Nov - 1 - 2008

El debate sobre Cuba y sus premisas teóricas

Sobre la naturaleza de las revoluciones de posguerra y los estados “socialistas”

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El curso de la Revolución Cubana remite a problemas teórico-políticos más amplios, que tienen que ver con el balance de las revoluciones del siglo XX. Por ejemplo, el carácter social de los estados que se decían “socialistas”, y especialmente la naturaleza de las revoluciones de posguerra que expropiaron al capitalismo (como las de China y Cuba).

Esto se relaciona a su vez con otro tema teórico y de balance histórico, pero también de inmensa importancia práctica, porque tiene que ver con la estrategia para el relanzamiento de la lucha por el socialismo en el siglo XXI: ¿en qué medida otros sujetos sociales y políticos pueden sustituir a la clase obrera y trabajadora en la revolución socialista? ¿Hasta dónde es eso posible?

El problema del “sustituismo” se planteó con toda su fuerza ante la realidad de procesos como el de China, y luego Cuba, en los que no era el proletariado, ni social ni políticamente, el sujeto de revoluciones que expropiaban el capitalismo y que además se reclamaban socialistas. Esto parecía desmentir la concepción originaria de Marx que establecía relaciones unívocas entre clase obrera, revolución obrera, dictadura del proletariado y socialismo.[1]

En mayor o menor medida y bajo distintas formas, gran parte del trotskismo de posguerra dio respuestas “sustituistas” a este intríngulis teórico. Respuestas que, a su vez, implicaban una revisión franca y directa –como la de Nahuel Moreno– o más engañosa –como la de Ernest Mandel– de la teoría de la revolución permanente de Trotsky, que siguiendo el marxismo clásico ponía el centro de gravedad en los sujetos sociales y políticos.

Es que las teorías “sustituistas”, para explicar por qué sujetos sociales y políticos no proletarios hacían revoluciones “socialistas”, encontraban la respuesta no ante todo en los sujetos sino en una sobredeterminación de los factores “objetivos”: crisis económica y política, ataques del imperialismo y las burguesías, presión incontenible de las masas, etc., “que no dejaban otro camino que la revolución socialista”.

Una operación teórica parecida se aplicó a los estados donde había sido expropiado el capitalismo. Aunque en ellos la clase trabajadora como sujeto social y político –como la “clase para sí”, de que hablaba Trotsky– tuviese poco o nada que ver con su conformación y conducción, la mayoría de las corrientes los declaró “estados obreros”, cuyo contenido social era la “dictadura del proletariado”, sólo que bajo una forma o régimen burocrático.

La sola expropiación de la burguesía le daba ese carácter “obrero” al Estado… aunque la clase obrera no jugara papel alguno en él como clase-para-sí… o incluso aunque casi no existiese.

Una pregunta molesta que muchos prefieren barrer bajo la alfombra

En esto de los “estados obreros” sin obreros, que llenaron el siglo XX, hay una pregunta fastidiosa para la gran mayoría de las corrientes que se reclaman del marxismo revolucionario:

¿Cómo se volvió al capitalismo sin que mediasen contrarrevoluciones sangrientas, guerras civiles o invasiones imperialistas que destruyesen esos “estados obreros” y despojasen también a la clase trabajadora (supuestamente la clase dominante) de la propiedad de los medios de producción y en general del dominio de la sociedad?

Eso, insistimos, habría sucedido sin resistencias notables de la clase trabajadora. Los trabajadores de los estados burgueses de Occidente han resistido más las privatizaciones de empresas públicas que las clases obreras de la URSS, el Este y China la restauración del capitalismo. No hicieron gran cosa para defender la propiedad nacionalizada (para no hablar del supuesto “estado obrero” en su conjunto y de su “dictadura del proletariado”).[2]

Es verdad que, excepcionalmente, en Cuba no podemos hablar todavía de plena vuelta al capitalismo. Pero la pregunta también se le aplica, porque es evidente que, con mucha más demora, hoy el curso también apunta peligrosamente en sentido restauracionista.

Increíblemente, casi todas las corrientes del trotskismo han barrido bajo la alfombra este problema trascendental o se han limitado a análisis superficiales para salir del paso. Y esto ha sucedido no sólo en corrientes que se caracterizan por su bajo nivel teórico, como el PSTU–LIT o las que se agrupaban en la UIT antes de escindirse. También ha ocurrido en otras, como el mandelismo europeo, que exhibe una multitud de cuadros intelectuales de primer nivel. En nuestra región, también es el caso del PTS–FT, que si bien dedica ciertos esfuerzos a la elaboración política, lo hace desde una matriz teórica por lo general rígida y conservadora. Esta corriente se ha caracterizado por tener cero sensibilidad a la hora de encarar un debate y reflexión real alrededor de las experiencias anticapitalistas del siglo pasado.

Volviendo al mandelismo, es inconcebible que nunca haya “pasado en limpio” y confrontado con los hechos las teorías sobre los “estados obreros” y sus burocracias, construidas por Ernest Mandel. Recordemos que su última gran obra –un libro de 400 páginas dedicado a la situación de la URSS–, comenzaba con la tesis de que era “inconcebible” y “ridículo” pensar que Gorbachov o la burocracia soviética en su conjunto desearan restaurar el capitalismo, porque eso iría contra su propia naturaleza e intereses, y equivaldría a “hacerse un hara kiri”.[3]

Meses después de escribir esto, la Unión Soviética y casi todos los “estados obreros” desaparecían en la noche de la historia. En esa corriente se hicieron luego muchas elucubraciones sobre el hecho, teñidas de un pesimismo insondable que se utiliza como justificación “teórica” de concepciones oportunistas. Pero jamás se ha oído una reflexión autocrítica que pusiera en cuestión la teorización sobre los “estados obreros” que presidió durante décadas la IV Internacional dirigida por Ernest Mandel… y también de otras corrientes del trotskismo.

Cabe insistir sobre esto porque se trata realmente de un problema generalizado. El morenismo (o más bien, las corrientes que resultaron de su estallido, contemporáneo con el de la URSS) no lo hizo mucho mejor que su viejo adversario mandelista. Y otra gran corriente del trotskismo, la encabezada por el SWP de Gran Bretaña, como es devota de la teoría del “capitalismo de Estado” de Tony Cliff, entendió que la cosa no iba con ellos. La URSS siempre había sido capitalista y ahora sólo se trataba de una privatización de las empresas del Estado.

Sin embargo, es una pregunta trascendental la de cómo, sin mayor resistencia de la clase trabajadora, se volvió al capitalismo, sin que mediase una contrarrevolución sangrienta y/o una guerra civil que destruyese el “estado obrero”. ¿Cómo se despojó a la clase obrera (la clase supuestamente dominante) de la propiedad de los medios de producción?

Sería el primer caso en la historia de que una “clase dominante” se deja quitar el poder y la propiedad de esa manera, sin resistencia alguna. Y este proceso tenía evidentemente raíces profundas, porque (bajo distintas formas) se desarrolló tanto en países donde se produjo una caída de los regímenes stalinistas (la ex URSS y el Este) como en países donde el régimen burocrático se mantuvo (China, Vietnam).[4]

Hoy, en relación con Cuba, este gran problema teórico-político adquiere una enorme importancia práctica, vistas las presiones y el curso restauracionistas que existen allí.[5]

Después de estos hechos trascendentales, hablar de “estado obrero” nos pone ante un serio problema conceptual y teórico. “Estado obrero” sólo puede significar que los trabajadores son la clase dominante de ese estado (aunque sea bajo el mando más o menos usurpador de una burocracia). Es decir, una dictadura del proletariado, para usar el concepto de Marx (que nunca habló de “estado obrero”). Y si, insólitamente, siendo los trabajadores la clase dominante, se han dejado quitar de esa manera, con tal escandalosa facilidad, el poder y la propiedad, habría que concluir que el marxismo se ha equivocado sobre la posibilidad de que el proletariado sea la clase que, al liberarse, puede liberar al conjunto de los oprimidos y explotados, terminar con el capitalismo y, sobre todo, encabezar la construcción de una nueva sociedad sin explotadores ni explotados, el socialismo.

