Ago - 14 - 2015

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Las preguntas que plantea la carta del camarada Zeller son de gran interés, no sólo histórico, sino tam­bién actual. No es raro encontrarlas en la literatura política o en la conversación privada bajo distintas formas. En la mayoría de los casos se plantean en forma de preguntas personales: «¿Cómo y por qué perdió usted el poder?» «¿Cómo se apoderó Stalin del aparato?» «¿Dónde radica la fuerza de Stalin?»

Siempre y en todas partes se plantea el problema de las leyes que rigen a la revolución y la contrarrevolución en forma puramente individual, como si se tratara de una partida de ajedrez o de un certamen deportivo, en lugar de profundos conflictos y cambios sociales. En este contexto aparecen muchos seudomarxistas que en nada se diferencian de los demócratas vulgares, quienes ante las grandes movilizaciones populares aplican el criterio de las camarillas parlamentarias.

Quien posea un conocimiento mínimo de la historia sabe que toda revolución da lugar a una posterior con­trarrevolución que, desde luego, nunca logra retrotraer a la nación hasta el punto de partida en el terreno eco­nómico, pero que siempre le arrebata al pueblo una buena parte, a veces una gran tajada, de sus conquistas políticas. Y por regla general, la primera víctima de la oleada reaccionaria es el estrato de revolucionarios que encabezó a las masas en el primer período, el perío­do de ofensiva, el período «heroico» de la revolución. Esta observación histórica general debe permitimos comprender que el proceso no se rige por la habilidad, astucia o inteligencia de dos o tres individuos, sino por causas muchísimo más profundas.

A diferencia de los fatalistas superficiales (tipo León Blum, Paul Fauré, etcétera) los marxistas no niegan el papel del individuo, de su audacia, de su iniciativa, en la lucha social. Pero a diferencia de los idealistas, los marxistas saben que es el ser lo que en última ins­tancia determina la conciencia. La dirección cum­ple un papel colosal en la revolución. El proletaria­do que carece de una buena dirección no puede ven­cer. Pero incluso la mejor dirección no puede fomentar una revolución si no existen condiciones objetivas. Uno de los grandes méritos de la dirección proletaria debe ser la capacidad de detectar el momento en que corres­ponde atacar y aquél en que resulta necesario retroceder. La gran fortaleza de Lenin residía en esa capa­cidad.[2]

Naturalmente, el éxito o el fracaso de la Oposición de Izquierda en su lucha contra la burocracia dependía, en cierta medida, de las cualidades de los dirigentes de los bandos en pugna. Pero antes de hablar de dichas cualidades debemos comprender claramente el carác­ter de ambos bandos, porque el mejor dirigente de uno sería absolutamente inapto para el otro, y viceversa. La muy conocida (y muy ingenua) pregunta, «¿por qué Trotsky no utilizó el aparato militar contra Stalin en ese momento?», es la mejor demostración de que quien la formula no puede o no quiere meditar acerca de los fac­tores históricos generales que permitieron el triunfo de la burocracia soviética sobre la vanguardia revoluciona­ria del proletariado. Más de una vez he señalado esos factores en varios libros, entre ellos en mi autobiogra­fía. Me propongo resumir las conclusiones fundamenta­les en unas cuantas líneas.

La Revolución de Octubre no triunfó gracias a la bu­rocracia actual, sino gracias a las masas obreras y cam­pesinas dirigidas por los bolcheviques. La burocracia empezó a crecer después de la victoria final; sus filas se engrosaron no sólo con obreros revolucionarios, sino también con representantes de otras clases (ex funcio­narios zaristas, oficiales, intelectuales burgueses, et­cétera). La abrumadora mayoría de los integrantes de la actual burocracia militaba en el campo burgués en la época de la revolución de Octubre (para muestra, bas­tan los embajadores soviéticos Potemkin, Maiski, Troianovski, Surits, Jinchuk, etcétera).[3] En la gran mayoría de los casos, los burócratas que en las jornadas de octubre estuvieron con los bolcheviques no desem­peñaron papeles siquiera de mínima importancia en la preparación y dirección de la revolución, ni en los pri­meros años siguientes. El representante principal de este sector es el propio Stalin. En cuanto a los burócra­tas jóvenes, son escogidos y educados por los viejos, generalmente entre sus hijos. Y el «jefe» de la nueva casta que surgió después de la revolución es Stalin.

