Nov - 1 - 2007

El recurso al sustituismo social

“La historia no es sino la sucesión de las diferentes generaciones, cada una de las cuales explota los materiales, capitales y fuerzas productivas trasmitidas por cuantas la han precedido; es decir, que prosigue en condiciones completamente distintas la actividad precedente, mientras que, por otra, modifica las circunstancias anteriores mediante una actividad totalmente diversa; lo que podría tergiversarse especulativamente, diciendo que la historia posterior es la finalidad de la que la precede” (Karl Marx-Friedrich Engels, La ideología alemana).

En los últimos años, Valerio Arcary (profesor de historia y miembro del PSTU del Brasil) ha venido haciendo un esfuerzo de elaboración acerca del balance de las revoluciones del siglo XX. Esto se ha expresado en dos libros de reciente aparición en dicho país: Las esquinas peligrosas de la historia y Encuentro de la revolución con la historia. Estos trabajos –de los cuales aquí nos concentraremos en el primero–, si bien reflejan un intento de elaboración real sobre las experiencias del siglo pasado, no logran evitar, sin embargo, una recaída en los graves límites deterministas, sustituistas y objetivistas que caracterizaron a parte muy importante del movimiento trotskista en la segunda posguerra. En otros textos hemos señalado que estas características significaron una “desviación” frente a los rasgos que caracterizaron a la tradición del marxismo clásico y revolucionario.

Lamentablemente, Arcary no hace más que presentar, de manera “aggiornada”, las mismas conclusiones acerca de las revoluciones de la segunda posguerra que fueron propias de la unilateral síntesis de la corriente morenista, de la cual Arcary se reivindica.

El problema es más serio dado que su recepción poco crítica de los análisis de las corrientes trotskistas de la posguerra en general y del morenismo en particular lo llevan a hacer generalizaciones totalmente equivocadas no sólo respecto del propio proceso de la posguerra –lo que en todo caso sería un debate histórico– sino que podrían hacer estragos hacia adelante, al reabrir como hipótesis casi central de sus elaboraciones la posibilidad de que se vuelvan a vivir revoluciones “socialistas” sin clase obrera. Esto se hace sobre la base de una operación teórica que implica basarse sobre las tesis del sustitucionismo social en la revolución socialista.

Una perspectiva equivocada

El problema comienza ya en la periodización: al parecer, Arcary y la corriente a la que pertenece, el PSTU, consideran que seguimos en la misma etapa histórica abierta en la segunda posguerra. En nuestra opinión, esta valoración no resiste el menor análisis: todas las condiciones políticas, económicas y sociales internacionales han cambiado decisivamente. Ni estamos a la salida de una conflagración mundial, ni el mundo está dividido en campos supuestamente “antagónicos”, ni menos que menos existe un aparato mundial supuestamente “socialista” de las características del estalinismo. Nos parece un hecho incontrastable que la caída del Muro de Berlín marcó el final del mundo tal como se lo conoció en la segunda posguerra.

Esta ubicación histórica completamente equivocada trae graves consecuencias cuando se desprende de ella una pregunta estratégica errada: en qué medida se podrían repetir en el siglo XXI nuevas revoluciones “socialistas” sin clase obrera, y si la excepción habían sido las revoluciones “socialistas” sin clase obrera o lo contrario. Textualmente: “¿Podríamos asistir nuevamente a una onda de revoluciones agrarias y populares de esta naturaleza, que traspasen los límites de la propiedad privada y el mercado? ¿Fue excepcional su triunfo durante la tercera onda de la revolución mundial, o su ausencia en los últimos 30 años? ¿En qué medida la presión de los factores objetivos podrá abrir el camino?” (V. Arcary, “¿Nuevas revoluciones anticapitalistas podrán ocurrir sin una dirección revolucionaria?”, en www.pstu.org.br).

En puridad, esta última es la tesis fundamental de Arcary, articulada con la del “sustitucionismo social”: en última instancia, los factores o presiones objetivas volverían a “abrir el camino” en un sentido socialista. Cabe preguntarse, si esto fuera así, para qué harían falta la clase obrera, el partido y los programas, o, en el limite, la lucha de clases misma.

Pero esta perspectiva concentra una serie de problemas. Por empezar, como ya señalamos, las condiciones político-estratégicas a comienzos del siglo XXI no tienen nada que ver con las de la segunda posguerra. La mundialización del capitalismo y la caída del estalinismo, por nombrar de los procesos más importantes, no parecen abrir mayores resquicios para ensayos no capitalistas de parte de sectores de clase no obreros y / o direcciones reformistas o nacionalistas. Esto nos parece palmario más allá de las crecientes ilusiones en amplios sectores de la izquierda –incluso “trotskista”– latinoamericana y mundial en que repita la historia de la mano de gobiernos nacionalistas burgueses como el de Hugo Chávez (ver en esta edición “Tras las huellas del socialismo nacional”).

A estas condiciones se agrega: a) el avance de las condiciones de asalarización mundial y crecimiento numérico absoluto y relativo de la clase trabajadora, a pesar del hecho real de una mayor fragmentación y diferenciación, y b) la persistencia de una grave crisis de alternativa socialista en la conciencia de las amplias masas.

Desde nuestro punto de vista, la pregunta estratégico-política que debe presidir todo el actual ciclo político es muy distinta: ¿cómo trabajar por reabrir la perspectiva auténtica de la revolución socialista? Esto es, de una revolución realmente encarnada por la clase trabajadora.

Arcary insiste a lo largo de todo su trabajo en un viejo argumento de tipo determinista: “Impulsadas por la necesidad de una «segunda» independencia nacional, que se materializa en la necesidad de resolver la cuestión de las deudas externas, muchas de las principales naciones de la periferia del sistema podrían volver a vivir procesos revolucionarios anticapitalistas, con un fuerte contenido de sustituismo social” (V. Arcary, cit.).