Insistimos sobre este punto: sostener lo de “estado obrero” después de lo sucedido en la ex URSS y el Este (y también de otro modo en China), significa implícitamente extender un certificado de radical ineptitud del proletariado para realizar esa tarea histórica. Por eso, sorprende ver a tanto marxista y trotskista que sigue hablando tranquilamente de los (fenecidos) “estados obreros” sin ser capaces de sumar dos más dos.[6]

Esta ceguera “ortodoxa” simplemente le hace el juego a la cohorte de charlatanes que desde la caída del “muro de Berlín” ha decretado que la clase obrera ha desaparecido y/o es inepta para establecer su propio dominio. Pero esto, al mismo tiempo, exige adecuar la teoría a los nuevos hechos históricos y experiencias de la lucha de clases, sean revolucionarias o contrarrevolucionarias.

Esto es lo que fue haciendo el marxismo desde sus orígenes (a los que, en cierto sentido, hay que volver). Por eso, sería conveniente recordar cómo fue también cambiando, en relación con la experiencia histórica y esas realidades de la lucha de clases, la misma teoría del Estado.

Algunos avatares de la teoría marxista del Estado

Marx no alcanzó a desarrollar una teoría del Estado tan ampliamente como lo hizo con la teoría del valor y la plusvalía. Eso no significa, por supuesto, que no haya producido elaboraciones fundamentales que dieron a los marxistas bases sólidas para una comprensión teórica del Estado, o sea, de las instituciones políticas que permiten a un sector (minoritario) de la sociedad dominar y explotar al resto.

Pero, al mismo tiempo, el carácter fragmentario del legado de Marx en esta esfera dejó grandes vacíos y problemas pendientes, especialmente porque esas elaboraciones tenían que ver generalmente con un tipo concreto de sociedad, de estado e incluso de situación política (como por ejemplo el golpe de estado de Napoleón III). Esto presenta dificultades para su generalización.

Así, no son exactamente las mismas consideraciones teóricas sobre el Estado (ni el rasgo fundamental que Marx subraya) en El 18 Brumario (un aparato burocrático que se eleva por encima de la sociedad, bonapartismo, etc.), o en los escritos sobre la “sociedad asiática” (un estado con una capa burocrática que explota a una sociedad sin “clases” en sentido estricto), o luego las de Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (el Estado como instrumento político de una clase dominante, aunque con “anomalías” de esa regla, como el absolutismo o el bonapartismo).

Para complicar más las cosas, un concepto central en la teoría del Estado, la definición de clase social, nunca fue desarrollado por Marx. ¡El mayor teórico de la lucha de clases jamás formuló una definición universal de qué es una clase social! Por lo menos, una definición que sea válida no sólo para el capitalismo –donde la cosa está algo más clara– sino para el conjunto de las formaciones económico-sociales donde impera la explotación del hombre por el hombre y, por consiguiente, existe el Estado. En principio, podemos tomar como referencia la ubicación de las clases en las relaciones de producción, pero en verdad eso sólo es relativamente exacto en el capitalismo.

Es en el tomo III de El capital donde Marx daría, al pasar, la definición más “global”, más general del Estado, (definición que además llama la atención porque no utiliza la palabra “clase”). Con ella Marx pretendía abarcar a “toda forma específica de Estado”. Es una definición que conviene tener muy en cuenta también para el problema de los estados surgidos de las revoluciones del siglo XX:

La forma específica en que el plustrabajo no pagado se le extrae a los productores inmediatos determina la relación de dependencia entre amos y no amos, tal como se desprende directamente de la producción misma, y a su vez reactúa sobre ella. Es también la base sobre la cual reposa toda la estructura de la comunidad económica y las condiciones mismas de producción, y por lo tanto, al mismo tiempo, la forma política específica”.

Y más adelante decía: “Es siempre en esta relación que encontramos el secreto íntimo, el fundamento oculto de todo el edificio social, y por consiguiente también la forma política, revestida por la relación de soberanía y dependencia; en una palabra, de toda forma específica de Estado” (subrayado nuestro).

Recordemos finalmente que ni para Marx ni para Engels el Estado debía ser siempre, necesaria y directamente el Estado exclusivo y/o directo de una clase “propietaria” (en el sentido por ejemplo de la sociedad antigua esclavista o la actual, capitalista). Marx ya había analizado el fenómeno de las sociedades que llamabas “asiáticas”. A su vez, Engels decía que “por excepción, hay períodos en que las clases en lucha están tan equilibradas que el poder del Estado, como mediador aparente, adquiere cierta independencia momentánea respecto de una y otra”.[7]

La apertura en el siglo XX de una “época de guerras y revoluciones” puso sobre el tapete la necesidad de reformular y al mismo tiempo restaurar la teoría del Estado en su esencia revolucionaria, ya que bajo la II Internacional se habían generalizado las interpretaciones reformistas. Habían sido “olvidadas”, entre otras cosas, la necesidad de la destrucción revolucionaria del estado burgués y de la constitución de otro Estado: “es decir, el proletariado organizado como clase dominante”.

Esta tarea, que cumple Lenin en El Estado y la revolución, define al estado proletario en forma esencialmente político-social: no va a ser “un estado de burócratas, sino el estado de los obreros armados… un estado realmente democrático: el estado de los consejos de diputados obreros y soldados” (subrayados de Lenin).

Años después, Lenin deberá rectificar esto parcialmente, al decir que no existía simplemente un “estado obrero”, sino que la realidad de la URSS había producido un “estado obrero con deformaciones burocráticas”.

Las concepciones en la oposición de izquierda

A principios de la década del 30, ya era evidente que también esta caracterización de la Unión Soviética había caducado. La URSS ya no era el “estado democrático de los obreros armados” y el cáncer de las “deformaciones burocráticas” llenaba el conjunto del Estado. Entonces, en la Oposición de Izquierda se formulan dos definiciones.

Cristian Rakovsky, que en muchos aspectos se había adelantado a Trotsky en el análisis del fenómeno de la burocracia[8], sostiene que “de un estado obrero con deformaciones burocráticas –como Lenin definía la forma política de nuestro estado– estamos pasando a un estado burocrático con restos proletarios comunistas”.[9]

Con esta definición, Rakovsky seguía los carriles clásicos de definición político- social del Estado. Es decir, de tomar en cuenta esencialmente “la relación de dependencia entre amos y no-amos”, que a su vez se asienta en “la forma específica en que el plustrabajo no pagado se le extrae a los productores inmediatos”.

Tiempo después Trotsky va a hacer una definición diferente, pero en ciertos aspectos no absolutamente contradictoria a la Rakovsky, la de “estado obrero degenerado”.

Así, en los años 30 se va a ir desarrollando la obra teórica de Trotsky acerca de este imprevisto curso de degeneración burocrática del primer estado surgido de una revolución obrera en la historia. Su obra teórica es monumental, considerando que se trataba de un fenómeno no sólo inesperado sino absolutamente nuevo, “sin precedentes” en las experiencias anteriores de la lucha de clases y los acontecimientos históricos. Pero esto da a toda su obra –desde La revolución traicionada hasta las decenas de artículos menores pero no menos importantes– una característica que muchas veces no es tenida en cuenta: que obligatoria e inevitablemente presenta hipótesis y elementos contradictorios, y sobre todo de análisis y pronósticos alternativos.

