Dic - 1 - 2005

Ver en .pdf

«La Historia no hace nada, no posee ninguna inmensa riqueza, no libra ninguna clase de luchas. El que hace todo esto, el que posee y lucha, es más bien el hombre, el hombre real, viviente; no es, digamos ‘la Historia’ la que utiliza al hombre como medio para labrar sus fines –como si se tratara de una persona aparente-, pues la Historia no es sino la actividad del hombre que persigue sus objetivos» Marx y Engels, La sagrada familia.1

Dando continuidad a nuestra elaboración sobre el balance de las revoluciones del siglo XX, en este trabajo haremos un repaso crítico de la más importante del siglo pasado luego de la rusa. Intentaremos tratar problemas antiguos bajo una luz nueva, partiendo de la consideración que el siglo XX fue un impresionante laboratorio de revoluciones sociales que ha dejando inmensas enseñanzas para el siglo XXI. Una riquísima experiencia acumulada sobre la que, en general, las corrientes revolucionarias no se han tomado la molestia de volver; una cantera repleta de lecciones estratégicas hacia el siglo XXI.

La revolución china de 1949 fue, en realidad, el cierre de una secuencia de tres revoluciones: la revolución burguesa antimonárquica de 1911 (que consagra la República), la revolución (abortada) propiamente obrera y socialista de 1925-27 y, finalmente, la revolución campesina anticapitalista de 1949.

Está claro que nuestra apreciación se diferenciará respecto de las definiciones usuales en la izquierda en general (incluyendo aquí a la corriente maoísta2) y en el movimiento trotskista en particular, que ha tendido a verla como una revolución «obrera y socialista» o «campesina-socialista». Asimismo disentimos globalmente de las corrientes que la han ubicado como una «revolución burguesa sui generis», generadora de un tipo de «capitalismo de Estado»3 y/o una sociedad «colectivista burocrática».

No acordamos con las definiciones anteriores4: a nuestro modo de ver, es un hecho incontestable que se trató de una inmensa revolución campesina anticapitalista. Pero que, al mismo tiempo, no llegó a constituirse como revolución socialista, como resultado de los límites y la naturaleza distorsionada de las tareas llevadas a cabo que significó la total ausencia de la clase obrera en la misma y el encuadramiento burocrático. En este sentido, fue una revolución con rasgos comunes a otras de la segunda posguerra, más allá de que la revolución china fue sin duda la más trascendental de ese período.

De hecho, la revolución anticapitalista china de 1949 configuró un «modelo» opuesto en casi todas sus condiciones y características a la rusa de 1917: por su localización agraria y no centralmente urbana; por la centralidad de un campesinado pequeño propietario o sin tierras y no del proletariado; por tener a su frente un partido ejército campesino y militar, no un partido basado sobre el proletariado urbano y la acción política de masas; por su perspectiva estrechamente nacional y no internacionalista como fue el caso de los bolcheviques.5 Como señalara Theda Skocpol, «lo que la revolución rusa fue para la primera mitad del siglo XX, lo ha sido la revolución China para la segunda (…). El «modelo de Yenan» y «el campo contra la ciudad» han ofrecido nuevos ideales y modelos renovados para las esperanzas nacionalistas revolucionarias a mediados del siglo XX».6

El contraste entre ambas revoluciones no puede ser mayor, y así lo señala el trotskista chino Peng Shu-Tse –en su Informe al III Congreso de la IV Internacional de noviembre de 1951– al dar cuenta del carácter extremadamente original y contradictorio del fenómeno: «El concepto tradicional de Trotsky, y que era la estrategia del trotskismo chino mantenida en los últimos 20 años, era la opuesta a la estrategia estalinista de conquistar las ciudades a través de las fuerzas armadas campesinas solamente (…). No era posible derrocar el régimen burgués confiando exclusivamente en el ejército campesino porque, bajo las actuales condiciones de la sociedad, el campo se subordina a la ciudad, y los campesinos deben desempeñar un papel decisivo solamente bajo dirección de la clase obrera. Pero el hecho que ahora enfrentamos es exactamente el contrario».

Sin embargo, a comienzos del siglo XXI se están acumulando condiciones para el retorno a procesos revolucionarios más «clásicos»: es decir, que tengan en su centro a la nueva clase trabajadora en proceso de refundación-recomposición-reorganización. A eso apostamos y al servicio de esa perspectiva estratégica es que pretendemos poner la elaboración que venimos haciendo desde la corriente Socialismo o Barbarie Internacional.

Al respecto, lo notable ha sido que, a nivel de las otras corrientes del marxismo revolucionario, se ha vuelto a reflexionar realmente muy poco7 sobre las consecuencias de estos procesos, que aportan elementos para entender el curso mismo de la revolución, la fase no capitalista de China e, incluso, la actual dinámica restauracionista del capitalismo.

En lo que sigue, intentaremos realizar un amplio repaso teórico de las condiciones y características de la revolución china, comenzando por algunos señalamientos de carácter histórico.

 

 

 

  1. China a comienzos del siglo XX

 

A principios del siglo pasado China era una sociedad básicamente agraria, pero donde estaba en curso un proceso de incipiente industrialización. Del imperio manchú, última dinastía imperial «precapitalista», sólo iba quedando la sombra, que se terminó de desplomar con la revolución burguesa de 1911. Entre ese año y 1949 se asistió a un interregno «nacionalista» y burgués, comandado por el Kuomintang. En el ínterin, aumentó cualitativamente la subordinación del país al capitalismo imperialista mundial y continuó el deterioro de una nación crecientemente ocupada por distintas potencias, en particular, a partir de 1931-7 y hasta 1945, por el imperialismo japonés.

Con la unidad nacional cuestionada desde el mismo año de una revolución burguesa en el fondo fallida, el tremendo sometimiento al imperialismo, simbolizado en el período 1842-1949, llamado el «siglo del tratado» –esto es, de expoliación imperialista y ocupación directa de ciudades y territorios– y una creciente crisis agraria, quedaban establecidas las tareas que la usuraria y parasitaria burguesía china de los «compradores» no fue capaz de resolver. Y que hasta cierto punto, fueron «resueltas» con la revolución campesina anticapitalista de 1949. Cabe entonces empezar por comprender el terreno sobre el cual se forjó la tercera revolución china, que explican en parte tanto sus alcances anticapitalistas como sus límites respecto de una dinámica auténticamente obrera y socialista.

 

China del norte, del sur, interior y costera

 

Para un somero repaso de las características generales e historia del país a comienzos del siglo XX nos apoyaremos en el trabajo de uno de los mayores especialistas contemporáneos en el país J. K. Fairbank China, una nueva historia (Barcelona, Andrés Bello, 1996). Es importante partir de fuentes confiables, porque la distancia geográfica, cultural e idiomática entre China y Occidente hace que incluso hoy el estudioso del Lejano Oriente deba aproximarse a esa realidad con la mediación de lo que se solía llamar «sinólogos».

Fairbank da cuenta de la existencia de cuatro «macro-regiones» con agudos contrastes entre sí, características específicas y determinaciones particulares. Se trata de las regiones de la China del norte y del sur, marcadas por un campesinado en condiciones diversas en lo que hace al acceso a la tierra; la China costera, marcada por el comercio internacional y el emergente proletariado, y la China interior, marcada históricamente por poblaciones nómades. Citaremos in extenso:

«Nuestra idea acerca de la diversidad de China es primeramente visual. El viajero (…) suele identificar dos paisajes típicos: uno de China del Norte y otro de China del Sur. Sobre la seca llanura de China del Norte, al sur de Pekín, donde floreció por primera vez la civilización china, se puede apreciar durante el verano una infinita extensión de prados, interrumpidas por zonas de un verde aún más oscuro (…). El paisaje es muy similar al del Medio Oeste norteamericano de hace algunas décadas, en que las granjas con sus arboledas se encontraban separadas unas de otras aproximadamente por 800 metros. Sin embargo, donde la zona maicera norteamericana tiene una sola granja, en la llanura de China del Norte existe una aldea completa. Mientras la familia de un granjero norteamericano dispone sus barracas y graneros dispersos entre sus campos de Iowa o Illinois (a una distancia de 800 metros de sus vecinos), en China, una comunidad entera compuesta por varios cientos de personas vive en su aldea salpicada de árboles, a 800 metros de la aldeas vecinas. A pesar de su experiencia granjera, el pueblo norteamericano es incapaz de apreciar como la densidad de población sutilmente condiciona cada acto y pensamiento de un agricultor chino.

«En China del Sur, el cuadro es completamente distinto. Allí, durante la mayor parte del año, los arrozales están inundados; desde el aire sólo se distingue una gran superficie de agua. El terreno verde es escarpado, y las planas terrazas arroceras (en forma de media luna) se elevan hasta la cima de cada colina, descendiendo del mismo modo por el otro costado, terraza tras terraza en una sucesión infinita (…). Nadie puede volar sobre las verdes colinas escarpadas del sur sin preguntarse dónde viven los mil y tantos millones de personas de China, y qué comen: las vastas extensiones de montañas y valles no parecen muy cultivables ni estar más que escasamente pobladas. Esta impresión de un gigantesco paisaje vacío se ve reflejada estadísticamente en el cálculo de que seis séptimos de la población deben vivir en el único tercio de la tierra que es cultivable. La zona poblada de China corresponde aproximadamente a la mitad de la parte poblada de Estados Unidos, aunque posee cinco veces más habitantes (…). El área seca, de trigo y mijo de China del Norte y las húmedas zonas arroceras del sur se hallan divididas por una línea casi a medio camino entre el río Amarillo (Huang) y el Yangtsé, en el paralelo 33. La lluvia, el suelo, la temperatura y las diversas costumbres crean contrastes impresionantes entre estas dos regiones económicas.

«Los crudos inviernos continentales de China del Norte, parecidos a los del Medio Oeste norteamericano, restringen la temporada de cultivo a cerca de la mitad del año. En el extremo sur, en cambio, se cultiva todo el año y el arroz se recoge dos e incluso tres veces. Esto explica por qué la mayoría de los chinos vive en la región arrocera del sur, más fecunda (…).8 Tanto en el norte como en el sur, los recursos naturales se complementan con el incansable esfuerzo humano, del cual la industria del abono de letrina es sólo una de sus formas más espectaculares: sin devolver los excrementos humanos –o fertilizantes químicos equivalentes– a la tierra, ninguna región de China podría producir suficientes cosechas para alimentar a su actual población» (Fairbank, pp. 26-27 y 33).

Aquí quedan planteados algunos elementos imprescindibles de ubicación respecto de las condiciones «naturales» y el terreno material sobre el que se desarrolló la revolución. Al mismo tiempo, nada más lejos de nuestra intención que adscribir al determinismo del tipo de los mencheviques rusos, según quienes, dado el atraso de un país, éste debía pasar, necesariamente, por una «fase de desarrollo burgués» antes de poder encarar la perspectiva de la revolución socialista. En nuestro concepto, el núcleo de la explicación de la revolución de 1949 no pasa por las condiciones económico-sociales generales, sino por sus características específicas socio-políticas. No obstante, el hecho de que la revolución haya provenido de lo más atrasado y no de lo más avanzado de la sociedad china de la época no dejaría de tener consecuencias negativas, que se exacerbarían ante el carácter nacionalista estrecho y no proletario-internacionalista de la corriente maoísta.9

 

Una sociedad agraria de incipiente industrialización

 

Hasta hoy, a comienzos del siglo XXI, la mayoría de la población china sigue viviendo en el campo. Sin duda, en la actualidad China es un país con un desigual pero alto grado de desarrollo industrial manufacturero, un «taller» de la economía capitalista mundializada (algo que retomaremos al final de este trabajo).

Pero a comienzos del siglo XX era un país predominantemente agrario en sus nueve décimas partes, que, no obstante, estaba comenzando un incipiente proceso de industrialización, que se aceleró como producto de las necesidades creadas por la I Guerra Mundial, tal como ocurrió en otras zonas coloniales del mundo.

En su mayoría, este incipiente desarrollo se concentró en las ciudades de la costa del sur de China, tales como Cantón, Shangai, Hong Kong y Hangking, sede del pequeño pero dinámico proletariado emergente en la década del 20. Junto con esto, en virtud de su subordinación creciente al mercado mundial –a pesar de la permanencia de características de «autosuficiencia» económica10–, de manera extremadamente desigual y combinada, China ya era una sociedad dominantemente capitalista, incluso en el campo. Sin embargo, desde el punto de vista poblacional en su conjunto, la sociedad china seguía siendo de radicación abrumadoramente agraria.

Dice J.K. Fairbank: «Las implicaciones sociales de la agricultura intensiva [en el uso de la fuerza de trabajo humana y el carácter de los cultivos arroceros. RS] se ven sobre todo reflejadas en la economía arrocera, la columna vertebral de la vida china en cualquier lugar del valle del Yangtsé y del sur del país (…). Buena parte de este proceso (la siembra y cosecha) aún se realiza manualmente: hileras de personas agachadas desde la cintura, y con las fangosas aguas de las terrazas hasta los tobillos, retroceden paso a paso efectuando dicha operación. Es lo que ocurre en los arrozales de todo un subcontinente y, ciertamente, se trata del mayor desgaste de fuerza muscular del mundo (…). Aquí la tierra tiene más valor que la mano de obra (…). Debido a la carencia tanto de tierra como de capital, el campesino chino se ha concentrado en un tipo de agricultura intensiva de gran rendimiento basada en la mano del hombre, y no en la agricultura altamente mecanizada» (Fairbank, p. 38).

No se habla sólo de circunstancias pasadas: por el contrario, Fairbank se está refiriendo a las condiciones todavía imperantes en el campo chino en la actualidad y que dan cuenta del fracaso respecto de un auténtico proceso de colectivización y socialización agraria de la producción, proceso que es un hecho que no tuvo lugar.

«La intensa aplicación de mano de obra y fertilizantes en pequeñas porciones de tierra ha tenido (…) sus repercusiones sociales, puesto que establece una dependencia recíproca entre la densa población y el uso intensivo del suelo, donde lo uno hace posible lo otro (…). Una vez establecida, esta economía siguió funcionando por inercia: el agotador trabajo de muchas manos se convirtió en la norma, y los esfuerzos inventivos par ahorrar mano de obra fueron la excepción (…) el pueblo campesino, que hoy continúa siendo la base de la sociedad china, todavía se compone de unidades familiares que permanecen de generación en generación y dependen del uso de ciertas posesiones de tierra. Cada morada familiar es una unidad social y económica. Sus miembros se ganan el sustento trabajando en sus tierras, y su nivel social lo adquieren por pertenecer a dicho hogar. El ciclo vital del individuo en un pueblo agricultor se halla estrechamente vinculado al ciclo estacional de una agricultura intensiva. La vida y la muerte de los campesinos sigue un ritmo que se compenetra con el crecimiento y el cultivo de las cosechas» (Fairbank, pp. 38 y 45).

Sin duda, en la China de hoy, la mayor parte del PBI se genera en las ciudades y las industrias. Pero, al mismo tiempo, es un hecho que, incluso en la actualidad, la mayor parte de la población vive en el campo. Con mucho mayor motivo, entonces, cuando la revolución de 1949. Allí asistimos a un sujeto social campesino que vivía mayoritariamente en las condiciones aquí descriptas: una clase campesina pequeña propietaria o que había sido despojada de sus tierras.11

 

Las ciudades del «Tratado»

 

En la costa sur del país (ciudades como Shanghai, Hong Kong y otras), estaban radicadas tradicionalmente las sedes del comercio exterior chino. Estas ciudades, desde finales de los años 40 del siglo XIX (luego de la derrota de China en la «guerra del opio») habían quedado bajo control de las potencias imperialistas: se las llamaba ciudades bajo Tratado. Pero junto con su evidente sometimiento y expoliación, fueron los centros de una incipiente industrialización y un relativamente pequeño pero muy dinámico proletariado.

Este es el proletariado que protagonizó la revolución frustrada de 1925-27 y que dio lugar a la conocida controversia acerca del carácter de la revolución china. No sólo entre el trotskismo y el estalinismo, sino incluso en el seno de la Oposición de izquierda. Contra Evgeni Preobrajensky (eminente economista, miembro de la Oposición hasta su capitulación), León Trotsky defendió que la revolución china tendría una connotación «más directamente socialista» desde su mismo comienzo que la rusa, en la medida en que el país se encontraba más sometido que la Rusia de los últimos zares al control directo de la economía mundial capitalista-imperialista.

China era a comienzos del siglo XX, entonces, una sociedad agraria de incipiente industrialización, enormemente desigual pero crecientemente integrada y subordinada al giro del capitalismo-imperialista mundial. Una economía proto-capitalista colonial emergente, claramente dividida, económicamente hablando, en dos regiones: la de las ciudades costeras, orientadas hacia el exterior –a la que se debe sumar, bajo la ocupación japonesa, el importante desarrollo industrial en la región norteña de Manchuria–, y un campo mercantilizado pero volcado sobre sí mismo.

El dirigente trotskista Ernest Mandel realizó un sobrio análisis de las condiciones más generales de la revolución de 1949 (aunque con otros problemas de análisis que veremos más abajo). Marcaba los contrastes del desarrollo extremadamente desigual de la China de mediados del siglo XX: «Con 500 millones de habitantes en un continente vasto como Europa; población nómada viviendo al lado de un proletariado moderno; la lámpara de kerosén y los hidrocarburos de Rockefeller penetrando las más pequeñas ciudades del sur, mientras la moneda permanece desconocida en vastas regiones; esta es la China de hoy, un clásico ejemplo del desarrollo histórico combinado (…). La penetración del capital internacional industrializó una insignificante franja costera y una miríada de provincias del norte; en el resto del país, fue limitada a la destrucción de una producción artesanal de siglos y a la opresión de los campesinos bajo la carga de la usura. Entre el capital internacional y la masa de la población china emergió una clase de intermediarios, los ‘compradores’, que viven de la ganancia comercial garantizada a ellos por los inversores extranjeros y su conversión en capital usurario».12

Esta industrialización de una franja «insignificante» del país, sumada al carácter parasitario de la clase de los compradores, hace a los retardos en el desarrollo de una clase burguesa específicamente capitalista. Fairbank documenta esto de manera convincente, señalando que, incluso en medio de un muy importante desarrollo del comercio, el peso rural de la economía y el hecho de la complementación de las labores agrícolas campesinas con el desarrollo de una artesanía familiar fueron elementos inhibidores de un desarrollo capitalista sobre la base de una mano de obra asalariada libre.

A esto se le vino a sumar la estrecha relación entre los ricos de las localidades (los terratenientes) con el funcionariado del Estado y la sistemática opción por el acaparamiento de tierras y la usura, algo que medió hasta prácticamente comienzos del siglo XX la emergencia de una clase capitalista independiente, que de todos modos permaneció siempre raquítica. No es casual que por esto, bajo el mando del Kuomintang en las primeras décadas del siglo XX, la clase burguesa se dividiera entre la directamente vinculada al imperialismo y la capa «capitalista-burocrática», es decir, aquellas industrias bajo la gestión directa del Estado nacionalista o del grupo de familias íntimamente ligado a él.

En este sentido, «la industria estaba ‘ruralizada’ (…) o ‘familiarizada’ (…); es decir, el trabajo artesanal de las mujeres campesinas producía artículos en forma más económica de lo que podían hacerlo las industrias de la ciudad o las hilanderías de seda (…). No se trataba tanto de un síntoma de capitalismo incipiente como del ingenio del agricultor chino para complementar su insuficiente ganancia debida a parcelas de tierra demasiado pequeñas (…) el capitalismo no pudo prosperar en China porque el mercader nunca fue capaz de independizarse del control de la nobleza terrateniente y de sus representantes en la burocracia. En la Europa feudal (…) los burgueses medievales lograron su independencia estableciendo comunidades urbanas separadas de los feudos (…). En China estas condiciones no se dieron (…) la clase de la nobleza –como un estrato de élite sobre la economía campesina– encontró su seguridad en la tierra y en el cargo, no en el comercio y la industria. Entre ellos, la nobleza y los funcionarios se encargaron de mantener a los mercaderes bajo control y contribuyendo a sus arcas, en lugar de establecer una economía separada» (Fairbank, pp. 212 y 222).

Es en estas condiciones que se explica el retraso del desarrollo capitalista y el hecho de que, en sus comienzos, éste estuviera ligado a las ciudades costeras abiertas al comercio internacional y sometidas a las potencias extranjeras. Pero retraso no significa inexistencia de este incipiente desarrollo a partir de comienzos del siglo XX: «Un mayor comercio hizo crecer los pueblos mercantiles dedicados al comercio y la industria (…). Particularmente en el delta del Yangtsé, estos pueblos recién establecidos fueron testigos de cómo los talleres artesanales comenzaron a utilizar la mano de obra sobre una base capitalista. La élite del pueblo estaba constituida por mercaderes, mientras que una fuerza laboral libre para desplazarse, comenzó a aparecer como un genuino proletariado, a menudo organizado en cuadrillas laborales administradas por contratistas jefes. Cada vez más campesinos abandonaban la actividad agrícola por la artesanía, mientras otros se dedicaban al emergente sector del transporte» (Fairbank, p. 218).

Según otro especialista en China, B. I. Schwartz, «el aspecto teórico de la línea de Trotsky está marcado por la insistencia de que los intereses de la burguesía en las áreas atrasadas no están diametralmente opuestas a aquellos de la burguesía imperialista. Por el contrario, sus intereses ya están estrechamente ligados a aquellos del imperialismo mundial. El imperialismo ya ha hecho de las ‘relaciones capitalistas’ la relación económica dominante en la sociedad china, incluso en el campo» (El comunismo chino y el ascenso de Mao, p. 82).

 

Revolución desde las cuevas

 

En abierto contraste con las ciudades costeras y la China del sur del valle del Yangtsé (la región más desarrollada del país a partir del siglo XVII), la China del norte, sede del PCCh a lo largo de más de una década, había sido la cuna histórica del Imperio, pero hacía siglos que había caído en el atraso más extremo.

Fairbank describe así la región de Yenan: «Desde el neolítico hasta el presente, el pueblo de China del Norte ha construido viviendas en fosas o casas en cuevas sobre el fino y volátil suelo amarillo de los loes, que cubre cerca de 260.000 kilómetros cuadrados de la China del noroeste, hasta una profundidad de 45 metros o más. El loes tiende a resquebrajarse verticalmente, lo que resulta muy útil para este propósito. Cientos de miles de personas viven hasta hoy en cuevas construidas en los costados de los farallones de los loes» (Fairbank, p. 36).

Es en estas cuevas en las que se refugiaron y vivieron durante años (1937-45) Mao y su Ejército Rojo campesino tras llegar a Yenan luego de la «Larga marcha».13 Es necesario subrayar el enorme contraste entre ambas zonas del país: se trataba de una región apartada y de un inmenso atraso respecto de la región sur en su conjunto, por no hablar de las ciudades costeras, señaladas como sede del emergente proletariado y «naturalmente» orientadas hacia el cosmopolitismo. Hasta en este aspecto la revolución china de 1949 fue el «modelo» opuesto a la revolución rusa de 1917 (o a la propia revolución obrera frustrada de 1925-27).

Así lo destaca el conocido biógrafo de Trotsky, Isaac Deutscher: «El maoísmo, desde el principio, fue semejante al bolchevismo en dinamismo y vitalidad revolucionarias, pero se diferenció de él por su relativa estrechez de horizontes y por la falta de contacto directo con los desarrollos críticos del marxismo contemporáneo. Uno vacila al decirlo, pero lo cierto es que la revolución china, que por su ámbito, es la mayor revolución de la historia, fue dirigida por el más provinciano e ‘insular’ de los partidos revolucionarios. Esta paradoja muestra en todo su relieve el poder inherente de la propia revolución».14

No nos detendremos a discutir ahora el carácter «revolucionario» que le atribuye Deutscher al PCCh ni los alcances del poder «inherente de la revolución»; sí queremos subrayar los elementos que destaca. Estrechez nacional, provincianismo e insularidad, agravados por el abandono total del trabajo urbano y el desplazamiento a las zonas campesinas y agrarias más atrasadas y aisladas del país: ésta fue la forja de la corriente maoísta y su aspiración a una estrategia «agrarista».15

En el mismo sentido, agrega Deutscher: «Como señaló Lenin, el bolchevismo seguía las huellas de varias generaciones de revolucionarios rusos que habían respirado el aire de la filosofía y del socialismo europeos. El comunismo chino no tiene semejantes antepasados. La arcaica estructura de la sociedad china y la autosuficiencia, profundamente arraigada, de su tradición cultural, eran impermeables a los fenómenos ideológicos europeos» (Deutscher, p. 125).

¿Qué consecuencias tuvieron estos factores a la hora de la revolución de 1949? ¿Qué problemas acarreó su desplazamiento desde las zonas urbanas proletarias más avanzadas y cosmopolitas del país a las zonas más atrasadas, aisladas y agrarias? ¿Qué implicancias tuvo la orientación «romántico / agrarista» de la corriente Mao respecto de la verdadera naturaleza social y política de la revolución de 1949? ¿Hasta qué punto la ausencia total del proletariado y de elementos orgánicos de autodeterminación campesina afectó el carácter de la revolución? Estas son algunas de las cuestiones que intentaremos develar en este trabajo.

 

Comunidad de mercado

 

Si de lo que se trata es de establecer la dinámica socio-política de la revolución de 1949, es importante dejar establecida la estructura social del campo y las pautas de la rebeldía campesina. Nos apoyaremos aquí en Fairbank, Skocpol y Schwartz, todos especialistas en China. Hacemos la salvedad de que, dado que ninguno de estos autores es marxista, queda a nuestro cargo la interpretación de los hechos en clave del materialismo histórico.

Hay que partir de dejar establecido el carácter de pequeño propietario y productor privado del campesino chino. «Para comprender cabalmente esta situación en su particular forma china, hemos de notar que la unidad básica de comunidad en la China tradicional no era la aldea individual (es decir, un puñado de residencias campesinas y/o parcelas individuales), sino la comunidad de mercado, compuesta por un núcleo de aldeas. Como ha escrito G. W. Skinner: ‘lo que puede llamarse plano básico de la sociedad china era esencialmente celular. Aparte de ciertas zonas remotas y escasamente colonizadas, el paisaje de la China rural estaba ocupado por sistemas celulares de forma aproximadamente hexagonal. El núcleo de cada célula era de aproximadamente 45.000 poblados de mercado (a mediados del siglo XIX), y su citoplasma puede verse, en primera instancia, como la zona mercantil del mercado del pueblo. El cuerpo de la célula –o sea, la zona inmediatamente dependiente del poblado– típicamente incluía de quince a veinticinco aldeas, habitual, pero no necesariamente nucleadas’. Aun cuando residieran y trabajaran en aldeas aisladas, la comunidad de mercado era el mundo local de los campesinos. Allí vendían y compraban regularmente en los mercados periódicos, obtenían servicios de artesanos, préstamos, participaban en los ritos religiosos y encontraban parejas para casarse.

«Los ricos de la localidad, no los campesinos, aportaban directa o indirectamente la guía para las actividades sociales organizadas dentro de la comunidad del mercado y representaban a la localidad en sus interfases dentro de la sociedad en general. Los clanes y muchos tipos de asociaciones que reclutaban campesinos organizados por doquier con propósitos religiosos, educativos, benéficos o económicos tendían todos a basarse en las comunidades de mercado y eran administradas por los ricos. Especialmente en las localidades más prósperas y estratificadas internamente, los ricos organizaban y controlaban las milicias y otras organizaciones que, en realidad, funcionaban como canales de control popular y socorro a los pobres. Irónicamente, esto significó que los ricos, en las zonas con más altas tasas de tenencia, acaso eran los menos susceptibles a las revueltas campesinas locales, basadas en los clanes, contra sus privilegios. Pero lo mismo ocurrió por toda China: los ricos, al crear y encabezar las organizaciones locales, se ganaban o cooptaban a los campesinos, aumentando así su poder de negociación local en relación con los funcionarios imperiales, desviando de sí mismos la potencial hostilidad» (Skocpol, p. 242).

En estas condiciones, «donde los nexos de asociación, clientelas y cuasi parentesco pasaban por encima de las distinciones de clase entre los campesinos y los terratenientes de la China tradicional, los campesinos de las aldeas estaban en gran parte aislados y en competencia entre sí. Como lo ha dicho Fei Hsiao-Tung: ‘por lo que hace a los campesinos, la organización social se detiene en el vecindario apenas organizado. En la estructura tradicional, los campesinos viven en pequeñas células que son las familias, sin poderosos nexos entre células’. Salvo donde las organizaciones dirigidas por los ricos desempeñaron una función clave (por ejemplo, al construir y mantener obras de riego), la producción agrícola era administrada por familias individuales, básicamente nucleares. Estas familias habían de poseer o alquilar sus propias tierras y poseer o comprar su propio equipo y (en caso de ser necesario) trabajo suplementario. Las familias constantemente estaban maniobrando para adquirir más de sus vecinos, en un sistema en que los factores de producción podían comprarse y venderse, y donde los muy pobres podían ser completamente derrotados. No había tierras comunes para que los propios campesinos las administraran; si los clanes o las organizaciones poseían tierras, eran administradas a su vez por los ricos o sus asociados. Y los campesinos rara vez cooperaban desempeñando labores agrícolas, salvo sobre una base comercial-contractual. En suma, a menos que los campesinos chinos se organizaran bajo la égida de los ricos, solían permanecer en un aislamiento competitivo» (Skocpol, p. 243).

La comunidad de mercado, como centro nervioso del campo chino, es un elemento de inmensa importancia para comprender su estructura. Tradicionalmente, el campo chino había estado enormemente mercantilizado, así en las formaciones precapitalistas no se tratara de un campo ya capitalista. Sin embargo, en el siglo XX, y como había establecido León Trotsky, en la medida en que los ricos chinos iban formando cada vez más parte del giro del capitalismo mundial, la revolución agraria contra los terratenientes se trataba de una revolución «anticapitalista».

A este respecto, Mandel retoma el análisis de Trotsky:

«La usura era la consecuencia directa de la exorbitante tasa de renta que impedía que los campesinos acumularan al menos un fondo de reserva. Ella se expandió considerablemente con la comercialización de la agricultura que ligaba el valor de las cosechas a las fluctuaciones del mercado mundial (…) El histórico desarrollo desigual de China encuentra su más fiel reflejo en el desigual desarrollo de la agricultura en las diferentes regiones de China (…). En el norte de China, los pequeños terratenientes predominan; en el sur, los arrendatarios constituyen la mayoría del campesinado (…). En 1936, el profesor Chen Han-Seng estimaba que el 65% del campesinado chino o no posee tierras o posee tan pocas que no puede vivir de ellas.

«La agricultura china está de todos modos marcada por una fuerte diferenciación en la forma de pago de la renta agraria (…). Los propios terratenientes son ellos mismos muy diferentes. En el norte, viven en general en sus tierras; el capital va de la ciudad al campo; los mercaderes tienden a transformarse en terratenientes. Por el contrario, en el sur, el propietario generalmente vive en las ciudades e invierte las rentas que recibe en finanzas o industria. El capital va del campo a la ciudad. En ambos casos, sin embargo, la capitalización de la renta agraria nunca se realizó por la vía de la industrialización y mecanización de la agricultura, el mejoramiento de la tierra o el crecimiento de la productividad del trabajo. Se hizo bien sacándole tierras al campesino arruinado y parcelándolo para otros campesinos que lo trabajaban con los mismos arcaicos métodos, bien por intermedio de la usura (…). Esto explica el considerable retraso en el desarrollo de la agricultura en relación al crecimiento de la población» (La tercera revolución china, pp. 154 ss.).

En suma, el carácter mercantil y no comunal del trabajo de la tierra, la adquisición de los bienes y la mercantilización tan acentuada del campo chino hacían que lejos de encontrarse en «comunidad», los campesinos chinos compitieran entre sí. Y allí donde había organizaciones comunes, a su frente, en los centros de las localidades, estaban los ricos. No había entonces elementos o tradición de comuna rural «colectivista», ni, por tanto, organizaciones propias independientes o semi-independientes de los campesinos. Sobre esta realidad de atomización y competencia entre sí de los campesinos se vino a montar el PCCh.

 

La ausencia de tradición comunal

 

Cabe comenzar por aclarar los términos. Por «tradición comunal» nos referimos a casos como la «comuna rural rusa» tratada por Marx en su famoso intercambio de cartas con Vera Zasulich o, por ejemplo, a países del altiplano latinoamericano, donde se llevaba a cabo la producción de una manera en gran medida colectiva. Esto creaba (y crea) la base material de una serie de tradiciones políticas y sociales de «democracia primitiva» entre los campesinos, mayormente ausentes en China.

Establecer esto es importante, porque autores como Deutscher afirman algo livianamente la existencia de una tradición comunal en China: «Cuando Marx y Engels hablaron de la clase obrera como el agente del socialismo, dieron por supuesta, obviamente, la existencia de esta clase. Su idea no era pertinente para una sociedad preindustrial en la cual aquélla no existiera. Hay que señalar que ellos mismos subrayaron esta cuestión más de una vez, y que incluso admitieron la posibilidad de una revolución como la china; así, en su correspondencia con los narodnikis rusos en los años 1870 y 1880. Sabemos que los narodnikis consideraban que la fuerza revolucionaria rusa fundamental, la constituían los campesinos, pues entonces no existía en el país una clase obrera industrial. Esperaban que, al preservarse la obshchina, la comunidad rural, la Rusia de los mujiks encontraría su propia vía al socialismo y evitaría pasar por el desarrollo capitalista. Marx y Engels no rechazaron esta esperanza como infundada» (Deutscher, p. 152). Lo que evidentemente se le escapa a Deutscher es que en China no había, ni económica ni políticamente, tradición de comuna rural, sino algo totalmente diferente, una tradición de «comunidades de mercado». Éste fue un factor decisivo en el que se apoyó el PCCh para inhibir toda posible dinámica de auténtica revolución socialista agraria.