La historia del movimiento sindical de todos los países no registra solamente huelgas y movilizaciones de masas en general, sino también la formación de la bu­rocracia sindical. Todos conocen el inmenso poder conservador que esta burocracia ha podido adquirir y el instinto infalible con que elige a sus dirigentes «geniales», a los cuales educa de acuerdo con sus necesi­dades: Gompers, Green, Legien, Leipart, Citrine, et­cétera.[4] [5] Jouhaux se ha podido mantener en su posición frente a los ataques de la izquierda no porque sea un gran estratega -aunque indudablemente es supe­rior a sus colegas burocráticos (no es casual que ocupe el primer lugar entre todos)-, sino porque su aparato no ceja un solo día, una sola hora, en su lucha obstinada por la existencia, en buscar colectivamente los mejores métodos para proseguir esa lucha, en pensar por Jouhaux, en inspirarle las decisiones pertinentes. Pero esto no significa en absoluto que Jouhaux sea invenci­ble. Ante un cambio brusco de la situación -hacia la revolución o el fascismo- el aparato sindical perderá la confianza en sí mismo, sus hábiles maniobras resul­taran impotentes y el propio Jouhaux dejará de produ­cir una impresión favorable, para aparecer como un infeliz. Basta recordar que los poderosos y arrogantes jefes sindicales alemanes se convirtieron en despre­ciables nulidades en 1918, cuando la revolución estalló a pesar suyo, y en 1932, ante el avance de Hitler.

Estos ejemplos muestran dónde radican la fuerza y la debilidad de la burocracia. Surge del movimiento de masas en el primer período, el heroico. Pero, tras elevarse por encima de las masas y resolver su «proble­ma social» (supervivencia garantizada, influencia, res­peto, etcétera), la burocracia tiende paulatinamente más a inmovilizar a las masas. ¿Para qué correr ries­gos? Ella tiene algo que perder. El gran aumento de la influencia y bienestar de la burocracia reformista se produce en la época del progreso del capitalismo y de la pasividad relativa de las masas trabajadoras. Pero cuando algo conmueve esa pasividad, sea por la dere­cha o por la izquierda, la magnificencia de la burocracia llega a su fin. Su inteligencia y habilidad se vuelven estupidez e impotencia. El carácter de la «dirección» corresponde al carácter de la clase (o casta) que dirige y a la situación objetiva por la que atraviesa esta clase (o casta).

La burocracia soviética es inconmensurablemente más poderosa que todas las burocracias reformistas de los países capitalistas juntas, dado que tiene en sus manos el poder de estado con sus ventajas y privilegios. Es cierto que la burocracia soviética ha crecido sobre el terreno creado por la revolución proletaria victoriosa. Pero no podemos caer en la suprema ingenuidad de idealizarla por ese motivo. ¡En un país pobre -y en la actualidad la URSS sigue siendo un país muy pobre, donde un cuarto propio, alimentos y ropa en cantidad suficiente son privilegios de una pequeña minoría de la población- millones de burócratas, grandes y pequeños, hacen todos los esfuerzos para asegurar su propio bienestar antes que nada! De ahí el gran egoísmo y conservadurismo de la burocracia, su temor ante el descontento de las masas, su odio a la crítica, la rabia con que ahoga el pensamiento independiente y, por último, su adoración hipócrita y mística al «líder» que encarna y defiende su dominación ilimitada y sus privilegios. Todo eso en su conjunto conforma el conte­nido de la lucha contra el «trotskismo».

Es una verdad absolutamente innegable y de gran importancia que la burocracia soviética se fortaleció a medida que la clase obrera sufría golpe tras golpe. Las derrotas de los movimientos revolucionarios euro­peos y asiáticos socavaron gradualmente la confianza de los obreros soviéticos en sus aliados internacionales. Dentro del país seguía reinando una gran miseria. Los representantes más audaces y abnegados de la clase obrera habían muerto en la guerra civil, o, perdido su espíritu revolucionario, se habían elevado y asi­milado a las filas de la burocracia. Agotada por los te­rribles esfuerzos de los años de revolución, carente de perspectivas, amargada por las desilusiones, la gran masa cayó en la pasividad. Esta clase de reacción so­breviene, como hemos dicho, después de todas las re­voluciones. La gran ventaja histórica de la Revolución de Octubre en cuanto revolución proletaria, reside en que el agotamiento y la desilusión no han beneficiado al enemigo de clase, la burguesía y la aristocracia, sino a los estratos superiores de la propia clase obrera y a los grupos intermediarios que penetraron en la burocracia soviética junto con ellos.