Consciente de esto, Trotsky señala en La revolución traicionada que “los doctrinarios no estarán, naturalmente, satisfechos por una definición tan vaga [del carácter social de la URSS]. Ellos quisieran fórmulas categóricas: sí y sí; no y no. Las cuestiones de sociología serían mucho más simples si los fenómenos sociales tuviesen siempre contornos precisos. Pero nada es más peligroso que eliminar, buscando la precisión lógica, los elementos que contrarían desde ahora nuestros esquemas y pueden mañana refutarlos. Nosotros tememos por encima de todo, en nuestro análisis, violentar el dinamismo de una formación social que no tiene precedentes y no conoce analogías” (subrayado nuestro).

Este punto de vista metodológico debemos tenerlo muy cuenta, porque a veces se olvida que hoy ya vimos el “final de película” de los “estados obreros burocráticos”. Trotsky sólo pudo asistir a los primeros minutos. ¡Nosotros sí tenemos precedentes![10]

Pero volvamos al análisis de Trotsky sobre la URSS. Como la clase trabajadora soviética no sólo ya había sido despojada de todo poder real sino que bajo el terror stalinista soportaba una dominación política y un régimen de trabajo brutales, Trotsky se ve obligado a hacer una reelaboración de la teorización clásica del Marx (y luego de Lenin). Sostiene que, pese a su degeneración, el estado soviético puede seguir siendo definido como “obrero” mientras conserve “las formas de propiedad creadas por la Revolución de Octubre”, y mientras “no sean liquidadas, el proletariado seguirá siendo la clase dominante” (L. Trotsky, “La naturaleza de clase del estado soviético”).

En verdad, este radical cambio del “centro de gravedad” de la teoría marxista del Estado escondía dos problemas (y peligros):

1) Tendía a una “petición de principio”: que la propiedad estatal de los medios de producción (que implicaba la ausencia de capitalistas privados) era de por sí “obrera” (o por lo menos que continuaba otorgándole un carácter proletario al Estado).

2) Pero esa operación teórica abría también las puertas a una complicación más profunda y compleja. Para el marxismo, las relaciones de propiedad no constituyen la estructura de una sociedad (relaciones de producción) sino que son sólo su “expresión jurídica”; dicho de otra forma, las relaciones de propiedad son en verdad parte de la “superestructura jurídica y política” de la sociedad (K. Marx, Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política).

Esta “expresión jurídica” no es una relación directa sino dialécticamente mediada a través de las instituciones del Estado, las leyes y hasta las “costumbres”. En el curso de la historia, entre las relaciones de producción y las relaciones de propiedad han jugado todas las variantes del desarrollo desigual y combinado y sus mediaciones.

El marxismo vulgar, sobre todo de ADN stalinista y/o economicista, frecuentemente da por sentado que sólo existen o han existido dos situaciones posibles en relación con los bienes en general y a los medios de producción en particular: la propiedad absoluta y su reverso, la no propiedad también absoluta.

Pero, en verdad, esto ha sido excepcional en la historia. Sólo se ha dado en las formaciones sociales esclavistas (Grecia clásica y Roma) y sobre todo en las capitalistas modernas. En el resto han primado toda suerte de combinaciones, de formas “intermedias”, complejas y a veces ambiguas, de posesión y usufructo, o incluso de propiedad “escalonada” (sobre un mismo bien, distintas personas tienen diferentes derechos; por ejemplo, en el feudalismo, sobre un bosque, el señor podía tener derecho exclusivo de caza, y los siervos, de recoger leña caída pero sin cortar árboles, etc.). Y estas formas pueden estar legisladas explícitamente o no. En los períodos de transición, esto se suele combinar con importantes desfases –“atrasos” o “adelantos” relativos– entre la estructura (relaciones de producción) y su “expresión jurídica” (relaciones de propiedad).[11]

Trotsky, al apuntar el foco de la definición del “estado obrero degenerado” a “las formas de propiedad creadas por la Revolución de Octubre”, estaba haciendo eje –como señalamos antes– en una relación de carácter jurídico; es decir, superestructural. Eso implicó que quedara en la penumbra una cuestión fundamental: las relaciones de producción que configuraban la estructura económico- social de la Unión Soviética.[12]

Esto nos remite al problema más amplio y crucial de las relaciones de producción en la transición del capitalismo al socialismo. Concretamente: ¿esas relaciones de producción son esencialmente las mismas en un “estado obrero burocrático” que en un verdadero estado obrero, donde impere la democracia socialista y la clase trabajadora sea la que realmente ejerza el poder y no sea sustituida por una burocracia que pretende gobernar en su nombre?

Veremos más adelante que, en relación con esta cuestión crucial, Trotsky no da una respuesta del todo clara, sino formulaciones parcialmente contradictorias.

Más allá de esto, en ese momento Trotsky probablemente tenía razón a nivel político, aunque “forzara” desmedidamente las determinaciones clásicas de la teoría marxista del Estado.

Como aclara tiempo después, “la definición de la URSS como estado obrero” no la emplea como “una categoría lógica, e incluso algo ética”, sino “como una categoría histórica que ha llegado al borde su propia negación” (subrayado nuestro).[13]

Pero Trotsky no quería traspasar ese límite, por motivos políticos muy atendibles y correctos. No quería cerrarse a la posibilidad de que “un acontecimiento histórico de gran importancia, un cambio de situación en la URSS” llevara al “derrumbe de la burocracia stalinista”. Sabía que ese gran acontecimiento histórico –la Segunda Guerra Mundial– estaba a punto de estallar: era ese test objetivo de la lucha de clases el que decidiría finalmente.[14] Así, en La revolución traicionada concluye que, en última instancia, “el problema del carácter social de la URSS aún no está resuelto por la historia”.

Sin embargo, la guerra no se saldó con el “derrumbe de la burocracia stalinista” y la regeneración obrera de la URSS. Por el contrario, fue en la posguerra donde la burocracia alcanzó el cenit de su poder geopolítico y de su influencia sobre el movimiento obrero y la izquierda mundial, gracias a haber encabezado, junto con las “democracias occidentales” la guerra contra el nazifascismo. Por otro lado, los trotskistas, los marxistas revolucionarios, salimos de eso como una ínfima y marginal minoría que remaba penosamente contra la corriente.

La guerra mundial había dado resultados muy diferentes a la alternativa que imaginaba Trotsky. Esa alternativa se planteaba en términos absolutos que no se dieron: contrarrevolución fascista (con la liquidación de la URSS, incluida su burocracia) o revolución obrera y socialista, con la consiguiente regeneración del estado soviético y el derrocamiento de la burocracia stalinista.

Trotsky había tenido todo su derecho a hacer esa “apuesta a la revolución”. Pero los resultados de la Segunda Guerra Mundial no fueron ésos: resultó un “híbrido”, una combinación no prevista, como sucede tantas veces en la historia. El nazifascismo –la contrarrevolución total, “absoluta”– no triunfó en Europa, pero tampoco la revolución obrera y socialista. Se presentaron situaciones revolucionarias (incluso con fuertes elementos de poder dual) en países importantes de Europa, como Francia, Italia e incluso en regiones de Alemania. Pero, como sabemos, fueron decisivos los pactos entre el imperialismo y la burocracia del Kremlin para contener y luego desarmar eso.