Para terminar de dar cuenta de las características de la comunidad de mercado, es necesario incorporar más determinaciones. Dice J. K. Fairbank: «En todo caso, normalmente la vida del campesino chino no se veía confinada a un sólo pueblo, sino más bien a un grupo de aldeas que formaban un área comercial. Esa figura puede observarse desde el aire: una estructura celular de comunidades mercantiles, cada una centrada en una aldea dedicada al comercio y rodeada por un anillo de aldeas satélites. El campo prerrevolucionario chino era un panal de estas áreas relativamente autosuficientes. Desde la aldea comercial partían senderos (…) en dirección a un primer anillo de alrededor de seis aldeas, continuando hasta un segundo anillo compuesto por unas doce aldeas. Cada una de estas cerca de dieciocho aldeas tenía quizá 75 casas, y en cada una de ellas vivía una familia de cinco personas en promedio (…). Ninguna de las aldeas se encontraba a más de 4 kilómetros de la aldea comercial (…). Formaban (…) una comunidad de aproximadamente 1.500 hogares o 7.500 personas. La aldea funcionaba con días fijos de mercado (…) en esta pulso del ciclo mercantil, una persona de cada familia podía dirigirse al mercado cada tres días (…). En diez años, un agricultor habría ido unas mil veces al mercado. Así, aunque las aldeas no eran autosuficientes, la gran comunidad del mercado constituía una unidad económica y todo un universo social» (Fairbank, pp.45-46).

Así, un elemento distintivo señalado por todos los historiadores serios de China es el carácter fuertemente mercantil del campo prerrevolucionario chino. Este intenso desarrollo «mercantil simple»16 no necesariamente implicaba que el campo fuese capitalista, pero fue adquiriendo cada vez más este carácter, a partir del imbricamiento de los ricos de las localidades con el capitalismo mundial.

En el mismo sentido se orienta el análisis de Theda Skocpol: «La revolución china es, de común consenso, la revolución social más obviamente basada en los campesinos de las tres que hemos presentado en este libro (la francesa, la rusa y la china). Así pues, por sorprendente que pueda parecer, las estructuras políticas agrarias de clase y locales de la China del antiguo régimen (…) se parecían a las de Inglaterra y Prusia en ciertos aspectos clave. Analizando las estructuras agrarias chinas en una perspectiva comparada, nos pondremos en posición de comprender los diferentes ritmos y pautas del interregno revolucionario de China entre 1911 y 1949. Una revolución campesina contra los terratenientes a la postre ocurrió, como en Francia y en Rusia, pero los campesinos chinos carecían del tipo de solidaridad y autonomía que ya existía en sus estructuras y que permitieron a las revoluciones agrarias de Francia y Rusia surgir rápidamente y con relativa espontaneidad, en reacción al desplome de los gobierno centrales de los antiguos regímenes. En contraste, la revolución agraria china fue más prolongada; y para su consumación requirió que la conquista militar estableciera ‘zonas de base’, dentro de las cuales pudieran ser creadas para los campesinos organizaciones colectivas y libertad del control directo de los terratenientes» (Skocpol, p. 240).

Se trata de un elemento de inmensa importancia para el decurso de la revolución: la ausencia en China de una tradición de acción y organización independiente de su población campesina. Si, desde antiguo, las organizaciones de las localidades eran copadas por las capas superiores de los ricos de las villas, en el proceso revolucionario estas organizaciones fueron copadas y/o cooptadas por el PCCh.

Esto mismo es lo que subraya una y otra vez Peng Shu-Tse en su Informe: «Este movimiento bajo el liderazgo del PCCh no sólo se negó a movilizar las masas trabajadoras, sino que incluso se abstuvo de llamar a las masas campesinas a organizarse, a pasar a la acción, a involucrarse en una lucha revolucionaria (echar a los terratenientes, distribuir la tierra, etc). Como muestran los hechos, el PCCh sólo se basó en la acción militar del ejército campesino en vez de la acción revolucionaria de las masas obreras y campesinas».

Continuemos con el análisis de Skocpol:

«Como en la Francia del siglo XVIII y en la Rusia zarista después de la emancipación, la vida agraria en China había sido considerablemente modelada por las relaciones rentistas entre campesinos y terratenientes, aun cuando el grado de desigualdad de tenencia de la tierra fuese menor en China. Cerca del 40% de todas las tierras estaba alquilado, relativamente mucho más en el sur y menos en el norte [lo que marca un mayor desarrollo relativo proto-capitalista del campo en el sur que en el norte. RS]. Entre el 20 y el 30% de todas las familias campesinas alquilaban todas las tierras que trabajaban, y muchas tenían las partes alquiladas para suplementar sus propias pequeñas tenencias. Los terratenientes que no trabajaban ni vivían en las aldeas (aunque a menudo vivieran en los pueblos locales) poseían cerca de tres cuartas partes de las tierras alquiladas. Esto significa que poseían alrededor del 30% de las tierras en total, y tales tierras les producían rentas hasta del 50% de la cosecha. Por estos simples hechos acerca de la tenencia de la tierra, podríamos concluir que los terratenientes chinos eran considerablemente más débiles y los campesinos chinos considerablemente más fuertes que sus homólogos respectivos en Francia y en Rusia.

«Pero no ocurrió así, ni en lo económico ni en lo sociopolítico. Es importante recordar que la clase acomodada china asignaba sus excedentes no sólo mediante alquileres de tierra. También obtenía ingresos mediante tasas de interés de usura en los préstamos a los productores campesinos, compartiendo los impuestos imperiales y las sobretasas locales, y exigiendo ciertas cantidades para organizar y dividir las organizaciones y los servicios locales (como clanes, sociedades confucianas, obras de riego, escuelas y milicias). De manera semejante, los impuestos imperiales eran una fuente de ingreso para las clases dominantes francesa y rusa, pero la usura y los diversos impuestos y cargos locales fueron formas de asignación de excedentes mucho más distintivas de los ricos chinos. A su vez, éstos reflejaron y dependieron del hecho de que, en agudo contraste con los señores franceses y los terratenientes rusos, los ricos chinos tenían una posición preponderantemente organizativa dentro de las comunidades locales. Su posición fue un tanto análoga, especialmente en sus consecuencias políticas sobre el campesinado, a la hegemonía local de la clase terrateniente inglesa y a los junkers prusianos» (Skocpol, p. 240-41).

Esto es, las organizaciones de los centros de las localidades, estaban políticamente copadas por los señores y no eran organizaciones propias de las comunidades campesinas, cuestión claramente distintiva a la tradición comunal rusa.

«Los campesinos chinos no tuvieron sus propias comunidades de aldea en oposición a los terratenientes. Y aun cuando eran pequeños terratenientes (…), los campesinos chinos, como sus desventurados homólogos ingleses y prusianos, carecían de nexos entre sí que pudiesen apoyar la solidaridad de la clase comunal contra los ricos. En cambio, los ricos nobles chinos dominaban las comunidades rurales locales de tales maneras que simplemente, favorecían la posición económica (por simple tenencia de la tierra) y mantenían a un campesinado fragmentado internamente bajo un firme control sociopolítico» (Skocpol, p. 241).

Es decir, la propia formación no comunal del campesinado chino (básicamente propietario y trabajador privado) hizo a la tradicional falta de elementos de agregación y organización comunes, elemento en que se montó el dominio de los ricos de las villas y, posteriormente, el propio encuadramiento del PCCh en el campo.

A una conclusión análoga llega el especialista chino en estudios agrarios Qin Hui, que compara las tradiciones rurales rusa y china: «La apuesta fuerte de Stolipin [a la privatización de las tierras] fracasó porque subestimó la cohesión moral de las comunidades aldeanas rusas, que se resistían a que las familias aisladas se ‘apartaran’ de las prácticas de propiedad colectiva de la tierra (…) las comunidades aldeanas (…) tenían una tradición igualitaria muy fuerte, pero también autónoma que unía a todos los campesinos en una economía moral común. La colectivización soviética se demostró un desastre. En China, por otra parte, el partido tenía un fuerte arraigo en el campo, por lo que disfrutaba del respeto de los campesinos después de la liberación, mientras que las aldeas carecían del tipo de organización autónoma y colectiva que distinguía al mir [comuna] ruso (…). Más o menos coincido con esta descripción de las colectivizaciones rusa y china, aunque creo que en China la falta de instituciones autónomas aldeanas fue mucho más importante que la implantación del partido en el campo (…) precisamente porque los campesinos chinos carecían de lazos comunes, eran bastante incapaces de oponer una resistencia colectiva a la voluntad del Estado del tipo que enarboló la tradición del mir en Rusia. Para un estado autoritario fuerte, resulta mucho más fácil controlar un campo atomizado que uno comunizado» (en New Left Review, pp. 149-150). Ya volveremos sobre esto al analizar las afirmaciones sobre la supuesta existencia de formas orgánicas de democracia agraria en la revolución de 1949.

En todo caso, a nuestro modo de ver están claras las graves consecuencias que tuvo la ausencia de auténticas tradiciones comunales en cuanto a la definición del carácter de la revolución china de 1949. Esta realidad histórica se entronca con los clásicos análisis de Marx sobre las dificultades de la agregación campesina y la facilidad del dominio bonapartista «popular» sobre esta base social, incluso en condiciones revolucionarias.

A esto cabe agregar un elemento idiosincrático chino: la «distinta relación de los seres humanos con la naturaleza constituye uno de los contrastes más sobresalientes entre la civilización oriental y la occidental: en ésta el hombre ha sido siempre protagonista (…). Para apreciar la magnitud de esta brecha sólo tenemos que comparar el cristianismo con la relativa impersonalidad del budismo. O comparar un paisaje Song – con sus diminutas figuras humanas empequeñecidas por peñascos y ríos– y un primitivo italiano, donde la naturaleza no es lo que interesa en primer término (…) uno de los lugares comunes del saber popular chino es la absorción del individuo tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la colectividad social» (Fairbank, pp. 38 y 40).

Esta característica histórica –de manera subordinada, sin duda– también contribuyó a la «normalidad» de la ausencia de elementos de autodeterminación agraria en las zonas más atrasadas del campo chino, en las que era más marcada la impronta de la tradición confuciana. Esto es, las reglas ancestrales de disciplina familiar y hacia el Estado características de la sociedad china a lo largo del Imperio. No es casual que Chen Du-Xiu le diera tanta importancia a la lucha contra esta herencia de la hora de la fundación de la tradición socialista. Por supuesto, este elemento no puede ser interpretado en clave determinista: la revolución se debe llevar a cabo en las condiciones reales tal como son. Pero no se debe desconocer el peso de este tipo de elementos si no se los enfrenta de una manera consciente.

 

Pautas de la rebeldía campesina

 

Esto no quiere decir, claro está, que no hubiera en China tradición de rebeliones campesinas. Por el contrario: a lo largo de siglos, China había estado marcada por rebeliones que llegaron a ser inmensas y abarcar a millones de campesinos, desarrollándose por años, como fue el caso de la rebelión de los Taiping a mediados del siglo XIX, que ocupó un período de 15 años.

«Dadas las características de las comunidades locales, no resulta sorprendente que, en la última época imperial, la inquietud agraria pocas veces tomara la forma de ataques concertados de los campesinos contra los terratenientes dentro de sus comunidades (…) las formas más prevalecientes y mejor organizadas de rebelión agraria incluían ataques a los agentes oficiales del Estado imperial (…) especialmente, contra las «malas prácticas», como corrupción oficial, acaparamiento de granos y precios y rentas consideradas exorbitantes. Asimismo, las sociedades secretas no confucianas que trataban de reclutar a campesinos pobres frecuentemente elaboraron ideologías milenaristas, que presentaban sueños utópicos de justicia política e igualdad de acceso a la tierra.17 Sin embargo, en materia de organización, todas las formas más sostenidas de revueltas basadas en los campesinos, más tarde o más temprano fueron dirigidas o infiltradas por no campesinos (…) frecuentemente fueron encabezadas por mercaderes o por presuntos letrados que no habían pasado los exámenes imperiales; es decir, por individuos en las márgenes de la riqueza (…). Los motines contra los impuestos o los funcionarios fueron dirigidos muy a menudo por los propios ricos de las localidades» (Skocpol, p. 245).

Nuevamente, constatamos la ausencia de un patrón de acción autónoma campesina. Es significativo que «sólo los ricos tenían las conexiones y los intereses que salvaban las brechas entre los poblados administrativos y los extensos campos poblados. En la cumbre de su poder, a mediados del siglo XIX, la rebelión Taiping estaba mostrando tendencias similares, aún cuando no lograra ganarse el apoyo de los ricos campesinos, fracaso que puede ayudar a explicar su derrota final. A lo largo de toda la historia de la China imperial, las quejas de los campesinos fueron combustibles de revueltas, especialmente de las rebeliones triunfantes, que simplemente revitalizaron el sistema existente, pues los campesinos carecían de la autonomía local, basada en la comunidad, para hacer que su resistencia fuera siquiera potencialmente revolucionaria (…).

«Mientras los terratenientes ingleses del siglo XVII y los prusianos del siglo XIX eran los amos de sectores agrarios que –aunque de diferentes maneras– estaban pasando con éxito a la producción capitalista, los ricos chinos formaban la clase dominante de una economía agraria significativamente comercializada, pero estancada en su desarrollo. Además, los ricos chinos no se hallaban sobre campesinos de clase media ni sobre labradores, sino sobre una masa de pequeños terratenientes, que en su mayoría tendrían mucho que ganar si las tierras de los ricos eran redistribuidas y quedaban abolidas las asignaciones de su excedentes (…)

«En contraste con los junkers prusianos, los ricos chinos (especialmente a partir de mediados del siglo XIX) se encontraban cada vez más en pugna con la monarquía y sus agentes burocráticos (…). Los ricos asentados en las localidades y las provincias desempeñaron un papel activo, haciendo caer la dinastía y desmantelando el Estado imperial en 1911 [esto es, en la revolución burguesa. RS] e inmediatamente después» (Skocpol, pp. 245-246).

Por otra parte, se hacen patentes las contradicciones que limitan su papel «revolucionario» procapitalista y le impiden ser consecuentes con sus tareas históricas planteadas: «A diferencia de la clase alta de los hacendados ingleses18, los ricos chinos, históricamente, dependían de un Estado imperial centralizado y considerablemente burocrático. No había un Parlamento nacional que uniera a los representantes de la clase dominante de todas las diversas comunidades de mercado. Históricamente no se había desarrollado la sencilla conjunción del poder local y el nacional en un país tan vasto como China, con sus diversos niveles de administración que intervenían entre Pekín y cada localidad. En cambio, los ricos chinos, con raíces locales, se hallaban unidos en bases regionales sólo por su participación y cooperación con la burocracia imperial confuciana. De manera similar, sólo el unificado poder administrativo y coactivo del Estado imperial podía aportar cierto apoyo, a largo plazo, a la posición de clase dominante de los ricos» (Skocpol, p. 246).

La clase rica terrateniente proto-burguesa del campo chino, entonces, no podía ser consecuente siquiera en el terreno de la revolución burguesa, en la medida en que estaba atada por mil hilos de dependencia con el pasado imperial chino y con el propio imperialismo europeo: «La ironía es que aun cuando los ricos chinos, durante el período que desembocó en 1911, habían tenido la capacidad y el interés de socavar el Estado imperial, una vez que ello ocurrió, se encontraron vulnerables, como clase, a toda fuerza política organizada extra-localmente que se revolviera a atacar su posición en el orden agrario» (Skocpol, p. 247). Es en este marco donde se coloca el rol que cumplió el PCCh en el campo.

 

El bandolerismo social

 

Sin embargo, había una tradición en el campo chino con ciertos elementos independientes: la tradición del «Haiducry» o bandidismo social. Luego veremos cómo Mao se sirve de y se apoya en esta tradición para poner en pie su «Ejército Rojo» de milicias campesinas.

«Tal fuerza antiterrateniente tampoco sería capaz de reclutar partidarios campesinos para una lucha contra los ricos terratenientes. Es cierto que los campesinos asentados, y con trabajo, serían difíciles de alcanzar al principio. Pero había un componente, del ciclo, a largo plazo, del declinar dinástico: la rebelión; y una renovación que requería una mayor autonomía insurreccionaría campesina, en lugar de procesos en las comunidades asentadas, o que envolvieran a estas. Durante los períodos de debilidad de la administración central y de deflación y catástrofe en la historia china –fenómenos que solían ocurrir juntos–, invariablemente floreció el ‘bandidismo social’» (Skocpol, p. 247).19

Se trata, claro está, de un fenómeno de los oprimidos, pero nada tenía que ver –como sujeto– con la clase obrera urbana: se trataba de un sector social distinto, proveniente y emergente de otra estructura social y otras tradiciones. Sobre esta base social se apoyó la emergencia del «maoísmo» como corriente particular dentro del PCCh, y que luego se haría hegemónica.

«Precisamente porque las relaciones agrarias chinas estaban considerablemente comercializadas, los campesinos no fueron a menudo protegidos por sus nexos comunales en la aldea contra las dislocaciones económicas. Durante los períodos del declinar económico, los campesinos más pobres, especialmente en las comunidades que no contaban con una élite local acomoda que les diera empleo, perdían su propiedad, su medio de vida y aun su familia, y se veían obligados a emigrar para evitar morir de inanición. Los emigrantes empobrecidos a menudo se reunieron como bandidos o contrabandistas que operaban en las ‘zonas limítrofes’, en los bordes del imperio, o en las intersecciones de las fronteras provinciales, lugares donde estaban fuera del alcance de los ricos locales y del Estado imperial cuando no se encontraba en la plenitud de su vigor» (Skocpol, p. 247).

Eran, entonces, campesinos que, al ir quedándose sin el medio elemental de vida campesina, la tierra, se veían incluso «obligados» a vender a sus esposas e hijos como esclavos. Estos elementos, tal como luego fue el caso de la guerrilla de Mao, se ubicaban en los «intersticios» de la sociedad, en las zonas limítrofes donde no podía llegar el poder del Estado, fuera imperial o «nacionalista» en la primera mitad del siglo XX.

«Para sobrevivir o prosperar, los bandidos atacaban a las comunidades asentadas y, siempre que les fuera posible, especialmente a sus miembros más ricos; porque atacar a los ricos, llevaba al máximo los ingresos de los bandidos y también aumentaba las oportunidades de liberarse de ser capturados por las autoridades. Por tanto, en tal bandidismo social se expresó la lucha de clases, aún cuando fuera indirectamente y, a través de la historia, siempre efímeramente» (Skocpol, p. 248). Esto fue así, precisamente, hasta Mao. Luego veremos, con Schwarz, la especificidad de la corriente Mao y su opción estratégica por el campesinado. Pero sigamos con Skocpol:

«El siglo XIX y la primera mitad del XX constituyeron un período de decadencia dinástica e interregno político en China. Dificultades económicas, empobrecimiento de los campesinos, difusión del bandidismo social y violentos conflictos entre milicias locales; grupos de bandidos y señores de la guerra y/o ejércitos ‘ideológicos’ caracterizaron todo el período (…). Como hemos visto, este período de decadencia del gobierno central se vio complicado de maneras nuevas por las intrusiones imperialistas occidentales y japonesa. Sin embargo, aunque el imperialismo dislocó y revolucionó la política nacional y de la clase dominante, no alteró básicamente la situación económica y política de la vasta mayoría de los campesinos y las comunidades rurales. Salvo en las cercanías de los «puertos del tratado», las principales vías navegables y la escasa red ferroviaria (construida después de 1880), las redes de mercado, agentes y pautas de cambio tradicionales no fueron desplazados por el moderno desarrollo económico. Los campesinos siguieron trabajando con técnicas tradicionales, cultivando básicamente cosechas de subsistencias y a vender para pagar su alquileres y sus impuestos» (Skocpol, p. 248).

Esta es la situación que se da en el campo entre los años 1911 y 1949. La revolución burguesa de 1911 no cambia nada esencial de la vida campesina. Al respecto, «el Partido Comunista, operando en el marco de la fragmentación político-militar, a la postre consideró necesario tratar de fundir sus esfuerzos con las fuerzas del bandidismo social de base campesina para formar un ‘ejército rojo’ capaz de tomar y conservar regiones que después administraría. Entonces, bajo la protección aportada por los militares comunistas y sus controles administrativos, la política local fue finalmente reorganizada de tal manera que permitiría a los campesinos la influencia colectiva contra los terratenientes de la que históricamente habían carecido. Una vez que esto ocurrió –como en el norte de China durante el decenio de 1940-9– los campesinos se levantaron violentamente contra los restos de la clase rica y destruyeron sus posiciones de clase y poder. Así, la contribución campesina a la revolución china se pareció mucho más a una respuesta movilizada a las iniciativas de la élite revolucionaria que las contribuciones de Francia y Rusia» (Skocpol, p. 250).

Quedan así establecidos los elementos de «encuadramiento» campesino por parte del PCCh, contra los análisis fantasiosos de la revolución china que se refieren a la «autodeterminación campesina». Veremos esto más adelante.

«Las razones de este aspecto movilizador de masas tuvieron poco que ver con la ideología revolucionaria y mucho con las ‘peculiaridades’ (…) de la estructura sociopolítica agraria china. Tal estructura no permitía a los campesinos chinos establecidos la autonomía institucional y la solidaridad contra los terratenientes. Pero, en períodos de crisis político-económica, sí generó parias marginados, campesinos pobres, cuyas actividades exacerbaron la crisis y cuya existencia aportó un apoyo potencial a las rebeliones encabezadas por una élite, incluyendo, en el marco del siglo XX, un movimiento revolucionario. Así, las actividades de los comunistas chinos después de 1927 y su triunfo final en 1949 dependieron directamente de los potenciales insurreccionales y de los bloqueos a las revueltas campesinas autónomas que ya existían en el orden agrario chino» (Skocpol, p. 250).

Este «bloqueo» de los elementos de autodeterminación agraria y la fusión con las tradiciones de bandolerismo social dan elementos para explicar el rol del PCCh en la revolución de 1949 en conjunto con la inmensa importancia de su gravitación social hacia el «modelo» de la URSS estalinizada.

 

 

  1. De la revolución de 1911 a la revolución de 1949

 

Como producto de la limitada revolución burguesa de 1911, la élite confuciana –letrados y funcionarios– se desintegró en tanto que cuerpo estructurado, administrativo nacional y cultural. En consecuencia, una vez caída la fachada de la autoridad imperial, el poder del Estado en China se fragmentó y atomizó en aquellos centros regionales, provinciales y locales en que había estado acumulándose durante decenios. Esto tuvo su especificidad a causa del papel de sus organizaciones militares de base regional, lo que dio lugar a un interregno hasta la revolución de 1949 caracterizado por el dominio de la política china por los «señores de la guerra», provenientes de los estratos ricos de la clase dominante local.

Dado que los campesinos chinos en principio no se hallaban en una posición de levantarse colectiva y autónomamente contra los terratenientes, la disolución del sistema imperial en 1911 no creó directamente circunstancias favorables para la revuelta campesina. La base socioeconómica local de los ricos, sus tierras y su liderazgo en las organizaciones comunitarias no fueron socavadas. Esto muestra los límites de la revolución burguesa china de 1911, a la que Trotsky caracterizó como antimonárquica pero no antiimperialista, en la medida en que Sun Yat-Sen –a quien las masas chinas consideran el padre de la república burguesa– se apoyaba en el imperialismo japonés y contaba con el visto bueno del resto de las potencias imperialistas.

En el país se impuso el dominio de tales señores bajo la forma de agrupamientos político-militares independientes, cada uno de los cuales controlaba el territorio y explotaba las riquezas locales. Cada uno, como sistema, era similar a los demás; se diferenciaban, básicamente, en la escala. Como estos regímenes se encontraban en continua competencia entre sí, sus principales actividades eran la exacción de riquezas, el reclutamiento militar, las negociaciones con aliados potenciales y partidarios extranjeros y, desde luego, una violenta guerra civil larvada o abierta.

El escenario fue de fragmentación política y territorial, a la que contribuían no sólo los señores de la guerra, sino las principales ciudades costeras sometidas a las potencias imperialistas por tratados. Y también la ocupación japonesa, que planteó la pérdida de unidad nacional del país, algo que el dominio de Chiang Kai-Shek nunca logró resolver. Esto mismo es lo que explica la emergencia y la posibilidad de las regiones «liberadas» en el inmenso campo chino, en las cuales se asentó el PCCh y el ejército rojo maoísta.

Para la sociedad china en su conjunto, la época de los señores de la guerra fue un círculo vicioso, por decir lo menos: una tremenda calamidad, un estado de guerra civil permanente. Dentro de un equilibrio general de debilidad, la reintegración política nacional se hizo imposible. De allí el fuerte sentimiento nacional que animara a Mao y la consigna que recorre toda la vida del maoísmo de «salvar la nación».

Sin embargo, hubo una fuerza basada en las ciudades: el Kuomintang.

«Estos ‘modernos’ nacionalistas se concentraban ante todo en las grandes ciudades costeras, muchas de las cuales eran puertos occidentalizados del ‘Tratado’. Estas mismas ciudades fueron las primeras sedes de los movimientos antiimperialistas de masas, secuela de la Iº Guerra Mundial, cuyas disposiciones enfurecieron a los chinos, ya que abiertamente desdeñaban las aspiraciones de integridad nacional. Contra este fondo, no es de sorprender que los primeros dirigentes y las bases populares organizadas, tanto del Kuomintang como del PCCH, procedieran de estos centros urbanos ‘modernizados’ de la China de comienzos del siglo XX. (…)

«El triunfo final de los comunistas dependió de su capacidad de penetrar en las comunidades rurales, desplazar los restos de la clase acomodada y movilizar la participación campesina hasta un grado sin precedentes en la historia china. Pero la supervivencia y la victoria final también dependió de la incapacidad del Kuomintang para consolidar el poder del Estado sobre una base urbana (…). Hay que tratar de comprender porqué este movimiento de bases urbanas no pudo triunfar en China, en contraste con los bolcheviques y los jacobinos, que sí pudieron consolidar el poder del Estado sobre bases urbanas en sociedades predominantemente agrarias y campesinas» (Skocpol, pp. 379 y 378).

Es decir, hay que dar cuenta de las razones del triunfo de una estrategia «campesinista» en detrimento de una fundada en los polos más avanzados del país y –desde el punto de vista marxista– en la emergente clase trabajadora: «ningún régimen basado principalmente en el sector urbano moderno, centrado en los puertos del Tratado, podía esperar con realismo consolidar el poder del Estado centralizado en la China posterior a 1911 (…) estas modernas ciudades chinas se hallaban orientadas hacia fuera, situadas en los bordes del ámbito continental» (Skocpol, 385).

Para Skocpol, entonces, esta estrategia de unificación nacional no podía imponerse debido a que la clase dominante local, los ricos de las villas, permaneció arraigada en el fondo de la antigua jerarquía administrativa, sobre el nexo del nivel básico entre la ciudad y el campo. Pero aun así, la razón del fracaso de la revolución urbana y proletaria, está en otro lugar, íntimamente relacionado con la orientación y el significado del maoísmo.

 

Chen Du-Xiu

 

«La Primera Guerra Mundial tuvo un importante consecuencia para China en la emergencia de un proletariado moderno. La preocupación de los aliados por la guerra en Europa y la tremenda demanda mundial de bienes de todas las clases estimularon el crecimiento de una industria china de gran escala, y por tanto creó una clase obrera industrial»20.

Es en estas condiciones que fue fundado en 1921 el Partido Comunista. En los primeros años, el PC tuvo un crecimiento sorprendente. Muy rápidamente arraigó en el emergente y dinámico movimiento obrero chino, sobre todo, inicialmente, entre los trabajadores ferroviarios y marineros. Se caracterizó entonces por su penetración en la clase obrera, aunque recién en 1925 el PCCh logra ganarle la dirección sindical nacional al anarquismo, de fuerte presencia en China en las primeras décadas del siglo XX. En ese período, «el partido trató de organizar a todo el proletariado en una red de sindicatos industriales (…) vinculados en federaciones (…) y todas ellas unidas en un Sindicato General del Trabajo, controlado por el propio partido. En unos pocos años de intensos esfuerzos, un puñado de jóvenes intelectuales (…) logró (…) crear o penetrar y adueñarse de centenares de sindicatos, varias grandes federaciones y una organización nacional que a mediados de 1927, afirmo contar con cerca de tres millones de miembros» (Skocpol, p. 381).

Partimos de Chen Du-Xiu no sólo por ser el verdadero fundador del comunismo chino21, sino porque además configura una escuela opuesta por el vértice a lo que vendría a expresar luego la corriente Mao: «esta filosofía implicaba un total rechazo de la cultura tradicional china en todas sus manifestaciones: budismo, taoísmo y confucionismo. Budismo y taoísmo, porque su sesgo de alejamiento del mundo había paralizado la energía de China por siglos. El confucionismo (…) había sofocado el individuo en una red de obligaciones sociales y familiares. El resultado final, había sido la pasividad, el estancamiento, la impotencia» (Schwartz, pp. 8-9).

Chen ingresa a la vida cultural y política buscando elementos para quebrar esta tradición secular, y encarnó este período fundacional como primer secretario general del partido. Tenía una aspiración que era universalista y cosmopolita en la búsqueda de sacar el país del atraso, y al mismo tiempo antiimperialista, pero no nacionalista en el sentido estrecho del término, como sí lo fue la tradición que encarnó Mao en el período posterior.

Jefe del departamento de Literatura de la Universidad de Pekín, quedó envuelto en la actividad de sus estudiantes en el movimiento del 4 de mayo (1919) en rechazo del vasallaje que se le imponía a China por el Tratado de Versalles.22 Gran organizador de masas y con enorme vocación hacia el proletariado, Chen expresaba, insistimos, una tradición opuesta a la de Mao, cortada de cuajo luego de la derrota de la revolución de 1925-27 y de la burocratización y «campesinización» del PCCH. De hecho, Chen fue destituido del cargo de secretario general del PCCh en agosto de 1927 y expulsado del partido a fines de 1929, acusado por la Komintern de Stalin como «traidor» y dando con sus huesos en las cárceles de Chiang Kai-Shek por gran parte de la década del 30.

La abnegada veta proletaria y socialista de Chen se puede identificar en su apreciación de los ejércitos nacionalistas del Chiang Kai-Shek. Sobre la famosa «expedición al norte del país para enfrentar a los «señores de la guerra», Chen decía en junio de 1926 que estaba «concebida como una acción militar con el objetivo de extender las fuerzas revolucionarias del sur al norte y de derribar los militaristas de Peiyang. Consecuentemente, está concebida como parte de la revolución nacional. No obstante, el verdadero objetivo de la revolución nacional es acabar con el imperialismo y el militarismo por las masas de todas las clases y la liberación de todo nuestro pueblo, particularmente los obreros y campesinos. Sin embargo, si la expedición del norte es llevada adelante por una turba variopinta de aventureros militares y políticos interesados en alcanzar sus objetivos privados, incluso si la victoria es alcanzada, sólo será la victoria para los aventureros militares y no para la revolución» (citado por Schwartz, p. 57).

También le es característico su ángulo internacionalista, a pesar de que, aparentemente, Chen nunca había salido de China: «Chen se negaba a establecer distinciones entre los explotadores extranjeros y una burguesía nacional progresiva. ‘Si el capitalismo fuera bueno, decía, ‘debería ser bienvenido, sea nacional o extranjero. Si es el diablo, debe ser enfrentado, sea en el interior o en el exterior… sólo nuestros trabajadores pueden obtener el objetivo de la independencia de China. Los llamados capitalistas nacionales, son todos directa o indirectamente compradores del capital internacional. Ellos simplemente ayudan a los capitales extranjeros a explotar China’» (Schwartz, p. 29).

En estas condiciones, Chen tuvo el drama de ceder a la autoridad de la Internacional Comunista –ya bajo el yugo de Stalin–, que obligó a la aplicación de una orientación totalmente oportunista que terminó en los desastres de las masacres de Shanghai (abril) y Cantón (diciembre) en 1927. Sin embargo, sus inclinaciones políticas «naturales» –más allá de su débil formación teórica marxista–, ameritarían definirlo como un proto-trotskista ya en los años 20 (caracterización que también recoge Nahuel Moreno). Así lo señala Schwartz: «debemos concluir en que la actitud de Chen Du-Xiu durante el breve período antes de someterse a la disciplina de la Komintern puede ser definida como «proto-trotskista». El es, como si dijéramos, un trotskista por instinto antes de que el trotskismo emergiera como fenómeno distintivo, y sin la capacidad de Trotsky para la racionalización teórica» (Schwartz, p. 29).

Esto es válido no sólo para el período previo al curso oportunista. Cuando comenzó la pelea abierta dentro del PCCh en 1927, Chen aparece afirmando la necesidad de ser independientes respecto del Kuomintang y de que la revolución agraria se lleve a cabo bajo la hegemonía del proletariado urbano. Al respecto, Schwartz observa que era criticado de «trotskista» por los agentes de Stalin y Bujarin en el partido, aunque Chen no conocía por entonces las posiciones de Trotsky sobre China, acalladas por la burocracia de la III Internacional. Aparentemente, recién tuvo la oportunidad de leer más ampliamente textos de Trotsky durante su estadía en la cárcel, en la primera mitad de la década del 30.

Decía Chen: «El nivel cultural de los campesinos es bajo (…) sus fuerzas están dispersas y están inclinados al conservadurismo… Al ser productores independientes, no son fácilmente proclives a la socialización (…). El campesinado constituye la inmensa mayoría del pueblo chino y es, obviamente, una gran fuerza en la revolución nacional. Si la revolución china no alista a los campesinos, le será más difícil triunfar como una gran revolución nacional» (citado por Schwartz, p. 65). Por esto, agrega que lejos de «dejarle el campesinado a la burguesía, el PCCh hizo grandes esfuerzos (…) para ganar el control del movimiento campesino». Es decir, Chen buscaba ganar a los campesinos sobre la base de afirmar la hegemonía del proletariado. De Chen a Mao hay un quiebre de tradiciones, y ambos representaron tipos acabados de tendencias opuestas.

 

La revolución de 1925-27

 

«Los años 1925-27 contemplaron la erupción de todas las contradicciones nacionales e internacionales que desgarraban a China (…). Pero la característica más sobresaliente de los acontecimientos –una característica que no se halla en la siguiente revolución china y que, por tanto, se olvida o ignora fácilmente– fue la revelación del extraordinario dinamismo político de la pequeña clase obrera china (…). Nunca se subrayara lo suficiente que en 1925-27 la clase obrera china desplegó casi tanta energía, iniciativa política y capacidad de dirección como los obreros rusos en la revolución de 1905» (Deutscher, p. 128).