Esta perspectiva es, en primer lugar, políticamente falsa. ¿Cuáles son hoy esas “principales naciones de la periferia que podrían volver a vivir procesos revolucionarios anticapitalista con un fuerte contenido de sustituismo social”? Y en segundo lugar, es estratégicamente muy peligrosa, porque no hay mayores indicios reales (no ilusiones) en ese sentido, siquiera en el caso de Chávez, y por lo tanto una “apuesta” política de este tipo dejaría desarmada a cualquier corriente socialista.

Sin duda, existen dramáticos problemas en la estructura capitalista semicolonial de nuestra región, que han fogoneado, por ejemplo, el actual ciclo de rebeliones populares en el continente. Pero siquiera en el caso del reformismo de Chávez y su prédica del “socialismo del siglo XXI” se observan avances sustanciales por una senda anticapitalista; a lo más que se llega es a un capitalismo de Estado del siglo XXI, aún más limitado que el del XX.

Lo que subyace a estas posiciones es, como luego desarrollaremos, el error teórico-estratégico de adoptar casi al pie de la letra las tesis deutscherianas del sustituismo social.

La apelación a una filosofía de la historia

La tesis sustituista se ponen en juego en el análisis de Arcary sobre la revolución china de 1949, la más grande revolución social del siglo XX luego de la rusa. Aquí, partimos de al menos una coincidencia con nuestro autor: se trató de una revolución campesina anticapitalista, no “obrera”, como superficialmente muchas veces se ha definido.

Sin embargo, los acuerdos terminan allí. Porque, inmediatamente, Arcary señala que se habría tratado de una revolución campesina no sólo anticapitalista, sino también… “socialista”, connotación que les es atribuida mediante el recurso habitual de la mayoría de las corrientes del trotskismo de posguerra: la total homologación de las características anticapitalistas y las socialistas.

En general, esta igualación se efectúa sobre la base de la consideración del carácter de la época abierta por la revolución rusa de 1917, como época de la actualidad histórica de la revolución socialista. Pero aun siendo correcta esta evaluación general del período histórico que estamos transitando, eso no autoriza a sostener, mecánica y automáticamente, que todas las revoluciones de esta época estén llamadas a ser revoluciones “socialistas”. Semejante operación implicaría apelar a una “filosofía de la historia” y no a un análisis implacablemente concreto de las experiencias revolucionarias del siglo XX tal como fueron.

Respecto de este tipo de problemas, señalaba el propio Marx en su tiempo: “Mi crítico quiere metamorfosear mi esbozo histórico de la génesis del capitalismo en Occidente europeo en una teoría histórico-filosófica (…). Pero le pido a mi crítico que me dispense (…) sucesos notablemente análogos pero que tienen lugar en medios históricos diferentes conducen a resultados totalmente distintos. Estudiando por separado cada una de estas formas de evolución y comparándolas luego, se puede encontrar fácilmente la clave de este fenómeno, pero nunca se llegará a ello mediante el pasaporte universal de una teoría histórico-filosófico general cuya suprema virtud consiste en ser suprahistórica” (citado por Daniel Bensaid en Marx intempestivo, Buenos Aires, Herramienta, 2003, pp. 60-61). Precisamente, la homologación de las revoluciones anticapitalistas como “socialistas” no fue otra cosa que recurrir a una “teoría histórico-filosófica suprahistórica”, a un “pasaporte universal” que pasaba por encima de los hechos.

Arcary señala correctamente la “atipicidad” de estas revoluciones de posguerra como la china o la cubana, campesinas y populares anticapitalistas, pero sólo para atribuirles igualmente luego carácter “socialista”: “Consideramos la «atipicidad» histórica de las revoluciones anticapitalistas no proletarias; o sea, campesinas y populares que, sin embargo, avanzaron sobre la propiedad privada, como en China o en Cuba. Fueron revoluciones socialistas agrarias, con un fuerte contenido antiimperialista, que expropiaron los medios de producción, aun cuando sus direcciones no abrazaran una estrategia anticapitalista e internacionalista” (V. Arcary, cit.).

Nuestra definición es distinta: consideramos a China en 1949 una revolución campesina anticapitalista. Pero no fue una revolución obrera ni, mucho menos, socialista1, en ausencia de verdaderos elementos de democracia plebeya-popular, de una íntima vinculación entre la revolución agraria y la obrera en las ciudades y de la perspectiva de la revolución socialista internacional, connotaciones clásicas para la eventualidad de una revolución socialista agraria.

Por el contrario, desde el punto de vista de clase y urbano, China 1949 fue una revolución “fría”como la definiera agudamente un observador directo, Li Fu Yen, que vino del campo a la ciudad, y donde el proletariado se limitó a esperar pasivamente el ingreso de las tropas campesinas del Ejército rojo maoísta. A la vez, en ausencia total de una acción autodeterminada de los trabajadores urbanos, la progresiva expropiación de los capitalistas tuvo muchos más elementos de expropiación anticapitalista burocrática que de medida revolucionaria socialista.

El análisis de Arcary sobre la revolución china, a pesar de contar con la ventaja de la distancia histórica, presenta una argumentación más equivocada –no por eso exenta de una búsqueda teórica honesta– que la expresada por Nahuel Moreno en su texto Las revoluciones china e indochina, que mostraba matices más ricos a pesar de sus errores. Arcary señala que en China se habría dado un caso típico de sustituismo social, con el campesinado cumpliendo las tareas de la clase obrera: “El tema del protagonismo revolucionario de otras clases subalternas, no propietarias y no proletarias, está entre los más sugerentes. El fenómeno del sustitucionismo social fue entrevisto por Marx, inspirado en la fase pequeño-burguesa del radicalismo jacobino.2 Se manifestó, sin embargo, en escala y proporciones asombrosas (…). El siglo XX superó todo lo que se pudiera imaginar en términos de sustituismo social. En determinadas circunstancias históricas de crisis, en los países de la periferia, la presión de las necesidades fue de tal intensidad, que arrastró al frente de la arena revolucionaria a otras clases, cuando los trabajadores urbanos, por razones objetivas y subjetivas, no se movilizaron” (V. Arcary, Las esquinas peligrosas de la historia, p. 143).