Su condición de vencedores del nazifascismo permitió a los stalinistas establecer un férreo control de la mayoría del movimiento obrero y de masas europeo (mientras el resto caía bajo la férula de la no menos contrarrevolucionaria socialdemocracia). Las tendencias instintivas pero inorgánicas de las masas obreras a asumir el poder y a la revolución socialista chocaron con lo decisivo en situaciones como éstas, los factores subjetivos: conciencia, programa y organización política y social de la vanguardia y las masas trabajadoras.

 

El hecho es que el epicentro de las luchas revolucionarias se desplazó de Europa a la periferia (Asia, África y América Latina). Europa o, mejor dicho, el proletariado y el movimiento obrero europeos, desde 1848, habían sido el epicentro mundial de las revoluciones y en general de la lucha por el socialismo. Pero, desde la derrota de la Revolución Española durante la guerra civil de 1936-39, esto no volvió a suceder hasta ahora. Aunque hubo luchas importantes, con gran intervención obrera y con repercusión mundial –la revolución de los Consejos Obreros de Hungría (1956), el Mayo Francés (1968), la revolución portuguesa (1974) y otros procesos–, el “centro de gravedad” revolucionario en el mundo se trasladó a la periferia, con profundas consecuencias en relación a los sujetos sociales y políticos involucrados.

 

Este “traslado” de las revoluciones en la segunda posguerra tuvo su caso geopolíticamente más importante en China, aunque el valor de la Revolución Cubana fue también enorme. Y no es uno de los menores problemas teóricos que afrontamos el de explicar cómo de una revolución de envergadura comparable a la de Rusia (que además se reclamó “socialista”), ha resultado lo de hoy: que China es la fábrica (capitalista) del mundo y la “locomotora” del capitalismo mundial.[15]

 

Las expropiaciones y revoluciones de la segunda posguerra

 

La expropiación de la burguesía en los países de Europa del Este y el posterior triunfo de la Revolución China en 1949 replantearon a los trotskistas todos los problemas de la teoría del Estado.

 

La mayoría se inclinó por “adaptar” a la nueva situación (y darle una nueva vuelta de tuerca) el punto de vista de Trotsky en la década del 30, en cuanto a definir el carácter de clase del Estado exclusivamente por el primado de la propiedad estatal. Sólo que ahora se distinguía entre el “estado obrero degenerado” (la URSS) y los nuevos “estados obreros deformados” (el Este europeo, China, etc.), que ya eran burocratizados desde su nacimiento.[16] Una minoría eligió soluciones teóricas no mucho mejores, como la del “colectivismo burocrático”[17] o la del “capitalismo de Estado”, algo además políticamente muy peligroso porque tendía a poner un signo igual entre imperialismo yanqui y el “capitalismo de Estado” y/o “imperialismo” soviético.[18]

 

Diez años después de China, la Revolución Cubana vino a añadir nuevas complicaciones teóricas, que ya en gran parte consideramos en el trabajo publicado en esta edición.

 

La solución del “estado obrero deformado”, aunque aparecía como continuidad de Trotsky, en verdad implicaba una generalización abusiva que desnaturalizaba su razonamiento marxista; es decir, histórico-concreto. Con esta “operación teórica”, lo de “estado obrero” dejaba de ser una categoría histórica (como en Trotsky), para transformarse en una categoría lógica; o sea, metafísica.[19] O, en palabras de Marx, en una categoría “inmortal, inmutable e inmóvil”, que dejaba de lado toda consideración sobre las verdaderas relaciones sociales en que se insertaba… y las que la habían generado.[20]

 

Según esta concepción metafísica o “lógica”, cualquier Estado que expropiara y/o poseyese los medios de producción fundamentales, pasaba a ser automáticamente un “estado obrero” aunque ningún obrero, ni menos la clase trabajadora como tal, tuviese mucho que ver con el asunto.

 

Si había expropiación se consideraba que instantáneamente el Estado se transformaba en “obrero”, haciendo abstracción total del proceso de la lucha de clases que había llevado a esa medida; es decir, dejando de lado los sujetos sociales y políticos que la aplicaban, y cómo lo hacían. En palabras de Marx, se hacía abstracción de las “actuales relaciones [sociales]” en que se daba.[21] Quién expropiaba y cómo lo hacía eran cuestiones relegadas al último plano o desaparecían por completo.

 

A las palabras “estado obrero” o “dictadura del proletariado” se les añadía algún adjetivo, como “deformado” o “burocrático”, como si fuesen variedades de una misma familia, algo así como las panteras o los gatos domésticos, que son ambos de la misma familia zoológica de los felinos. Pero en la esfera de la sociología y la política, esta operación puede resultar aún más peligrosa que confundir un gato con una pantera en la realidad.

 

La generalización fue entonces el concepto de “estados obreros” en los que la clase obrera tenía poco que ver con el estado “de carne y hueso” (aunque éste a veces hablara en su nombre). Es decir, con el estado concreto, tal como se encarna en sus instituciones (que eran completamente de las burocracias).

 

Estado y régimen político, superestructura y relaciones de producción

Producto de lo que venimos explicando, la gran mayoría del trotskismo de posguerra generalizó abusivamente, casi hasta lo absoluto, dos hipótesis de Trostky. Esto fue una extrapolación, ya que esas hipótesis estaban en contradicción con otros aspectos de sus análisis sobre la terra incognita que era el primer ensayo de un estado donde el capitalismo había sido expropiado. Es que, como ya señalamos, Trotsky no quería cerrarse a ninguna posible variante de “una formación social que no tiene precedentes”.

 

Las dos hipótesis que mencionábamos están estrechamente ligadas entre sí:

 

1) que un estado obrero, al igual que los estados burgueses, podía tener regímenes políticos completamente distintos: a saber, burocrático o de democracia obrera. Dicho de otro modo: que sobre las mismas bases sociales y estructurales pueden erigirse superestructuras muy distintas, tal como ocurre en el capitalismo.

 

2) Que algunas clases y/o sectores sociales podían sustituir a la clase obrera, cumpliendo tareas históricas que corresponderían al proletariado.

 

El objetivismo –o sea, considerar primordialmente qué se hace, dejando de lado quiénes y cómo lo hacen– fue acompañado del mencionado sustituismo. Pero, insistimos, estas hipótesis eran extrapoladas abusivamente del pensamiento global de Trotsky, y además convertidas en tesis, en afirmaciones axiomáticas.

 

El razonamiento fue más o menos el siguiente: los estados burgueses muestran cómo un mismo Estado puede tener diversos regímenes políticos (monárquicos, bonapartistas, democráticos, fascistas, etc.) Son regímenes muy diferentes (que a veces incluso se apoyan sobre sectores distintos de las clases explotadoras), pero el carácter de clase del Estado es el mismo: burgués.

 

De la misma manera, un estado obrero puede instaurar regímenes políticos muy diferentes. Si se apoya en las capas burocráticas, será un estado obrero burocrático. Si, en cambio, el régimen se apoya en la clase trabajadora organizada democráticamente, será un estado obrero de “democracia socialista” (Mandel) o “revolucionario” (Moreno).

 

Además, el mismo Trotsky hizo notar los antecedentes de “sustituismo” en algunas revoluciones burguesas. Uno de los ejemplos que citaba era el del régimen de Bismarck, que cumplió la tarea históricamente progresiva de unificar Alemania (que la burguesía había sido incapaz de consumar) y que se apoyaba en los terratenientes prusianos de estirpe feudal. De la misma manera, la situación de la lucha de clases en la posguerra hizo que sectores sociales no proletarios cumplieran tareas que se creía reservadas a la clase obrera.