Se trató en realidad de un proceso comenzado en 1919, con el ya citado Movimiento del 4 de mayo de estudiantes y docentes. El período de la década del 20 vio nacer al Partido Comunista fundado por Chen Du-Xiu y un impulso vital de enorme pujanza en la organización de la joven clase obrera china, que dio lugar a esta revolución traicionada y derrotada producto de la política de Stalin.

Con el desarrollo industrial originado por la guerra, el proletariado pasa de uno a dos millones de personas en pocos años, a cuya vanguardia están los 200.000 obreros chinos que habían ido a trabajar a Francia. Recién en 1918 se funda el primer sindicato de trabajadores, pero rápidamente se produce una fusión entre el movimiento estudiantil y el naciente movimiento obrero. Esta emergente organización obrera gira en torno a los marineros de Hong Kong y de los ferroviarios del centro y norte del país. Durante todo 1925 hay grandes luchas obreras, ascenso que tiene su punto culminante en una larga huelga general en Hong Kong que dura meses y que deja de hecho el poder en manos de los piquetes obreros en Cantón. Pero el Kuomintang contraataca y el 29 de julio de 1926 se declara la ley marcial en Cantón y más de 50 trabajadores son asesinados. Sin embargo el ascenso obrero no cede, a la vez que comienza un importante ascenso campesino, expresado en un proceso de organización por distritos que llega a agrupar a 2 millones de miembros en sindicatos campesinos.

Cabe aclarar que en este periodo inicial de la organización campesina vinculada a la revolución obrera en curso en las ciudades, sí hubo elementos de autodeterminación agraria. Harold Isaacs se refiere a esta experiencia, desarrollada en contra de la línea de Stalin: «Stoler, Browder y Doriot descubrieron que en Hunan los campesinos estaban tratando, a su propia manera, de crear precisamente el tipo de órganos locales de poder de los que Trotsky había hablado» (La tragedia de la revolución china, Los Angeles, Stanford University Press, 1951, p 228).

Pero al calor de este proceso, Stalin fuerza la creciente capitulación del PCCh al Kuomintang y rechaza el pedido que le hiciera Chen de que se le entregaran 5.000 fusiles rusos a los obreros. El Partido Comunista fue forzado a entrar el Kuomintang y a subordinarse cada vez más a la dirección nacionalista del Chiang Kai-Shek. A pesar de aceptar las imposiciones de la Komintern en manos de Stalin-Bujarin, en cada caso Chen expresó su disidencia e intentó resistir ese curso, buscando que no se perdiera la independencia del partido. En el caso concreto del levantamiento de Shangai, la Internacional obligó al partido a entregar el poder al Kuomintang. Así las cosas, del 21 de marzo al 12 de abril de 1927 se desarrolló la histórica insurrección en Shangai, que es traicionada y aplastada a sangre y fuego por Chiang Kai-Shek.23

Nahuel Moreno, en su texto ya citado, describe así el proceso: «El PC había organizado en Shangai a 600.000 obreros (…). El 21 de marzo de 1927, los comunistas desencadenaron una huelga que provocó el cierre de todas las fábricas y condujo, por primera vez en sus vidas… a los obreros a las barricadas. Tomaron primero el comisariato de policía, después el arsenal, luego el cuartel y obtuvieron la victoria. Fueron armados 5.000 obreros, se formaron 6 batallones de tropas revolucionarias y se proclamó el ‘poder de los ciudadanos’. Fue el golpe de estado más notable de la historia moderna de China. Un día después, el PCCh saluda la entrada de Chiang como la de un héroe. Es así como este puede preparar el golpe de estado contra los obreros con toda tranquilidad [que] se produce el 12 de abril y es una matanza parecida a la que sufrió el PC de Indonesia en 1963. Con este golpe, se decapita definitivamente a la clase obrera china».

Faltaría todavía un acto en este drama: la comuna de Cantón. Se trató de un levantamiento por el cual los trabajadores controlaron la ciudad por un puñado de días en diciembre de 1927; luego de su derrota (un baño de sangre, con el fusilamiento de miles de obreros y comunistas) la clase obrera quedó efectivamente decapitada. Y aunque hubo períodos en los que se esbozó una tendencia de recuperación, ésta finalmente nunca se concretó.

 

La corriente de Mao

 

Refiriéndose a la revolución del 1925-27, Deutscher la compara con la de 1905 en Rusia: «estos años fueron para China lo que 1905-1906 habían sido para Rusia: un ensayo general de revolución. Con la diferencia, sin embargo, de que en China el partido de la revolución obtuvo del ensayo conclusiones muy diferentes de las rusas. Este hecho, en combinación con otros factores objetivos (…) habrían de reflejarse en las diferencias entre los alineamientos socio-políticos de China de 1949 y de Rusia en 1917» (Deutscher, p. 129).

Es en estas condiciones que emerge la corriente maoísta, a finales de la década del 20. Mao, promediando la década, ya tendía a expresar una orientación estratégica totalmente diferente no sólo de la de Chen Du-Xiu, sino de la generalidad de las corrientes proMoscú que se sucedieron luego de la defenestración del fundador del PC.

«El ‘Informe sobre una investigación del movimiento agrario de Hunan’, escrito por el propio Mao (…), es un documento de un contenido único, que justifica tratar al autor como representativo de una corriente única en el movimiento comunista chino (…) Sería un error asumir que el penetrante juicio de Mao Tse-Tung sobre las potencialidades de los campesinos es simplemente el fruto de su conocimiento del campesino (…). El propio Mao admite no haberse dado cuenta del grado de lucha de clases entre los campesinos hasta el desencadenamiento del incidente del 13 de mayo de 1926» (Fairbank, p. 74). Al parecer, ese año fue de un éxito espectacular en lo que hace a la organización campesina, lo que llevó a Mao a decidirse cada vez más por el trabajo agrario.

Es bajo el influjo de su inmersión en el medio campesino que Mao señala: «La fuerza del campesinado (…) es como la de los vientos enfurecidos y la lluvia. Incrementa rápidamente su violencia. Ninguna fuerza puede interponerse en su camino. El campesinado destruirá todas las redes que lo constriñen y avanzará por el camino de la liberación (…). Las amplias masas del campesinado se han levantado para llevar a cabo su destino histórico. Las fuerzas democráticas de las villas se han levantado para tirar abajo las fuerzas feudales de las aldeas. Acabar con las fuerzas feudales es, después de todo, el objetivo de la revolución nacional» (citado por Schwartz, pp. 74-75). Y este autor agrega: «El elemento que resalta de esta apasionada defensa, es el hecho que se señala al campesinado como tal para llevar a cabo las tareas de ‘enterrar al imperialismo y al militarismo’; que mira hacia las aldeas como el centro estratégico de la acción revolucionaria; que juzga el valor de todo partido revolucionario por su voluntad de ponerse a la cabeza del campesinado. Y el más notable señalamiento en todo el ‘Informe’ es que Mao compara la importancia relativa de la ciudad y el campo en el proceso revolucionario: ‘Si tenemos que calcular el peso relativo de los varios elementos que componen la revolución democrática sobre la base de porcentajes, los pobladores urbanos y militares no alcanzarían más del 30%, mientras que el 70% restante debería asignarse a los logros de los campesinos en las zonas rurales’» (Schwartz, p. 75).

Aquí hay un salto cualitativo respecto de la tradición socialista anterior: el sujeto central de la transformación social ha pasado a ser el campesinado, y el lugar estratégico de la pelea, el campo, no la ciudad. Esto tendría consecuencias estratégicas –no siempre problematizadas del todo– de enorme importancia en lo que hace al propio carácter de la revolución china y de la corriente Mao.

En este sentido, dice Peng en su Informe al III Congreso de la IV Internacional: «Sobre la naturaleza del PCCh, virtualmente todos los camaradas chinos han declarado que es un partido pequeño burgués basado en el campesinado (…). Comenzando en 1930, Trotsky de manera repetida puntualizó de que el PCCh gradualmente había degenerado de partido obrero a partido campesino (…) incluso afirmó que había seguido el mismo patrón que los SR (socialistas revolucionarios) en Rusia (…). Luego de la derrota de la segunda revolución, el PCCh abandonó el movimiento obrero urbano, abandonó el proletariado y giró enteramente hacia el campo. Volcó toda su fuerza a la lucha de guerrillas en las aldeas y absorbió en el partido un enorme numero de campesinos (…). Durante este prolongado período de vida en el campo, incluso asimiló la cosmovisión campesina en su ideología».

 

Un narodniki chino24

 

Es en este marco que Mao va a recoger una tradición ancestral de lucha campesina: la de los rebeldes primitivos o bandidos que se levantaban y vivían en los intersticios de la sociedad, de las provincias y que conformaban una tradición histórica de rebeldía. Es decir, la tradición del bandolerismo social que ya hemos mencionado.

Para Mao, «sólo los campesinos pobres pueden actuar como la vanguardia revolucionaria de las aldeas. Mao repudia vigorosamente las objeciones levantadas en ciertos círculos a la presencia de ‘vagabundos y bandidos’ en las asociaciones campesinas. ‘No son vagabundos y bandidos’ insiste, ‘por el contrario, se trata de líderes agresivos de las asociaciones campesinas (…). Incluso si algunos de ellos han sido vagabundos, la mayoría han cambiado para mejor desde que se asumieron como líderes’» (Schwartz, p. 75).

Mao se apoyó en esta tradición de rebeldía y bandidaje social campesinos como forma de expresión de un sector que no soportaba más las condiciones de explotación y opresión en el campo y que se iba a las fronteras. Una tradición real, pero que no tenía nada que ver con las tradiciones de lucha de la clase obrera en las ciudades. Se trataba de algo mucho más emparentado con las tradiciones de las cuales se nutrieron los narodniki (populistas) en Rusia a finales del siglo XIX.

«Todo este curso es extremadamente radical y lleno de espíritu revolucionario. En su conjunto, sin embargo, podría haber sido escrito por un narodniki ruso (…). Hay una constante implicación de que el campesinado por sí mismo será la fuerza principal de la revolución china (…) Sería interesante, sin embargo (…) dejar sentada una de las numerosas reflexiones de Lenin sobre las relaciones entre ciudad y campo: ‘La ciudad (…) inevitablemente lidera a la aldea. La aldea inevitablemente siguen la ciudad. La única cuestión es a cuál de las clases urbana seguirá el campo’» (Schwartz, p. 76).

En el mismo sentido, Nahuel Moreno sostiene que «con el maoísmo se repite un poco el caso de los narodniki (…). Podemos considerarlo también desde el punto de vista de su método de pensamiento y características más evidentes. Aparecía así como provinciano, atrasado, empírico, pragmático, a medias reformistas y revolucionario, con una ideología jacobina, estalinista y marxista, al mismo tiempo que practica la lucha armada (y) un culto repugnante de características semi-bárbaras a la personalidad de Mao, unido a una actitud paternalista. Nada de esto es marxismo» (Las revoluciones china e indochina).

Y también Deutscher: «Mao se hizo gradualmente conciente de las implicaciones de su movimiento, y al justificar la ‘retirada de las ciudades’ reconoció, cada vez más explícitamente, al campesino como la única fuerza activa de la revolución, hasta que, para todos su propósitos e intenciones, volvió finalmente la espalda a la clase obrera urbana». (Deutscher, p. 138). Respecto de la corriente narodniki, pero pensando en el maoísmo, agrega que «la revolución hallaría su amplia base solamente en el campesinado. Sus dirigentes tendrían que ser hombres como los narodniki, miembros de la intelligentsia, que hubieran aprendido algo en la escuela del pensamiento marxista, que hubieran hecho suyo el ideal socialista y que se consideraran los representantes de todas las clases oprimidas de la sociedad rusa. Los narodniki fueron, naturalmente, los zamestiteli clásicos, los archisustituistas, que actuaban como locum tenentes de una clase obrera inexistente y de un campesinado pasivo (los mujiks ni siquiera los apoyaron) y que defendían lo que consideraban que era el interés progresivo de la sociedad en su conjunto» (Deutscher, p. 153). Los paralelos agudos con las características del maoísmo son aquí evidentes.

Al girar su atención y centro estratégico de actividad hacia el campo y el campesinado, es decir, hacia lo más atrasado respecto de lo más avanzado, Mao se convirtió en un populista (como lo eran los propios narodniki) en el sentido profundo del término. Fue un populista, agrarista y campesinista, y siguió siéndolo a lo largo de toda su vida, incluso en la lógica operante detrás de los enfrentamientos internos luego de la revolución con el sector burocrático pro Moscú de Chou En-Lai, Liu Shao-Qi y Deng Xiao-Ping.

Un ejército rojo de base campesina

 

Entre fines de 1929 y principios de 1930 se puso en evidencia un fenómeno que sería de importancia decisiva para el futuro del PCCh y el desarrollo de la tercera revolución china: el Ejército Rojo campesino.

Su crecimiento fue multitudinario y vertiginoso. En 1928 contaba con menos de 10.000 soldados. A fines de 1929, había por lo menos 12 grupos comunistas armados en siete provincias de China central y del sur, con un total de 20.000 soldados. En abril de 1930 habían subido a 60.000 o 70.000. El PCCh contaba para ese entonces con cinco bases soviéticas en las provincias de Kiangsi y Hupeh. Dos años después, en las ciudades quedaban un puñado de 4.000 a 5.000 militantes (sobrevivientes del «terror blanco» del Kuomintang), mientras que en el campo, en lo que Stalin y sus seguidores llamaron «áreas soviéticas» y bajo protección del Ejército Rojo, había 100.000 militantes campesinos.

León Trotsky dejó señalamientos magistrales acerca del carácter social de los «ejércitos» y guerrillas campesinas chinas, impropiamente llamados «Ejército rojo» en emulación del ejército originado en la revolución bolchevique. Desmentía que fueran fuerzas proletarias, argumentando que el carácter de clase de las organizaciones proviene de la base social real en que se asientan, y no en un partido que se autotitula «comunista» y supuesta encarnación del «proletariado». También señalaba que los cuadros dirigentes de este ejército se reclutaban entre sectores que, al quedar al frente de estas formaciones, se desclasaban, por lo que de ninguna manera se los podía considerar cuadros auténticamente comunistas.

«Entre los dirigentes comunistas de los destacamentos rojos indudablemente hay muchos intelectuales y semi-intelectuales desclasados que no han pasado por la escuela de la lucha proletaria. Por dos o tres años vivieron vidas de comandantes y comisarios partisanos; lucharon en batallas, tomaron territorios, etc. Absorbieron el espíritu del medio. Mientras tanto, la mayoría de la base de los destacamentos rojos consisten en campesinos que asumen el nombre de comunistas con toda honestidad y sinceridad, pero que en la realidad siguen siendo revolucionarios pobres o pequeño-propietarios pobres. En política, el que juzga por denominaciones y etiquetas y no por los hechos sociales está perdido».25

Tanto Skocpol como Schwartz señalan que aun cuando desde Moscú se apremiaba al PCCh –luego de los desastres de Shangai y Cantón– a «tomar las ciudades», varios grupos comunistas comenzaron a gravitar hacia la nueva estrategia de guerra de guerrillas de base campesina.

«El PCCh, después de 1927, se vio obligado a entrar en acuerdo con el campesinado de manera muy distinta a como había ocurrido en Francia y Rusia. Los campesinos podían ser enrolados por la fuerza en ejércitos permanentes dirigidos por profesionales y abastecidos por los centros urbanos. En cambio [en el caso chino] había que persuadirlos de aportar voluntariamente mano de obra y abastos para los Ejércitos Rojos. Los campesinos no darían tal apoyo de manera voluntaria y confiable a menos que los comunistas parecieran estar luchando a favor de sus propios intereses y en un estilo que se conformara a sus orientaciones localistas. La guerra de guerrillas es un modo descentralizado de lucha, y por tanto era potencialmente adecuado a las tendencias campesinas» (Skocpol, p. 394).

En estas condiciones, la forma básica que adoptó el PCCh y sus guerrillas en el campo fue la de «partido-ejército». Es decir, una forma en la que las artes de la guerra tendían a reemplazar los métodos de la lucha política de masas, y en la que el régimen interno de la organización pasaba también a ser dominado por los mecanismos de la disciplina militar, en reemplazo de los de la democracia y la discusión política.

En combinación con la forma anterior se dio hasta cierto punto también la de «partido-movimiento», forma híbrida que combina en su seno reivindicaciones y una organización respecto de la vida cotidiana de su base social, con un programa político más de conjunto, pero cuyo método de acción inmediato es movimientista. Esto es, de «politización» de las reivindicaciones inmediatas y de asunción de tareas de administración de la producción y reproducción de la vida inmediata, pero no inmediatamente de tareas específicamente políticas.

Así, «el Ejército chino fue preparado para ‘unirse’ con el campesinado civil (…) esto significó tratar las vidas, propiedades y costumbres de los campesinos con escrupuloso respeto (…) Siempre que unidades del ejército rojo se apoderaban de zonas ocupadas, trataban de mezclarse con la vida diaria de los campesinos (…) dedicándose a actividades de producción (…) promoviendo la educación política. En suma, para convertirse en ‘un pez nadando en el mar del pueblo’, el ejército rojo hubo de emprender actividades económicas y políticas, así como de combate» (Skocpol, p. 395). Es decir, hasta cierto punto, fusionarse con las masas rurales.

Más allá del discutible grado de «persuasión» y «respeto» respecto del campesinado, estas formas tienen la «ventaja» de crear las condiciones de posibilidad para movilizar masas inmensas, pero al mismo tiempo muy fácilmente derivan en gestiones clientelares y bonapartistas.26 Formas bastante usuales, como ha escrito Marx, en los movimientos de base campesina.

El informe de Peng es aún más directo al respecto: «desde que el PCCh salió de las ciudades hacia el campo en 1928 estableció un sólido aparato y ejército (campesino). Durante veinte años usó este ejército y este poder para dominar a las masas campesinas –como sabemos, los campesinos atrasados y dispersos son más fáciles de controlar– y de allí cobró forma una burocracia persistente y autónoma, especialmente en la manera de tratar a las masas. Incluso hacia los trabajadores y los estudiantes en las áreas del Kuomintang, el partido empleó métodos ultimatistas y engañosos en vez de la persuasión».

Es en conexión con el giro «agrarista» que se produce el descubrimiento del factor militar: «durante este período se toma conciencia de la importancia del factor de la organización militar (…). Sus acciones se desprendían de la asunción de que levantamientos aislados fomentados aquí y allá proveerían las chispas para un incendio que abarcaría el conjunto del campesinado chino. La llama, sin embargo, no se extendió. La naturaleza fragmentaria del campo de China no permitía que se extendiera el contagio político más allá del área inmediatamente afectada. Mao tuvo que darse cuenta en fecha temprana de que, frente al dogma marxista, el campesinado podía aportar de manera independiente una base de masas para la revolución. Durante 1927, tuvo que tomar conciencia de que en un país donde el poder tendía a gravitar en manos de los militares, el poder de masas debía ser conquistado con poder militar» (Schwartz, p. 101). Ya volveremos sobre las consecuencias de esta estrategia y su influencia en el carácter «frío» de la revolución de 1949.

En cuanto a las bases de reclutamiento de tal ejército, «los reclutas iniciales para la guerra de guerrillas podían salir de las filas de los campesinos que habían sido desplazados a emprender actividades ilegales centradas en remotas ‘zonas fronterizas’; es decir, zonas en las montañas y entre diversas provincias». Esto es, entre los «bandoleros sociales».

«Dada la dinámica del agro chino y las condiciones críticas del período, los potenciales reclutas de campesinos desplazados abundaban donde los comunistas más los necesitaban (…) En las zonas de mayor reclutamiento a finales de la década del 20 (Shensi-Kansu-Ningsia y en las montañas de China central llamadas Ching Kang-shan) las «fuerzas revolucionarias»(…) consistían en elementos declassés [desclasados] como bandidos, ex soldados y contrabandistas. Eran guiadas por una combinación de sus propios líderes originarios, además de cuadros del PCCh, habitualmente intelectuales sin ninguna experiencia militar (…) Como los bandidos, estos primeros «ejércitos rojos» tuvieron que solicitar – y frecuentemente, confiscar– recursos de fuera de sus baluartes para poder vivir (…). Además, siempre que era posible, los rojos trataban de atraerse a los campesinos más pobres, confiscando y redistribuyendo las tierras de los campesinos ricos» (Skocpol, pp. 395-396).

Sin embargo, el «bandidismo social rojo» no fue más que una fase transitoria: «las tempranas tácticas de bandidismo social rojo se aplicaron en medios rurales donde las fuerzas militares enemigas eran débiles o estaban divididas (…). Estas tácticas pronto empezaron a dar dividendos en la creación de mayores bases y ejércitos del interior. En 1931, los comunistas lograron establecer el gobierno soviético de Kiangsi, que gobernaba una población establecida que variaba entre 9 y 30 millones» (Skocpol, pp. 397-398).

Es decir que el PCCh evolucionó a lograr la administración de «zonas liberadas» en el campo habitadas por millones de campesinos, a las que ahora nos referiremos. Agregaremos aquí que «durante la breve vida del Soviet (…) poco o nada lograron en su intento de transformar permanentemente la estructuras políticas y de clase de la aldea (…) pues la administración del soviet siguió siendo rudimentaria y sin llegar nunca directamente a las localidades para desplazar a las elites locales» (Skocpol, p. 398).

Esta experiencia se extendió hasta 1935, cuando el PCCh fue obligado por Chiang a abandonar completamente las regiones centrales más ricas de China y emprender la «Larga Marcha»27 hasta llegar a la zona donde pudieron reagruparse y sobrevivir: la pobre y desolada región rural de Shensi-Kansu-Ningsia, en el noroeste de China.

 

Estado plebeyo en Yenan

 

Entre 1937 y 1945 el PCCh y Mao montaron un Estado dentro del Estado nacionalista: el «gobierno soviético de Yenan» en la zona noroccidental del país. Luego de la Larga Marcha, los acontecimientos de la invasión de Japón a China determinaron que los comunistas tuvieran tiempo de atrincherarse sólidamente en el noroeste y de que disfrutaran circunstancias favorables para extender su movimiento y tener bases territoriales en una gran zona de China del Norte.

Es en estas condiciones que se terminó estableciendo en 1937 el «frente unido antijaponés» (de tipo «unión nacional»), que marcó un crudo giro a la derecha del PCCh, en consonancia con el período de los Frentes Populares en Europa.

A cambio, la base de Yenan y otras se favorecieron con el habitual tipo de subsidios pagados por el gobierno nacionalista a los regímenes regionales aliados. Así, durante un tiempo, se beneficiaron de la ausencia relativa de oposición militar de las tropas del Kuomintang.

Durante este período de «frente único», el PCCh actuó de manera esencialmente conservadora, negándose redondamente a llevar a cabo la reforma agraria en las zonas que controlaba. Esto recién cambió en 1947, luego de inmensas vacilaciones y ante el peligro del asedio del Kuomintang, que rompió los acuerdos de «unidad nacional» firmados «honestamente» por Mao en 1946.

Estos «Estados plebeyos»28 en las «zonas liberadas» sirven como demostración de que puede haber formaciones híbridas no orgánicas, tal como señala Moreno en Las revoluciones china e indochina, si bien está claro que en los casos de Hunan (década del 20), Kiangsi (primera mitad de los 30) y Yenan se trataba de experiencias que no se habían desarrollado a escala nacional sino regional, favorecidas por la propia desintegración de la unidad nacional del país y con nula industrialización.

Moreno sostiene muy agudamente que «el maoísmo actual es el resultado de la lucha y triunfo de las zonas liberadas del ocupante japonés. Surge en esas zonas un Estado plebeyo popular, cerrado sobre sí mismo, con una economía primitiva con influencia de los terratenientes y campesinos ricos, totalmente independiente del imperialismo pero ligada al estalinismo mundial (…). La inexistencia de influencia imperialista y de una burguesía regional sólida le da un carácter sumamente independiente a su gobierno y el partido. Junto a ello, un carácter primitivo, bárbaro, campesino, como así también jacobino-popular. Su centralización y bonapartismo no le viene sólo de su carácter de árbitro entre el estalinismo, las masas y las distintas clases agrarias, sino también de la atomización campesina».

Aquí aparece el rasgo común y específico de las burocracias estalinistas: su alto grado de independencia relativa, su carácter de «algo más que una mera burocracia», al no tener a su lado una burguesía nacional.

Entre estos «Estados» –los ya señalados de Hunan y los soviets agrarios de 1931-35– existen diferencias específicas. La experiencia de los 20 terminó en un desastre; la de 1931-35, se apoyó en una reforma agraria radical; la de 1937-45 fue conservadora, sin tocar las tierras de los terratenientes.

En este marco, la experiencia de Yenan fue la que alcanzó mayor escala:

«Hacia 1942, los comunistas chinos comprendieron la necesidad de alcanzar un nivel superior de movilización de masas en apoyo del esfuerzo de guerra contra Japón y la guerra civil contra los nacionalistas. Sus agudas necesidades les llevaron a crear métodos concretos para vincular el esfuerzo militar y los problemas sociales rurales y económicos en un sólo programa de movilización de guerra, que penetrara en cada aldea y en cada familia abarcando a cada individuo. Este programa, al principio, no requirió una total lucha de clases contra los terratenientes y campesinos ricos; antes bien, se vio a los cuadros del partido trabajar directamente con los aldeanos para mejorar la producción económica. En realidad, la mayor productividad agrícola se hallaba en la base de si las zonas bloqueadas podrían sobrevivir. Y esta producción incrementada, se hizo sobre la vieja base de propiedad, sin introducir reformas sustanciales, es decir, de manera conservadora.

«Tanto Mark Selden como Franz Schurman insisten en que el Movimiento Cooperativo lanzado por el PCCh en 1943 fue significativo no sólo como recurso para aumentar la productividad agrícola, sino también como medio por el cual se desarrollaron nuevas pautas de organización y liderazgo dentro de las aldeas del norte de China. Este movimiento cooperativo fue la primera verdadera ocasión en que el partido participó activamente a nivel de aldea en las actividades productivas que eran la esencia misma de la existencia campesina».

«En realidad [recién] en 1946-47 (…) los comunistas instituyeron una política de radical reforma de la tierra en las zonas liberadas. Todas las tierras de los terratenientes, institucionales y de campesinos ricos serían confiscadas y redistribuidas entre los campesinos pobres y de ingresos medios, tan cerca como fuera posible de una base de absoluta equidad individual de propiedad de la tierra, sin consideración de sexo y edad. Tal política estaba calculada para promover la estabilidad interna durante un período en que las zonas liberadas estaban pasando por una movilización total para la guerra civil. Y, como lo indica Schurman, durante los períodos anteriores y posteriores a 1949, en que la alta productividad económica y/o máximo control administrativo habían sido sus objetivos principales, los comunistas chinos han evitado las políticas radicales de «lucha de clases»» (Skocpol, pp. 406-407).

 

La naturaleza política del campesinado

 

Es importante dejar establecido el marco teórico-histórico de la apreciación del rol del campesinado según la tradición del marxismo. Para esto, nos apoyaremos en la monumental obra de Hal Draper La teoría de la revolución en Karl Marx (Karl Marx’s Theory of Revolution), lo que no significa que suscribamos sus tesis «colectivistas burocráticas» respecto de la URSS. Por otra parte, Draper no toca de manera directa el tema en esta obra, que es en conjunto muy educativa y en algunos casos roza lo genial.

Discutiremos aquí el rol del campesinado en la revolución proletaria (no las pautas de rebeldía campesina en general), porque hace a las características de su acción colectiva en la circunstancia histórica en la que queda atrapado entre la burguesía propietaria y el proletariado desposeído de toda propiedad – contradicción que se produce porque el campesinado también es propietario o aspira a serlo–, y en la que no se dan las condiciones para el desarrollo de una revolución socialista agraria.

«Los griegos tienen una palabra para el tipo de mentalidad social que Engels estaba describiendo en sus cuadernos de viaje: la persona privatizada, fuera de preocupaciones publicas, apolítica en el sentido original de aislada de la comunidad sociopolítica como totalidad. La palabra era idiotas (…). El Manifiesto Comunista remarcaba ‘dem Idiotismus des landlebens’, esto es, el apartamiento privado de la vida rural (…) En La ideología alemana, el factor subrayado es el aislamiento y la dispersión del campesinado, en adición a sus intereses comunes (como propietarios) con los grandes terratenientes. El factor de dispersión fue también muy enfatizado por los últimos escritos de Engels (…) El problema con los campesinos suizos –y con la vida rural en general– es la inmovilidad, el sopor social, la estasis» (Draper, vol. II, pp. 344 y 347).

Estasis, quietismo, zombis, mentalidad provinciana… idiotas. Son las duras palabras de Marx con las que califica la media de la mentalidad campesina originada en sus condiciones mismas de existencia, de aislamiento, de apartamiento en la vasta extensión rural. Suena fuerte, pero así es como definen Marx y Engels la mentalidad y las características políticas del campesino promedio y, como dice Draper, «no se trata de insultos sino de regularidades sociales del campesinado». De ahí las facilidades que encuentran quienes quieren montarse sobre gestiones burocrático-paternalistas, como el caso del PCCh.

Sobre esta base se asienta la realidad material y moral del campesinado, cuyas consecuencias políticas se ilustran a partir de un comentario de la famosa cita de Marx sobre el campesinado francés de su época:

«En el 18 Brumario Marx enfatiza otro aspecto que no puede resumirse en la dispersión; es la atomización (…) Los pequeños propietarios campesinos forma una vasta masa (…) Cada familia individual es prácticamente autosuficiente (…). En esta medida, la gran masa de la nación francesa está formada por la simple adición de magnitudes homólogas, así como las papas en una bolsa forman una bolsa de papas (…)

«Una bolsa de papas no va a ninguna parte salvo que alguien la lleve. La atomización del campesinado como clase tiene consecuencias políticas para la dinámica de la revolución. Una de las características políticas básicas del campesinado, es su relativa carencia de iniciativa social, y su necesaria dependencia de la iniciativa y liderazgo de una de las clases urbanas en cualquier movimiento revolucionario» (Draper, II, p. 348). Este es el análisis clásico de Marx sobre las clases campesinas.

Sin embargo, respecto de la revolución china de 1949, sin duda el campesinado fue la principal base social y, en ese sentido, fue una revolución campesina. Incluso más: al llegarse a la expropiación generalizada de los capitalistas, sin que esto fuera parte de una auténtica revolución obrera y socialista, esta revolución expresó una acción histórica del campesinado mayor a la prevista. No fue una «revolución campesina socialista». Pero sí es verdad que el campesinado fue más lejos en la senda anticapitalista de lo que estaba planteado por la experiencia histórica anterior. En este sentido, Schwartz es agudo cuando señala que Lenin dejaba abierta la posibilidad de que el campesinado pudiera ser capaz, en Rusia, de cierta creatividad histórica limitada (lo que él llamaba «las dos almas» del campesinado).

Sin embargo, esto no niega que se tratara en China de un campesinado encuadrado burocráticamente, dadas sus características estructurales y sociopolíticas. Y que, por tanto, hayan brillado por su ausencia los elementos de verdadera autodeterminación, lo que no necesariamente ha sido un rasgo de todo movimiento campesino contemporáneo.

Los patrones clásicos, de una manera original, estuvieron sin embargo muy presentes en la revolución china de 1949: hubo un grado mayor de independencia, pero no de orden «histórico», por lo que no dio lugar a un Estado obrero y terminó reabsorbida en pocas décadas. Más allá de que, sobre esta base social y apoyándose en el peso inmenso del aparato estalinista promediando el siglo XX, se llegó a la expropiación de la burguesía.

Respecto de la carencia de autodeterminación campesina, Marx afirma en el 18 Brumario que «los campesinos son incapaces de llevar adelante sus intereses de clase en su propio nombre (…). No se pueden representar a sí mismos, necesitan ser representados». Algo de esto creemos que es la clave de la relación entre los campesinos chinos y el PCCH ante la total ausencia del proletariado.29

Esto deriva en la discusión acerca de las posibilidades de acción campesina independiente, que en general la tradición del marxismo revolucionario ha negado. Creemos que en términos históricos esto ha sido comprobado. Sin embargo, en condiciones específicas y limitadas, la «independencia» relativa de un campesinado encuadrado burocráticamente y yendo más allá del capitalismo fue un hecho.

Pero no queremos marcar si los alcances de este hecho necesariamente debían introducir una modificación a la teoría de la revolución30, sino precisamente sus límites. Que son, al mismo tiempo, la confirmación de los límites de los alcances históricos de esta acción.

«Los pequeños campesinos, escribió Engels en 1847, pueden ser valorados en su gran coraje (…) pero son incapaces de toda iniciativa histórica. Incluso su emancipación de las cadenas de la servidumbre se realizo sólo bajo la protección de la burguesía (…). Los pequeños campesinos son la clase que en nuestros tiempos es la menos capaz de tomar una iniciativa revolucionaria. Por 600 años, todos los movimientos progresivos han venido de las ciudades (…). El proletariado industrial de las ciudades se convirtió en la piedra angular de toda la democracia moderna; el pequeño burgués, y aún más el campesino, son completamente dependientes de su iniciativa» (Draper, II, p. 350).

La experiencia de China fue, entonces, hasta cierto punto distinta y excediendo el patrón histórico. Sin embargo, estas características que venimos señalando no dejaron de tener graves consecuencias a la hora del encuadramiento burocrático de la revolución, de la ausencia de vínculos con al proletariado y de la dificultad para pasar de una revolución anticapitalista a una auténticamente socialista.31

 

Cabalgando sobre las masas rurales

 

Moreno señala, casi al pasar, que el maoísmo «triunfa a caballo de una revolución de los campesinos pobres del norte de China». Una figura muy similar utiliza Draper: «El cabalgar sobre el campesinado tiene otro costado. Siempre ha estado acompañado por el ‘culto al campesino’ –la idealización y glorificación del campesino y de sus virtudes rurales– usualmente por los intelectuales urbanos (…). En los tiempos de Marx, era Bakunin el más prominente representante de esta combinación.