La fuerza de los auténticos proletarios revoluciona­rios de la URSS no provenía del aparato, sino de la ac­tividad de las masas revolucionarias. El Ejército Rojo no fue creado por los «hombres del aparato» (que en los años críticos era muy débil), sino por heroicos cua­dros obreros que, bajo la dirección bolchevique, agru­paron en torno suyo a los campesinos jóvenes y los con­dujeron al combate. El reflujo del movimiento revolu­cionario, el cansancio, las derrotas en Europa y en Asia, la desilusión de las masas obreras fueron los factores que debilitaron inexorable y directamente las posicio­nes de los revolucionarios internacionalistas y, que por otra parte, fortalecieron la posición de la burocracia conservadora y nacional. Se abre un nuevo capítulo de la revolución. Los dirigentes del período anterior pasan a la oposición, mientras los políticos conservadores del aparato, que habían desempeñado un papel secundario en la revolución, surgen con la burocracia triunfante y pasan al frente.

El aparato militar es parte del aparato burocrático y no se distingue cualitativamente de éste. Baste men­cionar que en los años de la guerra civil el Ejército Rojo asimiló a decenas de miles de ex oficiales zaristas. El 13 de marzo de 1919, en una concentración en Petro­grado, Lenin dijo: «Cuando Trotsky me dijo hace poco que en el terreno militar tenemos decenas de miles de oficiales, tuve la visión concreta de dónde está el se­creto de utilizar al enemigo: cómo obligar a quienes eran nuestros enemigos a construir el comunismo; ¡construir el comunismo con los ladrillos reunidos por los capitalistas! ¡Y no tenemos otros ladrillos!» Los cuadros de oficiales y funcionarios realizaron sus tareas en los primeros años bajo la presión y supervisión directas de los obreros de vanguardia. Al calor de esa lucha cruel era inconcebible que los oficiales gozaran de privilegios: el término mismo fue borrado del léxico. Pero, obtenida la victoria y efectuada la transición hacia la paz, el aparato militar intentó convertirse en el sector más influyente y privilegiado del aparato burocrático. Solo hubiera podido apoyarse en los oficiales para tomar el poder quien estuviera dispuesto a fomentar sus apetencias, es decir, a crearles privilegios, otorgarles grados y condecoraciones, en fin, quien estuviera dispuesto a hacer de un golpe lo que la burocracia so­viética ha hecho gradualmente a lo largo de diez o doce años. Es indudable que hubiera sido posible dar un golpe de estado militar contra la fracción de Zinoviev, Kamenev, Stalin y compañía sin la menor dificultad, sin siquiera derramar sangre; pero eso sólo hubiera servido para acelerar el ritmo de la burocratización y el bonapartismo contra los cuales luchaba la Oposición de Izquierda.

Por su esencia, la tarea de los bolcheviques-leninistas no era la de apoyarse en la burocracia militar contra la burocracia partidaria, sino la de apoyarse en la van­guardia proletaria y por su intermedio en las masas populares, para dominar a la burocracia en su conjunto, purgarla de elementos extraños, someterla a la vigilancia y control de los obreros y reencauzar su política por la senda del internacionalismo revolucionario. Pero a medida que la guerra civil, las hambrunas y las epide­mias agotaban la fuente vital de la fuerza revolucio­naria de las masas, y a medida que la burocracia acrecentaba sus filas y su insolencia a pasos agigantados, los proletarios revolucionarios se convirtieron en el bando más débil. Es cierto que la bandera de los bol­cheviques-leninistas agrupa a decenas de miles de los mejores combatientes revolucionarios, incluyendo al­gunos militares. Los obreros de vanguardia simpatiza­ban con la Oposición, pero esa simpatía fue siempre pasiva; las masas ya no creían que la lucha sirviera para alterar la situación. Mientras tanto, la burocracia afirmaba: «La Oposición propugna la revolución inter­nacional y quiere arrastrarnos a una guerra revolucio­naria. Basta de conmociones y miserias. Nos hemos ga­nado el derecho a descansar. Basta de ‘revolución per­manente’.[6] Construiremos la sociedad socialista en casa. ¡Obreros y campesinos: confiad en nosotros, vuestros dirigentes». Esta agitación nacionalista y conservadora venía acompañada -agreguemos al pasar- de calumnias furibundas, frecuentemente reaccionarias, contra los internacionalistas. Estrechó las filas de las burocracias militar y estatal y encontró eco entre las masas cansadas y atrasadas. Así, la van­guardia bolchevique se encontró aislada y reducida a polvo. Allí radica el secreto de la victoria de la burocra­cia termidoriana.