 

Con desmedida exageración en intelectuales como Isaac Deutscher (que llegó a extender eso al mismo Stalin) y con mayor o menor amplitud según las distintas corrientes del trotskismo, esta concepción “sustituista” fue norma en la posguerra. Pero el curso hacia el abismo de los supuestos “estados obreros”, y ahora los peligros que se alzan frente a Cuba, obligan hoy a reconsiderar todo eso.

 

En primer lugar, no es posible generalizar a todas las formaciones económico- sociales (y menos aún a las que han expropiado a la burguesía) una característica que es casi exclusiva del capitalismo: a saber, la separación extrema entre estructura y superestructura, entre las relaciones de producción y las de dominación política, entre la economía y el Estado, entre el hombre como homo economicus (comprador o vendedor en el mercado de la fuerza de trabajo, que determina la fundamental división de clases de la sociedad) y la ficción de los “ciudadanos iguales” en la esfera política. Esto da al capitalismo, en esa esfera política, un carácter extremadamente “plástico” que no tienen ni podrían tener otras formaciones económico-sociales, tanto precapitalistas como poscapitalistas.[22]

 

Es una ventaja inmensa del capitalismo poseer esta plasticidad política, que permite que el estado burgués pueda tener como “régimen político” desde dictaduras fascistas o militares tipo Mussolini o Pinochet hasta regímenes estilo Chávez, pasando por las formas de “democracia” republicana “normal”, las monarquías constitucionales (Gran Bretaña) o despóticas (Arabia Saudita), los regímenes semi-teocráticos (Irán), etc., etc.

 

Pero el resto de las formaciones económico-sociales no tiene semejante plasticidad. Por ejemplo, en el feudalismo clásico sería inconcebible semejante separación entre las funciones superestructurales político-jurídico- militares del señor feudal y sus funciones estructurales, la extracción de producto y trabajo excedentes a sus siervos.[23]

 

Insistimos: se trata de un rasgo muy importante y casi único del capitalismo, que sólo ha sido compartido (pero en forma cualitativamente más restringida) por algunas formaciones sociales basadas en la esclavitud (ciudades de la antigua Grecia en su período clásico y luego, en parte, Roma).

 

Esto hace que los capitalistas puedan ejercer el poder del Estado mucho menos directamente que las clases o capas dominantes de otras formaciones sociales: lo hacen por mediación de un personal especializado: las burocracias políticas y militares.

 

Éstas son reclutadas sobre todo en las ambiguamente llamadas “clases medias”, pero también en el resto del espectro social: desde los remanentes de las viejas clases precapitalistas (como los ridículos monarcas y aristócratas de tantos países europeos) hasta los dirigentes “obreros” (estilo Lula, por ejemplo). Frente a las crisis, esto permite al capitalismo no sólo cambiar de elenco, sino más aún, también de régimen. Así, suben y bajan los gobiernos, cambian los regímenes, pero el capitalismo queda. La convulsionada historia de Cuba hasta 1959 es uno de los tantos testimonios de eso.

 

Pues bien: poco o nada de esto puede suceder una vez que se expropia a los capitalistas: Estado, régimen y economía dejan de ser (relativamente) “autónomos”. Se termina esa “externalidad” mutua entre producción y Estado, estructura y superestructura.

 

Como explicó Trotsky, las razones de esta diferencia se basan en que el capitalismo puede reproducirse casi “automáticamente”. Pero si se expropia a los capitalistas los principales medios de producción, ya la cosa deja de ser “automática”. Se acabó el “automatismo” con que el capital garantiza su propia reproducción y valorización. Alguien debe no sólo comandar y administrar el funcionamiento de la producción y la economía en general, sino también tratar de que las masas obreras trabajen con una eficiencia y productividad que logre medirse con el capitalismo.[24]

 

Que esto lo intente hacer el “Estado de los burócratas” (por encima y sin control alguno ni derecho a decidir de los productores) o lo realice el “estado democrático de los obreros armados” no es una mera diferencia de “régimen político” ubicada en las nubes de las superestructuras. Dicho de otro modo: no se trata de un régimen que podría ser sustituido por otro (como sucede en el capitalismo), mientras, por abajo, las relaciones de producción seguirían más o menos igual.

 

Por el contrario, ambas opciones implican diferencias radicales en el tipo de Estado, porque tiene que ver en el fondo con lo que hasta podríamos llamar dos modos de producción distintos en la transición (o que, por lo menos, apuntan en ese sentido).

 

En “La economía soviética en peligro”, un texto de 1932, Trotsky hace un interesante paralelo entre uno u otro posible modo de producción que se esbozan después de la expropiación de los capitalistas.

 

Por un lado, la planificación de los burócratas que piensan que poseen una “mente universal” que les permitiría “trazar a priori un plan económico perfecto y exhaustivo, empezando por el número de acres de trigo y terminando con el último botón de los chalecos” y que asimismo “prescinde tan fácilmente de la democracia soviética y del control del mercado”.

 

Por el otro, “una economía de la etapa de transición por medio de la interrelación de estos tres elementos: la planificación estatal, el mercado y la democracia soviética”. Y de estos tres “elementos”, Trotsky pone como decisivo a la democracia obrera y socialista, porque “la lucha entre los distintos intereses como factor fundamental de planificación nos lleva al terreno de la política”.

 

Así, la política y la democracia socialista (superestructura) es parte integral e inseparable de las relaciones de producción (estructura) de la transición. Y esto también puede decirse de la otra alternativa de la producción: la que comanda la burocracia: también está sobredeterminada por la dominación burocrática, que no puede tolerar la democracia obrera, porque le haría imposible apoderarse de una parte importante del producto excedente.

 

Esto, a su vez, determina no meramente dos regímenes distintos (burocrático y revolucionario) del mismo estado obrero, sino dos tipos de Estado diferentes por su carácter social y no sólo “político”.[25]25

 

Pero digamos algo más en relación con esta cuestión fundamental de las relaciones de producción en la transición del capitalismo al socialismo. La expropiación de la burguesía en un país –ya sea en inmensos territorios como China y Rusia o en una pequeña isla como Cuba– no lo independiza de la economía mundial, que sigue siendo capitalista. O, dicho de otro modo, no lo independiza de la ley del valor.

A partir de las elaboraciones de Trotsky –entre ellas, la fundamental de la unidad de la economía mundial– Pierre Naville profundizó el análisis de las relaciones de producción en los países donde se expropia el capitalismo. Esto lo desarrolló principalmente en relación con la URSS, pero en rasgos generales es también válido para Cuba.

Naville, desarrollando un ejemplo adelantado por Marx, comparaba a estas sociedades con una cooperativa de trabajo. Allí ya no hay patrones, pero el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas y el hecho de que esa cooperativa existe a escala nacional, en el marco de la economía capitalista mundial, hace aún imposible superar o “abolir” el trabajo asalariado, y por ende la plusvalía. Como forma “transicional” se impone todavía una autoexplotación (concepto de Marx) o “explotación mutua” (según Naville). Dicho de otra forma: aún hay plusvalía –o sea, valor excedente no pagado al trabajador–, pero ella no va al bolsillo de un patrón privado sino al de la cooperativa. La plusvalía es estatizada.

Sin embargo, el problema se presenta, como ya lo alertaba la Plataforma de la Oposición de Izquierda en 1927, cuando esa plusvalía estatizada va a parar crecientemente a manos de la burocracia. Décadas después, esto ya había dado un salto cualitativo. El “socialismo” soviético se presentaba entonces como “una especie de agrupamiento de cooperativas funcionando bajo una serie de leyes heredadas del capitalismo y coordinadas por la mano brutal de una burocracia”.[26]

Tal como señalaba Trotsky, la apropiación por la burocracia del producto excedente no constituyó un sistema de explotación “orgánico”, como el capitalismo u otros anteriores. Por eso no duró siglos (como el feudalismo o el capitalismo), sino apenas un suspiro, si lo medimos en sus proporciones históricas.