«El culto campesino de Bakunin era calculado. Lo que glorificaba en el campesinado era precisamente su ‘barbarismo’ (…) Todas las características por las cuales para Marx el campesinado era impresentable como clase revolucionaria de vanguardia, para Bakunin eran precisamente las razones para elegirlo como su instrumento de destrucción (junto con el lumpen-proletariado) (…) La contrapartida bakuninista del socialismo bonapartista no era un zarismo socialista (…) sino un socialismo campesino. Para Marx, esto pertenecía a la misma categoría del ‘socialismo reaccionario’ y el ‘socialismo pequeño-burgués’, analizado en el Manifiesto Comunista. Tuvo ocasión de enfatizar esto en sus notas marginales al libro de Bakunin Estado y Anarquía (…). En alguno de estos pasajes, Marx sugiere por qué la concepción de una revolución social progresiva basada en el campesinado era una ilusión» (Draper, II, pp. 356-57).

El marxista estadounidense cita luego textualmente a Marx: «Una revolución social radical está atada a ciertas condiciones históricas de desarrollo económico; éstas últimas son su prerrequisitos. Es, por tanto, sólo posible donde al lado de la producción capitalista, el proletariado industrial ocupa como mínimo una posición importante respecto de la masa de la población… Pero Bakunin no comprende absolutamente nada acerca de la revolución social, sólo sus frases políticas; sus condiciones económicas no existen para él. Desde que las condiciones económicas, desarrolladas o subdesarrolladas, implican la sujeción de los trabajadores (sea en la forma de trabajadores asalariados, campesinos, etc.), cree que en todas ellas es igualmente posible una revolución social. Pero hay más. Quiere que la revolución social europea, que está basada en los fundamentos económicas del capitalismo, sea llevada adelante en el nivel de los pueblos agricultores y pastores de Rusia y los eslavos, y que no vaya más allá de este nivel.

«La voluntad, no las condiciones económicas, es el fundamento de su revolución social. En el caso de la teoría de la revolución campesina, la voluntad tiene que ser impuesta no sólo en la historia, sino también sobre el campesinado. El concepto bakuninista de la revolución anarquista es una variante moderna del viejo patrón de cabalgar sobre el campesinado hacia el poder político» (Draper, II, p. 357).

En conclusión, autodeterminación campesina no es lo mismo que «domar el potro» del campesinado para llevarlo hacia el poder. Y éste último fue precisamente el rol del PCCh en la revolución china: una cabalgata sobre una revolución agraria auténtica, posiblemente la mayor de la historia, pero que fue bloqueada respecto de una verdadera dinámica socialista. En estas condiciones, la revolución china fue realmente una inmensa revolución democrática, agraria, nacional, antiimperialista y anticapitalista. Pero no fue obrera ni mucho menos socialista.

 

 

III. La revolución de 1949

 

El establecimiento de la Republica Popular China fue proclamado en Pekín el 1° de octubre de 1949. Li Fu-Yen (seudónimo de Frank Glass, militante trotskista de origen griego que pasó largos años en China), ha dejado valiosos testimonios sobre el curso de la revolución.

De él proviene una definición sobre 1949 que parece convincente: se habría tratado de una «revolución fría». Por supuesto, no en el sentido de que faltaran enfrentamientos del tipo de guerra civil, sino en el sentido de la ausencia de una auténtica acción consciente, directa y autoorganizada de las masas rurales explotadas que viniera desde abajo. Esto es, basada en métodos de lucha de masas, característica que sí distinguió a otros procesos revolucionarios campesinos, incluso a algunos cercanos a nuestra tradición de origen, como es el caso de Hugo Blanco en Lares y Convención, Cusco, Perú.32 A esta característica se le suma lo ya conocido, es decir, que no se trató de una revolución socialmente obrera ni políticamente socialista.

 

Reforma agraria pequeñoburguesa

 

El carácter de la revolución, en nuestra interpretación y como hemos insistido, está muy claro: se trató de una auténtica revolución campesina anticapitalista. El PCCh fue la organización que estuvo a su frente, como portaestandarte de un programa de reforma agraria radical.33 Pero su rol no se agotó allí: también estuvo a cargo del encuadramiento de la acción campesina, el de impedir todo vínculo real con el proletariado urbano, lo que implicaba bloquear toda eventual dinámica socialista o transicional.

Aquí hay una dialéctica de alcances y límites de la acción de una dirección política. La dinámica más «objetiva» del proceso impuso un curso anticapitalista, pero fue justamente la acción de la dirección la que cortó de cuajo todo posible transcrecimiento socialista. Hablar de «carácter objetivamente socialista» de la revolución pierde de vista totalmente esta dialéctica real de factores objetivos y subjetivos. Dialéctica que no casualmente señalaba el propio Peng en su informe, al rechazar la tesis de que todo se explicaba por la «presión» de las masas sobre el PCCh.

Li Fu-yen destacaba el cambio de frente en las vicisitudes de la guerra civil tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Esto efectivamente obligó a Mao a implementar en el norte de China la expropiación de los terratenientes y el reparto radical de las tierras. Para que se entienda la circunstancia, la última ofensiva militar del Chiang Kai-Shek había llegado tan lejos como para que en 1947 Yenan –la base del PCCh por más de una década luego de la famosa Larga Marcha– cayera en manos de los «nacionalistas».

«Cuando se señala el carácter de acólitos del Kremlin de los estalinistas, se muestra sólo una parte de su fisonomía política, y no la más importante. Además de ser agentes de Stalin, Mao y su cohorte son los líderes de un genuino movimiento de masas: la rebelión campesina que constituye más del 80% de la nación china, un movimiento que se eleva desde el suelo social del país. Es esta gigantesca masa rural laboriosa la base del impresionante poder que los estalinistas tradujeron en una victoria militar masiva. (…)

«En octubre de 1947, el CC del PCCh promulgó su ‘Programa básico para la reforma agraria China’, que dio un final formal a la política de colaboración de clases en el campo instituida 11 años antes. Es necesario dejar establecido el carácter de esta ley, para clarificar las bases del apoyo de que gozó el maoísmo en la China de 1949, sobre todo en el norte: a) el sistema agrario de explotación ‘feudal’ o ‘semi-feudal’ es abolido y se establece el criterio de ‘la tierra para el labrador’; b) los derechos de propiedad de la tierra de los terratenientes quedan abolidos; c) la propiedad territorial de todos los antiguos santuarios, templos, monasterios, escuelas, instituciones y organizaciones queda abolida; e) todas las deudas contraídas antes de la reforma agraria quedan canceladas; f) salvo lo referido a bosques, minas, lagos, toda la tierra en las villas en manos de los terratenientes y todo el terreno público debe ser tomado por los sindicatos de los campesinos de las aldeas, junto con todo otra tierra de las aldeas, en acuerdo con el total de la población de la localidad, sin tener en cuenta la edad y el sexo, debe ser unificada e igualitariamente distribuida (…) así, todos los habitantes de la aldea deberán compartir igualitariamente la tierra, y deberá ser la propiedad individual de cada campesino; g) a los terratenientes y sus familias se les debe dar tierra y propiedades equivalentes a los de los campesinos. Lo mismo para todos aquellos ligados al Kuomintang que viven en los campos; h) el gobierno publicará al pueblo edictos de propiedad de la tierra, y, aún más, reconocerá sus derechos de libre manejo, comercio y bajo determinadas circunstancias, alquilará sus tierras» (Li Fu-Yen, «El Kuomintang en la hora de su catástrofe», febrero 1949, tomado de Marxist Internet Archive).

Es evidente el carácter revolucionario de la reforma agraria. No porque hubiera llegado al estadio de la socialización de las tierras –algo a lo que nunca se llegó realmente– o de su colectivización y/o cooperativización, sino porque se trató de una reforma agraria revolucionaria pequeño-burguesa que le daba la tierra en pequeña propiedad a los campesinos que la trabajasen. Obviamente, su poder seductor era inmenso, más allá que se tratara de una reforma agraria de tipo narodniki.

En cuanto a sus alcances y límites, Frank Glass observa que: «El atractivo de este programa apenas necesita ser enfatizado. Para la población laboriosa del campo es una verdadera Carta Magna. Millones de campesinos sin tierra y de granjeros arrendatarios tienen ahora una perspectiva de afirmar sus pie en el terreno. Los campesinos gravemente endeudados ven en ella la liberación de su opresiva situación. Para toda esta vasta masa de humanidad parece levantar la promesa de una vida mejor.

«En lo que respecta al problema de la tierra, el programa estalinista es claramente revolucionario. Representa una abrupta ruptura con el pasado y producirá un profundo cambio en las relaciones de clase. La transferencia de la tierra a aquellos que la trabajan es un indispensable paso preliminar para la reorganización de la agricultura en niveles más altos y la transformación revolucionaria de la sociedad china. Pero vista en el contexto de la sociedad china social y políticamente como un todo, es conservadora, oportunista, unilateral e ilusoria. Más allá de la gran preponderancia del campesinado en la sociedad china y el gran peso de la agricultura en la economía, el problema agrario no es un problema independiente que pueda ser resuelto separadamente y aparte de los problemas económicos del país como un todo.34 Una pequeña parcela de tierra sigue siendo una pequeña parcela, una unidad ‘antieconómica’, incluso cuando está firmemente en las manos del campesinado. La expropiación de los terratenientes le dará tierra a los sin tierra, pero las parcelas seguirán siendo pequeñas (…).

«Será imposible levantar el nivel de la agricultura con la continuidad de la pequeña escala de propiedad y los métodos agrarios primitivos. Para la producción en gran escala hace falta la maquinaria que la pueda hacer posible. Esto implica un gran desarrollo industrial. Más aún, hay demasiada gente en la tierra. La población sobrante puede ser llevada fuera de la tierra únicamente cuando hay medios alternativos de vida. Pero esto sólo será posible mediante un desarrollo multilateral del la economía: industria, transporte, comunicaciones (…). Lo que los estalinistas aspiran es a establecer su base social sobre el campesinado, liberado de la ‘explotación feudal y semi-feudal’ (…). Dirigen su ataque contra el ‘feudalismo’, no el capitalismo, como si los remanentes feudales poseyeran un significación social y política independiente» (Li Fu-Yen, cit.).

Más tarde el estalinismo expropió y dio impulso a la industrialización, en medio de zig-zags y fuertes crisis y desequilibrios que luego veremos. Sin embargo, el conjunto del abordaje de Frank Glass conserva actualidad, dado que el maoísmo como corriente nunca superó su «agrarismo». Llevó a cabo una reforma agraria anticapitalista, pero pequeño-burguesa, no «socialista», desvinculada del proletariado, estrechamente nacionalista y que repartió la tierra en propiedad individual, no logrando nunca realmente éxito en sus proyectos de industrialización y colectivización del agro.

 

Revolución por medios militares-burocráticos

 

Respecto de los métodos con los que la revolución fue llevada adelante, ya hemos señalado que Glass la define como una «revolución fría» en el sentido de haber sido llevada adelante desde arriba y desde fuera de la clase trabajadora, y buscando la pasividad del movimiento de masas.

«Lo que era revolucionario en Francia 160 años atrás es en esencia reformista en China hoy. Esta definición política del programa agrario del estalinismo no está invalidada por la amplia escala de la reforma agraria, el área y el número de personas involucradas. Los métodos de los estalinistas están naturalmente vinculados con el carácter de sus objetivos programáticos. Están llevando a cabo la reforma agraria por medios militares-burocráticos. Si es permisible usar el término ‘revolución’ para describir la marcha de los eventos de China, deberemos designarla como una ‘revolución fría’, en la cual las amplias masas jugaron el rol pasivo y menor asignado a ellas de antemano por sus líderes. Los estalinistas, sin ninguna duda, disfrutan el apoyo de las amplias masas del campesinado. Sin embargo, no sólo no alientan, sino activamente desalientan a los campesinos a tomar cualquier iniciativa independiente. No hay inflamados llamados a los campesinos a levantarse contra los terratenientes. Por el contrario, los estalinistas convocan a los campesinos a esperar el arribo del ejército ‘rojo’» (Li Fu-Yen, cit.).

Peng en su informe subraya el mismo concepto: «El PCCh no movilizó las masas trabajadoras. No empujó la revolución más allá mediante la apelación a la clase obrera liderando las masas campesinas (…) porque sustituyó mediante los métodos militares-burocráticos del estalinismo los métodos bolcheviques revolucionarios de movilización de las masas; esta revolución ha sido así gravemente distorsionada y golpeada, y sus logros están deformados a tal punto que son apenas reconocibles».

Este panorama pinta de cuerpo entero el carácter no socialista de la revolución agraria, en la medida en que no se convocaba a un acción independiente del campesinado, sino que expresamente se desalentaba toda posible acción autodeterminada. Ni hablar del proletariado de las ciudades, convocado a esperar sentado la entrada del «Ejército Rojo» y a priorizar la producción.

Citaremos una vez más a Peng en su descripción del carácter «frío» de la revolución: «Si el PCCh hubiera invitado a los trabajadores y las masas en las grandes ciudades para levantarse en rebelión y para derrocar el régimen, habría sido tan fácil como golpear debajo de la madera putrefacta. Pero el partido de Mao dio simplemente órdenes a la gente de esperar su liberación por el ejército del pueblo (Ejército Popular de Liberación) (…) podemos dibujar una clara pintura del proceso: el régimen de Chiang Kai-Shek colapsó completamente (…) Comenzando por la contraofensiva en el otoño de 1948, en las sucesivas batallas ocurridas en el noreste, y salvo la violenta batalla en Chinchou, las otras grandes ciudades como Changchun, Mukden, etc., fueron ocupadas sin pelea (…)

«Respecto de las grandes ciudades y bases militares del norte del río Yangtsé, salvo los encuentros en Chuchao y Paotow, las otras, como Tsinan, Tientsin, Peiping, Kaifeng, Chengshou, Sian, etc., fueron tomadas producto de la rebelión de los ejércitos estacionados allí, por rendición o deserción. En el noroeste, en las provincias de Kansu y Sinkiang, fue sólo por rendición. En la ciudad de Taiyuan hubo comparativamente una larga lucha, pero esto no pesó en el conjunto de la situación. Respecto de las grandes ciudades al sur del río, salvo una simbólica resistencia en Shangai, las otras se entregaron por anticipado (Nanking, Hangchow, Hangkow, Nanchang, Fuchow, Kweiling y Cantón), o se rindieron cuando llegó el ejército comunista, como en la provincias de Hunan, Szechuan y Yunan.

«Tras cruzar el Yangtsé, el ejército de Mao marchó hacia Cantón como a través de una ‘tierra de nadie’ (…) De ahí la particular situación por la cual el ‘ejército de liberación’ no conquistó sino que más bien se hizo cargo de las ciudades» (informe citado).

Es interesante comparar estas observaciones de Glass y Peng con otros autores como Theda Skocpol, quien en su estudio presenta una valoración algo distinta a la de Glass, pero que no deja de subrayar el encuadramiento efectuado por el PCCh:

“Lo que ocurrió en el norte de China entre 1946 y 1949 fue una síntesis única entre las necesidades militares de los comunistas chinos y el potencial social revolucionario del campesinado. Pues en el proceso de movilizar los refuerzos campesinos para apoyar los gobiernos y ejércitos de la zona base, los comunistas penetraron en las comunidades locales y las reorganizaron. Así, el campesinado como clase fue provisto de una autonomía y solidaridad de las que no había disfrutado dentro de la tradicional estructura sociopolítica agraria. En cuanto los campesinos adquirieron medios para convertirse (dentro de las aldeas) en una clase propia, pudieron atacar a los terratenientes con tanto rigor como las campesinos rusos en 1917. Salvo que, a diferencia de los campesinos rusos, los campesinos chinos se rebelaron contra los terratenientes sólo con la ayuda y el aliento de los cuadros comunistas locales, y la revolución agraria china, en conjunto, ocurrió bajo la ‘pantalla’ militar y administrativa aportada por el control de las zonas básicas por el partido (…). En suma, la búsqueda de recursos rurales del PCCh (…), finalmente dio por resultado la revolución social en los campos de China” (Skocpol, p. 408).

La conclusión que se impone es que en 1949 ocurrió una grandiosa revolución social campesina anticapitalista, pero encuadrada burocráticamente, sin ascenso del proletariado urbano ni perspectiva revolucionaria internacionalista, y por lo tanto bloqueada desde sus inicios en tanto que auténtica revolución socialista.

 

El proletariado, ausente

 

«En todos los años de su separación física y política del proletariado urbano, el PCCh continuó considerándose el ‘partido del proletariado’. Esta ficción persistió todo a lo largo de los años del experimento de Kiangsi y más tarde en el noroeste (…). Con la toma del poder, el partido dijo ejemplificar en sí mismo la ‘hegemonía del proletariado’ en el nuevo orden de cosas. Como tantas otras cosas en la laberíntica semántica del ‘marxismo-leninismo’ estalinista, esto reflejaba no ninguna realidad social o política, sino una racionalización (…) Los primeros representantes partidarios que fueron a tomar el gobierno de las empresas nacionalizadas (…) encontraron que la masa de los trabajadores industriales no se había percatado de que la revolución había hecho de ellos los verdaderos dueños de las empresas estatizadas. No estaban preparados para asumir sus nuevas y grandiosas responsabilidades» (Isaacs, p. 310).35

Hemos venido subrayando la total y absoluta ausencia en la revolución de 1949 del proletariado chino, que nunca se recuperó de la derrota de 1925-27, y que quedó siempre bajo el dominio del Kuomintang o de los japoneses en Manchuria. Para colmo de males, con la ocupación de las ciudades costeras por los japoneses quedó diezmado y sólo se rehizo numéricamente precisamente en la provincia del noroeste sometida a la ocupación militar.

Pero esto no autoriza a perder de vista que León Trotsky había insistido en los 30 que se debía retroceder con el proletariado y permanecer en sus filas. Y, sobre, todo que al maoísmo nunca le interesó en lo más mínimo la suerte del proletariado chino. Por esto suenan tan absurdos los análisis de la revolución de 1949 como «proletaria», algo que contraría los datos fácticos más elementales.

«Está establecido que en los últimos meses de 1927 (…) comienza una larga serie de intentos de parte del partido por derribar la cortina de hierro de la indiferencia del proletariado, que finalmente terminó en un completo fracaso (…). Después de julio, los gobierno de Wuhan y Nanking tornaron su furia sobre los comunistas y tuvieron éxito en quebrar su control de los sindicatos obreros. Lo que es incluso más importante, en las ciudades, el proletariado industrial como tal le dio la espalda irrevocablemente a la dirección comunista. En ese momento posiblemente no estaba claro cuán profundo era el abismo que se había creado. Hoy sabemos que este abismo no se cruzó hasta que las tropas de los comunistas chinos entraron a las ciudades como conquistadores en el final de los 40» (Schwarz, p. 97). Se trata de un análisis tan lúcido como poco citado de la valoración del proletariado sobre los «comunistas» luego de la tremenda traición de Stalin a finales de la década del 20. El favor de los obreros hacia el PCCh no se recuperó ni se recuperaría jamás. Lo realmente impresionante es que esto sea cierto hasta hoy, a comienzos del siglo XXI.

Inclusive, el PCCh no sólo nunca rehizo su relación con el proletariado, sino que siempre desconfió de el, esmerándose por dividirlo y atomizarlo, más allá de las concesiones económico-sociales que efectivamente le otorgara luego de la revolución. Un ejemplo de esto es el VII Congreso del PCCh: con respecto al carácter de clase del partido, se puso énfasis en su naturaleza rural; apenas se mencionaba la necesidad de una dirección proletaria, y se definía como sector eje de captación «a los trabajadores culíes, mano de obra rural, campesinos pobres, pobres urbanos y soldados revolucionarios».

En estas condiciones, Frank Glass refleja bien la actitud del PCCh hacia la clase obrera: «Es evidente que Stalin y sus acólitos chinos quieren la revolución mantenida dentro de límites seguros. Esto se visualiza una vez más en su evidente indiferencia hacia el proletariado. El programa estalinista no ofrece nada a los trabajadores, salvo la continuidad de su esclavitud asalariada. El proletariado chino es pequeño (…) tres millones de obreros en un población de más de 450 millones. Sin embargo, las ciudades en las cuales estos trabajadores viven y trabajan son los centros estratégicos del dominio de Chiang Kai-Shek y los centros nerviosos de todo el sistema de explotación capitalista. Si se armara al proletariado con el programa correcto y se le diera su lugar en el actual desarrollo de los acontecimientos como el líder de los explotados y oprimidos, sacaría a la burguesía con cajas destempladas. Lo que queda del Kuomintang sería rápidamente destruido y la guerra civil inconmensurablemente reducida. Pero los estalinistas desconfían del proletariado y por buenas razones (…) están determinados a mantener la revolución fría, bien fría».

En el mismo sentido, Schwartz señala que luego de la revolución «el PCCh puede una vez más decir que posee una base proletaria. Está nuevamente en contacto con el proletariado industrial urbano. Sin embargo, las mismas circunstancias bajo las cuales los comunistas finalmente alcanzaron el poder aportan una luz reveladora sobre la falta de relaciones entre el proletariado urbano y el PCCh. El proletariado urbano chino –cualquiera fueren las simpatías que tuviera– esperó inerte y pasivamente a que las tropas campesinas ocuparan las ciudades. Ciertamente, jugó un rol mucho menos activo que los estudiantes» (Schwartz, p. 197).

Más tarde (1952) llegaría la expropiación de los medios de producción y sectores importantes de la clase obrera obtendrían importantes concesiones, aun en medio de una pasividad y encuadramiento totales. Luego nos referiremos al carácter de estas medidas.

En síntesis, tomando una valoración general de los procesos de la segunda posguerra, pero que se puede aplicar perfectamente a los alcances y límites de la revolución china de 1949, se puede ver cómo operó en ella la clásica dialéctica de los triunfos seguidos de derrotas en ausencia de centralidad del proletariado, autodeterminación campesina y perspectiva internacionalista.

«Tras la victoria sobre el nazismo, en Europa y en el mundo semicolonial hubo revoluciones y transformaciones democráticas, agrarias, nacionales y antiimperialistas, e incluso hubo expropiaciones y experiencias no capitalistas. En muchos casos, directa o indirectamente, las masas trabajadoras alcanzaron conquistas socioeconómicas importantes. El fin del latifundismo y las arraigadas influencias terratenientes y el clero en gran parte de Europa oriental, progresos en la industrialización de las repúblicas más rezagadas de la región, el pleno empleo y mejoras significativas en el terreno de la salud y educación no pueden ser desconocidas en bloque (…)».36

Sin embargo, reconocer lo anterior «no está en contradicción con nuestra afirmación de que en esos países no hubo desarrollo del poder obrero, ni un genuino impulso hacia transformaciones socialistas. En realidad, con ritmos distintos cada uno de estos triunfos o progresos parciales se transformaron en lo contrario: derrotas y desastres sociales. Esta dialéctica de triunfos que se transforman en derrotas cuando la revolución se frena y se pudre es una de las características de esta posguerra». (Romero, cit., p. 147).

Los desastres del «Gran Salto Adelante» y la «Revolución Cultural» vendrían a confirmar en pocos años esta dialéctica, como luego intentaremos demostrar.

 

 

  1. El debate en el trotskismo

sobre la dinámica de clases

 

Revisaremos ahora más en detalle los textos de Isaac Deutscher, Ernest Mandel y Nahuel Moreno sobre la revolución china que hemos citado más arriba. Si el texto de Mandel –escrito entre 1949 y 1950– todavía tenía elementos tentativos en razón de estar desarrollándose los acontecimientos, el de Moreno tiene la ventaja del tiempo y de cierta distancia respecto de los elementos más oportunistas de la tradición del SU, más allá de que, entre otros problemas teóricos y políticos, había una valoración totalmente equivocada de la llamada «Revolución Cultural» china de la década del 60.

Adelantamos que en el caso de Deutscher se trata lisa y llanamente de la afirmación de las tesis del «sustituismo» de la clase obrera en la revolución. El caso de Mandel es algo más sutil: termina definiendo como «socialista» la revolución en base al carácter supuestamente proletario del PCCh. Por su parte, Moreno (que militó a la izquierda del tronco principal del movimiento trotskista) expresamente le atribuye el carácter «socialista» de la revolución no al PCCh, sino a la dinámica «objetiva» de los acontecimientos. Esto, a nuestro entender, era incorrecto, pero tenía sin embargo el resguardo de mantener la necesidad de una organización independiente de los socialistas revolucionarios.37

 

«Sustituismo a escala gigantesca»

 

En el caso de Deutscher, lo que se enuncia es la clásica tesis sustituista de la clase obrera en la revolución china. Esta tesis estaba vinculada con su apreciación más general del papel de la burocracia estalinista, a la que veía cumpliendo un papel «progresivo» y «necesario» en el caso de la URSS. Respecto del rol de la URSS en la revolución china, explica que «la hegemonía revolucionaria de la Unión Soviética realizó (a pesar de la obstrucción inicial de Stalin) lo que de otro modo solamente los obreros chinos podrían haber conseguido: empujar a la revolución china en una dirección anti-burguesa y socialista. Con el proletariado chino casi disperso o ausente del plano político, la fuerza de gravedad de la Unión Soviética convirtió a los ejércitos campesinos de Mao en agentes del colectivismo» (Deutscher, p. 151).

Desde ya que el peso de la URSS en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial fue inmenso, pero esto no implica que haya podido sustituir a la clase obrera en un sentido socialista. Es que en el ámbito de la lucha de clases no hay «ley de gravedad» o de la física newtoniana que valga a la hora de determinar el carácter socialista de la revolución sin la clase obrera ni vínculo alguno con ella. La experiencia que ha dejado la historia es que no de otra manera funcionan las leyes no deterministas de la «física política»: sin clase obrera no hay revolución socialista.

En otras ocasiones hemos dejado establecidos los elementos metodológicos que operaban detrás de las tesis deutscherianas: una lógica determinista histórica más emparentada con la tradición de la II Internacional que con el marxismo revolucionario. Y las tesis deterministas van aquí de la mano de las sustituistas: la clase trabajadora aparece reemplazada por una burocracia estalinista que, siguiendo una mecánica «objetiva» similar a la de la revolución burguesa, viene a «conservar» («con sus propios métodos») las adquisiciones de la revolución. Stalin deviene Napoleón Bonaparte.

Pero si en el caso de Napoleón, efectivamente, se termina de liquidar la fase radicalizada y pequeño-burguesa de la revolución Francesa, sin poner en cuestión las principales adquisiciones burguesas de la misma, en el caso de Stalin, ocurrió lo opuesto: una sangrienta contrarrevolución no sólo política sino también social, que terminó liquidando al Estado obrero.38 Es decir, lo opuesto de «conservar» las adquisiciones de la revolución.

En el caso de la revolución proletaria no puede haber sustituismo de clase que valga: si no está la clase obrera (con sus organismos y partidos), el proceso se invierte y las relaciones de producción transicionales se revierten en relaciones de explotación no orgánicas.

No hay manera de que un sector social ajeno a la clase trabajadora trabaje «en nombre de» la propia clase o, lo que es lo mismo, que una burocracia considerada «obrera» lleve a cabo «a su manera» tareas proletarias. El problema teórico-metodológico que subyace a esta concepción es, como señalamos anteriormente, que pierde de vista la necesaria relación dialéctica que hay entre las tareas, el sujeto y el método, y no ve al estalinismo no, al decir de Trotsky, como «más que una mera burocracia», sino como una burocracia común y corriente, que por otra parte no era socialmente obrera, sino una capa o casta pequeño burguesa.

Este punto de vista, que ha sido parte del sentido común del trotskismo tradicional, fue llevado por Deutscher hasta sus ultimas consecuencias: la de presentar al propio Trotsky como un «idealista» no adecuado a la fase de la revolución que sigue a su período «heroico». Cabe recordar que el último libro de Deutscher (publicado en el año de su muerte, 1967) se llamaba La revolución inconclusa, lo que constituía implícitamente una respuesta de las tesis de La revolución traicionada de Trotsky escritas más de treinta años antes.

Pero démosle la palabra al propio Deutscher:

«No hay duda de que la historia del maoísmo obliga a una revisión de ciertos presupuestos y razonamientos marxistas habituales. Hasta qué punto es ello necesario queda ilustrado (…) por la apreciación que del maoísmo hizo Trotsky en los años 30 (…). El fenómeno de una revolución moderna, socialista (…) cuya principal fuerza impulsora no ha sido la clase obrera constituye, en realidad, algo sin precedentes en la historia ¿Qué es lo que empujó a la revolución china más allá de la fase burguesa? El campesinado estaba interesado en la redistribución de la tierra, en la abolición o reducción de rentas y deudas, en la destrucción del poder de terratenientes y prestamistas. En una palabra: en la revolución agraria ‘burguesa’. No podía dar impulso socialista a la revolución, y el maoísmo, mientras actuó sólo entre el campesinado, no pudo ser más reticente acerca de las perspectivas del socialismo en China. Esta situación cambió con la conquista de las ciudades y la consolidación del control maoísta sobre ellas. Pero las ciudades estaban casi muertas políticamente, a pesar de que un galvanizado residuo del antiguo movimiento obrero se agitaba aquí y allá (…)

«Nos enfrentamos aquí, a escala gigantesca, con el fenómeno del ‘sustituismo’, esto es, la acción de un partido o grupo de dirigentes que representa a –o se coloca en el lugar de– una clase social ausente o inactiva. El problema resulta familiar desde la historia de la revolución rusa, pero en este caso se presenta de manera muy diferente (…). El partido bolchevique se erigió a sí mismo en su locus tenens como depositario y guardián de la revolución. Si el partido bolchevique asumió este papel únicamente unos años después de la revolución, el maoísmo lo asumió mucho antes y durante ella» (Deutscher, pp. 147-148).

Pero estas tesis eluden un inmenso problema: si se hubiera tratado efectivamente de un «sustituismo» en esa escala, se plantearía inevitablemente la obligación de revisar el concepto mismo del rol histórico de la clase trabajadora (algo a lo que de hecho llegó la corriente pablo-mandelista del trotskismo). Sin que haya, por supuesto, certeza alguna de que el socialismo evitará la barbarie, el balance de esta experiencia histórica que queda grabado a «escala gigantesca» es la simple conclusión de que sin clase obrera, no hay lucha por el socialismo.

En trabajos anteriores (ver SoB 17/18) hemos intentado demostrar que en el caso de la transición socialista no hay «automatismo» que valga. Las leyes sociales funcionan de tal manera39 que si no es la clase obrera sino otra capa social ajena a ella la que se pone al frente de las relaciones económicas y políticas, la que se termina beneficiando del conjunto del proceso es esta capa social, no los trabajadores. El balance a largo plazo es, justamente, que no hay manera de que «la acción de un partido o grupo de dirigentes represente o se coloque en el lugar de una clase obrera ausente o inactiva». Cuando esto ocurre, simplemente, no hay revolución ni transición socialista, mal que les pese a los custodios del Santo Grial dogmático.

 

Mao como dirigente «proletario»

 

Los argumentos de Mandel son algo más elaborados, y se debe ser algo indulgente respecto de sus textos, que son serios en todo lo que hace al análisis más general sobre los acontecimientos a finales de 1950. La IV Internacional de la época todavía no había definido la revolución de 1949 como «socialista» ni planteado el carácter «obrero» del Estado pos-revolucionario chino. Esto se termina resolviendo cuando se consuma la estatización de los medios de producción, sobre cuyo carácter nos explayaremos más abajo.

Sin embargo, a pesar de los elementos valiosos de análisis, los trabajos de Mandel ya esbozaban una serie de graves problemas de apreciación y de mitificación de rol del PCCh, cuya dirección se caracteriza como «proletaria».40

Los problemas arrancan con la evaluación del grado de acción independiente de los campesinos. Si bien no hay unidad en los investigadores al respecto, la descripción de Mandel aparece como muy discutible: «Desde el punto de vista social, el régimen del Kuomintang, basado en una alianza de terratenientes y burguesía intermediaria, fue enfrentado por los levantamientos de los explotados campesinos (…). Desde el punto de vista formal, fue la iniciativa espontánea y un considerable grado de autogobierno la que permitió a los ejércitos de Mao superar el putrefacto y universalmente detestado despotismo del Kuomintang» (Mandel, p. 151).

Sutilmente, aparece el problema de considerar la mecánica política de la revolución como un elemento «formal», lo que no puede dejar de traer aparejado toda una serie de problemas. En todo caso, si efectivamente el régimen del Chiang Kai-Shek era universalmente detestado, lo que no parece claro es que haya habido un desarrollo de elementos orgánicos de autodeterminación campesina. Mandel argumenta que, al no tener suficientes cuadros, el PCCh debía dejar a las villas liberadas bajo la gestión de la «democracia» y «autonomía» campesina.

A este respecto, señala Skocpol, hasta cierto punto en la misma veta de Mandel: «¿Por qué ocurrió esta revolucionaria reforma agraria a finales de los años cuarenta, precisamente cuando el PCCh estaba en su esfuerzo final y militar para subir al poder a nivel nacional en China? (…) Por una parte, los anteriores esfuerzos de los comunistas por la movilización de masas habían creado una nueva élite intra-aldea de cuadros campesinos jóvenes y pobres ya dedicados a conflictos cotidianos (…). Además, las propiedades confiscadas a los terratenientes y campesinos ricos podrían asignarse a los campesinos pobres y de ingresos medios, que entonces estarían más motivados a apoyar a las milicias locales y al ‘Ejército de liberación del pueblo’ cuando estas organizaciones militares lucharon por su derecho a conservar las nuevas tierras. El razonamiento de Schurman sugiere, al mismo tiempo, que los dirigentes del partido a nivel superior convinieron en la radical reforma agraria y tal política condujo a la erupción de una verdadera revolución desde abajo en muchas aldeas, puesto que, una vez en marcha, la reforma agraria tuvo su propio ímpetu. Las repetidas referencias de los dirigentes del partido a ‘excesos izquierdistas’ indican que no tenían pleno control sobre los actos de los cuadros de la aldea.