Esta línea de argumentación es muy peligrosa y abreva no sólo en el sustituismo sino en el determinismo: la lucha de clases obrera termina reemplazada por la “presión de las necesidades”, que es la que “abriría el camino” en el sentido “socialista”. Lo que Deutscher, hablando justamente de la revolución china de 1949, llamaba “sustituismo a escala gigantesca”.

En la revolución china, un sujeto social inesperado, en combinación con el encuadramiento burocrático del PCCH, terminó llevando a cabo una gran revolución anticapitalista. Pero precisamente la ausencia de la clase trabajadora marcó desde el comienzo los límites del proceso como no auténticamente socialista, y, a la postre, la reversión de esta experiencia en tanto que no capitalista.

Prosigue el razonamiento de Arcary: “En Asia, pero no solamente (…), los campesinos pobres se proyectaron como actores revolucionarios anticapitalistas. Las revoluciones en China y Vietnam están a la cabeza de cualquier panteón de las grandes revoluciones campesinas de la historia” (Las esquinas…, p. 143).

Lo que es incuestionable, pero Arcary no se detiene a reflexionar sobre las graves consecuencias de la ausencia de la clase trabajadora en la revolución de 1949 en su entusiasmo por el supuesto “sustituismo social”, tanto más peligroso en cuanto se intenta generalizarlo teóricamente.

Por otra parte, cabe rescatar el esfuerzo de Arcary por plantear el problema de los distintos tipos de revoluciones antiburguesas en la historia del siglo pasado, y también es atinado dejar a salvo la especificidad de la revolución rusa de 1917: “No pensamos que se pueda usar la categoría de «octubres» para las revoluciones rurales, aun cuando, en circunstancias excepcionales, hayan avanzado hasta una ruptura anticapitalista. Yugoslavia o Albania, China, Corea, Cuba o Vietnam conocieron revoluciones socialistas por los resultados, pero no deberían ser simplemente confundidas con nuevos «octubres». Así como la perspectiva de la historia nos permite diferenciar distintos tipos de revoluciones antifeudales, debemos dar un análisis sobrio y riguroso sobre las distintas tipologías de revoluciones antiburguesas” (ídem, p. 144).

Es apropiado establecer distinciones, pero el error es aquí asimilar todas las revoluciones del siglo XX, “octubres” o no, como revoluciones “socialistas por los resultados”. En realidad, lo que ocurrió, es que entre las revoluciones antiburguesas, las hubo socialistas (triunfantes o derrotadas) o meramente anticapitalistas pero sin socialismo, como las que Arcary identifica en el pasaje citado.

Sostenemos que ese “anticapitalismo” es el límite de lo que el “proceso objetivo” alcanza a dar. Nuestro argumento es que si el “anticapitalismo” es una connotación inevitablemente “objetiva” que viene de la realización de la tarea de expropiar a los capitalistas en las condiciones históricas dadas, la revolución propiamente socialista requiere de la intervención de un imprescindible factor “subjetivo”: la clase obrera autodeterminada. Es decir –y parafraseando a E. P. Thompson– el auténtico socialismo requiere de la co-determinación de los factores objetivos y subjetivos.3

Todo lo que legítimamente puede sostenerse es que “por sus resultados” esas revoluciones fueron efectivamente anticapitalistas en tanto se verificara la expropiación generalizada de la clase capitalista), pero no propiamente socialistas, ya que el proceso de la transición socialista fue bloqueado desde el comienzo mismo del proceso, en ausencia de la clase obrera y de verdaderas dictaduras del proletariado basadas en un Estado (o, mejor dicho, semi-estado) que expresara a la clase trabajadora organizada como clase dominante.

En un intento en sí legítimo de escapar al esquematismo, Arcary busca una definición más detallada: “El recurso a la fórmula de revoluciones antiimperialistas por las tareas, campesinas-populares por el sujeto social, anticapitalistas por los resultados y nacional-burocráticas por el sujeto político será, tal vez, menos sonora y más compleja que nuevos «octubres». La prudencia teórica recomienda, sin embargo, más rigor, evitando una clasificación que agruparía en una misma conceptualización fenómenos sociales muy distintos” (ídem, p. 144).

A este sano criterio metodológico se suma otra observación de importancia: “La «dinámica endógena» de la acción de masas urbana (…) fue sustituida por una dinámica exógena, de guerra civil prolongada y conquista de áreas liberadas. Esta estrategia diferenciada del proceso revolucionario estuvo sustentada en bases sociales distintas –países de mayoría rural– y formas políticas alternativas, como el ejército de guerrillas” (ídem).

En efecto, la lucha de clases directa fue sustituida por la guerra de guerrillas como manifestación indirecta de ella. Pero lo que debe señalarse, y Arcary no lo hace, es que esta situación no pudo dejar de tener consecuencias dramáticas, bloqueando el proceso de la transición socialista.

Por otra parte, es sorprendente que Arcary no hace referencia en ningún momento en todo su libro al destino final y el resultado histórico de las sociedades donde fue expropiado el capitalismo. Se trata de un verdadero tabú en toda su elaboración, ya que inexplicablemente el retroceso al capitalismo y el fracaso de las experiencias de “sustituismo socialista” no se integran al análisis ni a la conceptualización.