La grandeza de Stalin como táctico y organizador es un mito, creado adrede por la burocracia de la URSS y de la Internacional Comunista, y repetido por los in­telectuales burgueses de izquierda que, a pesar de su individualismo, siempre están dispuestos a doblar la rodilla ante el éxito. Estos caballeros jamás compren­dieron ni reconocieron a Lenin cuando, acosado por la escoria internacional, preparaba la revolución. En cam­bio «reconocieron» a Stalin cuando ese reconocimiento les brindó sólo satisfacciones e incluso en algunas ocasiones ventajas directas.

La iniciativa en la lucha contra la Oposición de Iz­quierda no es mérito propio de Stalin, sino de Zinoviev. Al principio Stalin vacilaba y aguardaba. Sería un error pensar que Stalin había trazado un plan estratégico desde el comienzo. Tanteaba el terreno. Sin duda, su educación marxista revolucionaria pesaba sobre él. En efecto: se trazó una política más sencilla, más na­cional, más «segura». Los éxitos que obtuvo tomaron de improviso a todos, empezando por él mismo. Fue el éxito de la capa dirigente advenediza, la aristocracia revolucionaria que trataba de sacudirse el control de las masas y necesitaba un árbitro fuerte y digno de confianza para regular sus asuntos internos. Stalin, perso­naje de segunda categoría en la revolución proletaria, apareció como dirigente indiscutido de la burocracia termidoriana, el primero en sus filas, nada más.

El escritor italiano fascista o semifascista Malaparte publicó recientemente un libro titulado El golpe de estado: la técnica de la revolución, donde desarrolla la idea de que las «tácticas revolucionarias de Trotsky», en contraposición con la estrategia de Lenin, podrían asegurar la victoria en un país dado y en condiciones determinadas. ¡Sería difícil elaborar una teoría más absurda! Sin embargo, el sabio que echa una mirada re­trospectiva para acusarnos de perder el poder debido a la indecisión, en el fondo piensa como Malaparte: que existen ciertos «secretos» técnicos especiales que per­miten conquistar o mantener el poder revolucionario, independientemente de la acción de los grandes fac­tores objetivos (victoria o derrota de la revolución en Oriente y Occidente, ascenso o retroceso del movimien­to de masas en un país, etcétera). El poder no es un premio que corresponda al «mejor». El poder es una relación entre individuos, en última instancia entre clases. Como hemos dicho, la dirección gubernamental es una palanca poderosa para alcanzar el éxito. Pero de ninguna manera la dirección tiene asegurada la vic­toria en todas las circunstancias.

En última instancia, los factores decisivos son la lucha de clases y el proceso intestino que sufren las masas combatientes.