No hubo lugar en la historia para un “colectivismo burocrático”, como imaginaron algunos. Con notable rapidez, se vino abajo de diversas maneras. Sin embargo, es importante comprender, sobre todo para el relanzamiento de la lucha por el socialismo, que esto efectivamente fue un sistema de explotación. Aunque no llegó a ser “orgánico”, fue sin embargo estructural, y no una de las tantas formas de régimen político que puede asumir un mismo estado obrero.

Para aclarar más esto, tomaremos una analogía formulada por Nahuel Moreno sobre la transición. Moreno decía que era como una línea de ferrocarril. Si el tren de la revolución lo conducían direcciones burocráticas y/o pequeño burguesas, entonces, se detenía en la estación “expropiación de la burguesía” y no seguía avanzando en la transición al socialismo.

En verdad, las cosas han sido mucho más complicadas. Nunca los ferrocarriles tienen una sola vía: hay bifurcaciones, desvíos y también “vías muertas”; es decir, que no llevan a ninguna parte. Podemos decir que frente al tren de la revolución se abren dos vías. Si lo conduce una burocracia, tomará por una vía muerta… y finalmente retornará al capitalismo. Si se impone el programa de la democracia obrera y socialista y el conductor es realmente la clase obrera autodeterminada, el tren tomará por otra dirección: la vía transicional al socialismo.

Así, las burocracias, organizadas en estados “todopoderosos”, no pararon el tren después de la expropiación, sino que siguieron marchando por otras vías.

Inicialmente, ni la burocracia stalinista ni la maoísta tendieron a la restauración capitalista, sino que avanzaron tratando de hacer “orgánico” e históricamente perdurable su sistema de explotación “inorgánico”.

Por ese camino se establecieron “estados burocráticos” (o “socialismos de estado”, como lo llamaba Pierre Naville), que finalmente se demostraron sin mayores perspectivas históricas. Es decir, fracasaron estrepitosamente. Entre otros motivos, porque eran economías nacionales en el marco de una economía mundial capitalista, y porque el sistema burocrático fue incapaz de un desarrollo sostenido de las fuerzas productivas. Después de esos fracasos, las burocracias se orientaron hacia la restauración, aunque bajo distintas formas. Cuba, más tardíamente por los motivos que apuntamos, está frente a la misma encrucijada.

Es imposible abstraer el determinante elemento político (democracia obrera y socialista o dictadura burocrática) de estos fracasos económicos, que tuvieron como consecuencia no sólo la pérdida de la mayor conquista revolucionaria de la historia (la expropiación del capitalismo en un tercio de la humanidad), sino algo incluso peor: una grave crisis en la conciencia de los trabajadores sobre la posibilidad de una alternativa socialista al capitalismo.

Clases, burocracia y “sustituismo”

Esto nos lleva a una reflexión final sobre el “sustituismo”, que después de los desastres del siglo XX algunos quieren volver a poner en los altares, no sólo prendiendo velas a Chávez sino también ahora a Raúl Castro.

Trotsky, efectivamente, se planteó un interrogante, tomando el ejemplo de los junkers prusianos y también el de la Restauración Meiji (1868) que, “desde arriba”, hizo pasar vertiginosamente a Japón del feudalismo al capitalismo imperialista. Tanto los junkers prusianos, cuya cabeza era Bismarck, como los sectores de la aristocracia japonesa conducidos por el emperador Meiji eran capas sociales de origen feudal que cumplieron tareas burguesas históricamente progresivas (unificación de Alemania, desarrollo del capitalismo en Japón, etc.).

Haciendo una analogía hipotética, Trotsky se preguntaba en qué medida la burocracia soviética –una capa pequeñoburguesa– podía jugar momentáneamente un rol “sustituista” parecido. Es decir, cumplir limitada y contradictoriamente tareas del proletariado y del socialismo. Pero, al mismo tiempo, daba hipótesis opuestas (que generalmente no son recordadas), como por ejemplo que el dominio de la burocracia ya implicaría, tarde o temprano, la restauración del capitalismo “en frío”.

Pero nosotros, como señalamos antes, a diferencia de Trotsky, hemos podido ver el final de la película: ninguna burocracia cumplió un papel como el de Bismarck o el emperador Meiji, ni nada parecido. Se dio otra de las hipótesis de Trotsky: que los burócratas llevarían a la restauración capitalista. Hoy ya tenemos esa comprobación, de la que careció Trotsky en vida. Y no hay hecho o motivo alguno que indique que la burocracia cubana vaya a ser una excepción.

Este resultado se debe a una cualidad también única del capitalismo: la amplísima y fenomenal capacidad, a nivel nacional y mundial, de asimilarse a otras clases y capas sociales precapitalistas explotadoras y/o privilegiadas, “aburguesarlas” y ponerlas a su servicio. Ni la clase obrera ni un estado proletario tendrían tal capacidad.

El capitalismo ha aburguesado a jefes de tribus, reyes, emperadores, maharajás, jeques, junkers, samurais y a cuanto explotador y/o privilegiado precapitalista haya existido en el planeta. Y también, lamentablemente, por el otro lado, ha asimilado y domesticado a legiones de burócratas obreros (incluyendo muchos que al principio fueron legítimos luchadores), jefes guerrilleros y dirigentes de movimientos sociales campesinos, indígenas, etc. Se ha devorado además a dos generaciones históricas de partidos originariamente obreros, los socialistas, provenientes de la Segunda Internacional, y los comunistas, de la Tercera.

Finalmente, repitamos que no se trata aquí de debates académicos (como sería con Deutscher, si viviese), ni tampoco de negar, en abstracto, la posibilidad de que sectores sociales y políticos no obreros, en circunstancias especialísimas, cumplan limitadamente tareas históricas que corresponderían al proletariado, como fue el caso de la Revolución Cubana.

El problema concreto es otro: después de un siglo de inmensas revoluciones cuyo saldo fue el fracaso total e inapelable de los “sustitutos” de la clase trabajadora, el “sustituismo” está de nuevo en pie, como programa y política de sectores del marxismo revolucionario y de la vanguardia.

Frente a esa situación política concreta –que atraviesa al marxismo revolucionario en América Latina y el resto del mundo–, creemos que nuestra posición, efectivamente, debe ser tajante: ¡no hay “sustituismo” que valga! ¡Si no logramos volver a poner en pie de lucha a la clase trabajadora y al movimiento obrero, nadie vendrá a reemplazarlos!

[1].- Hay que hacer notar que, ya en tiempos de Marx y Engels, a la maltratada palabra “socialismo” se le pretendía dar cualquier significado. Por eso, en el Manifiesto Comunista se ven obligados a clarificar las variedades de “socialismos” fraudulentos en boga. Para eso emplean ante todo un criterio de clase; es decir de los sujetos sociales que se expresan en esos pretendidos “socialismos”. En el siglo XX, esta interesada nebulosidad del concepto de socialismo llegó al grado de estafa escandalosa. Así, se llamaron “socialistas” la gran mayoría de los gobiernos y partidos de la ex colonias afroasiáticas (como los de Nasser en Egipto, Assad en Siria y hasta Sadam Hussein en Iraq) o partidos como el PS de Francia o el PSOE de España.