Para nosotros, lejos de ser “socialista”, la revolución china fue un proceso anticapitalista pero sin socialismo, en la medida en que hay que considerar “el carácter anticapitalista burocrático de las estatizaciones en manos de la burocracia maoísta, lo que no significa la habitual concepción de que la burocracia servía «a su manera» a la clase trabajadora. Las medidas anticapitalistas no se tomaron para servir a la clase trabajadora en «manera» alguna sino bajo circunstancias históricas que las hacían –hasta cierto punto– inevitables, pero que inmediatamente fueron distorsionadas y puestas al servicio de la burocracia y no de los obreros (…). La expropiación por sí sola, como acto jurídico o político, de ningún modo resuelve el problema, porque es necesario (…) reemplazar en forma efectiva la administración de las fábricas y las haciendas por una administración diferente, una administración obrera” (R. Sáenz, “China 1949: una revolución campesina anticapitalista”, en SoB 19).

La experiencia del siglo XX ha dejado varias lecciones para el siglo XXI. Una de ellas es que no puede haber “época de la revolución socialista” en virtud de la cual, en tanto “esquema histórico-filosófico general”, se pueda concluir que toda revolución en la que se expropia a la burguesía se transforme automáticamente en socialista. Otra es que una característica específica de la revolución socialista consiste en que la clase obrera no pueda realmente ser reemplazada por otras clases o sectores de clase a la hora de su revolución. La revolución socialista es un tipo histórico de revolución donde la intervención consciente del hombre en la historia adquiere su dimensión más decisiva. De allí que las connotaciones anticapitalistas y socialistas no puedan ser consideradas como sinónimos.

Arcary se acerca en verdad a la comprensión de este problema al señalar: “La conclusión fundamental del “Prefacio a la Crítica a la Economía Política” ya indicaba una reflexión crítica sobre la transición post capitalista. La perspectiva socialista era contextualizada en los marcos de una larga época histórica, en la que la necesidad de desarrollo económico-social planteaba la posibilidad de la revolución anticapitalista. Necesidad y posibilidad se definían, por lo tanto, en una unidad dialéctica que no se confundía con el fatalismo. La transición al socialismo era condicionada, mucho más compleja y conciente respecto de cualquiera de las transiciones precapitalistas” (“¿Nuevas…”, cit.). Pero esta aguda observación, lamentablemente, no se desarrolla ni llega a cambiar su enfoque general.

Necesidad y libertad

Dime con quién andas y te diré quién eres, reza un dicho popular. En lo que hace a las fuentes de inspiración teóricas de Arcary, la “compañía” que elige es altamente sintomática:

– El Plejanov de El lugar del hombre en la historia.

– El Preobrajensky del famoso intercambio de cartas con Trotsky acerca de la cuestión china a finales de la década del 20.

– Isaac Deutscher y su teoría del sustituismo social en las revoluciones “socialistas” de la posguerra.

Aunque el abordaje de Arcary presenta ciertos matices propios, lo cierto es que termina aceptando lo central de las premisas teóricas de estos autores. Su diálogo con el texto de Plejanov –que, dicho sea de paso, es todo un canto a una interpretación crudamente determinista del marxismo– alrededor de la dialéctica entre tareas, sujeto y método no logra llegar a buen puerto. En cuanto a E. Preobrajensky, Arcary le da la razón contra Trotsky. Y, finalmente, inspirarse en Isaac Deutscher es sacar pasaje a una de las versiones más crasamente objetivistas sobre la teoría de la revolución en el siglo pasado.

Arcary cita un conocido pasaje de Plejanov que plantea que dada la mecánica de los acontecimientos históricos en oportunidad de la revolución francesa, si un ladrillo hubiera caído en la cabeza de Robespierre y lo hubiera matado, habría implicado sólo un problema de “retraso” o “adelanto” en los tiempos de los acontecimientos, pero nada más. Plejanov insiste en que la personalidad más “descollante” tapa a toda otra serie de personalidades que bien podrían haber llevado a cabo las mismas tareas revolucionarias. Y que, por tanto, prescindiendo de los “Robespierres”, igualmente la historia hubiera seguido su marcha: “Las tempestades que poco tiempo antes habían sacudido a Francia demostraban claramente que la marcha de los acontecimientos históricos no era determinada exclusivamente, ni muchos menos, por la actividad consciente de los hombres; esta sola circunstancia debía ya sugerir la idea de que los acontecimientos se producen bajo la influencia de cierta necesidad latente que actúa de manera ciega como los elementos de la naturaleza, pero conforme a determinadas leyes inexorables” (Jorge Plejanov, El lugar del hombre en la historia, México, Grijalbo, 1969, p. 46).

Apresurémonos a señalar que el análisis de Plejanov pretendía contrapesar una tendencia idealista de la historiografía burguesa que hacía de los “superhombres” el factor central y excluyente de la historia. Asimismo, la revolución francesa es el “prototipo” de revolución burguesa, un tipo histórico de revolución donde la conjugación de los factores “objetivos” y “subjetivos” no es evidentemente igual a la de la revolución propiamente socialista.

Lo que ya no es lícito es “proyectar” la mecánica más “objetiva” actuante en la revolución burguesa –“mecánica” que Plejanov concebía de manera similar no sólo en la historia, sino también en la naturaleza– al terreno de la revolución proletaria. Este esquematismo influyó decisivamente de manera conservadora, por ejemplo, en la ubicación de Plejanov frente a un futuro proceso revolucionario en Rusia. Y Arcary no logra señalar con claridad los límites de esta concepción.

Porque en el caso de la revolución socialista operan las leyes dialécticas de “inversión de causalidad”, esto es, adquieren una centralidad fuerte los factores “subjetivos” a la hora de la resolución, en un sentido u otro, de una crisis revolucionaria. Es conocida la insistencia de Trotsky acerca del lugar insustituible de Lenin a la hora de la revolución de octubre de 1917, y su opinión de que, sin Lenin, ésta casi seguramente se habría frustrado y el curso histórico posterior hubiera sido muy distinto. Arcary menciona esta cuestión, pero no termina de entender su importancia a la hora del estudio de las revoluciones auténticamente socialistas.

