto “proteccionismo” tarifario contra las importaciones, con el objetivo de reconstruir la industria norteamericana, acabar con el déficit comercial y recuperar el empleo. Trump denunció durante la campaña electoral a la política librecambista-globalizadora de Obama (y que Clinton venía a continuar) así como a sus acuerdos de Libre Comercio, acusándolos de provocar la ruina de EEUU, su retroceso en el mundo (al mismo tiempo que el ascenso de China y de otros competidores) y el retroceso de las condiciones de vida de sus ciudadanos. Acuñó así sus consignas “Make America Great Again” (Hacer a América Grande Nuevamente”) y “America First” (América Primero”), síntesis de una agenda “nacional-imperialista” global. De la mano de estos conceptos, instaló en la campaña propuestas específicas como la construcción de un muro fronterizo con México para evitar la inmigración, así como la prohibición de los musulmanes de visitar EEUU.

Trump desarrolló esta campaña en un trabajo en común con sectores de la llamada “derecha alternativa” (Alt-Right) de EEUU, cuya nave insignia era el portal Breitbart News a cargo de Steve Bannon. Se trata de un movimiento ultra-reaccionario pero que adopta los métodos políticos más vanguardistas de la actualidad, como un intenso trabajo en redes sociales e internet. De esta manera, y movilizando a decenas de grupos ultraderechistas en todo el país, su campaña electoral logró llegar mucho más lejos que el alcance orgánico de su aparato partidario.

Por el contenido de su agenda, por su personalidad política y por los métodos de su campaña, Trump consiguió poner en pie un movimiento “populista de derecha”, capaz de reunir a una gran cantidad de descontentos bajo la bandera de una alternativa reaccionaria al “statu quo” decadente. Esto logró calar hondo en los sectores blancos del interior del país, esa clase obrera en retroceso estructural de los cinturones industriales en quiebra, de la minería del carbón, etc. que describimos en el primer apartado. Trump apareció frente a ellos como un “rupturista”, un “antisistema” que venía a defender sus intereses cuando todo el resto los olvidaba. El entusiasmo que despertó le permitió hacer crecer su figura y finalmente ganar las internas del Partido Republicano, colocándolo como el gran opositor a Hillary Clinton.

Bernie Sanders, la alternativa progresista

Por otra parte, dentro del propio Partido Demócrata había surgido también una alternativa, pero de carácter infinitamente más progresivo que la de Trump: la pre-candidatura de Bernie Sanders, un viejo dirigente (y senador) socialista-reformista que proponía llevar adelante importantes transformaciones sociales a través de lo que denominó “revolución política” (entendida en un sentido gradualista e institucional, no marxista). A diferencia de Trump, Sanders reflejaba en las primarias norteamericanas a todo un amplio sector político-social que fue madurando en las últimas décadas, con inclinaciones progresistas y mucho más a la izquierda que el establishment neoliberal representado por Hillary Clinton.

Sanders desarrolló en la campaña electoral de 2016 una agenda política muy diferente a la de todo el resto de sus rivales, centrada en los problemas de la desigualdad social. Fue el único de los pre-candidatos cuyo programa incluía (aunque sea limitadamente y sin proponer salirse de los marcos del capitalismo) las aspiraciones e intereses de las mayorías populares, de los sectores explotados y oprimidos. Esto incluye demandas como el salario mínimo de 15 dólares por hora de trabajo y el derecho a sindicalización; un sistema de cobertura de salud universal, público y gratuito; la gratuidad de la enseñanza universitaria y superior –así como el alivio de deudas de los estudiantes– basado en el establecimiento de impuestos a los especuladores de Wall Street; la ampliación de derechos de los inmigrantes y el cese de las deportaciones; la implementación de medidas de protección ambiental para pelear contra el cambio climático; la defensa del derecho al aborto y de los derechos de las personas LGTB, entre otras.

Junto a este programa (ya de por sí bastante radicalizado para la política norteamericana), la campaña de Sanders incorporó otro aspecto muy revulsivo: rechazó los aportes financieros de las grandes corporaciones y se financió con millones de pequeños aportes de trabajadores (a un promedio de 30 dólares por donación). Esto lo diferencia fuertemente de todos sus rivales, financiados de manera descarada por los capitalistas multimillonarios.

Por último, la campaña de Sanders introdujo un elemento ideológico de gran interés: se proclamó abiertamente como socialista, algo que resulta totalmente atípico en la sociedad norteamericana (que durante décadas persiguió al espectro del comunismo como si fuera la encarnación misma del diablo, especialmente durante la Guerra Fría y el macartismo). El socialismo de Sanders, de cualquier forma, debe entenderse como un socialismo democrático-liberal, es decir, como un reformismo en el marco del sistema vigente: su modelo no son las revoluciones obreras y populares del siglo XX sino más bien los “estados de bienestar” de los países nórdicos, así como los momentos más “redistributivos” de la historia norteamericana (especialmente la presidencia de Roosevelt y el “New Deal”). Así y todo, la mera introducción del concepto de “socialismo” en la discusión electoral generó un fuerte impacto en el escenario político, despertando el interés y la simpatía de amplios sectores de la juventud (aspectos que profundizaremos en un apartado específico de este trabajo).

La campaña de Sanders obtuvo un gran apoyo y entusiasmo popular, especialmente entre los jóvenes millenials, pero inclusive también entre sectores obreros. Más aún, Sanders era (y es todavía) uno de los políticos norteamericanos con mejor índice de popularidad de todo el país, muy por encima de Trump y de la propia Hillary Clinton. Esto le permitió a Sanders obtener el 40% de los delegados electos a la Convención Nacional del Partido Demócrata, pero no fue suficiente para vencer a todo el “establishment” neoliberal partidario y su enorme aparato (incluyendo a los “superdelegados” no electos y hasta al propio Obama), a los medios de comunicación y la gran burguesía, que le dieron su apoyo unívoco a Hillary Clinton.

Finalmente, tras la elección de Clinton como candidata oficial a la presidencia por el Partido Demócrata, Bernie Sanders decidió capitular ante su campaña brindándole todo su apoyo. Esto significó la renuncia a construir una candidatura presidencial independiente del bipartidismo neoliberal, y por lo tanto el abandono político del amplio sector de la sociedad que estaba dispuesto a votar (y a hacer campaña) por una tercera opción. Sector que no solo abarcaba a una amplia porción de la base demócrata, sino también a independientes y a toda una porción de la base trabajadora del Partido republicano, que estaba dispuesta a apoyar opciones tanto a la derecha como a la izquierda del “statu quo” representado por Hillary. Sin la candidatura de Sanders, ese sector se terminó inclinando por el voto a Trump: así la ausencia de una verdadera alternativa socialista frente al sistema terminó jugando un rol reaccionario, facilitando el triunfo de la opción más a la derecha.

El triunfo de Trump (en el colegio electoral) y sus límites políticos

Una vez que Sanders quedó fuera de juego, toda la campaña electoral se polarizó entre solamente dos opciones: Hillary y Trump. Ambos fueron los dos candidatos más impopulares de historia de elecciones de EEUU: el 61% de la población veía negativamente a Trump, y el 52% veía negativamente a Clinton (“Trump and Clinton Finish With Historically Poor Images” (http://news.gallup.com/poll/197231). De esta manera, la campaña se planteó en términos de cuál de los dos era el mal mayor a evitar (votando al otro).

Finalmente, las elecciones dieron lugar a una gran paradoja: Hillary Clinton ganó la elección en cuanto a voto popular (sacando 3 millones de votos más que Trump), pero Trump ganó la mayoría de los delegados al Colegio Electoral, lo que le permitió ser declarado presidente gracias al antidemocrático sistema electoral norteamericano (ver “Ganar sacando menos votos”, V. Roble, SoB 406, 17-11-16). Este dato tiene una gran importancia, ya que señala que Trump no comenzó su gobierno con nada parecido a una amplia popularidad. Más aún, en ciertos sectores sociales, Trump fue odiado ya desde el comienzo: es especialmente el caso de los jóvenes (hasta 45 años) y de la población negra, que votaron mayoritariamente a Hillary Clinton. Sin embargo, Trump consiguió el apoyo mayoritario de amplios sectores de la vieja clase obrera blanca desplazada, dándole a su gobierno una base social que -aún sin ser mayoritaria- tiene todavía un fuerte peso.

Un último elemento a señalar en este apartado es que el gobierno de Trump tampoco goza de la simpatía del “establishment”, es decir, de los núcleos fundamentales de la burguesía imperialista y de su aparato estatal (el llamado Deep State, “Estado profundo”). Por el contrario, estos sectores desconfían profundamente del actual mandatario: su agenda y su estilo les resultan irresponsables, aventureros y peligrosos. Esto es especialmente cierto respecto a las “innovaciones” que Trump planteó durante su campaña en cuanto a la agenda geopolítica, tales como la intención de un reacercamiento con Rusia, la propuesta de desmantelar la OTAN o de reducir los activos militares de EEUU en el exterior, así como de levantar barreras proteccionistas y desmantelar acuerdo de libre comercio, es decir, dinamitar la globalización neoliberal. Estos planteos, de llevarse adelante, pondrían en cuestión buena parte del orden mundial construido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, abriendo un período de incertidumbre en todo el mundo, una “caja de Pandora” que nadie sabe en qué podría resultar.