«La reforma agraria es recordada por muchas personas que salieron de China a finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta como un período de terror. Al intensificarse la lucha militar, también lo hizo el radicalismo de la reforma agraria. Lo que había comenzado como programa de redistribución de tierras terminó como Terror Revolucionario en que fue destruida la tradicional élite rural de China».

Esto es sumamente importante y común a otros procesos de la segunda posguerra: la liquidación de la clase de los ricos de las aldeas, junto con la emergencia de elementos inorgánicos de autodeterminación y doble poder rural. Pero es evidente que no lograron afirmarse dada la falta de tradición independiente (salvo el caso de la experiencia de la década del 20), que ya hemos señalado como rasgo característico del campesinado chino. Sobre esta falta de tradiciones anteriores y sobre el carácter no orgánico de estos elementos de acción desde abajo y doble poder se afirmó el poder de encuadramiento del PCCh.

Va de suyo que a lo largo y ancho de un país como China en el que está en marcha una profunda revolución agraria, necesariamente debe haber habido aquí y allá todo tipo de elementos de acción espontánea debido al «efecto demostración» de las regiones donde esta reforma ya había sido consumada. Pero no hay pruebas de que se haya tratado de un proceso orgánico en el sentido de haber dejado en pie verdaderos organismos democráticos y autónomos campesinos de tipo soviético, aunque más no fuera a nivel local.

En función de las fuentes históricas de que disponemos, lo afirmación de Mandel parece ser más bien una expresión de deseos, una argumentación de orden lógico más que un hecho histórico comprobado. En la misma época, Li Fu Yen caracteriza lo contrario al hablar de «revolución fría». Y recordemos que Peng insistía en que el PCCh no sólo no movilizó a la clase obrera, sino que incluso «se abstuvo de apelar a las masas campesinas a organizarse, a ir a la acción, a involucrarse en una lucha revolucionaria» y que «el PCCh se basó solamente en la acción militar del ejército campesino en vez de la acción revolucionaria de las masas obreras y campesinas». En lo esencial, entonces, se trató no de una acción independiente basada en la democracia campesina sino de una revolución fría encuadrada burocráticamente por el PCCH.

Mandel reconocía en su artículo que, en el ámbito nacional, los «organismos» de la revolución habían sido establecidos desde arriba, pero insistía en que a nivel de las localidades había elementos de democracia campesina. En este contexto, intenta dar una definición del carácter del régimen político emergente luego de la revolución.

«En el campo, la transformación del poder fue radical (…). Sea cual sea la manera41 en que la reforma agraria fue llevada a cabo, el antiguo régimen político desapareció junto con las viejas relaciones de propiedad. Las ‘Asociaciones Campesinas’, que abarcaban millones de miembros, llevaron a cabo la reforma agraria y están en los hechos investidas de todo el poder en escala local. Las ‘Cortes del Pueblo’, órganos revolucionarios genuinos del campesinado insurgente (…) se están desarrollando en la China central y del sur, donde la reforma agraria recién comienza a llevarse a cabo (…). Es sólo cuando pasamos [del nivel local] al provincial que encontramos autoridades exclusivamente elegidas desde arriba. Esto mismo ocurre con los intendentes de las grandes ciudades, directamente subordinadas al poder central. Desde el punto de vista de la forma, el Estado popular chino aparece como una democracia agraria controlada desde arriba por la dictadura política ejercida primariamente por el PCCH (…)

«Lo haya querido o no, el gobierno se encontró compelido a institucionalizar un genuino doble poder en el sur de China. En los niveles provinciales o distritales, la mayoría de los viejos cuadros quedaron en su lugar, pero en el nivel local (…) los campesinos pobres de las Asociaciones Campesinas se hicieron de todo el poder para llevar adelante la reforma agraria». (Mandel, Fourth Internacional enero-febrero de 1951, pp. 15-19).

Es seguro que, efectivamente, en el vasto campo chino (en sus niveles más locales), debe haber habido elementos de espontaneidad. Algo casi inevitable, así como el carácter violento y radical de la reforma agraria cuando llegó al sur del país luego de la revolución. Sin embargo, insistimos en nuestra hipótesis de que estas experiencias, como producto del rol expreso del PCCh, no se pudieron transformar en formas de un doble poder orgánico campesino desde abajo y, mucho menos, en las bases de una «dictadura del proletariado».

En todo caso, Mandel tiene el mérito de haber realizado un intento de caracterización. Sin embargo, si desde el punto de vista social en ningún momento hubo en China algo que propiamente se pueda llamar «dictadura del proletariado», desde el punto de vista de las formas políticas no hay cómo demostrar que se haya tratado de un régimen de «democracia agraria campesina», porque no hubo verdaderos organismos de autodeterminación campesinos, y mucho menos a escala nacional, como reconoce el propio Mandel. Trataremos más adelante la caracterización de qué fue el Estado chino posrevolucionario, pero cabe tener presente la definición de Peng al momento de su Informe (anterior a la estatización generalizada de los medios de producción): «En los documentos sobre China, la Internacional aun no ha específicamente clarificado la naturaleza de clase de la Dictadura Democrática del Pueblo (…). La opinión general es que este régimen descansa sobre bases sociales pequeño-burguesas, con el campesinado como su elemento principal».

Posiblemente el principal error de apreciación de Mandel –basado en un análisis que no es superficial pero que se resiente de ser extremadamente «sociologista»– es la definición del carácter en última instancia socialista de la revolución como producto del supuesto carácter «proletario» del PCCH. Sin ir más lejos, un texto escrito en la misma época, y no por un autor marxista, es mucho más materialista y agudo: «al separarse a sí mismo de su base proletaria urbana y atarse al campesinado, el PCCh dejó de ser un partido del proletariado, porque un partido político no puede tener una vida autónoma por sí mismo. En palabras de Isaacs, ‘el Partido Comunista trata de sustituir el proletariado como clase. En este proceso, sin embargo, se transformo en un partido campesino’» (Schwartz, p. 198).

Sin duda, el problema del carácter social del Estado en formación como subproducto de una revolución en la que el proletariado no había tenido arte ni parte era un problema extremadamente complejo. Pero nada autorizaba a resolverlo en clave sustitucionista. Por otra parte, la afirmación que el PCCh configuraba una dirección «proletaria» no resistía el menor análisis empírico concreto, y constituía lisa y llanamente una mitificación completa.

Mandel da a entender –sin decirlo abiertamente– que el PCCh era un partido obrero: «fue basándose en el campesinado, que el PCCh fue capaz de tomar el poder (…). Pero, ¿qué pasó cuando los ejércitos campesinos entraron en las grandes ciudades industriales del este de China? Para responder apropiadamente a esta pregunta, es necesario comprender que estos ejércitos campesinos estaban dirigidos por un partido que en su programa, así como en sus perspectivas políticas, tradición, conciencia y temperamento de sus cuadros, no era proveniente del campesinado, sino que desde hacía cerca de tres décadas era el principal vocero del proletariado chino».

De más está decir que este embellecimiento escandaloso del maoísmo no se ajusta en lo más mínimo a los hechos. Mao Tse-Tung jamás fue vocero de la clase obrera china ni nada que se le parezca, ni antes ni mucho menos después de la revolución. Está establecido por toda la investigación histórica seria que cortó amarras totalmente con el proletariado urbano y que al PCCh, luego de la defenestración de Chen Du-Xiu a fines de los años 20, nunca le importaron sus necesidades y reivindicaciones.

A Mandel no se le podía escapar que en la década del 30 Trotsky había afirmado un criterio opuesto por el vértice sobre el que es útil volver: «¿En qué sentido puede el proletariado realizar la hegemonía estatal sobre el campesinado cuando el poder estatal no está en sus manos? Es absolutamente imposible comprender esto. El rol dirigente de grupos comunistas aislados en la guerra campesina no decide la cuestión del poder. Deciden las clases sociales, y no el partido». Esto es, el carácter proletario de la revolución no podía ser resuelto por la vía del carácter supuestamente «obrero» del PCCH: si no está la clase obrera, no es una revolución proletaria. Punto. Sobre el carácter social de una revolución, son las clases, no los partidos las que deciden. Esta es una exigencia del propio método materialista.

Otra cosa es que el partido es absolutamente imprescindible como dirección de una clase viviente y actuante. Pero un partido socialmente «en el aire» no puede decidir nada sobre la naturaleza de una revolución. Por esto mismo, de ninguna manera se podía afirmar que lo que había en China era una «dictadura del proletariado», cuando el proletariado como clase nunca jamás estuvo en el poder. Esta afirmación es no sólo teóricamente errónea y políticamente capituladora, sino empíricamente falsa. Digamos de paso que Peng polemiza explícitamente con Mandel en su Informe: «algunos en nuestra Internacional consideran que el PCCh se ha transformado en un partido proletario. El camarada Mandel, por ejemplo, es de esta opinión. Cuando nos referimos a la caracterización de Trotsky del PCCh como un partido pequeño-burgués campesino, él responde: ‘ya sé, admito que esto era cierto antes. Pero desde que el PCCh tomó el poder y entró a las ciudades, se transformó en un partido obrero’».

Contradictoriamente, Mandel planteaba todo esto en un artículo donde a la vez señala que la actitud del PCCh hacia la clase obrera al entrar en las ciudades era la de evitar a toda costa su acción y organización independiente: «en la práctica (…) establece el absoluto monopolio del PCCh, desde que éste puede, con la Confederación General del Trabajo china, disolver o forzar a la ilegalidad a cualquier sindicato que desacuerde con tal o cual aspecto de la política laboral» (Mandel, p. 21).

En este marco, hacia el final de su trabajo Mandel se pregunta si puede haber un giro a la izquierda en el curso de PCCh y responde afirmativamente porque «más que cualquier otro Partido Comunista, el PCCh se ha visto obligado a mantener una estructura menos burocrática y centralizada, a mantener un constante metabolismo entre sus propias aspiraciones y las de las masas. La situación objetiva lo presiona en ese camino (…). Para estimar las chances de tal giro a la izquierda, no debemos olvidar el hecho de que la dirección del PCCh, contrariamente a la afirmación de ciertas personas, nunca dejó de considerarse a si misma como una dirección proletaria. Es verdad, el partido está compuesto por una abrumadora mayoría de elementos campesinos pequeño-burgueses (…). Pero (…) no han cesado de insistir en el carácter proletario del partido» (Mandel, p. 24).

Se trata de una nueva afirmación gratuita de leso empirismo, porque efectivamente hubo «un giro a la izquierda» en las condiciones creadas por la intervención china en la guerra de Corea, que llevó, finalmente, a la estatización casi total de los medios de producción. Pero de allí no se deduce que el PCCh se transformara en una «dirección proletaria».

En sus brillantes escritos de los años 30 sobre China, ya Trotsky había alertado también que en política no se puede uno guiar por los títulos autoproclamados o las etiquetas, sino que sólo cuentan los hechos sociales: un partido campesino-burocrático no es proletario aunque se proclame una y otra vez como tal. Esto es materialismo puro: no importa lo que una persona –u organización– dice de sí misma que es, sino lo que realmente es. Las organizaciones, como las personas, no se juzgan por lo que dicen de si mismas, sino por sus actos efectivos.

Decíamos al principio que estos artículos de Mandel debían contextuarse en el marco de ser escritos bajo la presión inmediata de los acontecimientos. No es el caso de textos del Secretariado Unificado de la IV Internacional treinta años después: «Todos aquellos que sostienen la idea de una ‘revolución campesina’ en China y que ven en ella una contradicción de la teoría marxista simplemente no comprenden la lógica objetiva de la revolución permanente que, en China, Mao Tse-Tung aplicó enriqueciendo sus leyes. Más allá de lo que puedan pensar autores mal informados, los teóricos marxistas jamás han subestimado los movimientos campesinos revolucionarios. Lo que podemos constatar, en el pasado como en el presente, es que el campesinado no ha sido jamás capaz de darse una dirección propia capaz de conducirla hasta la obtención de sus objetivos revolucionarios. Si la base de la revolución china es campesina, su dirección es proletaria. No por su composición, es verdad, sino por los fundamentos marxistas de su pensamiento y por la orientación de su acción. (…) Sus especificidades y sus deformaciones tienen a la vez en sus orígenes sus determinaciones nacionales objetivas» (Los Congresos de la IV Internacional, París, La Breche, 1988, pp. 374-375).

Hay aquí casi más mistificaciones que palabras. Por empezar, no creemos en una tal «lógica objetiva» de la revolución permanente independizada totalmente de los sujetos que llevan a cabo la revolución. El proceso revolucionario es una combinación de factores objetivos y subjetivos, y ningún sujeto social actúa en el vacío, sino siempre sometido a condiciones determinadas de tiempo y lugar. Pero creer que esas mismas condiciones, por sí solas, pueden «hacer la historia», es un típico razonamiento determinista y objetivista. Por el contrario, a nuestro entender a lo más que llegó el juego de las “presiones” sociales fue a la dinámica anticapitalista de la revolución. Pero la connotación socialista –y la apertura de un verdadero proceso de transición– es imposible sin una clase obrera viviente y actuante como sujeto mismo del proceso.

A esta lógica objetivista se le agrega la valoración errónea de la revolución campesina en china. Es verdad que «los teóricos marxistas jamás han subestimado los movimientos campesinos revolucionarios». También lo es que resulta prácticamente imposible que el campesinado se dé objetivos independientes socialistas. Sin embargo, en la revolución de 1949, el campesinado asumió tareas que fueron más allá del capitalismo, como la expropiación de los terratenientes, lo que desmentía en parte –pero sólo en parte– la experiencia anterior. Con un «detalle» crucial: que esto se hizo no bajo una dirección «proletaria», sino mediante un encuadramiento burocrático que impidió expresamente la confluencia con la clase obrera de las ciudades y de una genuina autodeterminación campesina, precisamente para evitar toda posible dinámica socialista de la revolución.

 

¿Revolución campesina socialista?

 

Moreno, por su parte, presenta una interpretación algo distinta de la mecánica de la revolución china. Aunque atribuyéndole también un carácter «socialista», como todo el tronco principal del movimiento trotskista, sin embargo expresamente fundamenta esto en la dinámica de clases «objetiva» que habría tenido la revolución, y no en un supuesto carácter proletario del PCCh, que nunca le reconoció al partido de Mao. De hecho, Moreno habla de la combinación de «una revolución campesina tradicional, encabezada por un partido formalmente estalinista, de herencia marxista y con características plebeyas, que organiza un ejército moderno». Pero precisamente lo que no hubo fue tal combinación en sentido socialista.

Las revoluciones china e indochina, de finales de la década del 60, es la principal referencia en la corriente morenista sobre este proceso, y se trata de un texto muy interesante, con varios aspectos valiosos más allá de sus errores.42 En ese texto se intenta trabajar una dinámica de clase de la revolución de 1949 que no implicara una capitulación al maoísmo. Pero hay valoraciones que entendemos no se ajustaban a la realidad, como la definición de la revolución como «campesina socialista»43 por su sujeto inmediato y «proletaria» por su dinámica de clases más de conjunto, tratando por esa vía de rechazar la tesis sustitucionistas de Deutscher.

Digamos que el intento de rechazar las tesis sustituistas era muy progresivo, como así también el agudo planteo metodológico de Moreno contra los que generalizaban «tendencias momentáneas de la realidad» o los que pragmáticamente racionalizaban el típico apotegma oportunista de que si se tiene éxito necesariamente se tiene la razón. Al respecto, definía que «todo pronóstico es una posibilidad histórica, es una batalla de clases por darse, y su corrección no se mide por el triunfo o no de esta última. El problema es la posibilidad de esta batalla, lo demás es historia, la hacen las clases con sus luchas. Un pronóstico no es correcto o incorrecto por su éxito, sino por si cumple ciertas condiciones para que sea científico y revolucionario».

De hecho, el principal capítulo del folleto de Moreno se titula precisamente «¿Sustituismo o revolución socialista agraria?» La polémica con Deutscher era totalmente legítima, pero fue llevada a cabo en términos equivocados Correctamente, Moreno pretendía refutar la afirmación de que «alguien había hecho la revolución socialista en lugar de la clase obrera», pero buscó sostener que la revolución había sido «proletaria» por su dinámica de clases. Lo que a todas luces era falso: la clase obrera estuvo totalmente ausente de la revolución; ése es un hecho establecido y no admite discusión.

Al evaluar la mecánica de clases de la revolución, Moreno hace la consideración de que en última instancia el campesinado chino emergente era prácticamente «un semi-proletariado por su dinámica económico-social». Sin embargo, ni siquiera hoy la mayoría de la población china vive en las ciudades. Para colmo, a lo largo de todo su dominio, el PCCh siempre trató de impedir y/o regular el acceso campesino a las ciudades.

La realidad es que la base social del PCCh era claramente de pequeños propietarios y campesinos sin tierras; básicamente campesinado pobre, que es la caracterización que Peng repite una y otra vez en su informe. Curiosamente, Moreno tenía en gran estima a Peng, pero no utilizó sus caracterizaciones, o acaso no coincidía con ellas.

También había una capa de campesinos medios e incluso hasta algunos terratenientes o ex terratenientes. En estas condiciones, el resultado principal de la revolución fue una reforma agraria radical, pero socialmente pequeño burguesa, sin conexión con una genuina revolución proletaria en las ciudades. La estatización de la mayoría de las industrias, hecha por el PCCh en 1952 totalmente desde arriba, se dio en medio de una pasividad total de la clase obrera.

En suma, remitirse a los hechos significa desmitificar el supuesto carácter «obrero» de la revolución china: no fue obrera, sino campesina y pequeñoburguesa en su carácter de clase y bases sociales fundamentales, y anticapitalista por el enemigo que enfrentó.

Lo que sí es correcto del argumento de Moreno es que nadie hizo la revolución socialista por la clase obrera, sencillamente porque la revolución de ninguna manera fue socialista. La total y absoluta ausencia del proletariado y de verdaderos elementos de autodeterminación de las masas explotadas y oprimidas explican que haya sido anticapitalista sin lograr abrir paso a una dictadura del proletariado, ni mucho menos un genuino proceso transicional socialista. Entendemos que ésta era la correcta respuesta a las elucubraciones oportunistas y sustitucionistas de Deutscher, no la invención de una «dinámica de clase» de la revolución que realmente no existió en 1949. En ese sentido, la pretensión de Valerio Arcary de aggiornar los análisis de Moreno haciendo suyos los de Deutscher –ante la evidencia de una revolución no obrera– tampoco apunta en la dirección correcta. En suma, era equivocado plantear, como lo hizo Moreno, que en un «curso permanente» la revolución se «transformó verdaderamente en revolución socialista».

Recapitulemos el razonamiento completo de Moreno: «Cómo debemos definir la dinámica de clase que llevó al triunfo a la revolución china y le dio su curso permanente hasta transformarse en Estado Obrero? Deutscher cree que se dio un típico caso de sustituismo. El PC, aunque sin intervención de la clase obrera, reflejaba sus intereses, era un partido obrero. Al acaudillar la revolución campesina le daba un sentido obrero, de revolución permanente inconsciente. Trotsky, muchos años antes, ya había discutido esta concepción de los estalinistas. ‘¿En qué sentido puede el proletariado realizar la hegemonía estatal sobre el campesinado cuando el poder estatal no esta en sus manos? Es absolutamente imposible comprender esto. El rol dirigente de grupos comunistas aislados en la guerra campesina no decide la cuestión del poder. Deciden las clases, y no el partido’» (Moreno, cit.). Hasta aquí su planteo es impecable, e incluso acude muy oportunamente al pasaje de Trotsky que ya hemos citado dos veces en este trabajo.

Pero Moreno no es consecuente con su propio razonamiento, porque para rebatir el argumento sustituista, interpreta incorrectamente al campesinado que hizo la revolución como un «semi-proletariado». Si esto era así, entonces había estado presente la clase obrera imprimiéndole su sello de clase a la revolución, y el problema estaba resuelto sin necesidad de reconocer al PCCh un carácter proletario que efectivamente no tenía, ni de caer en las tesis sustituistas.

En realidad, como dice Schwartz parafraseando agudamente a Lenin, «el ‘proletariado rural’ aislado del proletariado urbano es esencialmente un ‘pequeñoburgués’ en mentalidad, furiosos contra los que tienen tierra, pero consumidos por el deseo de lograr para ellos mismos poder aferrarse a su propiedad de la tierra» (Schwartz, p. 194).

El problema es que el análisis de clase que hace Moreno no resiste la prueba de los hechos. A partir de ahí, se produce un desbarranque en el resto de las conclusiones que va sacando. Por ejemplo, cuando se afirma que «es interesante notar que todas las interpretaciones serias de la revolución china aceptan que su curso fue ininterrumpido o permanente. sólo se discute su dinámica de clase» (Moreno, cit.). Moreno se refiere al hecho de que la revolución llegó a la expropiación del capital. Pero ya hemos dicho que la estatización por sí sola no agota el carácter «obrero y socialista» de la revolución si se la desvincula del curso ulterior de la transición.

A partir de aquí Moreno saca todo tipo de conclusiones equivocadas. Dice: «La clave de toda la revolución china y de su ulterior curso socialista para nosotros está en la revolución de los campesinos pobres del norte y en la anterior del sur. Trotsky en sus cartas a Preobrajensky había señalado que «la revolución china (la tercera) deberá comenzar por atacar al kulak desde sus primeras etapas». Y de este hecho, y de la lucha contra el imperialismo y sus agentes, sacaba la conclusión de que la revolución china sería mucho menos burguesa que la rusa. Es decir, más socialista desde el principio. Subrayaba así la profunda diferencia con las revoluciones agrarias occidentales en las que el campesinado en su conjunto iba contra los terratenientes feudales en la primera etapa de la revolución agraria. En China, como no había terratenientes feudales de magnitud y los verdaderos explotadores de los campesinos eran los usureros y los campesinos ricos íntimamente ligados a aquellos, la primera etapa de la revolución agraria tendría un carácter anticapitalista y no antifeudal» (Moreno, cit.).

Coincidimos totalmente con lo que señala Moreno en el sentido que, efectivamente, la revolución campesina china operó sobre la base de una diferenciación social: es decir, enfrentó a los campesinos pobres contra los ricos de las aldeas, íntimamente ligados al imperialismo. Pero luego Moreno, como ha sido habitual en el tronco principal del movimiento trotskista, iguala incorrectamente la connotación anticapitalista, muy visible en la revolución de 1949, con la socialista, que no llegó a desencadenarse como tal, cuando estaba clara la ausencia de todo vínculo con el proletariado urbano. Por otro lado, en sí misma, la reforma agraria –al menos inicialmente– fue pequeñoburguesa y no «socializadora».

Al no establecer esta diferenciación, y al sostener igual que Mandel, la tesis de la «democracia agraria», Moreno insiste en que «es nuestra hipótesis (…) que en China hubo una gran revolución socialista agraria en el sentido que Lenin le daba a esa definición: los campesinos pobres con sus organizaciones tomaron de hecho el poder en el agro chino a escala local para ir contra los campesinos ricos. Esta lucha fue y es una lucha esencialmente socialista. El PC no inició esta revolución. Por el contrario, hizo esfuerzos por contenerla, por jugar un rol de árbitro entre todas las capas campesinas y ‘democráticas’ (…). El campesino pobre hace ‘a pesar’ del PC, que tiene roces con él, su revolución de octubre antes de que el proletariado de las ciudades tome el poder. Este carácter socialista de la revolución agraria estaba en germen en el movimiento comunista agrario dirigido por Mao y Peng antes de 1935. El gran desarrollo de los gobiernos comunistas agrarios, su influencia creciente, se explican por este carácter de vanguardia de la lucha de clases en el agro chino, de la lucha de los campesinos pobres contra los ricos, que le saben imprimir los maoístas al movimiento campesino del sur antes de que Mao fuera ganado por la ideología del frente popular. El programa socialista soviético del maoísmo de aquella época, era adecuado al carácter socialista de la revolución agraria china» (Moreno, cit.).

Aquí hay no sólo inexactitudes, sino problemas de apreciación teórico-políticos de magnitud, que tienen como centro de gravedad la equivocada evaluación de que habría habido elementos de organización independiente de los campesinos, dándole así un supuesto carácter «socialista agrario» a la revolución .44

Es errónea la consideración que la revolución agraria se haya hecho «a pesar del PCCh». Otra cosa es que Mao tomara esa decisión bajo la presión de las circunstancias, para ganarse el apoyo de la base agraria frente a la ofensiva del Kuomintang en 1947. Pero el que comenzó el movimiento que luego desató la revolución agraria fue el PCCh con el giro en su política agraria en 1947. Fue sólo entonces que se desató el proceso de expropiación de los terratenientes en los territorios que controlaba (y que se había negado a poner en marcha en los 11 años anteriores, producto de su política de conciliación de clases). Sin duda, se trató de una verdadera revolución agraria que seguramente contuvo elementos «desde abajo», dada la enorme vastedad del campo chino, y en la que el PCCh no podría haber controlado todo. Pero en lo esencial logró encuadrarla, controlarla, domesticarla. Decir que el campesinado hizo «a pesar del PCCh» su revolución agraria es más que una exageración: es un error.

En estas condiciones, también era equivocado afirmar que el campesinado habría hecho su «revolución de octubre», en el sentido de que la reforma agraria habría sido «socialista». Es difícil establecer en qué sentido consideraba Moreno una revolución que da la tierra en propiedad individual como «socialista» (y, para colmo, sin verdadera democracia agraria). Lamentablemente, esta historia termina siendo completamente falsa, movida por el hecho cierto de que sí hubo lucha de clases en el campo. Es verdad que la política agraria maoísta en la primera mitad de la década del 30 había sido mucho más radical, y que luego de la Segunda Guerra Mundial, al verse obligado a romper con Chiang Kai-Shek, se retomó una política de expropiación a los terratenientes. Pero ¿qué tiene de «socialista» una reforma agraria que, lejos de colectivizar la tierra, la reparte en pequeñas parcelas, y además sin autodeterminación campesina ni vínculos reales con el proletariado urbano?

A esto se le agrega la gratuita afirmación de que el proletariado habría «tomado el poder». Es un hecho de que el proletariado urbano no tomó ningún poder como clase.

En esto las afirmaciones de Peng habían sido inequívocas, y Moreno sin duda las conocía, por más que la posterior estatización masiva de los medios de producción modificara un poco las posiciones del trotskista chino: «A pesar de que un puñado de individuos provenientes de medios obreros han sido nombrados para participar en el gobierno (muy pocos en puestos importantes) la clase trabajadora como un todo permanece en una posición subordinada. La clase obrera está privada del derecho fundamental de elegir sus propios representantes –como a los soviets y otros comités similares de representantes obreros– para participar y supervisar el régimen. Los derechos políticos generales –libertad de palabra, asamblea y asociación, publicación, creencias, etc.– están considerablemente limitados e incluso prohibidos, como las huelgas. Consecuente, como los trabajadores están silenciados por este régimen, en realidad sólo tienen el derecho de peticionar dentro de los ‘marcos de la ley’ por un mejoramiento de sus condiciones de vida». ¡Vaya forma de ejercer la «dictadura del proletariado»!

En todo caso, lo que se podía decir, ante la ostensible ausencia del proletariado, era que en la medida en que el PCCh, como agente de las masas campesinas, había tomado el poder, y dado que el PCCh era supuestamente un partido «proletario», «la clase obrera había tomado el poder». En suma, el falso argumento de Mandel. Pero ya sabemos que la posición de Moreno era distinta.

A sabiendas de las carencias en su argumentación, Moreno presenta la hipótesis central de su trabajo: «es verdad que tanto Trotsky como Lenin siempre consideraron que esta revolución socialista agraria sólo la podría dirigir el proletariado industrial de las ciudades. Por otra parte, los esquemáticos se niegan a considerar que esta lucha agraria anticapitalista sea definida como socialista por el carácter del ‘sujeto histórico’: los campesinos pobres y sin tierras debe ser considerados, sociológicamente, como pequeñoburgueses. Dejando de lado la tarea teórica de definir con toda precisión ‘sociológica’ al campesinado sin tierras o muerto de hambre (…) algunas indicaciones (…) se imponen. El capitalismo surgió gracias a que pudo crear un gigantesco ejército industrial de reserva con los campesinos desalojados de sus tierras, o tan miserable en su pequeño lote que tenían que vender su fuerza de trabajo para poder subsistir. El marxismo definió a ese fenómeno social y a esa nueva clase que surgía de acuerdo a su dinámica y no de acuerdo a su pasado. Para el marxismo es fuerza de trabajo libre y no pequeñoburguesía pauperizada, ejército industrial de reserva y no campesino errante por los caminos o que habita las afueras de las ciudades. La contradicción de China y de muchos países atrasados es que el capitalismo, con su penetración, crea un gigantesco ejército de reserva con los parias campesinos y que, por la crisis del capitalismo mundial y nacional, luego no puede utilizar por falta de desarrollo industrial. Llevado por las circunstancias históricas, este campesino miserable, explotado por los capitalistas rurales, se transforma entonces en reserva, en agente de la revolución anticapitalista en su aldea, en soldado del ejército revolucionario, en militante del PC o en futuro obrero de la acumulación primitiva socialista» (Moreno, cit.).

Esto ya es definitivamente traído de los pelos. No sólo queda establecido que no había mayor asalarización de la mano de obra en el campo, sino que la principal relación de dependencia de los campesinos pobres (o sin tierra) respecto de los terratenientes era, junto a los préstamos usurarios, el alquiler de tierras para la producción individual.

El objetivo primario de la participación campesina en la revolución fue la obtención de tierras a partir de la reforma agraria a título de propietarios privados, no la búsqueda de su asalarización urbana. Luego veremos las particularidades de la colectivización agraria en China, así como el proceso de acumulación.

Moreno afirma luego que el carácter del campesinado «pega (…) un salto histórico. En lugar de pasar por las fases de sus hermanos de Occidente, de campesino sin tierra, a obrero ‘en sí’ de la manufactura y la fábrica y a obrero ‘para sí’ del sindicato y el partido obrero, salta la etapa del obrero ‘en sí’ de la fábrica para transformarse en un revolucionario anticapitalista a escala local o nacional» (Moreno, cit.).

Pero este «revolucionario anticapitalista a escala local o nacional», ¿qué raíz social posee? Para nosotros –siguiendo la caracterización de Peng– se trató de revolucionarios anticapitalistas pobres o sin tierras pequeñoburgueses del campo y la intelligentsia de la ciudad. Sin embargo, por obra de una prestidigitación social y política, se transforma el campesino pequeño propietario en obrero, confundiendo toda la dinámica social real de la revolución china.

Más adelante, y en contradicción con lo anterior, se lee que «la amplia mayoría del campesinado es miserable o sin tierras. Es decir, la revolución china es esencialmente una revolución de los campesinos pobres contra la burguesía rural china, es una revolución socialista agraria, que impuso el poder a escala de las aldeas o pequeñas zonas. El pasado campesino, pequeño burgués de estos revolucionarios, se manifestará también en el carácter de su revolución, que será primitiva, bárbara y principalmente sin órganos de poder centralizados. Los órganos de poder de esta revolución, las Asociaciones de Campesinos Pobres, no tendrán órgano central democrático, sólo serán locales» (Moreno, cit.).

¿Cuál es, entonces, la verdadera definición? ¿Se trató de una revolución anticapitalista de los campesinos pobres contra la burguesía rural o de una revolución socialista campesina-proletaria?

Lamentablemente, las afirmaciones totalmente gratuitas se van sucediendo sin solución de continuidad, en un preanuncio de los análisis de Moreno de comienzos de los 80, en los que se amontonaban más y más cualidades «revolucionarias» en los procesos, sin el menor esfuerzo por comprobar y medir su correspondencia con la realidad. Se llega al despropósito de afirmar que el PCCh se terminó «rindiendo» ante la dinámica socialista de la revolución: «esta revolución se combina para obtener el triunfo (…) de las mujeres contra las supervivencias del pasado en China45, el paternalismo, la lucha en la zona de Chiang contra los terratenientes y contra el capitalismo burocrático (…). Y, por último, con la guerra civil contra el régimen dictatorial de Chiang, agente de la colonización yanqui. Pero de esta combinación, el hecho decisivo será la revolución de los campesinos pobres contra la burguesía rural. El PCCh intentará jugar un rol de árbitro de todo este proceso combinado, pero tendrá que rendirse a la dinámica socialista-anticapitalista que le han impreso los campesinos pobres a la tercera revolución china» (Moreno, cit.).

En tanto que revolución anticapitalista, hubo efectivamente una combinación de tareas donde el centro fue le revolución agraria, sumada a cuestiones como la unificación nacional china y la independencia del país del imperialismo. Al respecto, acordamos completamente con la dinámica prevista por Trotsky (y señalada por Moreno), necesariamente anticapitalista y no antifeudal de la revolución china. Claro que disentimos con la asimilación u homologación que hace Moreno de la revolución anticapitalista como socialista, que se ha revelado históricamente incorrecta.

Pero también es equivocado decir que el PCCh tuvo que «rendirse» ante la dinámica «socialista» de la revolución. Los maoístas no se «rindieron» ante ninguna «dinámica socialista»: actuaron, hasta cierto punto, bajo la presión de las circunstancias, pero se esmeraron desde el comienzo por bloquear y contener toda dinámica real transicional socialista. Es decir, la dinámica de auténtica revolución permanente. Y se puede decir que tuvieron bastante éxito.

 

 

  1. Después de la revolución

 

Estatización y colectivización agraria en la China no capitalista

 

Si desde el punto de vista de la dinámica político-social de la revolución, ésta no podía ser considerada obrera y socialista, resta la evaluación de la estatización de los medios de producción y de la «colectivización» del campo. Estas medidas de corte económico-social fueron las que inclinaron la balanza en la IV Internacional y la mayoría de las corrientes del trotskismo tradicional a partir de 1952, en el sentido de que en adelante China pasaba a ser un «Estado obrero» (sólo que «deformado») y una «dictadura del proletariado» (sólo que «burocrática»).46

La nacionalización de la industria, el lanzamiento del primer plan quinquenal y la colectivización agraria fueron medidas de apariencia socialista que abrieron el período más «dudoso» dentro de la revolución china: ¿se había transformado acaso en una dictadura proletaria?