En términos generales, es evidente que todo proceso revolucionario, y más aún una gran revolución histórica, opera en el marco de condiciones económico-sociales históricamente determinadas que son objetivas y la hacen posible. Pero a la vez, no se puede dejar de señalar que, una vez planteada la confrontación, los aspectos “subjetivos” adquieren un peso creciente y, en el caso de la revolución auténticamente socialista, decisivo a la hora del desenlace. ¡Si así no fuese, sólo nos restaría sentarnos a ver pasar la historia!

Arcary reproduce a este respecto reflexiones sugerentes de Perry Anderson (tomadas, sin embargo, de su lamentable defensa de Althusser en polémica con E.P.Thompson4): “Es esencial recordar la gran distancia existente entre los choques relativamente ciegos del pasado inmemorial y la conversión –desigual e imperfecta– de estos choques en contiendas conscientes (…) El área de autodeterminación (…) se ha venido ampliando en los últimos 150 años (…). El verdadero propósito del materialismo histórico ha sido, después de todo, dar a los hombres y mujeres los medios para ejercer una auténtica autodeterminación popular por primera vez en la historia. Éste es exactamente el objetivo de la revolución socialista, cuya aspiración es inaugurar la transición de lo que Marx llamó la esfera de la necesidad a la de la libertad” (P. Anderson, Teoría, política e historia. Un debate con E.P. Thompson, Madrid, Siglo XXI, 1980, p. 23).

Volviendo a Plejanov, El lugar del hombre en la historia era totalmente tributario del determinismo ambiente de la II Internacional. Es verdad que Plejanov discutía contra los subjetivistas y populistas rusos, que negaban todo papel al proceso de desarrollo histórico contemporáneo y al advenimiento del capitalismo en la Rusia de fines del siglo XIX, en beneficio de un voluntarismo ahistórico. Sin embargo, esto no exime su defensa del análisis materialista de los procesos históricos y del lugar del hombre en ellos de ser extremadamente mecánico y unilateral, muy lejos del equilibrio dialéctico que se halla en Marx o de la evaluación magistral de León Trotsky sobre el rol de la personalidad en la historia.

Dice el fundador del marxismo ruso: “Todo depende de si mi propia actividad constituye un eslabón indispensable en la cadena de los acontecimientos necesarios (…). Por esto mismo, Hamlet jamás hubiera admitido una filosofía según la cual la libertad no es más que la necesidad hecha conciencia (…). Los «discípulos» se han elevado hasta el monismo. Según ellos, el capitalismo, en su propio desarrollo, conducirá a su propia negación, y a la realización de sus ideales (…). Es una necesidad histórica. El «discípulo» (…) sirve de instrumento a la necesidad y no sólo no puede no servirle, sino que apasionadamente quiere y no puede no querer servirle. Éste es un aspecto de la libertad, de una libertad surgida de la necesidad, o más exactamente, de una libertad que se ha identificado con la necesidad; es la necesidad hecha libertad” (Plejanov, cit., pp. 9-22). Y luego agregaba: “En realidad, casi todo acontecimiento histórico es, al mismo tiempo, algo que «garantiza» a alguien los frutos ya maduros del desarrollo anterior y uno de los eslabones de la cadena de acontecimientos que preparan los frutos del porvenir” (ídem, p. 38).

Ésta última afirmación no es otra cosa que la “tergiversación especulativa” de la que se quejaba Marx en La ideología alemana –citada como acápite de este texto– y que presentaba a los hechos posteriores de la historia como “la finalidad de la que la precede”. Es decir, un burdo mecanicismo en el cual la lucha de clases no decide ni podría decidir nada.

Lo que se corresponde con la idea de Plejanov de la libertad como mero instrumento de la “necesidad histórica”. Pero la comprensión de Marx, Lenin o Trotsky era mucho más dialéctica que este determinismo. Y, a la hora de la revolución socialista, a todos los efectos prácticos, opuesta a Plejanov y el tipo de marxismo de la II Internacional.

Para Marx, son los hombres y sus luchas los que “hacen la historia” –claro que no en el aire, sino “en condiciones históricas determinadas”– en vez de ser un mero instrumento pasivo de ella: “La historia no hace nada, no posee ninguna inmensa riqueza, no libra ninguna lucha; el que hace todo esto, el que posee y lucha, es más bien el hombre, el hombre real y viviente (…) no es, digamos, «la Historia» la que utiliza al hombre como medio para labrar sus fines –como si ella se tratara de una persona aparente– pues la historia no es sino la actividad del hombre que persigue sus objetivos” (Marx y Engels, La Sagrada Familia).

Como se ve, para el marxismo clásico, el “motor” de la historia son las clases en lucha (clases que pelean en el marco de condiciones materiales determinadas por la forma en que los hombres producen y reproducen sus condiciones de vida), y no una supuesta “necesidad histórica” que, cual deus ex machina, hace la historia por los hombres mismos. A decir verdad, semejante concepción (“la necesidad siempre se abre camino”), aunque suele presentarse por los enemigos del marxismo como propia del materialismo histórico –para mejor ridiculizarlo–, es completamente ajena a Marx. Lejos de ser “materialista”, resulta más bien una apelación idealista a una Historia con mayúscula cuya “racionalidad intrínseca” o, para decirlo en términos hegelianos, “astucia”, le permitiría en última instancia imponerse por sobre los hombres, las clases y las circunstancias.