Como podemos observar, entonces, ya desde el principio el gobierno de Trump se vio debilitado por elementos de división burguesa y de “pelea en las alturas”, cuestión que se ve permanentemente en la vida política de EEUU, y que por momentos adquiere ribetes casi “destituyentes” como se puede ver en las acusaciones de colusión con Rusia y todo su proceso de investigación judicial (ver “Sobrevuela el fantasma del impeachment a Trump”, A. Kur, SoB 426, 18-5-17). Pese a ser un gobierno rabiosamente burgués e imperialista, la mayor parte de la clase dominante de EEUU (y por ende, de todo el planeta) no lo apoya –o lo hace solo episódicamente cuando la beneficia de manera directa, como en la rebaja de impuestos. Lo mismo ocurre con medios de comunicación –cuya mayoría es opositora a Trump- y con el Partido Demócrata, que vota en su contra en las votaciones parlamentarias. La capacidad de gobierno de Trump se apoya entonces centralmente en la mayoría parlamentaria que posee el Partido Republicano (que, de cualquier forma, tampoco responde orgánicamente al presidente, lo que dificulta enormemente la aprobación de las leyes que éste impulsa), y en el mismo núcleo social que lo votó en 2016 y que todavía en parte le sigue apoyando (aunque no sin una erosión de su imagen).

Ya tenemos entonces aquí una combinación de elementos que condicionan al gobierno de Trump desde su comienzo. Es un gobierno que intenta hacer girar al país y al mundo entero a la derecha, cuya agenda implica lanzar de manera sistemática ataques contra los sectores explotados y oprimidos. Pero esto no puede dejar de provocar fuertes crisis y resistencia entre los de abajo, en una sociedad muy polarizada y en la que ya existen hace años fuertes movimientos sociales y un amplio sector progresista (así como sectores muy reaccionarios). Esto se combina a su vez con la división por arriba entre la burguesía, y con una alta impopularidad del presidente en la sociedad general. Este es el caldo de cultivo para el surgimiento de una posible contestación masiva y radicalizada, de un resurgir de la lucha de clases en Estados Unidos como no existía desde las décadas del 60 y 70. Estos son los aspectos que desarrollaremos en los siguientes capítulos. 

  1. La resistencia popular en la era Trump

El gobierno de Trump se encontró con señales de un muy fuerte rechazo popular, ya antes siquiera de asumir su gobierno: grandes protestas se fueron sucediendo alrededor de distintos ejes y temáticas. En este capítulo intentaremos resumir algunos de los principales movimientos sociales de resistencia que surgieron frente a sus ataques, para analizar sus características y perspectivas de conjunto.

El movimiento de mujeres

El 20 de enero de 2017 Donald Trump asumió como presidente de EEUU. Fue recibido desde su propia ceremonia de inauguración con protestas de toda clase de grupos sociales y políticos, muchos de ellos contra el racismo y la xenofobia (ver “Fiesta agria para Trump y la ‘Derecha Alternativa’”, Patricio Atkinson para Socialismo o Barbarie desde Washington DC, 19-1-17). Pero la movilización central ocurriría al día siguiente, con la convocatoria a una multitudinaria marcha del movimiento de mujeres: en ella participaron posiblemente varios millones de personas en todo el país (en cientos de ciudades y pueblos, con epicentro en la capital Washington DC). Se llevaron adelante también concentraciones en varias ciudades de Europa y del mundo. Muchos analistas consideran que se trata posiblemente de la movilización más grande en la historia de EEUU.

El perfil abiertamente machista, misógino y homofóbico de Trump (que, entre otras cosas, defendió abiertamente el abuso sexual porque “los famosos pueden hacer lo que quieran”) cayó como un baldazo de agua helada para un amplísimo sector de mujeres y de la comunidad LGTB, en el marco de una sociedad con una creciente conciencia de género. La respuesta fue inmediata: el movimiento de mujeres lanzó un pronunciamiento contundente en las calles, en defensa de todos sus derechos –incluido especialmente el derecho al aborto, que Trump cuestiona sistemáticamente.

Desde aquel momento, el movimiento de mujeres quedaría planteado como uno de los actores más o menos permanentes de la escena política en los EEUU, realizando grandes movilizaciones en varias oportunidades, como el 8 de marzo (Día Internacional de la Mujer Trabajadora) o en el primer aniversario de la asunción de Trump. Pero todavía más significativo es el hecho de que las mujeres pasaron a ocupar un rol central en la globalidad de los movimientos de resistencia contra Trump: no solo en la pelea contra la opresión de género, sino contra todas las formas de opresión (raciales, laborales, legales, etc.). Una nueva camada de activistas femeninas se formó en toda clase de colectivos y organizaciones, a lo largo y ancho del movimiento popular, muchas de ellas con importantes roles de dirección y liderazgo (aspecto que retomaremos en otros apartados).

Otra ramificación significativa de este creciente protagonismo del movimiento de mujeres fue el estallido del movimiento Me Too (“yo también”) en octubre de 2017. Este movimiento comenzó a raíz de una serie de denuncias de abuso sexual contra un famoso productor de Hollywood (Harvey Weinstein). Esto dio lugar a una gran oleada de denuncias de agresiones sexuales, primero en la industria cinematográfica, y luego en todas las áreas de la vida social. Por el hecho de producirse en el mero centro del “mundo del espectáculo” norteamericano y global, este movimiento logró una visibilidad y trascendencia inmediata, reproduciéndose en los medios de EEUU y del mundo entero. Su llegada se amplificó también por una enorme campaña en las redes sociales. El movimiento Me Too provocó tal conmoción que todo Hollywood debió posicionarse al respecto, imponiéndose inclusive en los discursos oficiales de los premios Oscar y atravesándolos de punta a punta.2 Las ondas de choque del Me Too provocaron réplicas en otros países como en Francia, dando lugar al movimiento “Moi Aussi” con el mismo contenido.

El movimiento contra el Muslim Ban

Tan pronto como la semana siguiente a asumir, Trump lanzó un decreto presidencial prohibiendo el ingreso a EEUU de las personas provenientes de 7 países de mayoría musulmana (Irak, Siria, Libia, Irán, Sudán, Yemen y Somalia), lo que fue conocido como muslim ban (prohibición de musulmanes). En su discurso, esto se planteaba prevenir el ingreso de “terroristas” a Estados Unidos. En realidad se trataba de una medida netamente islamófoba y racista. No solo porque implicaba la discriminación contra una comunidad entera basándose en su religión, sino porque la lista de países era además completamente arbitraria: dejaba afuera a los aliados de EEUU en Medio Oriente como Arabia Saudita (país del que provinieron casi todos los atacantes de los atentados del 11 de septiembre de 2001). Por otra parte, los muy escasos atentados islamistas que ocurrieron en los últimos años en EEUU no fueron protagonizados en ningún caso por inmigrantes, sino por propios norteamericanos de segunda o tercera generación. Se daba la “paradójica” situación de que la medida de Trump dejaba afuera de EEUU a refugiados de guerra y económicos, así como estudiantes y profesionales de Medio Oriente, pero no hubiera logrado evitar ni uno solo de los atentados que realmente ocurrieron en las últimas décadas.

La aplicación del decreto había sido tan fulminante que en varios casos sorprendió a los pasajeros de dichos países apenas se bajaron de sus vuelos, siendo detenidos en el acto por las fuerzas seguridad. La situación provocó un gran rechazo popular y una oleada de solidaridad con los inmigrantes: rápidamente se movilizaron decenas de miles de personas que tomaron durante horas los aeropuertos de EEUU (ver “#MuslimBan: las primeras batallas contra Trump”, corresponsal SoB desde Washington, 30-1-17. Estas movilizaciones lograron la liberación de los detenidos, y tuvieron una fuerte incidencia para que luego la justicia declarara la suspensión del decreto basada en su inconstitucionalidad.

El movimiento de inmigrantes

En febrero del 2017 se llevaron adelante protestas de los inmigrantes (en su gran mayoría de origen latino) contra las propuestas de Trump de construir un muro fronterizo con México y de deportar a tres millones de migrantes ilegales ya instalados en EEUU. Esto incluyó la realización de un “día sin inmigrantes”, que combinó acciones huelguísticas con el cierre de comercios, con el fin de visibilizar la importancia de su rol para mantener el funcionamiento de la economía. Una medida similar se volvería a realizar el 1° de mayo, en el marco del Día Internacional de los Trabajadores, manteniendo la tradición inaugurada con las enormes protestas del año 2006 (que habían movilizado a más de un millón de inmigrantes en todo el país).