Es imposible, por cierto, responder con precisión matemática a la pregunta, ¿cómo se hubiera desarro­llado la lucha si Lenin hubiera vivido? Lenin hubiera sido enemigo implacable de la burocracia voraz y con­servadora y de la política de Stalin: así lo demuestran sin lugar a dudas las cartas, artículos y propuestas que presentó en la última época de su vida, sobre todo su testamento, donde recomienda que Stalin sea removido del puesto de secretario general, y su última carta, donde rompe «todas las relaciones personales y parti­darias» con Stalin.[7] En el período transcurrido entre dos ataques de su enfermedad, Lenin me propuso que formáramos un bloque para combatir la burocracia y su estado mayor, el Buró de Organización del Comité Central, dirigido por Stalin. Para el Decimosegundo Congreso del Partido, Lenin preparaba -según sus propias palabras- una «bomba» contra Stalin. He re­latado todo este proceso -avalado por documentos precisos e incontrovertibles- en mi autobiografía y en el artículo «Acerca del testamento suprimido de Lenin». Las medidas preparatorias de Lenin demues­tran que consideraba que la lucha inminente sería muy ardua; sin lugar a dudas, no porque temiera a Stalin personalmente como adversario (la sola mención es ridícula), sino porque veía con claridad que lo que respaldaba a Stalin era la trama de intereses comunes de la poderosa casta de los burócratas dominantes. En vida de Lenin, Stalin realizó, por intermedio de sus agentes, una campaña sigilosa basada en rumores de que Lenin era un intelectual invalido, desconectado de la situación; en fin, puso en circulación esa leyenda que hoy es la versión oficiosa de la Internacional Co­munista para explicar la grave hostilidad entre Stalin y Lenin en los últimos dieciocho meses de vida de éste. De hecho, los artículos y cartas que Lenin dictó estando enfermo son, quizás, la expresión más madura de su pensamiento. La perspicacia de este «invalido» hubie­ra sido más que suficiente para meter en cintura a una decena de Stalins.

Puede decirse con certeza que si Lenin hubiera vivido más, la presión de la omnipotencia burocrática hubiese sido -por lo menos en los primeros años- más leve. Pero en 1926 Krupskaia dijo a un grupo de partidarios de la Oposición de Izquierda, «Si Lenin es­tuviera vivo, estaría en la cárcel.»[8] Los temores y los presentimientos alarmantes de Lenin seguían fres­cos en su memoria, y no abrigaba la menor ilusión res­pecto de la omnipotencia personal de Lenin. Comprendía, para utilizar sus propias palabras, que el mejor timonel depende de los vientos y de las corrientes fa­vorables o contrarias.

¿Significa, entonces, que la victoria de Stalin era inevitable? ¿Que la lucha de la Oposición de Izquierda (bolchevique-leninista) no tenía posibilidades de triun­far? Esa forma de plantear el problema es abstracta, esquemática y fatalista. El desarrollo de la lucha ha demostrado, más allá de toda duda, que los bolchevi­ques-leninistas no hubieran podido lograr una victoria total en la URSS -es decir, tomar el poder y cicatrizar la úlcera del burocratismo- sin el apoyo de la revolu­ción mundial. Pero esto no significa que su lucha no haya rendido frutos. De no haber sido por las críticas audaces de la Oposición y el temor que le infundió a la burocracia, la política de Stalin-Bujarin hacia el kulak [campesino rico] hubiera desembocado en el renaci­miento del capitalismo. Fustigada por la Oposición, la burocracia se vio obligada a tomar puntos importan­tes de nuestra plataforma. Los leninistas no pudieron salvar al régimen soviético del proceso de degenera­ción y de los problemas del régimen unipersonal. Pero, al cerrar el camino hacia la restauración capitalista, impidieron su disolución. Las reformas progresistas de la burocracia fueron subproductos de la lucha revolu­cionaria de la Oposición. Para nosotros dista de ser suficiente; pero ya es algo.

En el terreno del movimiento obrero mundial, del cual la burocracia depende sólo indirectamente, la si­tuación es muchísimo más desfavorable para la URSS. El stalinismo, por intermedio de la Internacional Co­munista, se ha convertido en el peor freno para la revo­lución mundial. Sin Stalin no hubiera habido un Hitler. En Francia, en la actualidad, con la política de capitula­ción conocida con el nombre de «frente popular». El stalinismo prepara una nueva derrota para el proleta­riado.

Pero en este terreno la lucha de la Oposición de Izquierda no ha sido estéril. En el mundo entero surgen y se multiplican cuadros de revolucionarios proletarios auténticos, verdaderos bolcheviques, que no se unen a la burocracia soviética para aprovechar su auto­ridad y sus arcas, sino que se acercan al programa de Lenin y a la bandera de la Revolución de Octubre. Bajo la monstruosa persecución -sin precedentes en la his­toria- de las fuerzas conjuntas del imperialismo, del reformismo y del stalinismo, los bolcheviques-leninistas crecen, se fortalecen y se ganan la confianza creciente de la vanguardia obrera. Un síntoma inequívoco de la crisis en curso es la magnifica evolución de la Ju­ventud Socialista del Sena.