Esta peligrosa “antropomorfización de la Historia” (que lleva a cabo Plejanov y Arcary reproduce) es, entonces, lo opuesto a la visión de Marx, que no se cansó de burlarse de la filosofía de la historia de Hegel en la medida en que, en ésta, el Espíritu siempre se las ingeniaba para progresar en su curso hacia la autorrealización. No es accidental que precisamente este aspecto de la filosofía de Hegel sea el único que rescata el marxismo estructuralista, por lo demás rabiosamente antidialéctico. Para uno de sus mayores exponentes, Louis Althusser, la idea de “proceso sin sujeto” resultaba un verdadero hallazgo. Es perfectamente lógico que estructuralismo, objetivismo y sustituismo social se den la mano en este punto: en los tres casos, se trata de buscar una mecánica social que haga avanzar el proceso socialista… sin el sujeto socialista por definición, la clase trabajadora. Aquí, todo el peso de la mecánica social se carga sobre el lado “objetivo” de la balanza, que queda así totalmente desequilibrada.

En el mismo sentido, Hal Draper observa: “Lo que era típico del punto de vista de Plejanov era su tosca contraposición de lo «subjetivo» y lo «objetivo», simplemente rechazando el primer plano; sin duda, consideraba esto como una aplicación de la concepción materialista de la historia. Pero es una falsa dicotomía: lo «subjetivo» (es decir, el elemento político-psicológico) (…) o cualquier otro fenómeno socio-político está íntimamente relacionado a y es una parte de la situación social total, aquello que Plejanov llamaba el “lado objetivo” de la cosa (…) Plejanov, entre otras cosas, fue pionero de ese «marxismo» que pretendía convencer a la gente de que el materialismo histórico es una fórmula «unilateral» [one-side formula], que no tiene en cuenta la interacción entre los factores políticos y los demás factores sociales” (Hal Draper, The dictatorship of the proletariat. From Marx to Lenin, New York, Monthly Review Press, 1987, pp. 66-67).

Desde otro ángulo, es esta “tosca contraposición”, mecánica y no dialéctica, la que nos presenta Plejanov respecto del par dialéctico de “necesidad” y “libertad”: la “libertad” no es simple y mecánicamente la “necesidad hecha conciencia”, sino la actuación abierta (a varias posibilidades) de los hombres, los partidos y las clases en las condiciones históricas dadas5; algo muy distinto a afirmar que las clases sociales son meros instrumentos de una racionalidad histórica predeterminada.

El intelectual marxista checo Karel Kosik señala que “en la tradición materialista, comenzando por Hobbes, la libertad es determinada por el espacio en que se mueve el cuerpo. Partiendo de una concepción mecánica del espacio, que es indiferente al movimiento y al carácter del cuerpo y que determina apenas la forma exterior del movimiento, y pasando por la teoría del ambiente social del iluminismo francés, la concepción materialista culmina con la intuición de que la libertad es el espacio histórico que se desdobla y se realiza gracias a la actividad de un cuerpo histórico, esto es, la clase. La libertad no es un estado, es una actividad histórica que crea formas correspondientes de convivencia humana, esto es, de espacio social” (K.Kosik, Dialéctica de lo concreto, México, Grijalbo, 1967, p. 240).

En el mismo sentido, dice Trotsky en oportunidad de un momento particularmente dramático de la Guerra Civil: “Acampando aquí, en las cercanías de Kazan, podía uno estudiar, en una superficie relativamente pequeña, los diversos factores que componen la sociedad humana y sacar argumentos contra ese cobarde fatalismo histórico que (…) se atrinchera pasivamente tras el imperio de las leyes que rigen las cosas, pero olvidando que el resorte más importante de estas leyes es el hombre viviente y activo” (Mi vida, Buenos Aires, Antídoto, 2006, p. 304).

Arcary, aunque en su reflexión oscila y sugiere matices, no parece resolver este decisivo problema de manera acabada. Su resumen es que “la exposición de Plejanov, conocida como una explicación notable de la concepción marxista de la historia entre los revolucionarios rusos, parece sólida e irrefutable. Sin embargo, es necesario reconocer que la cuestión de los sujetos políticos, tanto colectivos como individuales, no se reveló tan simple. Reconocemos que la argumentación de Plejanov es cuidadosa. Protege su argumentación anticipándose a la crítica: si la presión de la necesidad puede ser neutralizada por hechos innumerables e imprevistos (…) es porque los factores objetivos no estaban lo suficientemente maduros (…). La fuerza de la argumentación de Plejanov es que la ausencia de Robespierre podría haber alterado las formas cuantitativas del proceso, pero no el contenido cualitativo de la dictadura jacobina (…) el rumbo de los acontecimientos habría sido esencialmente el mismo” (Las esquinas…, pp. 172-173).

La reserva metodológica que Arcary no tiene la precaución de hacer en su comentario de Plejanov es que esta evaluación podía ser atinada respecto de la revolución burguesa y su mecánica más objetiva, pero ya no respecto de un tipo histórico de revolución, la socialista, en el que la “ecuación algebraica” de los factores objetivos y subjetivos se ve sustancialmente modificada.

Aunque Arcary se esfuerza por matizar las argumentaciones más crudamente deterministas de Plejanov, le termina dando a los factores subjetivos sólo la posibilidad de “adelantar” o “retrasar” el desarrollo de los acontecimientos: “El argumento fundamental de que la necesidad finalmente siempre se abre camino y que nadie es, por lo tanto, insustituible, puede y merece ser problematizado. Tout court, ese procedimiento seria un «fatalismo falso». La «necesidad siempre se abre camino» es una conclusión teóricamente legítima, pero no debe ser interpretada, simplistamente, como un camino que «conduce inexorablemente». La necesidad histórica es un concepto que el marxismo reivindica, pero con cuidados y solamente cuando hace análisis de altísimo nivel de abstracción teórica (…) Aun así, parece indispensable reconocer que la necesidad opera siendo neutralizada, por lo menos en parte, por innumerables contratendencias que establecen variadas mediaciones. La ausencia de los factores subjetivos x, y o z, no plantea sólo posibilidades «cuantitativas» diferentes: la tendencia de los acontecimientos podría ser retardada, por ejemplo, por meses o años” (Arcary, cit., pp. 176-177).