La siguiente ronda de ataque a los inmigrantes por parte del gobierno comenzó en septiembre de 2017, con la derogación del programa conocido como DACA, sigla de Deferred Action for Childhood Arrivals, Acción Diferida para Llegadas Infantiles (ver “Trump abre la puerta a la deportación de 800.000 inmigrantes”, A. Kur, SoB 439, 14-9-17). Dicho programa, iniciado en 2012, otorgaba una cobertura legal provisoria a los inmigrantes indocumentados que llegaron a EEUU siendo menores de 16 años, y afectaba alrededor de unas 800 mil personas, conocidas como dreamers (soñadores). Se trata en la gran mayoría de los casos de trabajadores y profesionales completamente integrados a la vida estadounidense y con altos niveles de formación. La sociedad norteamericana rechazó masivamente el intento de dejar sin ninguna cobertura legal a este amplio sector, y finalmente el gobierno no consiguió avanzar con su medida: por orden judicial debe seguir ateniéndose a los términos del programa (aunque al día de hoy sigue siendo objeto de controversias y ataques por parte de Trump, especialmente por la vía de suprimir su financiamiento).

El movimiento de inmigrantes viene logrando parcialmente su objetivo: al momento de escribir este artículo, Trump no consiguió llevar adelante deportaciones en masa de inmigrantes indocumentados, pese a toda su incitación al odio xenofóbico. Por otra parte, el mandatario anunció recientemente que comenzará las obras para construir el nefasto muro de separación con México, luego de conseguir –tras un año entero de fracasos reiterados- la autorización del congreso para la partida inicial de financiamiento del mismo. Resta por verse si esos fondos son suficientes para completarlo, y sobre todo si existen las condiciones políticas para llevarlo adelante hasta el final.

El movimiento por la acción contra el cambio climático

Entre las medidas reaccionarias de Trump, tuvieron un lugar muy destacado aquellas que intentaron acabar con las regulaciones ambientales y con el financiamiento de planes de investigación para las energías limpias y sustentables. Trump es un descarado negador de la existencia del cambio climático, al cual acusa de ser un “invento de los chinos” para volver menos competitivo a EEUU. Esta política dio un salto en calidad en junio de 2017, con el anuncio del mandatario norteamericano de que retiraría a su país de los Acuerdos de París (“Cambio climático: Trump retira a EEUU de los Acuerdos de París”, A. Kur, SoB 428, 8-6-17). Junto a su defensa activa de las energías contaminantes como el carbón y el petróleo, esto se trata de un crimen contra el medio ambiente de enormes proporciones. Hay unanimidad en la comunidad científica en cuanto el efecto devastador que tendrá el calentamiento global para nuestro planeta (y sus miles de millones de habitantes) en caso de que no se tomen medidas para frenarlo.

Contra estas políticas, ya durante el mes de abril de 2017 se realizaron muy importantes movilizaciones populares en 300 localidades del país, bajo el nombre de “Marcha climática del pueblo”. Se estima que 200.000 personas participaron en la marcha en la capital del país.  El problema climático expone a Trump frente a amplísimos sectores en EEUU y el mundo entero, contribuyendo a su aislamiento político frente a cualquiera que tenga el más mínimo elemento de sensibilidad por el futuro del planeta y de la humanidad.

El movimiento antirracista y antifascista

En agosto de 2017, grupos de ultraderecha racista –“supremacistas blancos”– como el Ku Klux Klan y otros abiertamente neonazis organizaron una movilización en la ciudad de Charlottesville (Virginia), bajo el lema “unir a la derecha” (ver “El ataque racista de Charlottesville abrió una crisis política”, A. Kur, SoB 436, 24-8-17). El contenido era la defensa de un monumento al general confederado Robert Lee, que dirigió a las tropas del Sur esclavista durante la Guerra Civil norteamericana. Este monumento iba a ser retirado por decisión del ayuntamiento local. Para los racistas y fascistas norteamericanos, fue la oportunidad de salir por primera vez “a la luz del sol”, aprovechando las condiciones favorables que había generado el triunfo de Trump y el gran peso que adquirió la “alt-right” (“derecha alternativa”) dentro de su gobierno.

Ante este panorama repugnante, fue convocada inmediatamente una contra-marcha por parte del movimiento antirracista y antifascista. Esta contramarcha fue atacada violentamente por los derechistas, lo que incluyó el asesinato de una manifestante antirracista que fue arrollada deliberadamente por un automóvil. Esto dio lugar a serios enfrentamientos y a una oleada de movilizaciones antirracistas en todo el país, en la que participaron cientos de miles de personas. El clima de polarización se agravó todavía más luego de que el presidente Trump condenara a “ambos bandos” por la violencia, igualando a los neonazis asesinos con los movimientos progresistas que defienden los derechos humanos. Se abrió una crisis política nacional que culminó con la expulsión por parte de Trump de Steve Bannon, hasta el momento jefe de estrategia de la Casa Blanca, el fundador del portal “Breitbart News” y uno de los principales ideólogos de la “derecha alternativa”.

Además de la oleada de movilizaciones populares contra el racismo y el fascismo, los sucesos de Charlottesville permitieron que saliera a la luz también un movimiento específico: los “antifa”, sectores de izquierda mayormente juveniles (muchos de ellos pertenecientes a distintas plataformas, colectivos y organizaciones populares) que se organizan para enfrentar y derrotar físicamente en las calles a los ultraderechistas, así como para quebrar sus actos y escrachar a sus referentes. Si bien los “antifa” existen ya hace años como una especie de “tribu urbana” (nutridos tradicionalmente por sectores anarquistas y punks), el triunfo de Trump les dio un nuevo significado, una nueva composición y un nuevo lugar en la situación política, al sacarlos de la marginalidad y colocarlos a la cabeza de la batalla física contra los grupos fascistas que se envalentonaron gracias al nuevo gobierno. De esta manera, hace ya más de un año que no hay actividad alguna de la “derecha alternativa” y los “supremacistas blancos” que no encuentre inmediatamente su contestación antifascista, terminando muchas veces en batallas campales.

En este nuevo contexto, el movimiento “antifa” tiene un carácter enormemente progresivo, reflejando la voluntad de combate de amplios sectores de la juventud contra el racismo. Por otra parte, implica un giro a la izquierda respecto a una conciencia puramente “pacifista”, entendiendo que a las bandas de choque ultrarreaccionarias no se les puede derrotar solamente con discursos. La experiencia histórica del movimiento obrero3 demuestra que solo la movilización masiva de los explotados y oprimidos, unida a la acción organizada de autodefensa de los mismos, puede quebrar en las calles a las bandas de choque evitando que se adueñen de ellas.  Si se evita caer en unilateralidades puramente “militaristas” (es decir, el reemplazo total de la acción política y masiva por el mero combate físico) y se comprende la correcta combinación de ambos elementos, el movimiento “antifa” puede jugar un rol de gran importancia en el caso de una mayor profundización de la polarización política.

El movimiento contra el libre acceso a fusiles de asalto

Estados Unidos es mundialmente conocido por las reiteradas masacres que ocurren (principalmente en escuelas, pero también en bares, locales bailables y otras aglomeraciones de personas) a causa de individuos que tienen en su poder fusiles de asalto y comienzan tiroteos indiscriminados. Más de conjunto, es uno de los países que más alta incidencia tiene de muertes por armas de fuego.

En febrero de 2018 ocurrió una de estas masacres en una escuela de Parkland (Florida), dejando un saldo de 17 estudiantes muertos (ver “Parkland, una nueva masacre provocada por el negocio armamentístico”, A. Kur, 22-2-18). Fue la gota que rebalsó el vaso de agua: los estudiantes de la escuela, apoyados por amplios sectores de la juventud, comenzaron un movimiento de protestas contra el libre acceso a los fusiles de asalto. Denuncian que el negocio del armamento (representado políticamente por el lobby de la National Rifle Association) favorece solamente a un puñado de capitalistas a costa de dejar un tendal de cadáveres en todo el país.

El 24 de marzo del año corriente se realizaron enormes protestas con este contenido en todo Estados Unidos, en las que participaron más de un millón de personas. Estas tuvieron un tinte claramente opositor al gobierno de Trump, al que se denuncia como cómplice y defensor de la industria armamentística.  Esta problemática es una de las más candentes y actuales, generando enormes dosis de sensibilidad por parte de muy amplios sectores: eventualmente, esto puede volverse un serio problema para el gobierno Trump y las tendencias “pro-armamento” en general.

La lucha de las y los docentes de Virginia Occidental

En marzo de 2018 se realizó una muy importante huelga (de 9 días de duración) de las y los docentes de Virginia Occidental, que involucró a más de 34 mil personas en todo el Estado, en su gran mayoría mujeres (ver “Histórica huelga docente culmina con importante triunfo”, A. Kur, SoB 460, 15-3-18). Incluyó movilizaciones masivas, como la toma del Capitolio (parlamento estatal), y un profundo proceso de organización desde abajo. Esta huelga obtuvo un importante triunfo, conquistando un aumento salarial del 5% para todos los trabajadores estatales de Virginia Occidental, así como el compromiso de avanzar sobre otros puntos del pliego de reclamos.