En lo que sigue, intentaremos demostrar que aunque la estatización masiva de los medios de producción, fue, evidentemente, una medida anticapitalista (y, en ese sentido, inicialmente progresiva), al no pasar la propiedad de los medios de producción realmente a manos de los trabajadores, ni basarse en mecanismos reales de democracia proletaria, no fueron medidas que lograran abrir una dinámica transicional socialista.

Por más vueltas que se le den al asunto, la clase obrera no tomó el poder en China, ni en lo político-social ni en lo económico-social. Lo que se terminó constituyendo tras una serie de vicisitudes fue un Estado burocrático, que usufructuó las conquistas de la revolución sobre la base de una formación social no capitalista organizada a partir de relaciones de explotación mutua.

Aquí debemos dejar señalado un alerta metodológico: hasta cierto punto, la categoría de «Estado burocrático» funciona mejor cuando se trata del proceso de descomposición de una auténtica revolución socialista. Es decir, el caso de la revolución rusa de 1917, que como producto de la contrarrevolución estalinista dio lugar al salto cualitativo hacia un «Estado burocrático con restos proletarios comunistas», como lo definiría Christian Rakovsky. En el caso de China de 1949, estamos hablando de una revolución, no de una contrarrevolución. Y, a nuestro modo de ver, no hay forma de que una revolución pueda ser «burocrática»: fue campesina encuadrada burocráticamente, lo que es algo muy distinto. Sin embargo, se trata de la paradoja de una revolución social de base campesina, pero que no da lugar a un Estado «campesino» y «plebeyo» (ni mucho menos «obrero»), sino que en las condiciones de la hegemonía internacional del estalinismo, lo que termina emergiendo es un nuevo Estado burocrático. Lo que ocurre en la medida en que es la burocracia la que termina usufructuiando la independencia del imperialismo, de la estatización de los medios de producción y de la cooperativización agraria al servicio de su propia acumulación.

 

Primeros años de progreso

 

Entre 1949 y 1953 se vivió un período de florecimiento económico. La guerra civil había quedado atrás y, con el surgimiento de un poder único y centralizado a nivel de todo el país, la economía se estabilizó y se frenó el saqueo imperialista. Este período puede ser comparado con la NEP en Rusia, en cuanto situación económica de «doble comando»: es decir, convivían áreas de economía estatizada y áreas privadas.

Con la toma del poder, el PCCh heredó un país con una profunda crisis económica. La economía estaba dividida en tres sectores: una economía de subsistencia en el campo; una economía basada en la industria liviana y en el comercio en los puertos y la zona costera; y una base industrial pesada, creada por los japoneses en Manchuria. El único de los tres sectores que estaban funcionando era el rural. El primer objetivo del gobierno fue unificar y organizar las tres economías y recuperar los niveles de producción de la preguerra.

Claramente, durante estos primeros años, hubo un crecimiento de la oferta de trabajo. Al momento de la toma del poder, había unos 3 ó 4 millones de trabajadores especializados y unos 12 millones de artesanos en fábricas o talleres pequeños, frente a unos 500 millones de campesinos. Hacia 1952, el total de obreros y empleados asalariados en todo el país se elevaba a 21,2 millones, de los cuales aproximadamente 10 millones pertenecían a la administración de las ciudades. La inflación se frenó a mediados de 1950, los ferrocarriles volvieron a funcionar al cabo de un año, y tres buenas cosechas en 1950, 1951 y 1952 posibilitaron la recuperación económica y parecieron dejar atrás las hambrunas que caracterizaron a China a lo largo de su historia (el «Gran Salto Adelante» mostraría que esto no era tan así). Para 1952, se había alcanzado los niveles de producción de hierro, acero y cemento anteriores a 1949 –que de todas maneras eran muy modestos– y se había prácticamente conseguido unificar los tres sectores económicos.

Promediando este período vino la estatización definitiva del conjunto de la economía, la colectivización agraria y el primer Plan Quinquenal (1953-57). Durante los primeros años de estas medidas, la economía siguió siendo floreciente. Sin embargo, esto iba a durar poco: hacia finales de la década del 50, con el «Gran Salto Adelante» y el giro «agrarista» impuesto por Mao, se inauguraron dos décadas de descalabro, y la nueva «estabilización» sólo vino con la política restauracionista de Deng.

Es decir, los éxitos económicos del sistema estalinista fueron indudables mientras se trató de recorrer aceleradamente un primer tramo en la industrialización de economías atrasadas, lo que fue facilitado por la conquista que representó haberse liberado del dominio directo y la expoliación imperialista. Sin embargo, la acumulación de contradicciones fue muy rápida. Para fines de la década del 50 se produce la grave crisis del «Gran Salto Adelante».

En estas condiciones, la corta estabilización se explica por las condiciones políticas inmediatas más de conjunto, así como porque generalmente los períodos de recuperación económica –luego de situaciones de extrema catástrofe– suelen actuar como un bálsamo que todavía no deja ver las nuevas contradicciones que se van forjando y que van a irrumpir en el mediano plazo. Desde ya que no nos concentraremos aquí en el análisis económico de las idas y venidas del ciclo, sino en dar cuenta de la naturaleza social de los procesos subyacentes.

 

Profundización del encuadramiento burocrático

 

Ya hemos dejado sentado que el PCCh actuó concientemente liquidando todo elemento de autodeterminación obrera o campesina que se pudiera esbozar. De allí el encuadramiento burocrático de la revolución que venimos señalando y nuestra crítica a las posiciones que hablaban de elementos orgánicos de «democracia campesina» en las aldeas.

Por no hablar de textos como La dictadura revolucionaria del proletariado, de Nahuel Moreno, que llega a presentar las organizaciones de masas en la China no capitalista como organizaciones «independientes». Dice Moreno: «En China el proletariado está organizado en sindicatos y los campesinos en comunas, que son legales y abarcan a decenas de millones de trabajadores. Este hecho marca una diferencia abismal con el régimen del Chiang Kai-Shek, donde los sindicatos y comunas eran prácticamente inexistentes o fueron perseguidos ferozmente. Lo mismo ocurre con respecto al papel, las rotativas, las radios, las salas de reunión. Antes estaban en manos de la burguesía y el imperialismo; ahora están en manos de la clase obrera y el campesinado, aunque controlados por la burocracia. Por lo tanto, la revolución obrera china, aunque dirigida por la burocracia, significo una colosal expansión de la ‘democracia proletaria’ en relación no sólo al régimen de Chiang, sino a las democracias burguesas más adelantadas» (Moreno, cit., p. 100).

No hace falta pasarse a la defensa del régimen ultrarreaccionario de Chiang –o de las democracias burguesas imperialistas– para sostener categóricamente que lo que afirma aquí Moreno es una total mistificación, similar a las que caracterizaron siempre a Mandel. Basta contrastar estas temerarias afirmaciones con lo informado por Peng en tiempo real: «El régimen hace lo mejor por suprimir las actividades de los trabajadores y campesinos. La nueva ley de Reforma Agraria (…) está obviamente diseñada para prohibir la organización espontánea de las masas para usar sus propios métodos revolucionarios (…). Los derechos esenciales de la clase trabajadora en política y en la producción –a saber, los derechos de participación y control en la administración del gobierno y de las fábricas –están todavía negados».

Confirmando esto, tenemos la siguiente descripción: «Las estructuras del gobierno y del partido necesitaban la ‘cooperación y el apoyo activo de pueblo’ para aplicar sus políticas. Paralelas a las estructuras del partido, el ejército y el gobierno, se desarrollaron organizaciones de masas que eran agencias del gobierno y servían para la captación de activistas y para ‘politizar’ a la población. Algunas habían sido fundadas antes de la revolución, como la Federación Nacional de Sindicatos de China (en 1922), que en 1959 llegó a tener 13 millones de afiliados. Otras se crearon a partir de 1949, como la Federación de Mujeres Democráticas de China (76 millones de afiliadas en 1953); la Juventud Democrática (34 millones en 1957); los Trabajadores de Cooperativas (162 millones en 1956); Literatura y Arte, para movilizar a los intelectuales; la Federación Estudiantil China (4 millones en 1955); el Cuerpo de Pioneros (30 millones en 1957)» (Virginia Marconi, China: la larga marcha, Buenos Aires, Herramienta, p. 80).

Es decir, se impuso un mecanismo de encuadramiento de masas de dimensiones gigantescas, completamente desde arriba, que no configuró en ningún caso organizaciones realmente independientes. Así, luego de la revolución de 1949 «se impusieron comités de administración militar, cuya función era preparar la situación para el establecimiento de organismos civiles dirigidos por cuadros del PCCh llegados de las bases rojas del norte del país. Estas organizaciones, junto con los comités de ciudad, de calle y de barrio, acallaron la ausencia de democracia obrera y la reemplazaron por sesiones educativas y de politización. Los oficiales del desmovilizado Ejército Rojo, pasaron también a dirigir estas organizaciones. Este encuadramiento militar obedecía directamente a las instrucciones de la dirección del PCCh (…). El partido se aseguraba el control total del cuerpo social» (Marconi, p. 81).

Esto no es todo: lo que el maoísmo intentó hacer (a diferencia de otros PCs) fue establecer una interrelación casi absoluta entre el partido, los cuadros y los habitantes de China: «según J. L. Domenach y P. Richer, una de las características del comunismo chino fue justamente que no se contentó con la obediencia, sino que tenía que conseguir la adhesión de cada individuo. Esta adhesión debía demostrarse de manera concreta y colectiva a través de la participación en el «movimiento». Toda la población debía movilizarse «espontáneamente» para responder al llamado del partido. Pero a su vez, la adhesión de las masas servia para probar el dinamismo de los cuadros. Si las masas no participaban era porque los cuadros no actuaban bien y era necesaria una ‘rectificación’: la depuración de los cuadros que no podían organizar el ‘entusiasmo de las masas’. No por muy conocidas las purgas en el PCCh dejaron de ser tremendas. El instrumento que se utilizó para llevar adelante estas políticas de ‘limpieza ideológica’ fue el ‘envío a la base’ (…) a vivir entre las masas del campo» (Marconi, p. 81).

En estas condiciones, el nuevo Estado «nació burocratizado hasta la médula y profundizó ese proceso desde el momento mismo de la toma del poder (…). En una sociedad como la china, culturalmente acostumbrada al ascenso social a través de las prerrogativas ligadas al cargo público, especialmente a medida que crecía la disparidad de ingresos entre el sector estatal urbano y agrícola, el arribismo y el burocratismo se difundieron ampliamente (…). Esto llevó a la desigualdad y a la cristalización de beneficios de función» (Marconi, p. 85).

En síntesis, este proceso de encuadramiento de las masas explotadas y oprimidas fue una constante en la experiencia del maoísmo, tanto antes de la toma del poder como después, y estuvo marcado por la ausencia de elementos de verdadera democracia de bases y autodeterminación socialista, tanto en la ciudad como en el campo.

Fairbank da un extraordinario testimonio del significado concreto del encuadramiento burocrático de los campesinos: «Los miembros de la cuadrilla de trabajo (del PCCh) se establecían en la aldea por algunas semanas, trababan relación con los pobres que tenían quejas y reunían cargos y evidencias en contra de los cuadros locales; luego, los infinitos interrogatorios, el agotamiento físico y las confesiones forzosas eran la base de las reuniones (…) Éstas se realizaban al mismo estilo que los mítines de lucha en contra de los intelectuales y los burócratas, y llegaron a ser la principal forma de participación del campesino en la vida política, manipulada por el PCCh a gran escala: en lugar de contemplar simplemente (…) como observadores pasivos, ahora los campesinos se convirtieron en vociferantes acusadores de las víctimas señaladas por las autoridades» (Fairbank, p. 451). Tal era la «participación de las masas» en la «construcción del socialismo»…

 

Reforma agraria y cooperativización

 

La política agraria, al igual que antes de la revolución, tuvo marchas y contramarchas luego de la toma del poder, llegándose a mediados de los 50 a una colectivización prácticamente forzosa. Mucho más tarde, a partir de 1979, se retrocede a un curso procapitalista.

Pero en 1950-51, en la China del Sur, lo que se puso en marcha fue una radical reforma agraria pequeño-burguesa de división individual de la tierra, continuidad de la de China del Norte del período inmediatamente anterior a la revolución. Inicialmente, el PCCh no quería enojar a la burguesía nacional, ya que enemistarse con ella podía redundar en una disminución de la producción agraria y provocar una hambruna. Pero, al mismo tiempo, necesitaba cumplir su promesa con el campesinado y contar con los fondos necesarios para iniciar el desarrollo industrial del país. Ante esta situación, el maoísmo decidió satisfacer los pedidos de los campesinos pobres y al mismo tiempo proteger a los campesinos medios y ricos. La respuesta fue la expropiación de los terratenientes financieros, de ex miembros del Kuomintang y de los grupos religiosos.

Sin embargo, la medida del gobierno desató nuevamente las fuerzas de la revolución campesina: «El resultado fue uno de los períodos más violentos de la historia de la revolución china. Los cálculos sobre la cantidad de terratenientes fusilados varían entre 750.000 y 2.000.000, según las fuentes. Los resultados de la reforma: sobre 107 millones de hectáreas sujetas a la reforma, 46 millones cambiaron de mano y 300 millones de campesinos pobres accedieron a la propiedad de la tierra o acrecentaron sus parcelas (…). Por primer vez en muchos años, aparentemente se había conseguido alejar el espectro del hambre» (Marconi, p. 91).

Los efectos de la reforma agraria fueron obviamente favorables para el nuevo régimen. El PCCh pudo multiplicar su implantación y desarrollar sus organizaciones satélites. Desde el punto de vista organizativo, le permitió captar a toda una generación de cuadros, que por largos años le asegurarían el control y la movilización en las zonas rurales. La realización de esta tarea, contradictoriamente, redundó en el fortalecimiento del aparato.

Una de las consecuencias de la reforma agraria fue el excesivo parcelamiento de la tierra. A partir del verano de 1951 se establecieron las primeras cooperativas agrarias. El régimen necesitaba movilizar masivamente la mano de obra para trabajos de infraestructura indispensables y facilitar el financiamiento de la mecanización de la agricultura. «En realidad, ya a partir de 1949 los campesinos había sido empujados a unirse en ‘equipos de ayuda mutua’ que agrupaban de 5 a 15 familias. Esto equipos eran de tipo contractual y no colectivizaban la propiedad (…) Las cooperativas estatales en un principio agrupaban de 20 a 40 familias. Aunque formalmente el campesino no perdía la propiedad de la tierra, debían ponerla en común, y lo mismo ocurría con los animales, los instrumentos de trabajo, las semillas y los granos, y debían trabajar bajo la autoridad del secretario del partido (…) En 1953 se instauró el monopolio estatal sobre la comercialización de cereales (…). A fines de 1954, China contaba con 400.000 cooperativas» (Marconi, p. 92).

Pero la manera en que se llevó a cabo este proceso, que no fue voluntario ni tuvo el correlato de un salto real en el proceso de industrialización del campo –como correspondería a una «socialización» agraria realmente socialista– dio lugar a resultados contradictorios. Así, «la cooperativización marcó un paso adelante hacia la socialización, pero chocó con una sociedad campesina que hacía apenas dos años había hecho una revolución para conseguir la propiedad individual de la tierra. Lo grotesco de la situación sacudió a los estamentos del PCCh, formado en su mayoría por cuadros campesinos (…). Se había reportado casos de motines de campesinos que habían apaleado a los cuadros del partido e incluso se habían fugado con sus animales y granos de las granjas colectivas (…). La campaña de ‘desestalinización’ lanzada por Jrushov (…) hizo público que la colectivización forzosa (…) había resultado (…) un gran fracaso» (Marconi, p. 93). El juego de estas presiones explica los permanentes zigzags en la política económica y agraria del PCCh, que iremos señalando a continuación.

 

Planificación estilo «soviético»

 

El primer plan quinquenal de 1953-57 fue precedido por la estatización de parte importante de los medios de producción en las ciudades y los ya señalados primeros pasos en la «colectivización» agrícola. «Si bien numerosas empresas de ex miembros del Kuomintang fueron nacionalizadas (…) hacia 1952, alrededor del 40% de la producción industrial todavía provenía del sector privado (…). En esta primera etapa, todo lo que intentó hacer el maoísmo fue poner en funcionamiento la economía industrial (…). Los resultados de esta política fueron espectaculares. Se duplicó la producción industrial, cuya parte dentro de la producción global, pasó del 23,2% a 32,7% entre 1949 y 1952 (…). A partir de 1953 se inició una nueva etapa. Con el país parado sobre sus dos pies, el PCCh inició ‘la transición al socialismo’: se lanzó el Primer Plan Quinquenal» (Marconi, pp. 93-94).

Es en estas condiciones que se abre la segunda etapa luego de la toma del poder, a la que le sucederían las dos grandes crisis del «Gran Salto Adelante» y la «Revolución Cultural». No nos interesa aquí mayormente hacer un desarrollo descriptivo –aunque algunos señalamientos de ese tipo son inevitables–, sino intentar dar cuenta de los problemas teóricos que están en juego por detrás de estas medidas.

Hay que partir de señalar que en el caso chino se trataba de una economía que arrancaba de muchísimo más atrás en lo que hace a la industrialización del país: «tomando en conjunto, la economía china anterior a 1949 se pareció mucho más a la economía francesa de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX que a la ya considerablemente industrializada economía de los últimos años de la Rusia zarista. Tanto la economía francesa de finales del siglo XVIII como la economía china anterior a 1949, fueron abrumadoramente agrario-comerciales y dominada por pequeñas unidades de producción. Que las formas básicas de los resultados revolucionarios chinos, no obstante, terminaron pareciéndose mucho más a las formas soviéticas que a las francesas sólo señala los efectos sobre el curso y los resultados de la revolución china de dos conjuntos de factores contextuales universales o internacionales: a) la influencia política sobre China de la ya revolucionada Rusia soviética, y b) mayores posibilidades en el siglo XX para la industrialización nacional impulsada por el Estado.

«En primer lugar, afectó la forma de su resultado final el que la revolución china profundizara hasta llegar a ser una revolución social e hiciera surgir movimientos políticos revolucionarios tan sólo después de que los bolcheviques habían triunfado en Rusia» (Skocpol, p. 413).

Allí estaba el ejemplo de industrialización pesada rusa impulsada por el Estado: «Los comunistas chinos, al marchar a las ciudades y consolidar el verdadero poder político nacional después de 1949, no se resignaron a funcionar como simples administradores del Estado en una economía agraria reformada de pequeños terratenientes. En cambio, procedieron paso a paso durante los años 50 a extender la administración del partido y del Estado sobre las empresas financieras, industriales, comerciales; a colocar las organizaciones de masas urbanas (obreros, estudiantes, profesionales, consumidores) bajo la influencia del partido; a llevar a cabo la colectivización de la agricultura, y a aplicar planes para la industrialización nacional controlada por el Estado (…) Para mediados de los años 50, parecía que la China comunista se convertiría (…), en una copia al carbón del sistema estalinista soviético. Una estrategia inequívocamente estalinista de desarrollo económico nacional quedó encarnada en el primer plan quinquenal para 1953-57» (Skocpol, p. 415).

Y en el mismo sentido: «La alianza política-económica con la URSS le impuso al nuevo gobierno la imitación del modelo soviético de industrialización rápida. En la práctica, esto significó el vuelco de todos los recursos del país al desarrollo de la industria a través de la imposición de condiciones durísimas para el campo, que tuvo que hacerse cargo del costo del proceso» (Marconi, p. 90). Es en estas condiciones que a partir de 1957 viene el giro de Mao, preocupado por la situación de los campesinos.

Sin embargo, el triunfo conseguido como consecuencia de la reforma agraria se vio afectado a partir de 1953 con la aplicación del Primer Plan Quinquenal. El intento de forzar el desarrollo de la industria pesada produjo el primer desequilibrio: los proyectos de industrialización recibieron la mayor parte de los fondos presupuestarios en desmedro del campo. Para dar una idea de esto último, baste decir que mientras entre 1953-57 la industria y el transporte recibieron el 76,4% de las inversiones, la agricultura sólo recibió el 7,6%. Y cabe tener en cuenta que la subvaluación de los precios agrícolas fue de gran importancia en el financiamiento del plan.

En síntesis: en las primeras etapas se intentó practicar una «industrialización» al estilo estalinista que pronto entraría en crisis. Pero antes hay que dar cuenta de la naturaleza social efectiva de estas medidas: ¿fueron «obreras y socialistas», como dijeron la mayoría de las corrientes del trotskismo tradicional, inclinándose a partir de ellas a definir a China como Estado obrero? Y si no lo fueron, ¿qué carácter asumieron estas medidas?

Este tema es una de las claves de nuestra investigación. La segunda clave es el análisis del abrupto giro «agrarista» de Mao y los dos desastres del «Gran Salto Adelante» y la «Revolución Cultural». La tercera, que por su envergadura quedará fuera de este estudio, es la paradoja del enorme desarrollo desigual de China a partir de la vuelta al capitalismo.

 

Carácter de la estatización

 

Para dar cuenta de la naturaleza social de la estatización hay que empezar por escapar de las tradicionales lecturas economicistas de la transición. A nuestro modo de ver, en el marco de una «revolución fría» la expropiación sólo podía ser hecha totalmente desde arriba. Y si bien dio lugar a una serie de concesiones a un sector de la clase trabajadora, no contó con la participación activa de ésta.

Fairbank comenta respecto del sector más calificado de la gran industria: «Como parte de este sistema de control, las diferencias de estatus aumentaron al interior de la clase trabajadora urbana. El grueso de la producción industrial provenía de grandes empresas estatales intensivas de capital, que se convirtieron en los lugares de trabajo de una fuerza laboral especializada y privilegiada. Hacia la década del 80, estos trabajadores permanentes de la industria estatal totalizaban 27 millones y eran (…) la única fuerza laboral que participaba de lleno en el Estado de Bienestar. Gozaban de beneficios suplementarios tales como alojamiento y alimentos subsidiados, remuneraciones extras, subsidios gubernamentales, pensiones vitalicias y convenios estatales de seguros y bienestar. Estos dos quintos bien remunerados de la fuerza laboral, que trabajaban en aproximadamente 85.000 empresas, producían tres cuartas partes de la producción industrial total de China. Otros dos quintos de la fuerza laboral estaban constituidos por una clase secundaria de trabajadores de empresas colectivas rurales y urbanas, que producían un tercio del total. Estas empresas colectivas urbanas eran mucho más pequeñas y numerosas, empleaban artesanos, mujeres y jóvenes en condiciones menos favorables que las empresas estatales. Otra categoría, aún inferior, era la de los ‘trabajadores temporales’, quienes trabajaban a contrato en la construcción y el transporte, realizando tareas domésticas o que sólo requerían fuerza física» (Fairbank, p. 449).

Estos datos son reveladores debido a que, en una auténtica transición, las brechas entre las distintas categorías de trabajadores deberían tender a disminuir, no a cristalizarse y profundizarse cada vez más. En el mismo sentido contamos con el testimonio de Han Dongfang, editor del China Labor Bulletin: «En 1971, volvimos a Pekín, donde mi madre consiguió un trabajo como obrera de la construcción. Éramos tremendamente pobres, y el trabajo era extremadamente pesado. Los lugares de edificación eran todos en Pekín, pero para ahorrar plata ella no tomaba el colectivo. Virtualmente todas las mañanas ella dejaba la casa alrededor de las 6 de la mañana y no retornaba hasta las 9 o 10 de la noche. Ésta era la vida de un obrero de la construcción en los 70». Que tomen nota los que hablan de «ausencia de explotación» en el «Estado obrero» chino.

En un sentido, la expropiación realizada por la burocracia tuvo un carácter similar a la de los países de Europa del Este, donde no hubo revolución alguna luego de la liberación realizada por el Ejército Rojo. Esto fue distinto al carácter del reparto de las tierras, que efectivamente expresó la urgencia de un reclamo de tierras que venía desde abajo. Pero es evidente que si la clase obrera había tenido un papel totalmente pasivo en la revolución de 1949, a la hora de la estatización de los principales medios de producción la situación no tenía porqué ser distinta.

Para ser claros, a nuesto modo de ver «la nacionalización y la planificación constituyen formas progresivas e indispensables en la transición al socialismo, porque contribuyen a establecer relaciones económicas y sociales más libres y flexibles que aquellas nacidas del régimen capitalista (basado en la excluyente propiedad privada de los medios de producción y la insaciable acumulación de la plusvalía y riquezas en manos de tales propietarios). Pero lo que queremos marcar, siguiendo al marxismo, es que esta potencialidad económica sólo puede desarrollarse en el marco de una democracia obrera donde la libertad social, política, sindical y cultural sean valores que funcionen como motores que empujen a las nuevas formas económicas para obligarlas a servir a los trabajadores y al progreso de toda la sociedad» (Romero, p. 94).

Otro testimonio de Han Dongfang muestra por qué la clase obrera china no pudo «empujar las nuevas formas económicas» en esa dirección: «Política y socialmente, nunca tuvimos la chance de ser nosotros mismos, como individuos o incluso como clase trabajadora; nunca tuvimos la posibilidad de basar nuestros pensamientos en nuestras necesidades» (citado en New Left Review).

Precisamente, en ausencia de toda autodeterminación de los trabajadores, las nuevas formas económicas producto de la progresiva expropiación de los capitalistas, no pudieron ser «empujadas» para servir a los obreros y campesinos. Por el contrario, fueron reconducidas en el sentido del establecimiento de nuevas relaciones de explotación y opresión no orgánicas al servicio de la burocracia. Lo que tuvo lugar sobre la base de los mecanismos de explotación mutua, connaturales a todo proceso de transición.

Esto no quiere decir que luego de la toma del poder por el PCCh no haya habido huelgas. Según lo que hemos podido investigar, las hubo, pero el PCCh se encargó de encuadrar en sindicatos totalmente estatizados a la clase obrera desde el mismo momento en que entró en las ciudades.

En estas condiciones, «entre noviembre de 1955 y enero de 1956, la socialización de la economía urbana tomó un nuevo impulso. Como de costumbre, el método utilizado fue una combinación de movilización y coerción. Se les ‘sugirió’ a los gerentes de empresa que se pronunciaran con entusiasmo a favor de la ‘transformación socialista’ pidiendo la nacionalización de la empresa (…) Para el 20 de enero de 1956, todas las empresas artesanales de Cantón habían presentado su demanda. Los artesanos de toda China, unos 8 millones, fueron agrupados en cooperativas. Se dividió a las empresas industriales en mixtas y nacionalizadas. Se indemnizó a los propietarios a condición de que reinvirtieran sus capitales en las mismas industrias. Muchos se transformaron en gerentes de fábrica, y se les pagaba hasta el 5% de interés sobre el capital que les había sido expropiado. Esto puso más en evidencia el contraste entre la política de los comunistas hacia las ciudades y hacia el campo, donde los terratenientes habían sido liquidados físicamente (…). Así, la burguesía industrial pudo continuar existiendo, ahora encuadrada y controlada por el Estado, hasta mediados de los años 60. Sólo en Shanghai sobrevivieron unos 90.000 capitalistas nacionales (…). Para fines de 1956, el 95,7% de las empresas chinas, que aseguraban el 99,6% de la producción industrial, había pasado bajo la tutela del Estado» (Marconi, p. 103).

Las diferencias entre estatización, expropiación y socialización adquieren aquí todo su valor. Las estatizaciones burocráticas, por el modo en que fueron realizadas, clausuraron inmediatamente la posible apertura del proceso de transición, ya que fueron realizadas completamente desde arriba.

Aquí vale el criterio de la necesaria combinación entre tareas, sujeto y método al que nos hemos referido en nuestra «Crítica de la concepción de las revoluciones socialistas ‘objetivas’». Es decir, no se trata sólo del contenido social «objetivo» de la tarea que se lleva adelante, sino que también influye qué sujeto y de qué manera la lleva adelante. La estatización fue una medida anticapitalista y, en ese sentido, progresiva. Pero, a nuestro modo de ver, no fue verdaderamente socialista en la medida en que no significó el inicio de un proceso de verdadera apropiación / socialización de la producción por parte de los productores asociados, es decir, de la tendencia a la superación de la oposición entre trabajo vivo y trabajo muerto. Por el contrario, terminó redundando en la renovada expoliación por parte de la burocracia, reabsorbida como nueva forma de explotación no orgánica usufructuada por la burocracia.

Otra forma de abordar el problema es tomando la diferenciación que hiciera Lenin –en otro contexto, en un Estado obrero auténtico con la clase obrera en el poder– a principios de la década del 20. Allí, con mucho criterio distinguía las empresas del Estado (y de un Estado obrero revolucionario) como empresas «de tipo socialista» pero no propiamente socialistas, en la medida en que –entre otros elementos– no podían dejar de apoyarse en criterios de funcionamiento fundados en la ley del valor-trabajo, y donde además se había impuesto el criterio de director único por empresa.

Así, podríamos decir que las estatizaciones del PCCH constituyeron medidas «de tipo socialista» por su forma, pero no socialistas como tales por su contenido, en la medida en que los medios de producción no pasaron realmente a manos de la clase trabajadora –y de sus organismos y partidos, que obviamente no existían–, sino que se mantuvieron separados del dominio de la propia clase. Es decir, aquí la contradicción que se plantea es que en un proceso autentico de revolución y transición socialista, la expropiación de los medios de producción de los capitalistas es un paso absolutamente imprescindible. Mal que les pese a las actuales modas autonomistas al estilo Holloway, no hay forma de evitar esta medida. Es por esto mismo que se debe diferenciar entre medidas «de tipo socialista» de las efectivamente socialistas, por cuanto si no esta la clase trabajadora al frente de ellas mismas, terminan quedando vaciadas de contenido en cuanto a configurar un paso verdaderamente emancipador.

León Trotsky señalaba a este respecto, identificando agudamente la importancia de la diferencia de temporalidades en el análisis de los procesos, que «es perfectamente cierto que los marxistas, comenzando por el propio Marx, han empleado en relación al Estado obrero los términos de propiedad estatizada, nacionalizada y socialista como simples sinónimos. En una escala histórica de largo plazo, semejante modo de referirse no involucra ninguna dificultad especial. Pero deviene en la fuente de un crudo error y de un engaño abierto cuando se aplicada a los primeros y todavía no asegurados estadios de desarrollo de la nueva sociedad, y sobre todo en una sociedad aislada que económicamente permanece detrás de los países capitalistas (…)

«La propiedad del Estado se transforma en ‘propiedad de todo el pueblo’ sólo en la medida en que los privilegios sociales y la diferenciación desaparecen, y con él la necesidad del Estado. En otras palabras, la propiedad del Estado se convierte en propiedad socialista en la proporción en que deja de ser propiedad estatal. Y lo contrario es verdad: cuanto más se eleva el Estado soviético por encima del pueblo y más ferozmente se le opone como guardián de la propiedad al pueblo (…), más obvio es el testimonio en contra del carácter socialista de la propiedad del Estado» (La revolución traicionada).

Es evidente que la manera de proceder del PCCh, desde arriba y al margen de la clase obrera, fue una opción absolutamente consciente por parte de la burocracia, que le temía y tenia desconfianza a los obreros.

Respecto del Este europeo, François Fejtö relata que «en la mayoría de las industrias nacionalizadas, la administración del Estado reemplaza los antiguos empleadores privados. Nacionalización significa en ese sentido estatización (…). Comunistas y socialistas tenían en 1945 una concepción igualmente estatista y burocrática de las nacionalizaciones (…) Para H. Minc, ministro de Industria, ‘una industria socialista es una industria donde los medios de producción pertenecen a un Estado no capitalista y la plusvalía adquirida en el curso de la producción vuelve a ese Estado, que la reparte según un plan que tiene el objetivo de la mejora las condiciones de existencia de las masas laboriosas’ (…). Esta concepción del socialismo estatista fue compartida por todos los agentes de la nacionalización en el Este; hacía tabla rasa de la autonomía de la clase obrera, de su derecho de control y gestión. Es el Estado el que debe poseerlo todo, el que debe reglamentar la producción y la distribución, según un plan» (Histoire de las Democraties Populaires, tomo I, París, Editions du Seuil, 1979, pp. 157-158).

Desde un ángulo puramente liberal burgués, Fairbank refleja las concesiones de las que gozaba el núcleo principal de los trabajadores industriales, a costa de su falta total de independencia: «el trabajador privilegiado de las empresas estatales recibía alojamiento, cupones para comida, alimentos subsidiados y artículos de primera necesidad. Su lugar de trabajo proveía asimismo de servicios sociales, atención medica, recreación y actividades políticas. Sin embargo, y a pesar de todos estos beneficios (…) el trabajador estatal dependía absolutamente de su lugar de trabajo, que podía inculcarle una disciplina similar a la de una familia de mentalidad confuciana. El trabajador podía esperar que su hijo lo sucediera en su labor. Era más probable obtener un ascenso por antigüedad antes que por un progreso en las habilidades. Por otro lado, la disidencia e incluso la crítica podían significar la expulsión» (Fairbank, p. 449). No hace falta decir lo que significaría, en esas condiciones de extremo control de la burocracia, quedar desocupado.

En conclusión, «a comienzos de la década de 1960 no existía movimiento laboral alguno que pudiera causar preocupación al régimen y tal era la dependencia de los trabajadores estatales de sus lugares de trabajo, que usualmente ello bastaba para mantenerlos bajo control. De este modo, y como contrapartida al servilismo de los campesinos en la agricultura, la fuerza laboral esencial en la industria pesada y otras empresas estatales quedó bajo el yugo del Estado y el partido» (Fairbank, p. 450).

 

Medida anticapitalista y «suprasocial»

 

Continuamos con una consideración teórica más acerca del problema que venimos desarrollando: esto es, el carácter anticapitalista burocrático de las estatizaciones en manos de la burocracia, lo que no significa la habitual concepción del movimiento trotskista tradicional de que la burocracia servía «a su manera» a la clase trabajadora. A nuestro modo de ver, las medidas anticapitalistas no se tomaron para servir a la clase trabajadora en «manera» alguna, sino bajo circunstancias históricas que las hacían –hasta cierto punto– inevitables, pero que inmediatamente fueron distorsionadas y puestas al servicio de la burocracia y no de los obreros.