¿Se trata de que los factores “subjetivos” podrían meramente “retardar” el proceso histórico de la revolución socialista? ¿O, por el contrario, de que dentro de determinadas condiciones históricamente circunstanciadas, el proceso podría ir para otra parte? O, lo que es lo mismo: a comienzos del siglo XXI, ¿la revolución socialista sólo ha sido “postergada”, pero “inexorablemente” vendrá por “la presión de la necesidad histórica”? ¿O la alternativa sigue siendo el socialismo o la barbarie?

En nuestra visión, el devenir concreto de la dialéctica histórica y de la lucha de clases han actualizado de una manera notable el pronóstico alternativo de Engels y Luxemburgo de dos vías para el curso de la sociedad humana: el socialismo o la barbarie. Lógicamente, al quedar en última instancia preso del esquema de la “inevitabilidad histórica” –sólo que con eventuales y molestos “retrasos”– Arcary pierde de vista esta formulación dialéctica.

Es evidente que Arcary se toma de una falsa analogía de Nahuel Moreno que comparaba el curso histórico de la revolución socialista con las vías de un ferrocarril. Según Moreno, el proceso objetivo mismo era tan fuerte que impulsaba al “tren” de la revolución por las vías del “socialismo”, sólo que sin clase obrera y/o sin dirección revolucionaria, el “tren” se detendría en alguna estación antes del “destino final”. Al respecto, polemiza Roberto Ramírez: “Las cosas han sido más complicadas. Casi nunca los ferrocarriles tienen una sola vía: hay bifurcaciones, desvíos y también «vías muertas»; es decir, que no llevan a ninguna parte. Podemos decir que frente al tren de la revolución se abren dos vías. Si lo conduce una burocracia, tomará por una vía muerta. Si se impone el programa de la democracia socialista y el conductor es realmente la clase obrera autodeterminada, el tren tomará la vía transicional al socialismo. Es que las burocracias, organizadas en estados “todopoderosos”, no pararon el tren después de la expropiación, sino que siguieron marchando por otras vías” (Roberto Ramírez, texto inédito).

Arcary, en algunos pasajes, parece acercarse a esta línea de pensamiento: “La disparidad entre la madurez de los factores objetivos y los subjetivos se desenvuelve en un proceso desigual y combinado, en las más diversas proporciones, y de tal manera, que la amalgama resultante es una sorpresa histórica. En una palabra, la subjetividad puede ser cualitativa” (Arcary, cit.). En efecto, el proceso histórico-concreto vivo puede dar lugar a “sorpresas históricas” como ocurrió con la contrarrevolución estalinista y el carácter anticapitalista pero no socialista de las revoluciones de posguerra. Pero Arcary, como asustado por haber llegado tan lejos, inmediatamente retrocede hacia un terreno más conocido: “Parece, por lo tanto, más plausible considerar que las escalas de tiempo operan contradictoriamente sobre los sujetos sociales en lucha: si, a largo plazo, maduran cualitativamente los factores objetivos de la transición post capitalista que fortalecen la clase trabajadora, en el corto plazo, el atraso y la inmadurez de los factores subjetivos (…) dificultan las condiciones para la victoria” (ídem). Aquí, nuevamente, el lugar de los “factores subjetivos” se ha vuelto meramente “cuantitativo”, no “cualitativo”: sólo puede “dificultar” el progreso del proceso histórico.

En definitiva, esta dialéctica de los factores objetivos y subjetivos en la actual época histórica fue mucho mejor resuelta por Rosa Luxemburgo: como está dicho, es el socialismo o la barbarie. No hay ni puede haber “necesidad histórica” que venga a eximir a la clase obrera y a los socialistas revolucionarios de las tareas epocales que tenemos por delante.

Tareas, sujetos y métodos en la revolución socialista

En su libro, Arcary vuelve sobre una discusión clásica: ¿cómo definir el carácter de una revolución? ¿Cuál sería el elemento determinante? Arcary parte de recordar que en la II Internacional predominaba el criterio de las “tareas” a la hora de la definición del carácter social de una revolución. Es sabido que, por lo tanto y mecánicamente, en el caso del debate en Rusia, los mencheviques consideraban que la revolución sería “burguesa” sin más. Y, en esas condiciones, debía “dirigirla” la burguesía, posición enfrentada desde ángulos distintos tanto por Lenin como por Trotsky.

Luego Arcary hace referencia a la ley de desarrollo histórico que, en el caso del pasaje del feudalismo al capitalismo, había permitido la realización de las tareas de una clase por otra: la ley de desarrollo desigual y combinado. Y agrega que si debe haber una combinación de los elementos objetivos (tareas) y subjetivos (sujetos sociales y políticos), en última instancia, lo decisivo para precisar el carácter de una revolución sería “el contenido histórico-social de los resultados”.

Pero si esto es a priori plausible, en todo caso ameritaría una profunda discusión sobre el carácter mismo de los “resultados”, que Arcary ni siquiera esboza, como ya señalamos. De haberlo hecho, quizá se hubiese visto obligado a considerar si los mismos “resultados” –es decir, las tareas históricas cumplidas– no terminan cambiando según la clase o fracción de clase que los lleve adelante. Pero Arcary, sorprendentemente, a lo largo de toda una elaboración dedicada a las revoluciones de la segunda posguerra, no indaga en ningún momento el carácter de las sociedades a los que estas revoluciones dieron lugar. Sencillamente, el balance de las experiencias no capitalistas del siglo XX, llámense Estados obreros burocratizados, Estados burocráticos, socialismos de Estado o como se quiera, parece totalmente fuera de su objeto de estudio.