Esta huelga docente fue excepcional por varios motivos. Entre ellos, que fue una de las mayores luchas de sectores de trabajadores de EEUU en las últimas décadas, y más aún, que culminó en un triunfo energizante para sus protagonistas. El ejemplo de Virginia Occidental influyó rápidamente en los docentes de otros estados (como Oklahoma, Arizona y Kentucky), que ya comenzaron a realizar sus propias movilizaciones y a preparar la huelga. No puede descartarse que en el próximo periodo ocurra un ascenso nacional de la lucha docente a lo largo y ancho de Estados Unidos.

La exitosa lucha de las y los docentes implica romper con la tendencia dominante hace décadas a la caída de los conflictos sindicales y al retroceso de la organización obrera. Puede servir como puntapié inicial para una recuperación de sectores del movimiento obrero norteamericano, lo que tendría un valor estratégico para la resistencia contra Trump y, más profundamente, para relanzar la pelea por la conciencia y organización socialista en la principal potencia del planeta.

Por otra parte, el gran éxito de la lucha de las docentes muestra una potencialidad enormemente valiosa, no solo para EEUU sino para todo el globo: la posibilidad de que el despertar político internacional del movimiento de mujeres se reproduzca también en forma de un masivo y combativo movimiento de trabajadoras. Esto le daría un enorme impulso tanto a la lucha contra la opresión de género y el patriarcado como al desarrollo general del movimiento obrero contra la explotación y el capitalismo.

Un catalizador de movimientos

La llegada al gobierno de Donald Trump sirvió como catalizador para la irrupción de grandes movimientos sociales de protesta. Una parte considerable de estos movimientos ya había nacido y crecido previamente, particularmente a partir de la crisis de 2008 y del ciclo internacional de rebeliones populares de 2011. De esta manera, el triunfo electoral de Trump ocurrió con el trasfondo de una creciente organización de los sectores explotados y oprimidos. Esto es particularmente válido para los movimientos de inmigrantes, la comunidad negra, las mujeres y los trabajadores más precarizados (cadenas de comidas rápidas, supermercados, etc.).

El gobierno de Trump, con su carácter monstruosamente reaccionario, resultó un enorme aguijón para todos los sectores progresivos de la sociedad norteamericana, que percibieron una gran amenaza para los derechos adquiridos. Esto puso en pie de guerra tanto a los movimientos sociales preexistentes como a toda una nueva camada de colectivos, activistas y sectores de la sociedad. El resultado fue la reiteración de enormes protestas populares, en un ciclo de luchas como no se veía desde las décadas del 60-70.

Estos movimientos tienen una gran masividad y potencial de transformación social, pero tienen también algunos importantes límites en distintos aspectos: en cuanto a los sectores sociales involucrados, y en cuanto a la subjetividad política general de sus miembros. En el primer aspecto, el principal de estos límites es que la ola de luchas sociales todavía no logró perforar el núcleo más duro del capitalismo norteamericano (y del capitalismo en general): la clase obrera industrial.  Se trata de un sector que tanto en EEUU como en gran parte del mundo occidental viene retrocediendo demográficamente, especialmente en términos relativos (como proporción del conjunto de la fuerza laboral). Sin embargo, el proletariado fabril sigue reuniendo dos elementos objetivos de enorme importancia: su centralidad económica (la industria tiene niveles de productividad muchísimo más elevados que el resto de las ramas laborales, y al producir bienes materiales, tiene una enorme capacidad de impacto en la acumulación capitalista y en la vida social en general), y sus altos niveles de concentración, que forjan a un sujeto colectivo compacto, disciplinado y fuertemente interrelacionado. Como desarrollamos antes, es muy probable que este sector social en Estados Unidos haya jugado un considerable rol en el triunfo de Trump (especialmente los trabajadores blancos de la manufactura del interior del país): si pudiera reconfigurarse políticamente hacia la izquierda, sería un enorme terremoto que no solo amenazaría al gobierno Trump sino a todo el régimen político, económico y social de la mayor potencia capitalista del planeta.

En el mismo sentido, si bien existen elementos de incipiente reorganización del movimiento de trabajadores en el sector servicios, que constituye la gran mayoría de la fuerza laboral, vienen siendo pasos iniciales (como la irrupción de movimiento de lucha por los 15 dólares por hora de trabajo y las peleas de las y los docentes), que todavía no consiguieron revertir la caída en las tasas de sindicalización y de conflictividad laboral. El avance de un nuevo movimiento de trabajadores masivo y combativo en EEUU es una tarea pendiente de una gran importancia estratégica.

Por último, para completar este análisis es necesario introducir otra dimensión política fundamental: la conciencia y subjetividad de los movimientos y sectores sociales progresivos. Este es el aspecto que desarrollaremos en el siguiente capítulo.

  1. La recomposición política de la izquierda en EEUU

3.1 El surgimiento de una juventud socialista

En este capítulo nos proponemos estudiar uno de los aspectos más interesantes y prometedores de la actual etapa en EEUU: el desarrollo de una creciente conciencia política hacia la izquierda (especialmente en la juventud), y su cristalización en nuevas organizaciones políticas socialistas. Se trata de un proceso incipiente y no exento de límites: especialmente, la fuerte persistencia de una mentalidad reformista y de una estrategia enmarcada en las instituciones del régimen. Sin embargo, existen avances muy marcados en la evolución de la subjetividad política de la nueva generación norteamericana, que rompen por mucho con los moldes de la mentalidad de la “guerra fría”, del individualismo capitalista propio de la gran potencia, así como de la apatía, superficialidad y escepticismo cínico de las últimas décadas.

Para analizar este nuevo fenómeno, es necesario partir nuevamente de la crisis económica de 2008. Desde el punto de vista material, esta crisis significó el retroceso de las condiciones de vida de amplios sectores de la población, y en muchos casos, un descenso concreto en la escala socioeconómica. Son multitud los ejemplos de trabajadores que hasta 2008 poseían empleos (especialmente en la industria) relativamente bien pagos, con convenios colectivos y sindicatos, derechos laborales, etc., pero que durante la crisis fueron despedidos y quedaron desempleados o encontraron nuevos empleos (especialmente en el “sector servicios”) mucho más precarios, con bajos salarios y sin convenios ni sindicatos. Esto fue un duro golpe para una enorme cantidad de familias que fueron expulsadas así de la famosa clase media norteamericana, categoría que, si bien oculta las relaciones de producción entendidas al modo marxista, sirve descriptivamente para clasificar a la población según su nivel material de vida y su “status” simbólico en la sociedad.

Este descenso social, por lo tanto, no solo afectó a la vieja generación de trabajadores, sino también especialmente a la de sus hijos. El acceso a la educación norteamericana, ya de por sí enormemente onerosa, implicó la necesidad por parte de los jóvenes de endeudarse fuertemente y de conseguir cualquier clase de trabajo (peores pagos que los que existían hace décadas para el mismo sector de la población), llevando de manera forzosa a la “proletarización” de gran cantidad de ellos. Esto se complementa con la enorme dificultad para acceder a la propiedad inmobiliaria, con precios astronómicos.

De esta manera, la nueva generación norteamericana vive concretamente en peores condiciones que lo que vivió la generación anterior, con mucha menos capacidad de proyectar un futuro, con muchas menos posibilidades de ascender socialmente. El viejo “sueño americano” de la segunda posguerra quedó objetivamente sepultado por las nuevas condiciones: en su lugar, lo que hay es la dura realidad del capitalismo neoliberal. Esto dejó una fuerte huella en la auto-percepción de la nueva generación: más del 56% de los jóvenes de entre 18 y 35 años (los famosos millenials) en EEUU se consideran parte de la clase trabajadora, mientras que solo un tercio se reconoce como “clase media”.   

A estos efectos materiales de la crisis de 2008 hay que agregarle los efectos subjetivos, políticos. Y es que al mismo tiempo que se hundían las condiciones de vida de los trabajadores, los sucesivos gobiernos rescataron a los grandes capitalistas de la quiebra, regalándoles miles de millones de dólares. El 1% más rico de la sociedad no se vio afectado en lo más mínimo por la crisis, a diferencia del 99% restante. Esto provocó una enorme indignación en amplios sectores de la población: por primera vez en décadas se hizo evidente que el sistema capitalista era estructuralmente incompatible con los intereses de las grandes mayorías. Así nació en 2011 el movimiento Occupy Wall Street, que más allá de sus límites, tuvo el enorme valor de marcar con toda claridad este contraste y esta contraposición objetiva de intereses. Una conciencia “anti-corporaciones” se empezó a expandir rápidamente y a instalar cada vez más en la cultura norteamericana, como puede verse inclusive en una amplia gama de series4, películas, bandas musicales, etc.

