Jul - 4 - 2014

Donetsk y Lugansk, en la zona industrial más próspera, proclamaron su independencia e intentan proteger sus relaciones comerciales y culturales de larga data con el otro lado de la frontera. En el año en que se cumplen 25 años de la caída del Muro de Berlín, el drama de Ucrania ha roto la calma posterior a la desintegración de la Unión Soviética en 1991. En un movimiento de efecto retardado, el país se está dividiendo por sus costuras, tironeado por los intereses de Washington y Moscú.

Tras la caída del presidente ucraniano Viktor Yanukovich el 22 de febrero, las protestas pasaron, como un péndulo, del «euro-Maidan» al «anti-Maidan»: de las regiones occidentales y centrales favorables a la integración con Europa a las regiones orientales de Lugansk y Donetsk, de mayoría rusa, donde el proyecto de ley de prohibir el idioma ruso como segunda lengua sirvió de detonante.

La cuenca de Donbass, como se conoce a estas regiones que suman casi siete millones de habitantes, ha sido, desde fines del siglo XIX, uno de los principales centros industriales y mineros del imperio zarista, de la Unión Soviética y de Ucrania. El 11 de mayo pasado se realizaron referendos que proclamaron la independencia de las Repúblicas Populares de Donetsk y de Lugansk en una clara muestra del descontento con el nuevo gobierno de Kiev, como se confirmó el 25 de mayo, cuando las elecciones presidenciales ucranianas casi no tuvieron lugar en las dos regiones.

La respuesta de Kiev, que debió recurrir a ejércitos privados ante la desbandada de las policías locales y la negativa de los soldados del ejército a disparar contra la gente, pasó rápidamente de una operación represiva a una acción militar con aviones y helicópteros, con lo cual el país se desliza hacia la guerra civil.

La visión occidental se ha concentrado en las acusaciones de Kiev contra quienes denomina “terroristas”, y en la presencia evidente de armas y de combatientes rusos, pero sin explicar las raíces sociales del «anti-Maidan» y las razones por las cuales, tras 23 años de vida independiente, las ideas separatistas han encontrado un caldo de cultivo en esta región.

El esqueleto soviético

El capitalismo floreciente de Donetsk, esta ciudad de un millón de habitantes, capital de la región del mismo nombre, parece limitarse a los verdes parques y coquetos cafés en la avenida Artiom, el Teatro de la Ópera, donde en mayo presentaban la ópera Carmen, los elegantes hoteles como el Donbass Palace en la esquina opuesta a la estatua de Lenin, y el moderno estadio Donbass Arena construido para la copa UEFA de 2012. Todo lo que brilla en Donetsk, desde las minas hasta las fábricas metalúrgicas, los hoteles, el equipo de fútbol y el estadio, pertenece a Rinat Ajmetov, el hombre más rico de Ucrania.

Pero al rascar por debajo de esa superficie brillante, aparece la verdadera Donetsk. Viajar al Distrito Leninsky, un barrio de trabajadores en las afueras de la ciudad, en un trolebús destartalado, conducido por una señora que, con sesenta años a cuestas, se sube al techo para arreglar los tirantes cuando se sueltan, es como atravesar el túnel del tiempo hacia la Unión Soviética, como si los relojes se hubieran detenido en 1991 y desde entonces sólo hubieran retrocedido. La única señal de progreso es una iglesia nueva y reluciente con sus cebollas doradas, en medio de viejos edificios y pequeñas casas de madera sin una mano de pintura.

Sucede que, 23 años después, la economía ucraniana está en el mismo nivel que en 1990, y los vínculos que hacían de la cuenca de Donbass parte esencial del sistema planificado soviético nunca se rompieron. En 1991 se quebró el andamiaje jurídico legal de la URSS, pero Ucrania siguió dependiendo del gas ruso, las fábricas de lado y lado continuaron trabajando entre sí, la gente siguió hablando en ruso y celebrando la Pascua.

La integración de Ucrania a la Unión Europea implica reorientar la economía para adecuarla a la normativa de la UE y quebrar esta unión que ha sobrevivido a través del tiempo al imperio zarista y a la URSS. Con un 60% de sus exportaciones dirigidas a los países de la ex Unión Soviética, esto supondría cerrar la fábrica de vagones de Lugansk, que vende 99% de su producción para los trenes rusos, y las fábricas que producen motores de helicópteros y aviones, sistemas eléctricos para barcos y piezas para misiles, que venden a Rusia y reciben la mayor parte de su equipamiento de ella.