[2].- Por supuesto, en esa transición hubo crisis políticas y enfrentamientos que en algunas ocasiones hicieron correr sangre. Sin embargo, esos hechos no sólo no fueron la norma, sino que no tuvieron que ver con una defensa de la propiedad supuestamente “socialista” ni del “estado obrero”, ni con un rechazo de la restauración. En uno de los más resonantes, el de Tien An Men, por ejemplo, no hubo nada en ese sentido. Tampoco en la rebelión popular que tiró abajo a Ceaucescu en Rumania. Ni en las peleas, algunas sangrientas, que hubo en los procesos de separación de la ex Unión Soviética. Tampoco las guerras que llevaron a la disolución de Yugoslavia, se libraron entre restauracionistas y opositores a la vuelta al capitalismo.

[3].- Où va l’URSS de Gorbatchev?, París, La Bréche, 1989, p. 20.

[4].- Subrayamos lo de caída (o cambio) de los regímenes stalinistas de la ex URSS y el Este, porque lo que sucedió con la burocracia “obrera” tuvo muchas variantes. Pero, en general, la burocracia como tal no fue liquidada, incluso en países donde excepcionalmente hubo revueltas violentas, como Rumania, o donde existían grandes movimientos políticos de oposición en condiciones de reemplazarla, como Polonia. En mayor o menor medida según los casos, la burocracia se “recicló” en el nuevo régimen, y simultáneamente sectores de ella se hicieron empresarios. El proceso en Rusia es particularmente interesante. Después del desastre del neoliberalismo “puro” de Yeltsin y su pandilla de “oligarcas”, que culminó con la bancarrota financiera de 1998, la hegemonía la conquista el núcleo central de la burocracia sobreviviente, principalmente de la ex KGB y las Fuerzas Armadas, que aparecen además representando y arbitrando –con un régimen bonapartista fuerte– los intereses del conjunto de la nueva burguesía rusa y también del estado ruso en su confrontación económica y geopolítica con EEUU y la Unión Europea. Así se fue dando una pelea, con episodios sangrientos, entre Putin y algunos de los “oligarcas” que estaban demasiado ligados a los capitales occidentales, y que iban en camino de convertir a Rusia en una semicolonia de Occidente.

[5].- En el caso de Cuba, hay que llamar la atención que este grave problema tampoco se lo plantean los que consideran que el capitalismo ya se restauró en la isla, como es el caso del PSTU-LIT. Ya en el 2000 los compañeros consideraban que la restauración estaba consumada o a punto de serlo. Sin embargo, en todo lo que han escrito desde entonces para demostrarlo, jamás se les pasó por la cabeza tratar de explicar cómo se puede pasar gradual y evolutivamente de la dictadura del proletariado (estado obrero) a la dictadura de la burguesía (estado burgués).

[6].- Acotemos que esto nos lleva a las diferencias radicales entre el curso histórico de la Unión Soviética y de los países donde se expropió a la burguesía en la posguerra. La Revolución de Octubre 1917 generó efectivamente un estado obrero encarnado en el poder de los soviets. Por eso, fue necesaria la contrarrevolución más sangrienta del siglo XX –más aún que la de Hitler en Alemania–, en las décadas del 20 y 30, para establecer y consolidar el poder de la burocracia. Esto incluyó el exterminio en masa de la vanguardia obrera y de casi todos los bolcheviques que habían hecho la Revolución de Octubre. No hubo procesos similares en la segunda posguerra. Las convulsiones por las que atravesó China fueron de naturaleza muy distinta. Su centro fueron esencialmente luchas interburocráticas, alimentadas por las contradicciones del “socialismo en un solo país” puestas al rojo por los disparates voluntaristas de Mao. Los episodios donde apareció la clase obrera giraron alrededor de ese eje.

[7].- Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, OEME, tomo VII, Cartago, Buenos

Aires, 1973.

[8].- Entre otros aspectos, en el sentido de que la burocracia soviética había dejado de ser parte de la clase trabajadora, cuestión en la que Trotsky oscila mucho.

[9].- Declaración en vista del XVI Congreso del PC, 12-4-1930, Cahiers Leon Trotsky, Nº 6, París, 1980, disponible en español en la edición de Antídoto de La revolución traicionada. Inicialmente, la carta había sido publicada en el Boletín de la Oposición, que editaba Trotsky en el exilio.

[10].- Esta advertencia hay que tenerla en cuenta porque ha sido frecuente en el movimiento trotskista la operación de “recortar” tal o cual aspecto de los análisis y definiciones de Trotsky y hacerlos absolutos, dejando de lado además otros textos que marcaban tendencias opuestas. Por ejemplo, el mandelismo, tomando citas donde Trotsky decía que inicialmente la burocracia cumplía un papel contradictorio en el estado soviético, las sacó fuera de contexto y las reformuló como “doble naturaleza de la burocracia”.

[11],. Dos ejemplos de esto:

1) Una de las medidas fundamentales de los colonizadores europeos en Asia y África (por ejemplo, los ingleses en la India) fue imponer una legislación que consagrara las normas de propiedad absoluta del capitalismo. Este cambio superestructural, jurídico, fue una arma poderosa para liquidar “desde arriba” las formas de propiedad y las relaciones estructurales de producción precapitalistas, sobre todo en el campo (lo que implicaba al mismo tiempo la ruina y el despojo en masa del campesinado).

2) Un ejemplo inverso: en 2007, el Parlamento chino votó una ley consagrando los plenos derechos a la propiedad privada capitalista (es decir, de los medios de producción y de cambio). Por supuesto, sería ridículo fechar en ese día el fin del “estado obrero” chino, como deberíamos hacer si nos guiásemos sólo por las relaciones jurídicas de propiedad para definir el carácter de clase del estado. Esa ley no fue el principio sino el final de un largo proceso de décadas de cambios estructurales (es decir, de transformaciones en las relaciones de producción) y también superestructurales, que inicialmente operaron de hecho, adelantándose a su “legalización” final. Ni las multinacionales ni la nueva burguesía china surgida principalmente de la burocracia esperaron ese día para comenzar a explotar obreros y acumular capital. Pero, al mismo tiempo el reclamo de “garantizar la seguridad jurídica”, poniendo a la ley de acuerdo con la realidad, era ya un fuerte clamor de todos los capitalistas, chinos y extranjeros.

[12].- Es decir, quedaba desplazado el centro del problema, lo que señalara Marx como “la forma específica en que el plustrabajo no pagado se le extrae a los productores inmediatos”, lo que “determina la relación de dependencia entre amos y no-amos, tal como se desprende directamente de la producción misma y a su vez reactúa sobre ella”, y que constituye el “secreto íntimo, el fundamento oculto de todo el edificio social, y por consiguiente también la forma política revestida por la relación de soberanía y dependencia; en una palabra de toda forma específica de Estado”.

[13].- “Cuestiones del trabajo ruso”, carta del 17-2-1939, Oeuvres, tomo XX, París, INLT, 1980.

[14].- Las definiciones de Rakovsky y Trotsky son diferentes pero no absolutamente opuestas. Ambas son categorías dialécticas, es decir, “histórico-temporales”, como decía Marx. Tanto Rakovsky como Trotsky coinciden en señalar un proceso contrarrevolucionario que aún no se ha consumado del todo: “estamos pasando a un estado burocrático con restos proletarios comunistas”, dice Rakovsky; lo de estado obrero es “una categoría histórica que ha llegado al borde de su propia negación”, afirma Trotsky. Pero mientras Rakovsky pone el acento en el ya visible punto de llegada, Trotsky, en cambio, subraya el punto de partida: una gran revolución obrera, de la que sólo restaba la propiedad nacionalizada.