No repetiremos aquí lo que ya desarrollamos en los capítulos anteriores, acerca del surgimiento de nuevos movimientos sociales, colectivos y organizaciones a partir de 2011. Pero sí señalaremos que aquella experiencia fue una gran escuela política para toda la nueva generación, que hizo sus primeras experiencias de luchas en las calles, de organización, de aprendizaje sobre las relaciones sociales, las fuerzas políticas, etc. De esta manera, ya durante la campaña electoral de 2016 existía un enorme espacio político para el crecimiento de alternativas mucho más a la izquierda que las que planteaba el “establishment” de los partidos demócrata y republicano.

Como desarrollamos en un apartado anterior, este espacio fue aprovechado por Bernie Sanders, quien instaló ante amplios sectores la perspectiva de una salida socialista (aunque reformista) frente a la crisis, a la que denominó “revolución política”. La juventud se volcó masivamente al apoyo de la campaña de Sanders: fue votado por más de 2 millones de personas menores de 30 años, muchos más que los que votaron a Trump y a Clinton (sumados entre sí) en esa misma franja etaria (ver “More young people voted for Bernie Sanders than Trump and Clinton combined — by a lot”, Washington Post, 20-6-16). Pero este fenómeno excede lo meramente electoral y abarca también aspectos ideológicos: según varias encuestas, casi la mitad de los millenials preferirían vivir en un país socialista en vez de en uno capitalista (“Millennials aren’t satisfied with capitalism — and might prefer a socialist country, studies find”, Miami Herald, 4-11-17).

Un último aspecto a señalar a este respecto es la irrupción de un gran interés en la literatura política socialista, con el florecimiento de todo tipo de publicaciones. En particular, logró un enorme éxito la revista Jacobin, cuyo sitio recibe más de un millón de visitas mensuales y que posee también una versión impresa trimestral con una circulación de casi 40.000 ventas por número.  Se trata de una plataforma en la que se publican artículos de intelectuales y dirigentes de izquierda sobre una amplia variedad de temas políticos e históricos. Aunque con una orientación mayormente reformista, sus contenidos son de muy buen nivel político y reflejan las discusiones que atraviesan a los sectores más progresistas y combativos de la sociedad de EEUU.

3.2 El crecimiento de las organizaciones políticas socialistas: el caso de los DSA

El correlato de este crecimiento en la conciencia de la juventud es el fortalecimiento de las organizaciones políticas socialistas. El éxito más espectacular al respecto es el de los denominados “Socialistas Democráticos de América” (DSA por sus siglas en inglés, Democratic Socialists of America), una tendencia que se ubica parcialmente dentro y fuera del Partido Demócrata sin conformar un partido político propiamente dicho. Esta organización ya existía desde la década del ’80, con un contenido inicialmente bastante más “lavado”, socialdemócrata y adaptado al régimen (en el clima macartista y reaccionario de la “Guerra Fría”) que el actual. Pero los DSA tuvieron prácticamente un renacimiento (y un profundo cambio de carácter) a partir de su apoyo a la campaña de Bernie Sanders y a su programa político, que sirvió como disparador para el ingreso de toda una nueva camada de jóvenes militantes impactados por la prédica socialista del senador (quien, por otra parte, no tiene lazos orgánicos con los DSA, más allá de la afinidad ideológica y ciertas colaboraciones eventuales).

El gran salto de esta organización, sin embargo, fue motorizado por el triunfo de Donald Trump, que provocó en amplios sectores un efecto electrizante: si semejante monstruo reaccionario había llegado a la presidencia, no quedaba otra opción que ponerse de pie, organizarse y pelear por una alternativa radicalmente diferente. Este fenómeno que se verificó en el terreno de los movimientos sociales, lo hizo también en el terreno político, despertando a toda una nueva camada de activistas: los DSA pasaron de contar con menos de 10.000 miembros en 2016, a contar con más de 35.000 en la actualidad.5 Es decir, en dos años se incorporaron a la organización más de 25.000 nuevos miembros, en su gran mayoría jóvenes menores de 35 años. Esto convirtió a los DSA en la organización socialista más grande de Norteamérica desde la década del 60, cuando la izquierda norteamericana tuvo un muy importante desarrollo, al calor de las luchas por los derechos civiles de los negros, la pelea contra la guerra de Vietnam y el ciclo internacional de radicalización del Mayo Francés y otros procesos similares.

La nueva camada militante transformó cualitativamente a la organización. Por un lado, aumentó considerablemente su tamaño, redujo drásticamente el promedio de edad del mismo (de más de 60 años a cerca de 30) y le otorgó un carácter activo y militante, haciendo florecer cientos de nuevas organizaciones locales a lo largo del país. Por otro lado, la nueva generación hizo girar marcadamente al partido hacia la izquierda, adquiriendo una fisonomía inclusive bastante más radicalizada que la del propio Bernie Sanders, aunque sin terminar de romper con las concepciones reformistas de fondo.

El giro a la izquierda de la organización parece ser una tendencia que continúa en la actualidad, según datos aparecidos en “The Rebirth of Social Democracy in the U.S.“, Joe Allen, 4-4-18 (http://newsocialist.org). En la última convención realizada en 2017, los DSA votaron retirarse de la “Internacional Socialista” (formada por los partidos socialdemócratas del mundo, totalmente adaptados al neoliberalismo y el régimen político, social y económico burgués), así como incorporarse a la campaña de boicot contra el apartheid israelí6, profundizar la alianza y el trabajo político con el movimiento negro y antirracista7, y adoptar como una de las grandes prioridades la construcción en el movimiento obrero. Más aún, los últimos documentos políticos de la organización parecen reflejar una tendencia creciente al alejamiento del Partido Demócrata, aunque todavía está por verse cómo se desarrolla ese proceso.

Pese a todo lo anterior, es importante señalar que los DSA siguen siendo todavía una organización con fuertes límites desde el punto de vista de las concepciones estratégicas. En su posición mayoritaria no hay una concepción de ruptura revolucionaria con el régimen a través de grandes enfrentamientos de clase (como la que posee la tradición marxista, leninista y trotskista). La “revolución política” a la que adhieren mayoritariamente los DSA (siguiendo la terminología de Bernie Sanders) se trata de una transformación en el marco de las instituciones del régimen, con una lógica gradualista y sin grandes choques. La vía para lograrla sería una combinación del crecimiento de los movimientos sociales y del éxito electoral de los socialistas, que permitirían introducir paulatinamente cambios legislativos a favor de las clases trabajadoras y populares mediante la presión social y la acción parlamentaria. En el largo plazo, esto llevaría a una “radicalización de la democracia” y a una “democratización de la economía”, es decir, a una reconfiguración global de la sociedad en un sentido anticapitalista y socialista, aunque sin un punto claro de quiebre en el sistema de propiedad ni en el régimen político.

De estas concepciones se desprende una estrategia política que gira principalmente alrededor de la diputa en el terreno electoral. Si bien los DSA apuestan fuertemente al desarrollo de movimientos sociales y de campañas de agitación política “desde las bases”, en última instancia ligan su éxito a la posibilidad de introducir a sus miembros en las instituciones del régimen existente. La lógica electoralista es entonces la racionalidad última de su modo de construcción política, lo mismo que ocurre con organizaciones como Podemos en España y con otras formaciones similares de la “nueva izquierda” en todo el planeta. En el caso de Grecia, estas concepciones mostraron sus límites infranqueables, con la capitulación en toda la línea del gobierno de Syriza a las políticas de austeridad impuestas por la Unión Europea.

Es precisamente esta lógica electoralista la que lleva a los DSA a utilizar el sello del Partido Demócrata, bajo el cual presentan a las elecciones a gran parte de sus candidatos sin constituirse como partido independiente -repitiendo a escala local el mismo enorme error de orientación que Bernie Sanders cometió a escala nacional. El argumento aquí es el mismo que el de todas las organizaciones adaptadas al régimen político de la democracia burguesa: todo lo que ayude a ganar votos es válido, y si el sello y aparato del Partido Demócrata es redituable en términos electorales, entonces debe ser utilizado. Esto ocurre inclusive pese a que los propios DSA caracterizan (correctamente) al Partido Demócrata como un “órgano y representante de los intereses de la clase capitalista dominante”, y a que plantean la construcción del “poder político y organización socialistas independientes” como “objetivo de largo plazo” (“Our Electoral Strategy“, DSA National Electoral Committee, 27-1-18). Los DSA abonan así a la confusión entre los trabajadores y sectores populares, en vez de trazar una línea clara e imborrable con el Partido Demócrata capitalista e imperialista que ayude a superar históricamente a dicho partido. Esta misma crítica es formulable también a la posición oficial que adoptaron los DSA en las presidenciales de 2016 (una vez que fue derrotado Sanders en las primarias demócratas), en las que llamaron a votar a Hillary Clinton.