Dado este carácter de la estatización de los medios de producción en China, es de un inmenso valor ver la aproximación de Trotsky a las medidas de industrialización y planificación tomadas desde arriba y burocráticamente por Stalin a comienzos de la década del 30. Es decir, el giro «izquierdista» de Stalin a finales de los años 20 que dio lugar a la discusión que dividió a la Oposición de Izquierda y a la capitulación de Preobrajensky, Radek y Smilga. Sobre ese debate, es interesante este comentario: «Se desarrollaron discusiones apasionadas alrededor de la colectivización y la industrialización luego de 1929 (…). Rakovsky, corrientemente considerado como escéptico en relación a las consecuencias económicas de ambas, planteó la hipótesis de que éstas constituían para la burocracia un medio para acrecentar su poder y sus privilegios, ya que ampliaban sus bases económicas y sociales. Es decir, se planteó contra la concepción de que estas medidas tendían a fortalecer ‘objetivamente’ al proletariado. En 1930, como un resurgimiento de los argumentos de algunos capituladores, reapareció la teoría según la cual industrialización y colectivización tenían la consecuencia automática de reforzar el ‘núcleo proletario’ del partido, comprometiendo indefectiblemente, tarde o temprano, a éste ultimo en la vía de la reforma». Pierre Broué, Los trotskistas en la URSS, www.ceip.org. Aquí se observa cómo reaparece el «automatismo» como solución mágica para justificar una reducción sociologista de problemas políticos-sociales que requieren un abordaje específico como tales.

Las consideraciones de Trotsky sobre este tema son poco conocidas, pero realmente geniales y hacen a una comprensión mucho más dialéctica que en el común del movimiento trotskista de la relación entre tareas, sujeto y método en la revolución proletaria.

Dice Trotsky: «La economía soviética actual no es monetaria ni planificada: es casi un tipo puro de economía burocrática. La industrialización exagerada y desproporcionada socavó las bases de la economía agraria. El campesinado trató de hallar una salida en la colectivización. La experiencia no tardó en demostrar que una colectivización desesperada no es la colectivización socialista. El posterior derrumbe de la economía agrícola fue un duro golpe para la industria. Sostener los ritmos aventureros y exagerados exigió intensificar aún más la presión sobre el proletariado. La industria, liberada del control material de la masa de los consumidores y del control político del productor, adquirió un carácter supra-social, vale decir, burocrático. El resultado fue que perdió la capacidad de satisfacer las necesidades humanas, siquiera en el grado que lo había logrado la industria capitalista, menos desarrollada» (Trotsky, «La degeneración de la teoría y teoría de la degeneración. Problemas del régimen soviético», 29 de abril de 1933. En Escritos, tomo IV, vol. 2, Bogotá, Pluma, 1979, p. 336).

Estas agudas definiciones constituyen toda una lección metodológica de Trotsky contra los enamorados de un sociologismo facilista (supuesto alfa y omega de un punto de vista «objetivo» y de «clase», no «subjetivista») que pierde de vista el análisis y las dimensiones concretas de las situaciones concretas, que nunca pueden subsumirse mecánicamente mediante un indulgente mecanismo de clasificación. Es el mismo método con el cual Trotsky abordó el análisis del posible carácter de la revolución china y el famoso debate con Evgeni Preobrajensky, y muestra que había en el revolucionario ruso una gran unidad de principios metodológicos. Los cuales, a nuestro juicio, perdieron parte de su tersura en la discusión de 1940 con la corriente «antidefensista», corriente que padecía de una pérdida completa de parametros históricos.

Desde otro ángulo, contra los que consideran que necesariamente la estatización generalizada de los medios de producción tiene necesariamente un carácter «obrero» en sí mismo, cabe argüir, con Romero: «Se acaba la propiedad privada, se acaba la burguesía y hay Estado obrero, pues ‘sólo hay dos tipos de economía’… ¡Qué puerilidad teórica! Lenin escribió centenares de páginas explicando lo contrario, por lo que cabe cuestionar a los que se limitan a una abstracta contraposición de ‘capitalismo’ y ‘socialismo’ sin estudiar las formas y etapas concretas de la transición que tiene lugar (…). La expropiación por sí sola, como acto jurídico o político, de ningún modo resuelve el problema, porque es necesario (…) reemplazar en forma efectiva su administración de las fábricas y haciendas por una administración diferente, una administración obrera» (Romero, p. 128).

En la China no capitalista, esta administración obrera que pudiera poner los medios de producción efectivamente al servicio de la clase trabajadora y los campesinos nunca fue puesta en pie. En estas condiciones, detrás de la estatización subsistieron los mecanismos de explotación heredados del capitalismo: es el caso del trabajo por un salario, de la continuidad (aun distorsionada) del imperio de la ley del valor, la ya señalada oposición entre el trabajo vivo y el trabajo muerto que mantiene separado al trabajador de las condiciones de producción, etc.

En ese sentido, al hablar del carácter «supra-social» de la propiedad estatizada en los Estados burocráticos de sociedades no capitalistas de explotación mutua debe quedar claro que ésta no era «orgánica» (en el sentido en que lo plantea Pierre Naville en su Nouveau Leviathan), y está condenada a la evolución en un sentido propiamente transicional o a la vuelta al capitalismo.

Finalmente, cabe dejar sentado que tomamos estas definiciones sólo metodológicamente, sin perder de vista que las condiciones políticas de China en la década del 50 no tenían nada que ver con las de la URSS a principios de los 30. En China hubo una revolución campesina anticapitalista encuadrada burocráticamente; de ninguna manera se trató de la contrarrevolución hecha y derecha de Stalin, que en China jamás ocurrió. Entre otras cosas, porque la burocracia maoísta no tuvo que lidiar con un proletariado y una vanguardia que vinieran de la experiencia de una auténtica revolución socialista como fue el caso de Rusia. Ese «trabajo sucio» ya lo había hecho el Kuomintang a fines de los años 20.

El giro agrarista y la colectivización forzosa

 

El primer plan quinquenal provocaría crecientes contradicciones en el aparato dirigente. La orientación «industrialista» era contradictoria con las inclinaciones hacia el campesinado de Mao. En estas condiciones, los años 1955-57 fueron cruciales para la historia de China Popular. El PCCh se vio sacudido por profundas discusiones que hacían al futuro económico y político, que explotarían con toda su furia durante el «Gran Salto Adelante» y la «Revolución Cultural». El período se vio complicado no sólo por la discusión sobre el modelo económico sino por una serie de hechos de la situación internacional: la muerte de Stalin en 1953, el proceso de «desestalinización» en la propia URSS y los alzamientos populares de Hungría y Polonia.

El PCCh se encontraba dividido entre aquellos que habían organizado y dirigido la revolución campesina, como Mao, y los que, como Zhou En-Lai y Liu Shao-Qi, habían ganado prestigio en el trabajo de organización en las áreas comunistas dominadas por los japoneses o el Kuomintang.

El planteo de estos últimos era que la vía al desarrollo pasaba por la industrialización y la aplicación del modelo estalinista clásico. En cambio, «la concepción maoísta del cambio (…) con un enfoque eminentemente idealista (…) planteaba que el cambio no sería posible mientras ‘las viejas ideas reflejaran que el viejo sistema seguía en la cabeza de la gente’. Por lo tanto, había que darle prioridad a los problemas ideológicos y políticos para purgar a los hombres de sus tendencias inherentemente conservadoras (…). Mao pensaba que había que dar énfasis a los incentivos morales (…). Para él, China tenía que lograr su desarrollo sin ayuda foránea y, por lo tanto, el campo tenía que desarrollarse antes que la industria para pagar ese proceso» (Marconi, p. 97).

Skocpol describe el debate en estos términos: «Todos los que trabajaban dentro del sistema moderno industrial, de industria pesada en gran escala, aumentaron sus privilegios ante la mayoría campesina y los trabajadores urbanos y rurales de las unidades industriales y comerciales de pequeña escala. Durante los años 50, estos sectores pasaron por la colectivización, y sin embargo su papel en el plan económico nacional existente sólo pudo producir recursos económicos excedentes para canalizarlos hacia el privilegiado sector urbano y de industria pesada. Pero a partir de 1957 la política básica de los comunistas chinos fue reorientada. Desde antes del término del primer plan quinquenal, los jefes comunistas chinos empezaron a advertir que la política al estilo soviético no era apropiada para las condiciones chinas. Tras enconados debates surgió un consenso de tentativa de nuevas guías, a favor de unos planes de desarrollo más equilibrados que subrayaran el crecimiento de la agricultura y de las industrias orientadas hacia los campos y el consumidor» (Skocpol, p. 416).

Aunque Skocpol embellece aquí al PCCh –algo que en las conclusiones de su trabajo hará de manera explícita–, da cuenta de una crisis real que atravesó el maoísmo en el poder: las tensiones creadas por su inclinación campesinista-voluntarista de narodniki o «rebelde primitivo» en el siglo XX, en el contexto de un país que partía de una base mucho más atrasada que la Rusia de 1917.

«Mientras surgían esta básicas reorientaciones políticas, los jefes comunistas también se dividieron (…) ciertos jefes, incluso Mao Tse-Tung, no sólo pidieron mayor hincapié en el desarrollo de los campos; también pidieron mayor dependencia de la movilización de los líderes del partido y una mayor participación popular, esencialmente campesina (…). En términos muy generales, había maoístas que deseaban llevar adelante la estrategia de desarrollo orientada hacia los campos y movilizadora de masas (…) y había liuistas [seguidores de Liu Shao-Qi, burócrata que venía del aparato urbano del PCCh. RS], que deseaban retirarse hacia la estrategia de desarrollo orientada hacia las ciudades, elitista en lo educativo, y burocráticamente administrada» (Skocpol, p. 417).

Como consecuencia de esta reorientación, «las estadísticas de distribución del ingreso nos narran parte de esta historia (…) Los diferenciales del ingreso urbano-rural se redujeron considerablemente después de 1951, porque los precios de compra agrícolas subieron tanto que (..) los salarios reales industriales aumentaron sólo marginalmente entre 1957 y 1972» (Skocpol, p. 425).

Curiosamente, desde su ángulo capitalista liberal, J. K. Fairbank tiene un abordaje más crítico de las medidas de colectivización forzosa tomadas en el campo en forma concomitante con el primer plan quinquenal, que dejan claro su carácter auto-explotador: «En este proceso en general inflexible, el jugador clave era el líder del grupo: un aldeano usualmente miembro del partido y al que se designaba por un período determinado de años. Ya que tenía autoridad sobre su equipo, debía competir con los cabezas de otros grupos en el regateo, los acuerdos que comprometían a su grupo a producir y vender al Estado parte de su «excedente» al bajo precio fijado. Así, el líder del grupo era el máximo intermediario en el sistema de adquisición de grano, mediando entre sus inferiores, los miembros de su equipo y sus superiores de la brigada y los cuadros. Dicha función era tan antigua como la historia china, y constituía el nudo de la política rural y de las relaciones interpersonales» (Fairbank, p. 428).

Pese a que Fairbank no es un teórico (y menos un teórico marxista), aquí se describe lo esencial del mecanismo de competencia y autoexplotación, en este caso en la aldea «colectivizada». Estos mecanismos de autoexplotación, cuando la economía es «cooperativizada», son absolutamente inevitables aun en el caso de una verdadera transición. No somos idealistas ni románticos al respecto: es el producto de las duras condiciones impuestas por las circunstancias objetivas en que casi inevitablemente deberá ser llevada a cabo la transición en cualquier país que no sea del centro capitalista.

Pero esto no implica no ser muy claros respecto de un fenómeno que tiene en principio las mismas bases pero, a la postre, una naturaleza enteramente diferente: una cosa es si la acumulación se pone realmente al servicio del mejoramiento de las condiciones de vida de los explotados y oprimidos, aunque esto sea de manera generacionalmente «diferida», y otra absolutamente distinta es si esa acumulación va a manos de una burocracia expoliadora y explotadora, como fue el caso de Rusia y China.

Respecto de cualquier atisbo de autonomía campesina en la reorganización del campo, cabe el siguiente relato: «A partir de 1955, se ordenó que el campesinado debía agruparse en granjas colectivas de 100 a 300 familias. Unos 400 millones de campesinos fueron obligados a unirse en alrededor de 752.000 granjas colectivas. Hacia fines de 1956, 120 millones de familias campesinas quedaron incorporadas a las Cooperativas de Producción Agrícolas. Los campesinos conservaban teóricamente la propiedad de la tierra. Una vez deducidos los impuestos del Estado, las inversiones, los gastos de gestión y las obras sociales, los campesinos eran remunerados exclusivamente en función de su trabajo. El método que se utilizó para ‘convencer’ a los campesinos de las ventajas del sistema fue muy similar al de Stalin para la colectivización forzosa (si bien mucho menos cruento): se los conminaba a asistir a reuniones durante días, e incluso semanas, hasta que ‘voluntariamente’ aceptaban unirse a la cooperativa.

«Para completar la situación, en 1956 se introdujeron los pasaportes internos (…). Los campesinos ya no podía dejar sus pueblos para buscar trabajo en otra región con lo que, al desaparecer los mercados, también desaparecieron los buhoneros, los mendigos ambulantes y las pequeñas industrias privadas. El campesino pasó a depender enteramente de la producción de granos» (Marconi, p. 99). Es conocido que, finalmente, estas medidas fracasaron y se debió dar marcha atrás, al menos parcialmente.

«Las manifestaciones de esta batalla [al interior del aparato del PCCh], sorda a ratos y en otros abierta, se vieron repetidamente en las grandes reformas iniciadas en este período con el objetivo de ‘abrir la vía al socialismo’. Estas medidas ‘socialistas’, que se aplicaron a contrapelo de las necesidades de las masas, necesitaron, para imponerse, de repetidas campañas de ‘reforma del pensamiento’ lanzadas por Mao y sus seguidores, y dirigidas no sólo hacia los cuadros del partido, sino hacia la población en general. Las organizaciones de masas fueron esenciales para su aplicación» (Marconi, p. 98).

Tras la muerte de Mao en 1976, quedaría manifiesta la crisis abierta entre el Estado y el agricultor, del que no se lograba que entregara más grano. Después de 1978, comenzaron las reformas procapitalistas con Deng, que le dio mayor oportunidad al campesino para sacar provecho de manera privada a su trabajo, mediante la vuelta a las unidades de producción privadas y el retorno de los mecanismos de comercialización mercantiles de al menos una parte de la producción. En las últimas dos décadas, esto no ha hecho más que profundizarse, volviéndose lisa y llanamente a la compra-venta privada de las tierras.

 

El «Gran Salto Adelante»

 

En el torbellino de la crisis que estaba en desarrollo, entre mayo y junio de 1957 se vivió un corto período de «liberalización» conocido por la consigna «Que florezcan cien flores», dirigido a ganar a la juventud universitaria y los intelectuales. Como era de suponer, la apertura de este espacio de crítica fue más allá de lo que Mao y el PCCh estaban dispuestos a tolerar. La joven dirigente estudiantil Lin Xiling, que llegó a decir que «el verdadero socialismo es democrático, y el nuestro no lo es», daría con sus huesos en la cárcel por 15 años acusada de «contrarrevolucionaria».

Con el cierre de esta breve «apertura» se entró de lleno en el «Gran Salto Adelante», que también marcaba el intento de desprenderse de la dependencia de la URSS, luego de la ruptura de Mao con Jrushov.

La pelea entre la URSS y China mostró hasta el paroxismo el carácter de burocracias nacionalistas del estalinismo en ambos países. Cada cual pretendía hacer valer su interés nacional-burocrático por encima de toda otra consideración. Desde ya que en ninguno de ambos casos se expresaban los intereses de los obreros y campesinos y menos que menos una perspectiva internacional de los trabajadores. Esta competencia nacionalista burocrática estrecha llevó a fines de la década a la ruptura de China con la URSS, y no más de una década después (principios de los 70), al alineamiento creciente de China con el imperialismo norteamericano. Dice Fairbank: «El distanciamiento comenzó cuando Jruschov se volcó a criticar abiertamente el ‘Gran Salto Adelante’. En ninguna de sus dos visitas a Pekín (en 1958 y 1959) logró entenderse con Mao. El líder ruso pensaba que el chino era un desviacionista romántico cuya opinión no era de fiar. Durante el Gran Salto, Mao afirmó que, a través del sistema de comunas, China lograría llegar al comunismo más rápido que la URSS» (Fairbank, p. 454).

¿De que se trataba esta orientación? Mao buscaba afirmar la hegemonía rural en el desarrollo de la economía, desconfiando de lo urbano. En estas condiciones, se movilizaron masas ingentes de campesinos para realizar obras hidráulicas y de todo tipo en el campo chino, así como se pretendió un desarrollo «industrial» localizado ruralmente que llegó al extremo delirante del montaje de hornos de fundición de acero por parte de cada familia campesina.

La desatención de la producción específicamente agrícola que produjo esta orientación generó a finales de la década del 50 el retorno de las hambrunas de masas en el campo chino: se estima que la friolera de 20 a 30 millones de campesinos murieron a consecuencia de esta orientación. El «Gran Salto Adelante», aunque dejó una masa de obras públicas impresionantes, que aún se pueden ver en el campo chino, terminó en un tremendo desastre y retroceso de las fuerzas productivas como producto del voluntarismo pequeñoburgués del aparato maoísta.

«A fines de 1957, el PCCh reconoció de manera dramática que el modelo estalinista de desarrollo industrial no era el adecuado para las condiciones chinas: ello significó el impulso para el ‘Gran Salto Adelante’. La población de China en 1950 cuadruplicaba la de la URSS en la década del 20, mientras que el nivel de vida alcanzaba sólo a la mitad. A pesar de la colectivización universal, la producción agrícola no experimentó un crecimiento notable. Desde 1952 hasta 1957 la población rural había aumentado en un 9%, mientras que la población urbana se había elevado en cerca de un 30%; sin embargo, la requisa gubernamental de grano casi no había mejorado y, mientras tanto, China debió empezar a rembolsar los préstamos soviéticos con productos agrícolas. El modelo soviético de cobrar impuestos a la agricultura para fortalecer la industria estaba ante un callejón sin salida. Por otra parte, la urbanización, que sobrepasó la industrialización, produjo desempleo urbano, que se agregó al subempleo en populosas zonas del campo. El primer plan quinquenal obtuvo los resultados esperados, pero el segundo, que consistía en más de lo mismo, constituyó una invitación al desastre» (Fairbank, pp. 442-43).

Aquí se abrió la pelea de enfoques respecto de cómo encauzar la crisis en ciernes. El curso que impuso Mao apostaba a que el campo podría transformarse «sobre sus propias bases» y que la producción agrícola podría aumentar mediante la masiva organización de la fuerza laboral rural. El incentivo: la «determinación revolucionaria». Es decir, se reducirían los incentivos materiales para el trabajo individual, mientras que la abnegación y el fervor ideológicos se enfatizarían. Una orientación subjetivista por donde se la mirara, que apostaba a desatar la movilización revolucionaria de las masas para «vencer a la naturaleza» e iniciar la «marcha hacia el comunismo». En un ataque de voluntarismo y romanticismo, se decretó que era posible transformar las relaciones de producción de manera absolutamente independiente del desarrollo de las fuerzas productivas; esto, a través de una movilización político-ideológica que haría posible sobrepasar a Inglaterra en tres años y a los Estados Unidos en quince.

«El ‘Gran Salto Adelante’ fue el mayor y más ambicioso experimento de movilización humana en la historia. Aunque duró menos de un año, desplazó en su pico (1958) más de 500 millones de campesinos hacia 24.000 ‘comunas populares’, en las que se confiscó toda propiedad privada. Todo, desde el alimento y la ropa hasta el cuidado de los niños y los cortes de pelo, era garantizado por la comuna. Los campesinos, organizados en brigadas militares, eran llevados de los campos a los diques, y de las fábricas a los ‘altos hornos’ improvisados en los patios de sus casas en medio de una locura de consignas y exhortaciones que les pedían que trabajaran 24 horas al día para realizar el milagro económico» (Marconi, p. 116).

Respecto de las razones del fracaso de esta orientación, cabe señalar que «desde el punto de vista marxista, la sola idea de que una nación subdesarrollada pueda modificar las relaciones de producción y llegar al comunismo sobre la única base de la movilización de masas no tiene nada que ver con la realidad (…). Llevará al socialismo sólo cuando se cumplan las condiciones internacionales. Pretender que una China, aislada incluso de la URSS, pudiera por su propia voluntad llegar (…) al comunismo, es un delirio voluntarista pequeñoburgués sin ninguna base marxista (…) Sólo si se olvida la relación (…) que existe entre la situación mundial, la existencia de un solo sistema económico –el capitalista– y la situación nacional, se puede caer en la utopía reaccionaria de pensar que se puede llegar al comunismo por la vía de la voluntad revolucionaria de las masas, que se autogenera independientemente de las condiciones materiales. Las masas pueden hacer muchas cosas y son capaces de sacrificios heroicos, pero no pueden hacer milagros» (Marconi, p.125).

Es decir, el maoísmo impulsó una «socialización» no socialista del campo. Un verdadero proceso de socialización agrícola requiere de manera imprescindible, para obtener el libre consentimiento de la masa de los campesinos pobres, del desarrollo de una industrialización que no puede ser voluntarista. Ni tampoco puede obviar las exigencias contradictorias de la tendencia a la satisfacción creciente de las necesidades humanas, así como la pervivencia por todo un período histórico del imperio de los desiguales criterios de la ley del valor-trabajo, aun cuando sea limitado de manera consciente.

El «Gran Salto Adelante» fue lo opuesto: configuró un inmenso ensayo de una orientación subjetivista burocrática pequeño burguesa y romántica que pretendió violar y pasar por encima de todas las leyes de la producción material y social cuando se trata de una verdadera economía de transición.

Sin embargo, muchos intelectuales marxistas occidentales giraron en este período hacia esta corriente, en lo que constituyó una capitulación a otra ala de la burocracia estalinista que no reparó en la otra marca de fábrica de Mao: su desprecio absoluto por la clase obrera y la afirmación de un mecanismo bonapartista y totalitario que impedía toda autodeterminación real de los explotados y oprimidos. Las masas fueron instrumentalizadas y manipuladas una y otra vez en las peleas dentro del PCCh y con la burocracia de la URSS.

En conclusión: el «Gran Salto Adelante», como luego la «Revolución Cultural», configuró un ejemplo a escala ampliada, si se quiere, de la dialéctica de conquistas que se transforman en derrotas y retrocesos de las fuerzas productivas como consecuencia de la imposición de la burocracia en estos Estados no capitalistas.

El resultado puede resumirse así: «A partir de mediados de 1960, se hizo evidente que el resultado del tremendo esfuerzo impuesto a las masas era un fracaso rotundo. No sólo se había frenado el formidable impulso económico generado durante los primeros 8 años después de la toma del poder, sino que entre 1959 y 1961 el pueblo chino había retrocedido a un nivel de pobreza que había comenzado a olvidar (…). Los campesinos robaron los campos, atacaron los graneros del Estado (…) volvió la prostitución y floreció el mercado negro» (Marconi, p. 123).

Luego de este fracaso, en el campo se empezó a recorrer, tan tempranamente como en 1961, el camino que llevaría a la vuelta al capitalismo según la máxima de Deng: «la agricultura privada es tolerable si aumenta la producción. Poco importa que un gato sea blanco o negro; lo que importa es que atrape ratones».

 

«Revolución cultural» e ironía del retorno de la clase obrera

 

Desde finales de la década del 60 (1965-1968) se presenció el último acto de la lucha interburocrática en el PCCh. Incluso sectores de tradición independiente del movimiento trotskista, como Nahuel Moreno, creyeron ver que existía un sector «progresivo» representado por la fracción Mao. Intelectuales marxistas como Pierre Naville tuvieron una apreciación mucho más certera y realista: en un apéndice de su obra El nuevo Leviatán la definía como una lucha entre sectores del aparato del PCCh, ninguno de los cuales expresaba intereses vitales de sectores obreros y campesinos, más allá de que esta lucha «por arriba» abrió las vías a un genuino movimiento obrero «desde abajo», frente al cual las dos fracciones se apresuraron a pactar para liquidarlo.

De resultas de esta lucha, la que salió derrotada en sentido estratégico fue la propia corriente Mao, aunque apareció triunfante en lo inmediato. Las fracciones en pugna fueron más o menos las mismas que hicieron eclosión en la década del 50 y que venían desde los años 30. La fracción a la postre vencedora, que había sido siempre más directamente proMoscú, será la que impondrá la sucesión de Deng en 1979 y las medidas procapitalistas.

Como era de esperar, en su lucha contra el otro sector del aparato ambas fracciones buscaron alguna base social, la obtuvieron explotando ilusiones y sentimientos de amplios sectores de masas, así como una extendida sensación de paranoia ante la guerra en Vietnam y los crecientes choques con la URSS. En el caso de Mao, esta base social no se reclutó entre la clase obrera: eligió el ejército, la policía y un sector del estudiantado, organizado como «Guardias Rojos» (en su mayoría jóvenes de escuelas secundarias). La situación se fue orientando de manera creciente hacia el peligroso desarrollo de una suerte de guerra civil de bolsillo que, habiéndose desbordado en un insospechado ascenso de luchas obreras como se no había visto desde la década del 20, fue desarmado mediante el recurso a una intervención del Ejército.

Tratándose de un hecho tan complejo y con toda una serie de determinaciones internacionales, aquí sólo podemos dejar sentada una breve reseña.

«La revolución cultural es uno de los fenómenos más discutidos y que ha generado la mayor cantidad de opiniones contradictorias en la historia de la revolución China. Desde los sectores trotskistas que soñaron ver la ‘revolución dentro de la revolución’, a los estalinistas desilusionados con la URSS que renovaron su fe en el ‘socialismo’, pasando por los sectores cristianos que pensaron que se podía adherir a un comunismo moral, pocas fueron las voces que se alzaron contra este desastre» (Marconi, p. 129).

Está claro que la situación mundial de la década del 60 jugó un rol importante en las repercusiones internacionales de estos eventos. El curso a la derecha de la URSS coincidió con una etapa de fermento revolucionario en todo el mundo. El PC soviético, con su política de «coexistencia pacífica», iba a contramano de esta situación. China intentó aprovechar el campo internacional que se abría a la izquierda buscando seducir a los movimientos populares que surgían en los países subdesarrollados y en Europa. Por eso denunció el «revisionismo» y el «imperialismo» soviéticos, proclamando la línea del «campo a la ciudad» para la revolución y presentándose como paladín de la lucha contra las viejas burocracias. De allí la confusión en la que cayeron muchos sectores de la vanguardia en aquellos años.

La ilusión duró poco: «había un problema de arrastre desde inicios de 1967, que hizo que la burocracia maoísta comenzara a preocuparse por un proceso potencialmente más crítico que su lucha contra la burocracia central. Los trabajadores de las ciudades y provincias importantes de toda China estaban comenzando a expresar su insatisfacción con las condiciones económicas y sociales, y en muchas áreas recibían el apoyo de campesinos insatisfechos y de todos los sectores de la fuerza laboral. La propaganda maoísta condenó estas revueltas, considerándolas ‘economicistas’ y diciendo que los obreros y campesinos rebeldes habían sido engañados por funcionarios reaccionarios del partido y que se rebelaban parta satisfacer sus ‘estrechos intereses personales’» (Marconi, p. 140).

Así se recurrió a la demagogia antiobrera para evitar que la crisis en las alturas detonara en una verdadera lucha desde abajo contra el conjunto de la burocracia, que por primera vez en décadas apuntaba a poner en el centro de la escena a la aborrecida y temida clase obrera (la misma que, según muchos sectores del trotskismo tradicional, era la «clase dominante en el Estado obrero chino»).

Sin embargo, el desempleo –muy sentido entre obreros y campesinos–, la vigencia del mecanismo represivo de los «pasaportes internos» y el reclamo por la reducción del sistema de “entrenamiento” por el cual los nuevos obreros debía trabajar al menos por tres años durante los cuales se les pagaba la mitad del sueldo dieron lugar a un nada común estallido huelguístico: «Los trabajadores temporarios bajo contrato eran los ‘esclavos’ de China. Su rebelión a fines de 1966 fue una revelación de que el régimen comunista reeditaba lo peor del capitalismo salvaje» (Marconi, p. 142).

La ironía de esta historia es que fue el maoísmo el que, sin quererlo, dio el impulso inicial a la rebelión del movimiento obrero. Las huelga portuaria en Shangai configuró prácticamente la primera protesta obrera desde que el PCCh había tomado el poder. A partir de ahí se desató una ola nacional de luchas: los puertos norteños de Qingdao, Tianjin, Dairen; los ferroviarios del este de China salieron por mejores condiciones de trabajo; comenzaron a sumarse sectores campesinos. Otra ironía: este movimiento fue finalmente instrumentalizado y reconducido por el aparato central contra los «Guardias Rojos» maoístas. Finalmente, luego de un pacto por arriba entre el propio Mao y Chou En-Lai, fueron disueltas las organizaciones estudiantiles y se puso punto final, sin pena ni gloria, a la última aventura del «Gran Timonel».

Así, en su último acto importante como dirigente, Mao, el dirigente «proletario» al que realmente nunca le había importado un comino la suerte de la propia clase obrera, terminó desatando un golpe militar contra ella. Lección para que tomen nota quienes vieron en Mao a «uno de los dirigentes obreros más importantes del siglo XX».

 

Burocracia y explotación mutua

 

Luego de haber desarrollado y caracterizado los avatares de la China no capitalista de los años 50 y 60, cabe hacer una serie de señalamientos más generales acerca de las relaciones entre burocracia y economía en las sociedades no capitalistas de explotación mutua de la segunda posguerra.

Sociedades que, como hemos dicho, no consideramos Estados obreros, sino no capitalistas de transición bloqueada, en las que se da el restablecimiento de mecanismos de explotación del trabajo no orgánicos a partir de la estatización de los medios de producción.

La base de las relaciones de explotación en la ex URSS, como producto de la degeneración del proceso de transición, eran los mecanismos de «explotación mutua». Esto mismo fue lo que se impuso, finalmente, en el conjunto de los países donde el capital fue expropiado luego de la Segunda Guerra Mundial, producto del encuadramiento burocrático de estas revoluciones. No hace falta repetir que en los países del llamado Glacis (Europa del Este) no hubo ningún tipo de revolución, sino que la estatización vino de la mano del Ejército Rojo. Como hemos visto, no otro fue el caso de la revolución china.

Lo que nos interesa aquí es dar cuenta de los problemas teóricos planteados por esta circunstancia. Para esto, nos apoyaremos en una sección relativamente menos estudiada de El nuevo Leviatán: se trata de «Burocracia y revolución», el tomo V de la monumental obra de Pierre Naville. En su análisis de las conexiones entre las esferas de la economía y la política en las sociedades no capitalistas (donde la transición fue bloqueada), Naville clarifica los fundamentos materiales explotadores de la imposición de la burocracia. La relación entre economía y política varía dependiendo del modo de producción o formación social de que se trate, razón por la cual hay que dar cuenta de ella de manera específica en cada caso.

Por eso corresponde retomar la investigación acerca de la especificidad de la burocracia en los Estados no capitalistas, en cuanto se apoyan en relaciones de explotación (no orgánicas) y no en un mero mecanismo de «parasitismo social», al estilo de la burocracia en Occidente (que era el erróneo enfoque en que conceptualizaban el problema Ernest Mandel y otros sectores del trotskismo.

«En el movimiento obrero y socialista del pasado, desde hace ya un siglo, la cuestión de la burocracia (y del rol del Estado en las relaciones económicas) se estableció en una doble polémica: de un lado, entre socialistas de todas las escuelas (y, especialmente, los ‘utópicos’) y los burgueses liberales; y de otra parte, entre socialistas (y comunistas) y los liberal anarquistas (…)

«Las nuevas concepciones de una clase burocrática explotadora (…) se presentan como una extrapolación mecánica de las luchas de clases, fundadas sobre los modos de producción, de apropiación y de reparto de la plusvalía social, tal como fue analizado por Marx. A priori, nada permite ese caso de excluir la posibilidad de ver cómo un reagrupamiento de clase crea (y se adapta) a una nueva forma de producción y apropiación del excedente social» (Naville, «Burocracia y revolución», pp. 21-22).

Es decir, Naville plantea que no se puede excluir –teóricamente– la posibilidad del establecimiento de relaciones de explotación por parte de una burocracia. Pero enseguida insiste en que, contra los teóricos de las «leyes de bronce» de la burocratización de la vida social, no necesariamente esto es inevitable. Un ejemplo de esta concepción liberal de ley de hierro de la burocratización es el clásico estudio de Michels de principios del siglo XX, Los partidos políticos, «ley» que excluiría la posibilidad misma de la autodeterminación social. Este es el ángulo marxista clásico para enfrentar la cuestión.

«Las formas más complejas y más variadas de administración burocrática se han presentado en las civilizaciones del pasado. El presente y el futuro deberán, sin duda, volver a manifestar este fenómeno. Sin embargo, lo que importa hoy es saber si tal forma es necesaria (es decir, si tiene fundamentos propios en la economía, en las relaciones sociales y entre las instituciones) y si ella posee además un carácter orgánico» (Naville, p. 22). Es sabido que, para Naville, la burocracia tiene un fundamento, en un sentido, necesario, es decir, una base económico-social, y un carácter no orgánico (contra la opinión de los colectivistas burocráticos).

En principio, el análisis clásico tendía a ver a la burocracia meramente como una «clase política» que se apropiaba por su lugar en formas diferentes de Estado, pero sin fundamentos económico-sociales propios. La tradición socialista correctamente ha negado las teorías burguesas y liberales de la «ley de hierro» de la burocracia como cuestión fatalista.

Sin embargo, aquí tenemos la originalidad del abordaje de Naville: la búsqueda, en el caso de las sociedades no capitalistas, de las raíces sociales de la burocracia sin considerarla una clase orgánica. Y es importante comprender que Naville ubica su trabajo en una línea de continuidad con los estudios de León Trotsky, al que reconoce que «nadie hizo más que él por esclarecer las condiciones de la extensión de la burocracia en la URSS». Incluso Naville trae a colación una definición de Trotsky –general, pero muy aguda– de la burocracia como «sistema determinado de administración de los hombres y las cosas». Recuerda asimismo que Trotsky, en 1937, señala un elemento de enorme importancia: que la burocracia soviética no es simplemente un parásito, en la medida que «posee el Estado en tanto su propiedad privada», y que el Estado es en sí mismo el propietario de la economía (hombres y cosas).