La revolución mundial avanzará bajo la bandera de la Cuarta Internacional. Sus primeros éxitos barrerán la camarilla stalinista, sus mentiras, sus calumnias, sus falsas reputaciones, hasta que no quede piedra sobre piedra. La república soviética, al igual que la vanguardia proletaria mundial, se liberarán finalmente del pulpo burocrático. El derrumbe histórico del stali­nismo es un hecho predeterminado, el justo castigo por sus innumerables crímenes contra la clase obrera mun­dial. ¡No queremos ni esperamos otra venganza!

[1] ¿Cómo venció Stalin a la Oposición? Biulleten Opozitsi, N° 46, diciembre de 1935. Traducido del ruso [al inglés] para la primera edi­ción [norteamericana] de esta obra por Fred Buchman. Con esta carta en respuesta a Fred Zeller, Trotsky quería refutar el argumento de los centristas de que su línea era errónea, porque si no lo fuera, él hubiera salido vencedor sobre Stalin en la Unión Soviética. Este artículo apare­ció en francés un año más tarde, en Lutte Ouvrière del 5 de noviembre de 1936.

[2] Los stalinistas hacen exactamente lo contrario: cuando hubo un reanimamiento de la economía y un equilibrio político relativo procla­maron la «conquista de las calles», «barricadas», «soviets en todas parte» (el «tercer período»); ahora que Francia atraviesa una profunda crisis social y política, se aferran a los radicales, es decir, a un partido burgués totalmente podrido. Hace mucho se dijo que estos caballeros lloran en los casamientos y bailan en los entierros.

[3] Vladimir Potemkin (1878-1946): profesor burgués, se unió a los bol­cheviques en 1919, fue jefe del cuerpo diplomático y asesor del comisariado de relaciones exteriores. Alexander Troianovski (1882-1955), destacado menchevique de derecha, enemigo de la Revolución de Oc­tubre, denunció a los bolcheviques como agentes alemanes en la asamblea constituyente de 1918. Fue embajador soviético en Estados Unidos en 1934-39. Jacob Surits (1881-1952), embajador de Stalin en Berlín y luego en París, estuvo entre los escasos diplomáticos que escaparon de las purgas. Lev Jinchuk (1868-?), menchevique desde 1903 hasta 1920. Fue embajador en Inglaterra (1926) y luego en Alemania (1930).

[4] Sólo un lacayo podría hablar de Stalin como «teórico» marxista. El libro Problemas del leninismo es una recopilación ecléctica, llena de errores elementales. Pero la burocracia nacional derrotó a la oposición marxista por peso social, no por «teoría».

[5] Samuel Gompers (1850-1924): presidió la Federación Norteamericana del Trabajo (AFL) desde 1886 hasta su muerte. William Green (1873-1952) fue su sucesor. Theodor Leipart (1867-1947), dirigente sindical alemán, fue ministro de trabajo en 1919-20 y sucedió a Karl Legien en la presidencia de la central obrera en 1930-32.

[6] La teoría marxista de la revolución permanente, elaborada por Trotsky, sostiene entre otras cosas que para realizar y consolidar inclu­sive las tareas democrático burguesas, como la reforma agraria en los países subdesarrollados, la revolución debe trascender los límites de la democracia para convertirse en revolución socialista que lleve al poder a un gobierno obrero y campesino. Por consiguiente, seme­jante revolución no se producirá por «etapas» (una etapa capitalista se­guida por una revolución socialista en el futuro indeterminado), sino que será continua o «permanente»  y pasará rápidamente a la etapa poscapitalista. Trotsky desarrolla la teoría en The Permanent Revolution and Results and Prospects (Pathfinder Press, 1972).

[7] Véase el artículo de Trotsky «Acerca del testamento suprimido de Lenin» (1932) y la carta de Lenin donde amenaza romper relaciones con Stalin (5 de marzo de 1923) en Lenin’s Fight Against Stalinism.

[8] Nadezda K. Krupskaia (1869-1939): bolchevique de la Vieja Guardia, era la compañera de Lenin. Cumplió un papel de gran importancia durante la clandestinidad y en la organización de la socialdemocracia rusa en el exilio. Durante un breve período (1926) estuvo vinculada a la Oposición Unificada.

Por León Trotsky, 12/11/1935, publicado en el Biulleten Opozitsi, N° 46, diciembre 1935

Categoría: Historia y Teoría