Pese a las limitaciones mencionadas, sin duda alguna el fenómeno del crecimiento y radicalización de los DSA en base a una nueva generación de activistas socialistas es enormemente progresivo, especialmente en la medida en que continúe su evolución política hacia posiciones de independencia de clase. La emergencia de los DSA significa un fuerte giro a la izquierda no solo frente a los viejos partidos del régimen (incluida la “izquierda liberal” del Partido Demócrata, o los intentos centroizquierdistas como el “Partido Verde”), sino inclusive frente a la campaña del propio Bernie Sanders que, aunque se proclame socialista, no deja de tener una coloración más bien neokeynesiana (de “reformas de fondo” dentro del capitalismo). Distintos artículos periodísticos y políticos reflejan que los nuevos militantes socialistas DSA toman al programa de Sanders no como un fin en sí mismo, sino como un punto de partida para una transformación global de la sociedad, en un sentido anticapitalista y socialista.

Otro elemento de gran importancia es que en el interior de los DSA existen también tendencias políticas que se encuentran más a la izquierda que la posición mayoritaria. Algunas de ellas se tratan de corrientes socialistas revolucionarias y marxistas, que batallan por hacer romper a los DSA con el Partido Demócrata y constituirlo como un tercer partido, auténticamente obrero y popular, ligado a la lucha de clases. Es el caso por ejemplo del “Caucus Refundación”, cuyo programa puede leerse en el sitio https://dsarefoundation.org/. No está claro todavía qué grado de desarrollo pueden alcanzar estas tendencias, pero es posible que su influencia ya esté siendo un factor (aunque sea indirecto) en la evolución política global de los DSA.

El desarrollo político de esta nueva generación que se incorporó a los DSA (y especialmente de sus tendencias más a la izquierda) presenta un enorme interés para los socialistas de todo el mundo. Si miles de jóvenes, trabajadores, mujeres, negros e inmigrantes continúan radicalizándose, podemos estar ante una recomposición política de la izquierda como no existía desde las décadas de los 60-70, abriendo grandes oportunidades para la construcción de organizaciones socialistas revolucionarias en la principal potencia mundial, en el mismísimo corazón del imperialismo capitalista. Ésta es sin duda alguna una perspectiva enormemente alentadora para toda la izquierda y los movimientos de lucha a lo largo de todo el globo.

3.3 La pelea por un tercer partido, de trabajadores y socialista

En Estados Unidos, es una tarea estratégica de primer orden la construcción de un “tercer partido”, obrero, popular y socialista, totalmente independiente del “duopolio” demócrata-republicano8 que representa al gran capitalismo imperialista. El gran entusiasmo generado por la campaña de Bernie Sanders, el despertar de una juventud socialista, el crecimiento de los DSA y otras organizaciones y colectivos, etc., será neutralizado por el sistema sino consiguen cristalizar en una organización política independiente.

Esto es exactamente lo que demostró la capitulación de Bernie Sanders ante la candidatura presidencial de Hillary Clinton, dejando abandonado al enorme movimiento popular que lo apoyaba y que veía en él un reflejo de sus aspiraciones de ruptura con el establishment. Peor aún, esta decisión fue presentada como una “táctica” para evitar el triunfo de Trump y fracasó inclusive en este terreno: quedó demostrado que no era posible derrotar a la derecha contraponiéndole otra candidatura neoliberal e imperialista (una elección disputada entre Sanders y Trump hubiera tenido probablemente un resultado muy diferente). La lógica del “mal menor” no solo borra la pelea estratégica por una salida socialista, sino que es completamente impotente para evitar el triunfo del “mal mayor”.

Más de conjunto, el Partido Demócrata ejerce una enorme presión a la adaptación de la izquierda y los luchadores, cooptando a los movimientos y colectivos progresistas que van surgiendo. La lógica de este proceso es muy simple: desde el “sentido común” reformista, para hacer cambios hay que estar en las instituciones, y la mejor manera de lograrlo es a través del aparato de un gran partido nacional que cuenta con millones de dólares de financiamiento. Todo esto se ve agravado porque el sistema electoral norteamericano es profundamente antidemocrático y porque las grandes corporaciones invierten una enorme cantidad de dinero en las campañas electorales, lo que hace que sea extremadamente difícil romper con el bipartidismo constituido. Así es como una tras otra de las camadas de luchadores que surgen por distintas temáticas (contra el racismo, por la libre sindicalización, por el aumento de salario, por la cobertura de salud, etc.), ven como una parte considerable de sus miembros son devorados por el aparato demócrata, que les impone sus condiciones y les recorta toda posible arista realmente disruptiva.

Por otra parte, la experiencia histórica de la clase obrera de EEUU en cuanto a su relación con los partidos políticos es muy diferente a la del resto de los grandes países capitalistas desarrollados. En Europa continental (en países como Alemania y Francia), se desarrollaron durante los siglos XIX y XX grandes partidos socialistas que lograron conquistar políticamente a la mayor parte del proletariado. Aun luego de la cristalización reformista de dichos partidos y de la gran traición que significó su apoyo la Primera Guerra Mundial, siguieron conservando gran parte de su base obrera y su identidad “proletaria”, por lo menos hasta el gran giro neoliberal desde la década de 1970.  Algo similar ocurrió en países del mundo anglosajón como Inglaterra y Australia con los partidos laboristas, organizaciones políticas creadas desde los grandes sindicatos y que actuaron como la rama “parlamentaria” del movimiento obrero reformista –obteniendo importantes éxitos electorales y conformando gobiernos en muchas ocasiones.

En Estados Unidos, a diferencia de todos estos otros países, nunca lograron alcanzar un peso decisivo ni los partidos socialistas ni los laboristas: los variados intentos por fundarlos fueron minoritarios y no prosperaron. En el terreno electoral, la experiencia independiente y proletaria con mayor éxito de EEUU fue realizada entre las décadas de 1900 y 1920 por el Partido Socialista, con la candidatura presidencial del dirigente obrero Eugene Debs: llegó a obtener el 6% de los votos. Pero esta experiencia quedó pronto abortada: desde la década del 30, bajo el impacto del “New Deal”, gran parte del movimiento obrero organizado se volcó a una alianza estratégica con el Partido Demócrata. Más aún, en las décadas del 40 y 50 (en plena “Guerra Fría”), la orientación anticomunista del imperialismo norteamericano se tradujo en una gran purga de militantes de izquierda del movimiento obrero, que fortaleció aún más la hegemonía demócrata y dificultó seriamente la construcción de alternativas independientes.

Pese a todo lo anterior, las actuales condiciones de deslegitimación, crisis política y de representación pueden dar lugar a una ruptura de este “statu quo” histórico y a la irrupción de nuevas formaciones partidarias, como viene ocurriendo en gran cantidad de países de Europa y de todo el planeta. Esta perspectiva no es una mera elucubración teórica sino que es respaldada por las encuestas: estas señalan que el 61% de la población considera que hace falta un “tercer partido” (“Perceived Need for Third Major Party Remains High in U.S.”, Gallup, 27-9-17). El sistema bipartidista tradicional se encuentra fuertemente cuestionado y cada vez puede dar menos respuestas a las demandas de la sociedad.

Partiendo de esta realidad, un importante grupo de seguidores de Bernie Sanders lanzó una campaña para intentar convencer tanto al excandidato como a su base de que rompan con el Partido Demócrata y construyan su propio partido político, siguiendo el ejemplo de las formaciones como Podemos en España o Syriza en Grecia. Esta iniciativa adoptó en una primera etapa el nombre de “Draft Bernie” (consiguiendo 50 mil firmas en su apoyo) y se reconfiguró actualmente como “Movimiento por un Partido del Pueblo”, cuyo sitio puede visitarse en https://www.forapeoplesparty.org/. A diferencia de los DSA, esta iniciativa –aunque también progresiva- parece tener un carácter más “keynesiano” y menos socialista. Queda por verse cómo evoluciona en el próximo periodo, empezando por la gran incógnita de qué pasos piensa seguir el propio Bernie Sanders.

Por último, la pelea por la construcción de un tercer partido, obrero y socialista, es  especialmente la que llevan adelante organizaciones del trotskismo norteamericano, entre las que resaltan especialmente dos: la International Socialist Organization (que publica el periódico Socialist Worker) y Socialist Alternative. A esta última organización pertenece Kshama Sawant, miembro –desde 2013- del concejo municipal de la ciudad de Seattle, quien impulsó la pelea por los 15 dólares por hora de trabajo y el proyecto de ley que fue aprobado en la ciudad para su paulatina implementación. Más allá de las caracterizaciones y debates específicos alrededor de estas organizaciones, su desarrollo e implantación crecientes muestra que también existe en EEUU espacio político para una izquierda completamente independiente del Partido Demócrata, con un programa abiertamente socialista y de confrontación con el régimen existente.