El nudo de la reflexión de Naville sobre los mecanismos específicos de la imposición de la burocracia en estas sociedades reside en las relaciones de «auto-explotación» y el rechazo a la concepción de que una clase «no se puede explotar a sí misma»: sí puede hacerlo, si no tiene otra clase a la que explotar. Y ése terminó siendo el caso de las sociedades no capitalistas de la segunda posguerra.

Luego agrega una delimitación o determinación de gran importancia, que hace a comprender el fundamento de la explotación mutua: «Es una paradoja afirmar que lo que es burocrático en una organización es en primer lugar lo que respecta al poder político. Las relaciones económicas, por sí mismas, no son burocráticas; lo que puede tener en ellas de burocracia no lo será más que en la medida en que contienen un elemento político (…)

«Este principio teórico es doble: la naturaleza de toda la política del Estado es burocrática; la naturaleza de toda relación económica de valor es explotadora. La primera es una forma de poder; la segunda es el contenido del poder. Ambos son solidarios, sin confundirse» (Naville, pp. 73-74).

¿Por qué Naville establece esta delimitación? Sigamos su razonamiento:

«Max Weber afirma (…) que el Estado es ‘una comunidad humana que reivindica con éxito el monopolio del uso legítimo de la fuerza en un territorio determinado’. Ni Maquiavelo ni Marx dicen otra cosa. Pero esta comunidad no es más que la burocracia, figura política. La fuerza, la violencia, son sus resortes, justificados por el derecho. La economía, en sus elementos propios, no comporta ni poder ni violencia; no es más que un mecanismo de explotación. Es el poder del Estado la que la hace vivir, durar y prosperar» (Naville, p. 74).

Naville pasa a explicar luego la explotación mutua como fundamento material de la burocracia. Es decir, cómo este sistema no capitalista de explotación mutua necesariamente implica la dominación de una burocracia.

«El socialismo de Estado, tal como se expandió a partir de 1930 en la URSS, reposa sobre un sistema de explotación mutua de la única clase productiva que ha sustituido a la burguesía capitalista y los propietarios ‘naturales’: los asalariados de Estado. Incluiremos por extensión en esta clase a los agricultores koljosianos. En esta clase, donde cada uno es a la vez asalariado y pagador de salario [salarié et salariant], se crean las capas, sub-clases o categorías particulares, poco importa aquí el nombre que se les dé, donde los ingresos, los derechos y los poderes se diferencian constantemente, acentuando la disparidad, creando las oposiciones y contradicciones; en síntesis, estableciendo un sistema de explotación mutua; o, si se quiere, un sistema de auto-explotación a escala global (…)

«Este sistema deviene inevitable en un régimen donde: 1) el fundamento de las relaciones económicas sigue siendo al intercambio de valores, del mercado de trabajo; 2) la propiedad de los medios de producción y de la consumación colectiva es atribuida al Estado; 3) el aparato de Estado (burocracia del partido y de la economía) es el garante y el ejecutor de la relación entre la propiedad del Estado y la repartición desigual y planificada de los frutos del intercambio (…). En este sentido, la función de la burocracia no es propiamente hablando ni una función autónoma de explotación ni un simple arbitraje (…) La burocracia se aprovecha del trabajo de la sociedad en la medida en que depende también de ella como estrato asalariado, pero a la vez capa dominante. Ella no existe, con todo el poder que tiene, más que porque el sistema entero de explotación mutua la hace necesaria (…). No volveré aquí (…) sobre el argumento filosófico de los burócratas dirigentes, según el cual una clase no se puede explotar a sí misma. Marx ha dejado claramente indicado que en una cooperativa de producción el obrero puede devenir su propio capitalista» (Naville, p. 256-57).

Es así que «la persistencia de un régimen de formación de valor de cambio, heredado del capitalismo (…) se ha combinado con la generalización de relaciones asalariadas. En estas condiciones, la organización de la sociedad comporta un sistema de intercambio directo y desigual de cantidad y calidad de trabajo; esto es lo que yo llamo sistema de explotación mutual. Las desigualdades nacen y se manifiestan no solamente, ni fundamentalmente, en el dominio del reparto y del consumo, sino en la producción. Es a este título que una parte de la sociedad asalariada se ve investida del poder de reglamentar estas desigualdades en sus orígenes (…). Esta parte es la burocracia» (Naville, p. 281).

El conflicto, entonces, tiene raíz social y no sólo política, en el sentido estrecho del término como lo utilizó la mayoría del movimiento trotskista, que perdía de vista los grises y los aspectos «intersticiales», a pesar de su inmensa importancia para el análisis de la degeneración de la URSS y para evitar las mistificaciones.

«Ciertos análisis estimaban, sin embargo, que [podía hablarse de] ‘dictadura del proletariado’, cuyas bases estaban todavía dadas por la eliminación de la burguesía capitalista (…). más tarde, se admite que la ‘dictadura del proletariado’ no era más que un (…) mito, y que la escisión fundamental de la sociedad oponía la clase obrera en su conjunto con la burocracia. La ‘dictadura del proletariado’ se disolvió en el Estado y no a la inversa. Para algunos, esta oposición conservaba en gran medida un carácter político-social, pero para otros tenía un carácter económico esencial (…). Esta ambigüedad profunda revela la existencia de una contradicción general, que se expresa de formas variadas: la que opone en primer lugar ciertas categorías de asalariados del Estado entre ellos, y luego la mayoría de estos asalariados productivos a la burocracia de Estado, que regla las desigualdades en su beneficio. El conflicto tiene una raíz económica que se transforma de suyo en una oposición política, en la nación y entre naciones» (Naville, pp. 289-290).

En conclusión: «Marx, en su Crítica del programa de Gotha, ha demostrado que, en la fase socialista, es la ley del valor el principio de equivalencia sobre el que se apoya la remuneración (…). Si la sociedad burocrática conocida en la URSS –y en las naciones de sistemas similares– han tenido un desarrollo sin precedentes, ello no es atribuible a un error histórico ni a una perversión, sino a la instauración de relaciones de explotación mutua dentro de un socialismo de Estado, donde queda preguntarse cuál es su futuro» (Naville, p. 260). El futuro ya está aquí, y resultó ser la vuelta lisa y llana al capitalismo.

 

  1. Reflexiones finales

 

El trabajo que estamos presentando no tiene la pretensión de abarcar el proceso del retorno de China al capitalismo, tarea que requeriría una investigación específica que cae fuera de los límites de este trabajo. Seguramente, muchos lectores querrían conocer un análisis del «final de la película», pero no es ése el objetivo del presente texto, que se limita a intentar aportar elementos para enriquecer la teoría de la revolución permanente en el siglo XXI a partir de colocar sobre la mesa un balance concreto de la experiencia histórica. Desde este punto de vista, lo significativo para nosotros es el período que intentamos abarcar aquí, el de las tres revoluciones y la fase no capitalista de China.

A modo de cierre, no obstante, presentaremos muy sucintamente algunos señalamientos sobre la última etapa de restauración capitalista.

 

China hoy

 

Desde hace 20 años, las principales medidas del gobierno chino están orientadas a la vuelta al capitalismo. En los hechos, se puede decir que como totalidad, a todos los efectos prácticos, China ya es hoy un Estado capitalista, más allá de todos los elementos sui generis que se puedan identificar. Quizá sea más preciso definirlo como un Estado capitalista con restos burocrático-colectivistas, si bien ya hemos dejamos sentado que la definición del período no capitalista que más se ajusta a la realidad es Estados burocráticos de sociedades no capitalistas de explotación mutua.

Se da una paradoja con este país-continente: luego de 30 años de no lograr estabilizarse en el período no capitalista, ahora parece avanzar a todo trapo por la vía del desarrollo capitalista. Como dice Claudio Katz en su reciente trabajo El porvenir del socialismo, en China se está produciendo un acelerado pasaje al capitalismo bajo el padrinazgo del Estado. El propio régimen gobernante, desde hace décadas, protege la formación de una clase empresaria y banqueros, e impulsa la privatización en desmedro de lo que quedaba de «planificación». Mientras tanto, la desigualdad social avanza aceleradamente, erosionando los niveles de vida y las certidumbres anteriores.

En este contexto, todas las medidas económicas apuntan a remover los rasgos no capitalistas del régimen precedente, mientras que el centro de gravedad de la economía se traslada, de manera creciente, al sector privado.

Desde el punto de vista de la «acumulación», las medidas están orientadas a convertir a China en una especie de taller manufacturero mundial integrado a la mundialización, ofreciendo como «ventaja competitiva» una reserva inagotable y barata de mano de obra. Su potencial demográfico permite estabilizar salarios de esclavitud de 40 centavos de dólar la hora, un sexto de los niveles vigentes, por ejemplo, en las maquilas mexicanas.

En estas condiciones, está en curso un escandaloso aumento de la desigualdad, de la pobreza y de las agresiones oficiales contra viejos bastiones y conquistas de la clase obrera. El nivel de vida de los trabajadores retrocede junto al desmembramiento de la industria estatal y la pérdida de protección social y del empleo de por vida que singularizaron al «socialismo chino». Este atropello –reiteradamente pospuesto a lo largo de la década del 90 por razones obvias– se ha intensificado en los últimos años y está originando, según diversas fuentes, un explosivo aumento de las tensiones sociales en las ciudades. Se estima que un tercio de los 140 millones de trabajadores estatales perderán su empleo con la reestructuración en marcha.

A nivel interno, la reestructuración capitalista introduce un cataclismo en las relaciones sociales vigentes desde hace medio siglo. La tensión creada por esta diferenciación social podría quizá ser amortiguada por la acelerada formación de una clase media urbana de unas 200 millones de personas. Los desequilibrios que genera la sustitución de la vieja industria por los nuevos polos de acumulación privada están desatando una explosiva migración de la población rural hacia las ciudades, flujo históricamente regulado durante el maoísmo.

De todos modos, es ineludible dar cuenta de la explosividad del crecimiento chino de los últimos años. Según Katz, «la primera explicación de semejante desarrollo se encuentra en el carácter extremadamente atrasado del país y la consiguiente existencia de un amplio margen para introducir formas mercantiles en el rudimentario universo campesino. Por eso, la descolectivización agraria produjo en los 70 y 80 un florecimiento económico inmediato. Y este mismo subdesarrollo permitió el avance industrial de las ciudades luego de la apertura mercantil. Pero el espectacular salto de crecimiento se explica, en segundo término, por la notable adaptación de China a las condiciones creadas por el avance registrado en la mundialización. Este marco le ha permitido al país convertirse en un taller internacionalizado. La revolución informática, el desarrollo de las comunicaciones, la fabricación segmentada y la división internacional del trabajo dentro de las propias corporaciones favorecieron un tipo de inserción productiva inconcebible hace tres décadas» (Katz, cit., p. 89).

Otros autores también han señalado el efecto inmediato de las «ventajas del atraso» respecto de la situación de China hoy y la «independencia» relativa que aún posee respecto del imperialismo (ver al respecto el trabajo de Juan Chingo en Estrategia Nº 21). En el mismo sentido, Katz sostiene que la inmadurez económica de China facilitó esta conexión con el mercado mundial, a diferencia de Rusia, que ha sufrido un proceso mucho más traumático dado el mayor grado de industrialización autónoma relativa que había alcanzado en el período anterior. Debido al atraso rural, el subdesarrollo urbano y la extraordinaria dimensión de su población, el gigante asiático reunía las condiciones económicas y demográficas para convertirse en «taller del mundo globalizado». Por el contrario, al gozar de un mayor desarrollo productivo, la URSS siempre afrontó la amenaza de una competencia devastadora por parte de las corporaciones occidentales, que luego se convirtió en realidad.

De todas maneras, pronto o tarde, según Katz, en la rivalidad con las grandes potencias saldrán a luz, inevitablemente, todas las debilidades de la factoría exportadora china. Por esto concluye: «¿Mantendrá China su ritmo de acumulación sostenida (…)? ¿Repetirá (…) el curso exitoso de Japón? No es posible formular una respuesta, pero sí puntualizar una diferencia histórica clave. Cuando emergió Japón, regían sistemas precapitalistas en la mayor parte del mundo y existía un amplio margen para el desenvolvimiento del nuevo modo de producción. En cambio, en la actualidad, el capitalismo es totalmente dominante y el espacio que conquista cada país en el mercado mundial se obtiene a costa de algún competidor. La restauración difiere del surgimiento del capitalismo en este horizonte decreciente de oportunidades, y en este aspecto la perspectiva de China no se asemeja al antecedente japonés» (Katz, p. 93).

Cabe acotar, finalmente, que las proyecciones de crecimiento a futuro de China tienen mucho de fábula, en la medida en que las actuales ventajas pueden transformarse en su contrario: la dinámica de largo plazo a la recolonización y subordinación de China al imperialismo mundial.

 

Bajo las banderas del socialismo revolucionario

 

«[Esperamos el] nuevo ascenso del proletariado chino. Cuando éste llegue (…), serán los discípulos, el partido y el método de Chen Du-Xiu y no los de Mao los que pasarán a un primer plano histórico» (Moreno, cit.).

A cinco décadas de la revolución de 1949, se observa esta paradoja: un corto período de tiempo no capitalista que nunca logró alcanzar a estabilizarse, sucedido por una –hasta el momento– «exitosa» vuelta al capitalismo. Pero, como advierten muchos analistas, se trata de una situación preñada de tremendas contradicciones que sólo buscan su momento para explotar.

Nadie puede anticipar lo que serán las convulsiones revolucionarias del país más poblado de la tierra para las condiciones de desarrollo mundiales del siglo XXI. Sin embargo, la revolución de 1949 ha dejado, a pesar de todo, un importantísimo elemento favorable y persistente más allá de todos sus avatares: la creación de un inmenso proletariado, hoy en pleno cambio de sus condiciones, con una crisis de la vieja clase trabajadora estatal y la emergencia de una nueva clase obrera joven, aunque salvajemente explotada.

El proletariado como totalidad nunca se recuperó de la derrota de la experiencia de la segunda revolución de 1925-27. Pero tarde o temprano se pondrá de pie. Es unánimememente señalado el enorme crecimiento de la conflictividad social, aunque todavía por motivos centralmente de lucha económica, no con una proyección política más vasta. Y cuando se incorpore, el gigante chino y el mundo van a temblar.

Para preparar este momento es que resulta clave hacer un balance descarnado de la revolución de 1949, de sus límites y problemas, así como los de la etapa no capitalista de las décadas inmediatamente posteriores a la segunda posguerra. Esta es la condición para relanzar en China la perspectiva auténtica del socialismo revolucionario, que deberá recoger en sus banderas las tradiciones fundacionales de comienzos del siglo pasado. Esto es, las lecciones dejadas por figuras como Chen Du-Xiu, Peng Shu-Tse y otros socialistas revolucionarios, muchos de los cuales pasaron años o décadas en las cárceles nacionalistas o estalinistas. Estos revolucionarios encarnaron la perspectiva socialista auténtica, y no el curso anticapitalista y nacionalista del PCCh que se reveló históricamente de corto alcance. Es esa tradición y esa renovada perspectiva la que pueden ofrecer una esperanza de salida a la opresión y explotación a las masas del país más populoso del planeta.

 

NOTAS

 

1 En el mismo sentido, tenemos el agudo señalamiento metodológico de Benjamin I. Schwartz, importante estudioso de la revolución china: «Para aquellos que habitan en el presumible Olimpo de la abstracción sociológica, económica, geopolítica e histórica, todo lo ocurrido en China parece haber fluido inexorablemente de la ‘situación objetiva’ (…). Sería, obviamente, estúpido desconocer la importancia trascendente de las condiciones objetivas. Toda acción política debe ser llevada adelante con referencia a tareas impuestas por las condiciones objetivas. Sin embargo, rechazo enfáticamente el tipo de animismo que sostiene que las “situaciones” automáticamente crean sus propios resultados. La manera en la cual las tareas son alcanzadas o no está determinada en gran medida por las ideas, intenciones y ambiciones de aquellos que finalmente asumen la responsabilidad de llevarlas a cabo» (El comunismo chino y el ascenso de Mao. Harvard University Press, Cambridge Massachusetts, 1952, p. 1).

2 En nuestro país, corrientes maoístas residuales como el PRL (Partido Revolucionario de la Liberación) siguen repitiendo incluso hoy la cantinela de que China era una país feudal o semi-feudal, que el PCCh «representaba al proletariado en la revolución» y que la lucha de clase debía ir del campo a la ciudad. Ver «Mao Tse Tung y la revolución china», en el periódico No transar del 26/9/05.

3 Una posición de este tipo es la que defienden los compañeros del SWP ingles, así como los de la ISO de Estados Unidos. Estos últimos señalan: «Tampoco puede la revolución china ser caracterizada como ‘revolución campesina’ en ningún sentido real. La dirección del PCCh provenía, primariamente, de las clases urbanas, particularmente intelectuales. Los campesinos que se sumaron al EPL (…) no podían ser considerados como expresando los intereses campesinos. Ellos se transformaron en soldados profesionales. La lucha no era una lucha de clases, sino una lucha militar». Ahmed Shawki, Internacional Socialist Review Nº 1. A lo largo de este trabajo intentaremos demostrar que se trato de una revolución campesina, pero de un campesinado encuadrado desde el comienzo burocráticamente, lo que cortó de cuajo toda posible dinámica socialista.

Por su parte, las posiciones «colectivistas burocráticas» tendían a ver la revolución china lisa y llanamente como la imposición de una «nueva forma de totalitarismo», perdiendo de vista el carácter revolucionario (y por tanto progresivo, aun de manera limitada y distorsionada) de los acontecimientos.

4 Desde algunos sectores hemos escuchado el argumento de que deberíamos embanderarnos en algunas de las definiciones que jalonaron el movimiento trotskista en la posguerra. Desde ya que rechazamos este método, ya que una nueva investigación sobre los procesos, a posteriori del cierre del ciclo histórico de la segunda posguerra, no tiene por qué que atarse a evaluaciones que, a nuestro modo de ver han sido superadas por los hechos.

5 Esto no quiere decir que como hipótesis deba descartarse de plano, mediante el recurso de una sectaria y dogmática afirmación de «principios», la eventualidad de una auténtica revolución socialista agraria. Pero entendemos que la concreción de esta hipótesis requeriría de tres condiciones: la estrecha ligazón con el proletariado urbano, elementos reales de autodeterminación campesina y, sobre todo, su vinculación con un proceso de revolución socialista internacional. Ninguno de estos elementos estuvo presentes en la revolución de 1949. Nos proponemos analizar, precisamente, las circunstancias que impidieron esta posible dinámica de revolución socialista agraria.

6 Theda Skocpol, Los Estados y las revoluciones sociales, México, FCE, 1984, p. 20. En adelante, las referencias a textos como éste y otros, que citaremos con cierta profusión, se darán al final de cada cita para comodidad del lector, mencionando sólo autor y número de página.

7 Prácticamente ninguna de las corrientes del movimiento trotskista de Latinoamérica (LIT, UIT, PO, PTS, etc) ha escrito absolutamente nada nuevo al respecto, aunque en varios casos se muestran prestos a descalificar (oralmente, claro) nuestra elaboración como «subjetivista», «irrespetuosa de los maestros», etc. Una excepción es el trabajo de Valerio Arcary (del PSTU brasileño), Las esquinas peligrosas de la historia. Lamentablemente, este esfuerzo de elaboración termina reiterando las tesis tradicionales de una manera, si cabe, más sustituista y determinista, en la medida en que abreva en fuentes como Plejanov, Deutscher y Preobrajensky. Entre los intelectuales de izquierda de tradición trotskista de nuestro país, un trabajo de interés es el del economista Claudio Katz, El porvenir del socialismo.

8 El sur del país fue la sede de la revolución obrera frustrada de 1925-27 y del comunismo de Chen Du-Xiu (ver más abajo). Pero, lamentablemente, la revolución triunfante, la de 1949) vino del noroeste del país; es decir, de una de sus zonas más atrasadas e insulares. Esto no dejaría de tener consecuencias sobre el carácter de la revolución. Esto mismo señalaba Peng Shu-Tse en su ya citado informe al III Congreso de la IV Internacional: «La victoria obtenida por un partido como el PCCh, que se separó de la clase obrera y que se sostuvo enteramente en las fuerzas armadas campesinas, no es sólo algo anormal en sí mismo. Ha sentado la base para muchos obstáculos en el camino de los desarrollos futuros del movimiento revolucionario chino».

9 Veremos que en el caso del maoísmo no se trataba sólo de la repetición de la formula estalinista de «la construcción del socialismo en un solo país», sino que incluso se reforzaba con la máxima voluntarista de que esto debía hacerse estrictamente «sobre la base de las propias fuerzas». Es decir, se trataba de un agrarismo nacionalista de lo más estrecho, en las antípodas de las tradiciones internacionalistas del socialismo revolucionario.

10 Aun hoy, según Fairbank, China sigue siendo un subcontinente en su mayor parte autosuficiente.

11 Se sabe que en el marxismo, el campesinado, en realidad se constituye por un conjunto de situaciones de clase muy diversas, según el grado de propiedad de la tierra; o incluso, dentro de el, están los campesinos sin tierra. Al mismo tiempo, la clase de los trabajadores asalariados del campo forma parte de la clase obrera y no del campesinado. En las condiciones de China de 1949, mayoritariamente se trataba de pequeños propietarios de la tierra, con diversas condiciones de arrendamiento y de sectores campesinos sin tierras.

12 Ernest Mandel, «La tercera revolución china», Fourth International, septiembre-octubre de 1950, p. 147. Otro histórico dirigente trotskista, Nahuel Moreno, señalaba lo mismo: «En 1911, al caer el último emperador, se inicia en China la revolución burguesa. La podrida clase de los compradores y la raquítica burguesía nacional van a ser incapaces de resolver las históricas tareas planteadas: la independencia nacional y la revolución agraria. Por el contrario, su impotencia se va a manifestar en un retroceso: China queda de hecho dividida en regiones controladas por señores de la guerra, que se apoyan en distintos imperialismos. Es así como la revolución de 1911, en lugar de solucionar los dos grandes problemas históricos planteados, agrega otro mas: conseguir la unidad nacional» (Las revoluciones china e indochina, Buenos Aires, Pluma, 1974).

13 Se le dio ese nombre a la que emprendió Mao luego de la derrota de la Republica Soviética de Kiangsi, que significó la salida de escena del campesinado del sur. Se cerró así definitivamente el ciclo revolucionario que marcó a las ciudades y el campo del sur del país como centro de la segunda revolución china.

14 Isaac Deutscher, La década de Jrushov, Madrid, Alianza, 1971, p. 124.

15 Lo que no significa «revolución socialista agraria». Así lo da a entender Peng Shu-Tse en el Informe ya citado: «Mao Tse-Tung, en las tesis sobre ‘la nueva democracia’ abiertamente declara que Stalin ha dicho que ‘en esencia, la cuestión nacional es la cuestión campesina’. Esto significa que la revolución china es esencialmente una revolución campesina (…) Esencialmente, la política de la Nueva Democracia significa darles a los campesinos sus derechos».

16 En el modo de producción mercantil simple se produce una mercancía para obtener en el intercambio otra mercancía por intermedio de la venta por dinero de la propia (M-D-M). Va de suyo, entonces, que al no estar basada en el trabajo asalariado sino en el propio, no hay plusvalor ni capital. La forma de acumulación del sobreproducto social por el Estado era una apropiación de tipo «extraeconómica»: por la vía de los impuestos y todo tipo de gabelas, origen de las rebeliones campesinas que cruzaron la vida del Imperio.

17 La ideología Taiping (levantamiento de mediados del siglo XIX) presentaba un mundo social sin ricos y con igualdad económica y entre los sexos dentro de las comunidades agrarias. Frank Glass presenta la rebelión de los Taiping (luego de la Guerra del Opio), la rebelión de los Boxers (a comienzos del 1900) y la revolución burguesa de 1911 como eventos en gran medida antiimperialistas.

18 Precisamente, la inglesa fue un ejemplo de revolución burguesa que sí fue capaz de resolver las tareas que tenía planteadas, a diferencia de lo que ocurrió en los países semicoloniales, ya dominados en el siglo XX por el imperialismo.

19 El concepto de «bandidismo social» o «bandolerismo social» ha sido explicado por E. J. Hobsbawm en su obra Rebeldes Primitivos. Su argumento es que ciertos tipos de sociedades agrarias, incluida la china, hicieron surgir una «clase» relativamente permanente y consciente de bandolerismo social, a la que llama Haidukry: «los haiduks siempre estaban en las montañas (…) como núcleo reconocido de disidencia potencial. A diferencia de los Robin Hood, que existen como individuos célebres o como nada, los haiduks existen como entidad colectiva (…) Haidukry es quizás lo más cerca que llega a estar el bandolerismo social de un movimiento organizado y consciente de rebelión potencial».

20 Li Fu-Yen, «China: potencia mundial», en la revista Cuarta Internacional, enero-febrero 1951, p. 10.

21 Junto con Chen, los otros dirigentes importantes a la hora de la fundación, fueron Li Da-Zhao (asesinado por el Kuomintang a fines de la década del 20) y Peng Shu-Tse, expulsado del partido junto con Chen y militante trotskista por el resto de su vida. Peng es el autor del notable Informe dado al III Congreso de la IV Internacional que venimos citando. Por mor de honestidad intelectual, debemos subrayar que Peng militó en la «extrema izquierda» de la posición tradicional que terminaba reconociendo a China como «Estado obrero deformado». Pero esto no obsta que sus observaciones acerca de la dinámica real de la tercera revolución china fueran de una gran agudeza y que se haya enfrentado públicamente a los sectores más liquidadores u oportunistas como Pablo y Mandel. El suyo y el de Frank Glass constituyen los mejores testimonios de compañeros con experiencia sobre el terreno real revolucionario.

22 El detonante inmediato del movimiento estudiantil, que duró un año y tendió a confluir con los sindicatos obreros, fue el traspaso a los japoneses de los territorios que venían siendo ocupados por el imperialismo alemán, derrotado en la I Guerra.

23 El escritor francés André Malraux hizo un vívido relato de esta matanza en su conocida novela La condición humana.

24 De manera bastante convincente, Nahuel Moreno presenta a la corriente Mao como «revolucionaria agraria, con concepciones ideológicas y organizativas estalinistas» pero no directamente dependiente de Moscú. Correctamente señala que con la Larga Marcha y la virtual extinción del PCCh promediando la década del 30, el estalinismo moscovita como tal desaparece en China. En todo caso, podríamos agregar que, para nosotros, se ajusta mejor al mote de «rebelde agrario», más que revolucionario en el sentido socialista del término.

25 Citado en «Crítica a las revoluciones socialistas ‘objetivas’», Socialismo o Barbarie 17-18, p. 46.

26 En la actualidad tenemos una amplia experiencia de «partidos-movimiento» o, más bien, «movimientos-partido» en el ámbito internacional, regional y/o nacional, más allá de su relativamente diversa base social. Por su organización asamblearia fuera de lugares de trabajo y por su composición social de trabajadores extremadamente pobres, los movimientos piqueteros argentinos, lamentablemente, también se prestan en muchos casos a este tipo de prácticas.

27 Los hechos heroicos que produjeron los evacuados transformaron esa tremenda derrota en un mito que alimentó la liturgia guerrillera a lo largo de décadas. Aunque se salvó un núcleo de la fuerza comunista, las pérdidas en vidas fueron, si se quiere, más catastróficas que las sufridas por el partido con la derrota de la revolución de 1925-27. La militancia del PCCh, que en 1927 había quedado reducida oficialmente a 10.000 militantes, alcanzó en 1933 entre 150.000 y 300.000, y cayó en 1936 a unos 20.000. El grupo Mao marchó a lo largo de 235 días –entre 1934 y 1935– a razón de 27 kilómetros por día, librando continuas batallas y atravesando 11 provincias. Otros grupos no llegaron sino un año después que Mao a Yenan. De los 90.000 militantes que emprendieron la Larga Marcha, llegaron entre 8.000 y 20.000.

28 No un «gobierno obrero y campesino», como lo proclamara Mao. Es respecto del debate acerca del carácter del Soviet en Kiangsi (1931-34) que Trotsky rechaza su supuesto carácter obrero, en ausencia de la propia clase trabajadora en el poder. La tesis de Mao es que se trata de un «gobierno obrero y campesino» como producto del carácter «proletario» del PCCh. A lo que Trotsky responde que, respecto de la naturaleza social del poder, lo que decide son las clases y no los partidos: «¿Quién puede entender un estado proletario si el poder no está en manos de la clase obrera?». Volveremos sobre esto.

29 Estudiar específicamente este vínculo requeriría una mayor investigación de autores como Mark Selden, que estuvo en Yenan a principios de la década del 40 y volvió a China después de la revolución, o Franz Schurman, que no podemos encarar aquí.

30 Transformar en regla este tipo de fenómenos fue el error común de muchas elaboraciones acerca de la teoría de la revolución en la posguerra, como en el caso de Nahuel Moreno.

31 Un testimonio reciente sobre el campesinado chino hacia finales de la década del 50 narra que «los campesinos no eran en realidad grandes sabios. Quienes los idolatraban no tenían mayores posibilidades de hacer migas con los aldeanos que quienes los discriminaban (…). Algunos de nuestro grupo se mezclaban fácilmente con los campesinos, entreteniéndose mutuamente con chistes verdes o contándose chismes (…). Hablando con franqueza, aunque trabajé muy duro 9 años, nunca llegué a intimar realmente con los campesinos pobres». Qin Hui, «Dividir el gran patrimonio familiar», en New Left Review, junio 2003, p. 136.

32 Ver R. Sáenz: «Tupac Amaru, Mariátegui y Hugo Blanco: jalones revolucionarios», en periódico SoB N° 61.

33 En los tres años siguientes a 1946, unos 178 millones de campesinos en áreas comunistas obtuvieron la tierra, mientras que la proporción de campesinos medianos subió del 20% de la población campesina antes de la reforma agraria a más del 50%.

34 Esta observación, realizada sobre el terreno con criterios auténticamente marxistas revolucionarios, era muy aguda. Las décadas posteriores de idas y vueltas del PCCh, sin lograr nunca una real estabilización de la situación económica, en buena medida confirman estas apreciaciones.

35 El trabajo de Harold Isaacs sobre la segunda revolución china es un clásico muy valioso del marxismo. Lamentablemente, luego se pasó a posiciones democrático-burguesas, desconociendo el carácter anticapitalista de la revolución de 1949.

36 Andrés Romero, Después del estalinismo, Buenos Aires, Antídoto, 1995, p. 85.

37 Por su carácter inmediato, Moreno la define (correctamente, a nuestro juicio) como «guerra nacional plebeya que se transforma en revolución agraria». El problema viene cuando le atribuye una dinámica «socialista y de clase» que a nuestro entender no tuvo.

38 Independientemente de que, a nuestro juicio, no produjo en lo inmediato el retorno al capitalismo, sino la emergencia de un «híbrido» histórico: el Estado burocrático sobre la base de una formación social no capitalista de explotación mutual.

39 Respecto del funcionamiento de las leyes sociales ya no en la transición, sino en el comunismo mismo, tenemos esta genial observación del marxista húngaro István Meszáros: «El término de ‘ley’ es empleado de maneras muy diferentes (…) Cuando es impuesta gracias a un mecanismo que se hace valer ciegamente, Marx lo analiza como análogo a la ley natural mediante la cual se quiere caracterizar al sistema capitalista. Pero existe otro sentido de ‘ley’. Representa un marco o procedimiento de regulación ideado por una agencia humana en fomento de sus objetivos elegidos. Es este último sentido –’la ley que nos damos’– el que resulta pertinente en el contexto del empleo económico del tiempo bajo las condiciones del sistema comunal. De acuerdo con ello, Marx insiste en que esa clase de regulación del tiempo disponible de la sociedad es ‘esencialmente diferente de una medición de valores de los cambio (trabajo o productos) mediante el tiempo de trabajo’» (Más allá del capital, p. 879).

40 Históricamente hubo muchas y largas discusiones sobre cómo caracterizar al maoísmo. Por nuestra parte, lo consideramos categóricamente como parte del estalinismo, más allá de que es un hecho cierto que tuvo fuertes rasgos particulares. Podríamos decir que es una rama o manifestación específica del aparato estalinista mundial.

41 Hacemos notar que, para Mandel, la «manera» en que son llevadas adelantes las tareas no introduce nunca cuestionamientos sobre la naturaleza socialista de las tareas mismas.

42 El desbarranque en la concepción de las revoluciones obreras y socialistas «objetivas» requirió un paso más, que se dio en los 80 en la vieja LIT (ni hablar de la actual LIT o la UIT). Ver al respecto «Las revoluciones de posguerra y el movimiento trotskista» en SoB 17/18.           43 Definición retomada por el ya mencionado trabajo de Valerio Arcary, del PSTU brasileño, que termina defiendendo las tesis sustituistas y deterministas de cuño deutscheriano y plejanoviano.

44 Moreno toma este análisis de un texto muy citado sobre China del periodista Jack Belden, China Shakes the World, un libro anterior al triunfo de la revolución de 1949.

45 Sería un interesante tema de estudio hasta qué punto se avanzó realmente en la emancipación de la mujer. Al respecto, Fairbank hace un crudo análisis de la cruel práctica del vendaje de pies de las mujeres en el período imperial, y parece haber sido una conquista de la revolución haberla dejado atrás.

46 Esto tuvo lugar también en momentos en que China se veía involucrada en la guerra de Corea (1950-53), que llevó a la dirección de Mao a acelerar las medidas anticapitalistas en las ciudades. La falta de un mayor abordaje de las implicancias de la guerra sobre el curso del PCCh en el poder es un déficit que en este trabajo no podemos resolver.

Por Roberto Sáenz, Revista SoB 19, diciembre 2005

Categoría: Asia Pacífico, Destacado, Historia y Teoría, Revista Socialismo o Barbarie Etiquetas: , , , ,