[15].- A este “misterio”, que sigue escandalosamente ignorado por muchos, hemos dedicado largos trabajos en las revistas SoB números 17/18, 19 y 21, con textos de Roberto Sáenz.

[16].- Una corriente minoritaria, que encabezaba Tony Cliff, desarrolló la teoría del “capitalismo de Estado”, que presentaba problemas teórico–políticos distintos pero no menos graves que la de la mayoría que definía a esos estados como obreros, exclusivamente basada en la estatización de los medios de producción.

[17].- La corriente “colectivista burocrática” tuvo un actor de importancia en Max Schachtman, que derivó a posiciones de derecha. Una minoría se mantuvo en el terreno del socialismo revolucionario, encarnada en intelectuales como Hal Draper.

[18].- Por supuesto, había que defender incondicionalmente a la URSS frente a cualquier ataque del imperialismo, como hoy hay que hacerlo con Cuba frente a EEUU. Pero esta defensa incondicional no depende de que los consideremos “estados obreros”, sino de que son atacados por el imperialismo. Asimismo, también es un deber fundamental defender toda conquista que quede en pie de las revoluciones del siglo XX, como pueden ser la propiedad nacionalizada, mejoras de salud, educación, condiciones de trabajo, etc.

[19].- La vuelta de tuerca de Trostky en relación con la teoría del Estado, al desplazar el centro de la cuestión de las relaciones de producción a las formas de propiedad– había abierto la puerta (o por lo menos la ventana) a ese error posterior. Sin embargo, en su conjunto el planteo de Trotsky fue profundamente dialéctico. Expresaba una reflexión que podríamos parafrasear así: “La revolución obrera y socialista, que comenzó en Rusia en 1917, no se extendió a Alemania y otros países avanzados de Europa, sino que quedó aislada en un país muy atrasado. En esas condiciones, una burocracia brutal pudo apropiarse del poder e ir liquidando las conquistas de Octubre. Pero de ellas subsiste todavía una muy importante: la propiedad estatizada. Entonces, aunque el ‘estado obrero’ está evidentemente ‘al borde de su negación’, no demos ya por todo por perdido: estamos en el umbral de una guerra mundial, un acontecimiento histórico de enorme importancia, que puede llevar a un cambio de situación en la URSS y al derrumbe de la burocracia stalinista”. Trotsky puede haberse equivocado en su pronóstico, pero metodológicamente éste no era incorrecto: tenía que ver con el curso degenerativo seguido por una gran revolución obrera y socialista. Su (objetable) “simplificación” de la definición social de la URSS se insertaba en esa comprensión correcta del momento de la lucha de clases.

[20].- Esto hace a un problema teórico que está en las bases de la constitución del marxismo. En efecto, Marx puso las bases del “materialismo histórico”, polemizando contra la utilización de las categorías en forma “lógica”, es decir, metafísica (como luego correctamente criticaba también Trotsky en relación a cómo encarar la discusión sobre la URSS). La polémica de Marx con Proudhon, en el plano más teórico, tenía ese punto como tema importante. Así, en su Carta a Annenkov (28-12- 1846), Marx afirma contra Proudhon el principio materialista histórico de que las categorías “son sólo expresiones abstractas de esas actuales relaciones [sociales] y que sólo siguen siendo verdaderas mientras esas relaciones sociales existen (…) Por lo tanto, esas categorías no son más eternas que las relaciones que ellas expresan. Ellas son productos históricos y transitorios”. Y Marx, finalmente, criticaba a los que toman “la abstracción, la categoría tomada en sí misma, aparte de los hombres y sus actividades materiales”. Con lo cual esa categoría se vuelve “inmortal, inmutable e inmóvil” (subrayado por Marx).

[21].- Como veremos, esto habría de ser también el punto de partida de confusiones cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, hubo una oleada de estatizaciones, no sólo en China y el Este de Europa sino también en infinidad de países africanos y asiáticos. Una complicación adicional fue que gran parte de esos gobiernos que surgían en las ex colonias europeas recién independizadas se reivindicaban “socialistas”. Entonces, muchos trotskistas, como el mandelista Livio Maitán, se preguntaban si Egipto no se había transformado “en frío” en un “estado obrero”, ya que Nasser, además de proclamarse “socialista”, había estatizado casi toda la economía. Otros, aún más delirantes que Maitán, encontraron que además de los ya reconocidos de China, el Este europeo, Cuba, etc., había otra buena docena de “estados obreros”; por ejemplo, Etiopía bajo el régimen militar terrorífico de Mengistu Haile Mariam. Y, finalmente, recordemos cómo el mandelismo declaró “estado obrero” a la Nicaragua gobernada por Daniel Ortega.

[22].- Sobre las demás formaciones económico-sociales, valen estas observaciones de Perry Anderson: “Todos los modos de producción de las sociedades anteriores al capitalismo extraen plustrabajo de los productores inmediatos mediante la coerción extraeconómica (lo que implica principalmente, aunque no exclusivamente, alguna forma de poder estatal)”. Pero en el capitalismo, prosigue Anderson, “los medios por los que se extrae el excedente al productor directo son ‘puramente’ económicos en su forma: el contrato de trabajo, el intercambio igual entre agentes libres que reproduce, cada hora y cada día, la desigualdad y la opresión. Los medios de producción anteriores operan a través de sanciones extraeconómicas: de parentesco, consuetudinarias, religiosas, legales o políticas… por lo tanto, es imposible interpretar estas sanciones como algo separado de las relaciones económicas. Las ‘superestructuras’ del parentesco, la religión, la familia, el derecho o el Estado entran necesariamente en la estructura constitutiva del modo de producción de las formaciones sociales precapitalistas” (P. Anderson, El estado absolutista, subrayado nuestro). Entendemos que algo análogo sucede después de la expropiación de los capitalistas.

[23].- Insistimos: se trata de un rasgo muy importante y casi único del capitalismo, que sólo ha sido compartido excepcionalmente (pero en forma cualitativamente más restringida) por algunas formaciones sociales basadas en la esclavitud (ciudades de la antigua Grecia en su período clásico y luego, en parte, Roma).

[24].- Lo que no significa, por supuesto, que deje de regir la ley de valor ni se pueda inmediatamente “abolir” el trabajo asalariado, más aún en economías nacionales atrasadas, como ha sido el caso de Cuba y demás países donde se expropió el capitalismo en el siglo XX.

[25].- ¿Excluye esto en principio las posibles diferencias de regímenes en la transición? ¡De ninguna manera! Pero estas diferencias se mueven en un espectro cualitativamente menos amplio que en las formaciones capitalistas. Por ejemplo, el régimen político de un futuro estado obrero boliviano no podría menos que tener en cuenta el problema de los pueblos originarios. De la misma manera, en Centroamérica, el régimen debería probablemente asumir la forma de una federación socialista, y no de un estado unitario. Asimismo, la necesidad política de la clase trabajadora de establecer su hegemonía sobre todos los explotados y oprimidos llevará seguramente a dar concesiones institucionales, según la realidad social de cada país o región. Esto también es válido para los estados burocráticos: el régimen político en la URSS no fue exactamente el mismo en tiempos de Stalin que en la época de Brejnev, ni luego en la de Gorbachov. Pero, de la misma manera, estas variantes se dieron dentro de márgenes cualitativamente más estrechos que en el capitalismo.

[26].- Pierre Naville, Le nouveau Leviathan, tomo 2, volumen 1, capítulo, 3, París, Antrophos, 1970. No está de más recordar que Moreno tenía en muy alta estima la obra de Naville.

Por Roberto Ramírez, revista SoB 22, noviembre 2008

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