3.4 Las campañas socialistas de agitación política

Para concluir este trabajo, queremos analizar un aspecto que tiene una gran importancia tanto para la recomposición política de la izquierda como para la recomposición general del movimiento obrero y de los sectores populares en EEUU. Se trata de las campañas socialistas de agitación política alrededor de problemáticas ampliamente sentidas por las masas explotadas y oprimidas. Muchas de estas campañas se encuentran actualmente en el centro del programa de los socialistas en EEUU: son grandes ejes de la agitación cotidiana de los DSA, así como de los grupos trotskistas y de la izquierda en general, con una recepción popular enormemente positiva. Algunos de los ejemplos más destacados son la lucha por un sistema de cobertura de salud universal y gratuito; la campaña por el salario mínimo de 15 dólares por hora de trabajo9 y el derecho a sindicalizarse; y la pelea por la gratuidad de la educación superior y la supresión de las deudas estudiantiles.

Este tipo de campañas tienen un enorme valor político por varias razones: se trata de reivindicaciones que ponen en el centro las necesidades de la clase trabajadora y de todos los sectores explotados y oprimidos (la gran mayoría de la población), a expensas del 1% de grandes capitalistas. Para implementarse y sostenerse hasta el final, requieren de la expropiación directa o indirecta (vía tributaria o salarial) de una parte considerable de las ganancias patronales, lo cual implica vencer una durísima resistencia por parte de las clases dominantes. Esto solo puede lograrse mediante la movilización masiva y los métodos de lucha de clases.10

Pero además estas consignas tienen una virtud adicional: al estar dirigidas hacia el poder político, al Estado -que es quien debe implementarlas en forma de leyes-, estas reivindicaciones permiten unificar y movilizar alrededor suyo a toda la clase trabajadora de país en un movimiento único, dependiendo su conquista de las relaciones de fuerzas globales entre las clases y no de las condiciones particulares de cada sector.

Esto es especialmente importante en países como EEUU en los que una gran parte de la clase se encuentra fuertemente precarizada y con grandes dificultades para la organización sindical; en los que la gran predominancia numérica del sector servicios (aproximadamente el 80% de la fuerza de trabajo) lleva a que la mayor parte de los asalariados estén dispersos en una gran cantidad de locales, centros o instituciones, bajo diversas patronales y con niveles de concentración relativamente bajos; y en los que en las fábricas impera la más brutal de las dictaduras patronales. Las campañas políticas como estas permiten que participen inclusive aquellos trabajadoras y trabajadoras que no pueden realizar acciones dentro de sus propios lugares de trabajo, por existir allí relaciones de fuerza muy desfavorables con sus patrones. Permiten organizar a la clase trabajadora a lo largo y ancho del país, en las ciudades grandes y pequeñas, en los cordones industriales, en los centros comerciales, en los establecimientos de la salud y la educación.

Pero además de todo lo anterior, uno de los aspectos más estratégicos de estas consignas es que permiten unificar a todos los componentes que tiene la clase trabajadora y los sectores oprimidos: mujeres y varones; negros, latinos y blancos; inmigrantes y norteamericanos. Son precisamente los sectores más oprimidos de la sociedad los que más sufren la falta de cobertura de salud, los bajos salarios y el alto coste del acceso a la educación: la pelea por las reivindicaciones mencionadas tiene la potencialidad de poner en pie a todos estos sectores en un torrente imparable de lucha (como ya se viene verificando en pequeña escala en varias ciudades).

Por último, estas campañas sin duda alguna tendrán como efecto una fuerte politización de los trabajadores, ya que la pelea por conquistar estas reivindicaciones los obliga a reflexionar y sacar conclusiones sobre el conjunto de las relaciones políticas del país, de las características de los grandes partidos y dirigentes, de los intereses de clase concentrados que se expresan en cada tendencia política. Es por lo tanto un factor para la organización de la clase trabajadora en un nivel superior, como sujeto político independiente.

La lucha por la cobertura universal de salud

Desarrollaremos específicamente aquí la cuestión de la cobertura de salud, por ser uno de los principales temas de debate en EEUU en las últimas décadas, y especialmente a partir de la crisis de 2008 y sus efectos sociales. El sistema de salud en este país está abrumadoramente en manos privadas, y el acceso a sus servicios se contrata mayormente a través de aseguradoras también privadas. El alto costo de estas aseguradoras hace que enormes sectores de la población tengan grandes dificultades para lograr ese acceso: de esta manera, la posibilidad de tener una vida larga y saludable es puramente una cuestión de clase.11

El gobierno de Obama, bajo una gran presión social, presentó y consiguió aprobar en 2010 el proyecto llamado Affordable Care Act, conocido popularmente como Obamacare. Esta ley hace obligatoria la contratación de algún seguro de salud, proporcionando subsidios estatales para aquellas personas que tengan dificultades para hacerlo. Amplía también la elegibilidad para el seguro estatal de salud gratuito o de bajo costo, conocido como Medicaid, destinado a las personas de más bajos recursos. Como consecuencia de estas medidas, 20 millones de personas pudieron acceder por primera vez a la cobertura de salud en EEUU. Sin embargo, otras 30 millones todavía quedan sin cobertura o sub-aseguradas (debiendo pagar importantes co-pagos, etc.). Por otra parte, el lucro capitalista sigue devorando una parte considerable de los recursos de los trabajadores. La complejidad del sistema, que involucra a distintos niveles de empresas privadas en diferentes roles, implica además fuertes costos adicionales y una enorme burocracia administrativa que termina retardando o impidiendo el acceso real a las prestaciones.

El presidente Donald Trump, ya desde su campaña electoral, anunció como uno de sus grandes proyectos la derogación del Obamacare y su reemplazo por un sistema más restrictivo (eliminando o restringiendo subsidios), en línea con su concepción global neoliberal de “achicar el Estado” para disminuir la presión tributaria sobre los ricos. Pero cuando Trump intentó avanzar en el parlamento con sus reformas, no logró el apoyo popular para su proyecto: más del 55% de la población lo rechazaba según encuestas. Finalmente, el proyecto de ley para derogar el Obamacare no consiguió ser aprobado por el Congreso, ante el rechazo de los demócratas y los desacuerdos internos de los republicanos.

Pero lo más interesante desde el punto de vista socialista, es que al calor de este debate irrumpió pública y masivamente una tercera posición: la pelea por un proyecto de cobertura de salud universal y gratuito, conocido como Medicare for All, que suprima a las aseguradoras privadas y las reemplace por una gran aseguradora estatal administrada a nivel federal (método de “pagador único” o single-payer), que cubra la totalidad de las prestaciones para la totalidad de las personas que habiten en EEUU (sean nacionales o extranjeros, legales o ilegales), que simplifique el sistema eliminando las trabas burocráticas y reduciendo costos administrativos. Este sistema sería financiado mediante fuertes impuestos progresivos sobre la renta, que afectarían principalmente a los grandes capitalistas. Desde el punto de vista de las tendencias más a la izquierda, este sistema sería un punto de partida para conquistar la estatización completa del sistema de salud, suprimiendo completamente al lucro capitalista en ese terreno.

El proyecto Medicare for All ya venía siendo presentado en el parlamento norteamericano (por un sector de congresistas Demócratas) desde 2003, pero pegó un salto definitivo a la popularidad en las primarias demócratas de 2016, cuando el senador Bernie Sanders lo adoptó como uno de sus principales ejes de campaña. En la actualidad este proyecto cuenta con una enorme popularidad en EEUU: lo apoyan por lo menos el 52% de los norteamericanos, y un abrumador 69% entre los que se identifican como demócratas (“Poll: Majority supports single-payer health care“, 22-9-17, http://thehill.com). Entre los propios parlamentarios de dicho partido cuenta también con un apoyo creciente (aunque en un congreso federal dominado por el Partido Republicano, que se opone rotundamente a cualquier proyecto que implique una mayor intervención del Estado sobre las ganancias).

Por otra parte, un proyecto similar fue presentando en el estado de California para su aplicación a nivel estatal, logrando obtener media sanción en su Senado en junio de 2017 (para que luego el líder demócrata de la otra cámara parlamentaria de California, la Asamblea del Estado, dejara caer el proyecto por resultarle demasiado radical).

El aspecto más interesante en este caso es el sujeto de esta iniciativa: fue la Asociación de Enfermeras de California, que nuclea más de 80.000 trabajadoras y trabajadores del sistema de salud, la mitad de ellas negras y latinas, la que encabezó la campaña para su aprobación. De esta manera, fue un sector del movimiento obrero (y en especial, del movimiento obrero femenino y de color) quien tomó en sus manos la tarea de pelear por una reivindicación política para toda la clase. Este es un valiosísimo ejemplo para la elevación del movimiento obrero a la pelea política y socialista, así como para la interrelación de los movimientos de lucha de clase, de género y de raza.