En el terreno militar «es una cooperación tan estrecha que si se rompe, se destruye la industria de la defensa ucraniana de raíz», dijo el experto Viktor Miasnikov al periódico Kommersant de Moscú.

Visto desde Bruselas o Kiev, se trata de estadísticas. Para el oriente del país, es cuestión de vida o muerte. Por eso, más que saber lo que quieren -independencia o autonomía o ser parte de Rusia-, saben lo que no quieren: la destrucción de sus relaciones económicas, sociales, culturales, religiosas, el cierre de sus fábricas, minas y mercados, al servicio de una integración europea que no ha demostrado sus bondades.

El 24 de mayo pasado, los representantes de las autoproclamadas repúblicas populares de Lugansk y Donetsk acordaron crear el Estado Federal de la Nueva Rusia, nombre de los territorios del norte del Mar Negro que se unieron a Rusia como resultado de las guerras con Turquía en la segunda mitad del siglo XVIII.

El periódico del partido Nueva Rusia distribuido en Donetsk el 22 de mayo dice que el nuevo Estado parte de la «unidad cultural y de civilización con el mundo ruso», se propone la unificación con la «Gran Rusia», y acoge como religión la ortodoxa rusa de la Iglesia del patriarca de Moscú.

El Estado de la Nueva Rusia

El antecedente histórico es la República Popular de Donetsk y Krivoy Rog, que existió después de la revolución rusa de 1917, entre el 11 de febrero de 1918 y el 17 de febrero de 1919, y que luego fue una de las partes constitutivas de la República Socialista Soviética de Ucrania.

Según el historiador ucraniano Vladimir Kornilov, antes de la Primera Guerra Mundial, Donbass era uno de los cuatro centros industriales estratégicos del imperio ruso, al punto que el poeta Aleksandr Blok la llamaba «Nueva América». El dirigente de esta efímera República Popular, Artiom, sigue dando su nombre a la principal avenida de la ciudad.

Donbass está ligado a los grandes acontecimientos históricos: en los años 80, sus mineros protagonizaron las grandes huelgas que pusieron fin a la Unión Soviética. En la actual crisis, los mineros, que se habían mantenido silenciosos, marcharon el 28 de mayo a la plaza Lenin con las banderas de la nueva república, en protesta por los ataques de las fuerzas de Kiev.

A pesar de su flamante título, las autoproclamadas repúblicas no controlan ni los impuestos ni los trenes ni la educación ni la moneda. Tampoco hay unidad entre sus líderes, una coalición variopinta que aglutina desde monárquicos rusos, partidarios del ex presidente Yanukovich, partidos de izquierda y hasta anarquistas: unos hablan de nacionalizar todos los bienes de Rinat Ajmetov, otros se pronuncian en contra.

El futuro de las nuevas repúblicas es igualmente incierto: o son derrotadas por la acción punitiva de Kiev o sobreviven como una nueva Transnistria -la franja de territorio que se independizó de Moldavia en 1990 y que no es reconocida por ningún país del mundo- o son anexadas a Rusia, como Crimea.

La última variante está descartada, porque Rusia no tiene la intención de hacerse cargo de estas regiones deprimidas con el costo económico e internacional que implica. La derrota por el gobierno de Kiev es posible y sangrienta, pero su resultado será mantener unido por la fuerza un país que ya se quebró. La tercera variante dejará una zona gris de inestabilidad y crisis.

Para Oleksandr Haran, profesor de la Universidad Kiev-Mahilov, «no son repúblicas, nunca hubo una elección legal, son una farsa que ningún país reconocerá. Kiev puede negociar temas como la descentralización, pero con los terroristas no se puede negociar».

«Donbass no puede ser independiente económicamente. Mi pronóstico es que estas repúblicas se van a desintegrar. Rusia intentará usarlas como presión para desestabilizar a Ucrania, pero el Kremlin no quiere anexar Donbass», dice en Kiev el analista Evguen Magda.

Mijail Beletsky, investigador del Centro de Estudios Políticos y Conflictos de Kiev, radicado en Canadá, considera que «la base social de estas nuevas repúblicas es el apoyo de la población», que «el gobierno las puede derrotar militarmente, pero sólo con un fuerte régimen de terror, y no se sabe si será capaz de hacerlo. Por eso es posible que se conviertan en una o varias formaciones tipo Transnistria».

Si no hay negociación, el futuro puede ser negro, tanto como el carbón que sale de la tierra de Donbass.

Por Patricia Lee Wynne, desde Donetsk (Este de Ucrania), Enfoques (La Nación), 22/06/2014

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