3.5 Conclusión

Estados Unidos atraviesa, desde el punto de vista de las relaciones más generales de fuerza entre las clases sociales -y sus respectivas expresiones políticas-, una situación derechizada gracias al triunfo de Trump y su batería de ataques antipopulares. Esto mismo ocurre en la mayor parte del mundo (o quizás en su totalidad), aspecto que es desarrollado ampliamente en otros artículos de esta revista. Sin embargo, en este artículo estudiamos el otro aspecto de esta totalidad dialéctica: la enorme resistencia popular y la recomposición política de la izquierda. Es que aquí ocurre algo aparentemente contradictorio, pero no por ello menos real: la apertura de un enorme campo político para el socialismo, como resultado de la agudización de los choques sociales, de la erosión de todas las variantes centristas del espectro político (como es, en EEUU, el “establishment” del Partido Demócrata, encarnado principalmente en la desprestigiada figura de Hillary Clinton), de la acumulación de experiencias de lucha y organización por parte de los explotados y oprimidos, de la polarización entre los sectores progresistas y reaccionarios de la sociedad, de la persistencia de los efectos sociales de la crisis económica y de la ausencia de una verdadera y vigorosa recuperación.

Por esa razón, y como desarrollamos a lo largo de estas páginas, Estados Unidos puede estar a las puertas de un proceso realmente histórico, de recomposición política de la izquierda. Decenas de miles de jóvenes se acercan a la acción política atraídos por los principios del socialismo. Millones de personas participan en diversos tipos de protestas contra el gobierno reaccionario de Trump. Una gran parte de la sociedad exige el surgimiento de un tercer partido, independiente de los aparatos burgueses demócrata y republicano. Avanzan experiencias muy valiosas, aunque todavía incipientes, de reorganización en el movimiento de trabajadores. Las campañas socialistas de agitación política (como la pelea por la cobertura universal de salud o por el salario mínimo de 15 dólares por hora de trabajo) obtienen una gran recepción popular, y que tiende a crecer cada vez más.

Todo este ocurre en un país que no deja de tener importantes tradiciones de lucha obrera y popular, que su clase dominante se esfuerza por silenciar y hacer olvidar: comenzando por las peleas obreras de los siglos XIX y comienzos del XX (que dieron lugar, entre otras cosas, a fechas históricas del movimiento obrero internacional como el 1° de mayo y el 8 de marzo), siguiendo por las importantes luchas de los trabajadores en la década de 1930 (incluyendo la histórica huelga de Minneapolis dirigida por el trotskismo norteamericano), continuando por el enorme movimiento antirracista por los derechos civiles en la década del ’60 (que tuvo un importante y menos conocido aspecto clasista, por la igualdad socioeconómica y contra el capitalismo, especialmente hacia finales de la década), el masivo movimiento contra la guerra de Vietnam en esos mismos años que derrotó por primera vez de manera rotunda al guerrerismo imperialista, etc. Todas estas tradiciones siguen formando parte de la memoria colectiva, y sus enseñanzas más radicalizadas tienden a resurgir en la medida en que los choques sociales y políticos se vuelven cada vez más agudos. Esto, por ejemplo, se puede ver con toda claridad en el nuevo ascenso de los movimientos de lucha de las personas negras, aspecto que merecería un estudio específico por su gran riqueza y potencialidades políticas.

Para concluir, nunca es demasiado repetir que EEUU es la principal potencia capitalista-imperialista del planeta, y que todos los desarrollos en su interior tienen por naturaleza una importancia global. La crisis económica de 2008, iniciada en este país, se propagó rápidamente por el mundo provocando un terremoto global. De la misma manera, las tendencias culturales y políticas que surgen en EEUU se vuelven rápidamente fenómenos mundiales. Un resurgir del socialismo en EEUU, luego de varias décadas de reacción política e ideológica, puede ser un elemento de enorme importancia para la recomposición de la izquierda a escala global, para su irrupción como actor de primer orden en el escenario histórico. A esta perspectiva apostamos desde la corriente internacional Socialismo o Barbarie.

  1. En el caso de Afganistán, tras 17 años de guerra, los talibanes no solo no fueron derrotados, sino que vienen recuperando terreno a un ritmo alarmante. En el caso de Irak, luego del éxito inicial (el derrocamiento de Saddam Hussein y el establecimiento de un gobierno títere), EEUU se vio empantanado en un largo enfrentamiento contra grupos jihadistas, fracasó en la pelea por hacerse con el control de las mayores explotaciones de petróleo del país (obtuvieron mejores tajadas sus competidores como Rusia y China), y finalmente perdió también (en este caso contra Irán) la batalla por la hegemonía política sobre el nuevo gobierno y aparato estatal.
  2. Resulta de interés señalar aquí que los premios Oscar sirven como “pantalla” de las discusiones que atraviesan a la sociedad norteamericana: también se desarrolló previamente en ellos un debate sobre la discriminación de los actores negros, y diversos discursos sobre los efectos nocivos del calentamiento global.
  3. El ejemplo más famoso es la batalla de “Cable Street” en Londres en 1936, donde las fuerzas unidas del movimiento obrero, comunistas, judíos, irlandeses y otros sectores aplastaron en las calles al movimiento fascista inglés, en una enorme batalla campal, bajo la consigna “No Pasarán”. El fascismo inglés nunca consiguió volver a levantar cabeza luego de esa derrota.
  4. Una serie muy emblemática es la popular Mr. Robot, en la que un grupo de hackers se plantea tirar abajo una megacorporación financiera con el objetivo de eliminar la tiranía de las deudas. Más allá de sus concepciones ingenuas y “posmodernas”, muestra con gran claridad la enorme bronca acumulada contra Wall Street y los grandes capitalistas.
  5. Es importante señalar que el criterio de los DSA para considerar a alguien como miembro de la organización es muy laxo: alcanza con que suscriba a los principios generales de la misma, y que aporte una cotización anual bastante baja. Esto se diferencia de los criterios organizativos de las organizaciones de tipo leninista, que consideran militantes a aquellos que formen parte de las células partidarias y lleven adelante las resoluciones de las mismas (lo que obliga a una actividad mucho más cotidiana). Los criterios organizativos se desprenden del tipo de organización política que se quiera construir, de su estrategia y tareas: así, las organizaciones revolucionarias tienen criterios más “estrictos” porque se busca construir un núcleo más compacto, disciplinado y politizado: a esto se denomina “partido de cuadros”. Los fundamentos políticos de esta discusión son desarrollados por Lenin en su obra Qué hacer, de 1902.
  6. En este punto, se encuentran claramente a la izquierda que el propio Bernie Sanders, que adopta una posición centrista hacia la cuestión palestina. La socialdemocracia norteamericana tiene una tradición histórica de capitulación al sionismo, como parte de su adaptación más general a la política exterior imperialista de EEUU y de los lazos con movimientos sionistas supuestamente “progresistas”.
  7. El trabajo entre las comunidades de trabajadores negros es uno de los puntos más débiles de la implantación actual de los socialistas en EEUU. En las propias internas demócratas, Bernie Sanders no consiguió despertar un nivel de apoyo significativo en dichos sectores.
  8. Existe en la actualidad un “tercer partido” de orientación centroizquierdista y ecologista que llegó a alcanzar cierta trascendencia, el Partido Verde. Su candidato presidencial, Ralph Nader, obtuvo en el año 2000 casi 3 millones de votos, lo que equivale a un 3%. Luego entró en una tendencia declinante de la que nunca se recuperó, teniendo en la actualidad un rol más bien testimonial en el panorama político. Y por sobre todas las cosas, no se trata de un partido de independencia de clase, ni de trabajadores, ni socialista, lo cual lo convierte en una especie de variante un poco más progresista del Partido Demócrata.
  9. Actualmente, el salario mínimo federal por hora de trabajo es de 7,25 dólares, por lo cual se trataría de duplicarlo. Esta campaña es sostenida principalmente por trabajadores de las cadenas de comida rápida, supermercados y sectores afines: allí necesitan tener dos o tres trabajos diferentes (excediendo por mucho las 8 horas de trabajo diarias) para poder obtener un sueldo que les permita vivir. La campaña por el salario es también una campaña por el derecho al tiempo libre, al acceso a la vivienda, a la cultura, la educación y la salud, etc.
  10. En este sentido, ambas consignas cumplen con las características de las consignas transicionales que Trotsky define en su Programa de Transición de 1938: se trata de la superación de la diferencia clásica en las organizaciones reformistas entre un programa de “reivindicaciones mínimas” (muy superficiales, por las que realmente se pelea en la cotidianeidad) y un “programa de máxima” (de transformación social de fondo, que quedaría relegado meramente a los discursos para los actos partidarios). Las consignas transicionales, en su lugar, articulan un programa de lucha concreto para el movimiento obrero que lo hace enfrentarse al conjunto de las relaciones capitalistas y le plantea en última instancia la resolución del problema del poder político, como medio para poder conquistar y defender hasta el final sus demandas.
  11. Es importante señalar también que los costos que las aseguradoras cargan a los trabajadores aumentan permanentemente. Al estar los salarios estancados hace una década, esto lleva a una constante pérdida de poder adquisitivo por parte de los trabajadores. Ésta fue una de las principales razones detrás del estallido de la lucha de los docentes de Virginia Occidental y de otros estados.

Por Alejandro Kurlat. Revista SoB 32-33, junio 2018.

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