Arcary intenta hacer el planteo de que a la hora de definir el carácter de una revolución opera un “conjunto de los factores”. Pero finalmente no puede con su genio –es decir, con su matriz teórica– y termina haciendo pesar la usual concepción determinista al afirmar que “el determinismo económico es una manifestación de la presión –en última instancia– de la necesidad histórica” y que “la necesidad finalmente abre el camino” y “exige que surja en la lucha una dirección política” acorde a los objetivos de esa lucha.

A contramano, reiteramos, del marxismo clásico de Marx y Engels, Arcary apela no a las condiciones materiales en que los hombres llevan a cabo la producción y reproducción de sus condiciones de vida, sino a una supuesta e intangible “necesidad histórica” que opera desde fuera de ellas para hacer la historia por los hombres mismos. Este punto de vista, lejos de ser materialista, es más bien un recurso al idealismo. En efecto, sostener que “la historia sabe abrirse camino” revela una matriz mucho menos emparentada con el materialismo histórico clásico (no el vulgar) que con los costados más idealistas y conservadores del sistema hegeliano.

En estas condiciones, la ausencia de dirección política revolucionaria (que para el Trotsky del Programa de Transición era la razón última de la crisis de la humanidad) ha demostrado ser un hueso duro de roer. De hecho, una resolución tan mecánica y “automática” del problema de la dirección tira por la borda la necesaria combinación dialéctica de factores (tareas, sujetos y métodos), efectivamente determinados por las circunstancias objetivas, pero a la vez determinantes sobre el curso mismo de los procesos.

Continúa Arcary: “Volvamos a los cuatro criterios que permiten realizar la caracterización de una revolución. Siendo todos necesarios para comprender la naturaleza de clase de la revolución e indispensables para definirlas políticamente, más aún siendo, muchas veces, contradictorias unas con otras, como expresión de amalgamas históricas más complejas –viejas tareas postergadas por demasiado tiempo, nuevos sujetos sociales inmaduros, direcciones políticamente precoces, resultados mucho menores a las expectativas–, ¿cuál sería, entre ellos, el criterio ordenador?” (ídem, p. 162).

Las esquinas peligrosas de la historia resuelve mal este aspecto tan crucial para cualquier teorización acerca de la revolución socialista, porque Arcary –siguiendo en esto a Moreno– le termina dando la razón a E. Preobrajensky en su famoso intercambio de cartas con Trotsky de finales de la década del 20.6

En un trabajo anterior, advertíamos: “Como señalara el propio Trotsky, existe una dialéctica entre las tareas y el sujeto que las lleva a cabo, donde no todo viene determinado por el contenido objetivo de esas tareas, sino también por quién y cómo las lleva adelante. En relación con este problema, la Oposición rusa se dividió en dos alas: la de dirigentes como E. Preobrajensky que al ver que la burocracia supuestamente aplicaba el programa de la Oposición de Izquierda, capitularon a Stalin y otra que tendía a plantear que la manera de llevar adelante estas medidas, más que una «revolución complementaria», significaban el comienzo de la consumación de una contrarrevolución social que llevaría a la perdida del carácter obrero del Estado. Es el caso de Christian Rakovsky” (R. Sáenz, “Crítica a la concepción de las revoluciones «socialistas objetivas»”, SoB 17/18).

La versión de Arcary de la polémica epistolar entre Trotsky y Preobrajenski fue que trató “la cuestión clave de la articulación entre las fuerzas motrices de la revoluciones, la presión de la necesidad histórica, la forma de la urgencia de las tareas, y el lugar de la lucha de clases en la forma del «sustitucionismo social»” (Las esquinas…, p. 163).

Y agrega: “Preobrajenski desacuerda con Trotsky porque el autor de la teoría de la revolución permanente insiste en la defensa de que, antes de las tareas históricas, el criterio ordenador de la naturaleza de clase de un proceso revolucionario, sería el sujeto social” (ídem). Es evidente que Arcary, como Moreno, simpatiza con esta crítica de Preobrajensky a Trotsky, razón por la cual la reflexión de este ultimo le parece “particularmente sugerente”.

Pero aquí se empiezan a mezclar dos problemáticas que atañen a planos diferentes de abstracción, aunque están íntimamente relacionados. Se trata, por un lado, de los criterios metodológicos para definir el carácter de una revolución; por el otro, el de la problemática histórico-política-estratégica acerca de las posibilidades de sustituir a la clase obrera en la revolución socialista.

Sin duda, el protagonismo social campesino en la China de 1949 tuvo elementos de mayor “independencia” a todo lo que indicaba la trayectoria histórica anterior. Pero, a nuestro modo de ver, no se trató de un ejemplo de “sustituismo social” de los trabajadores que pudiera caminar en un sentido “socialista”. Por el contrario, a la postre, se demostraron como revoluciones anticapitalistas que, en ausencia del proletariado, no pudieron encaminarse en una perspectiva auténticamente socialista. Es esto, insistimos, lo que la experiencia histórica del siglo XX ha puesto de manifiesto: para definir el carácter de clase una revolución no importan sólo las “tareas” a realizar; el sujeto y la manera en que se llevan a cabo hacen también a su naturaleza.

La expropiación, aun en ausencia de la clase obrera, es obviamente una tarea anticapitalista. Pero sin ella no puede devenir en auténticamente socialista. Dicho de otro modo: se la podría considerar “socialista”, pero sólo formalmente, porque ante la ausencia de la clase obrera y de los mecanismos de la democracia socialista, no se abre el proceso real de la transición hacia la socialización de los medios de producción. Por el contrario, éstos quedan –como quedaron– bajo el control monopólico de una burocracia de Estado que, más allá de concesiones determinadas a los trabajadores, puso la acumulación al servicio de su propio fortalecimiento, no de la clase obrera misma y sus futuras generaciones.

Al respecto, es muy ilustrativo lo que dice István Meszáros: “El viraje trascendental en cuestión implica no solamente derrocar el dominio del capital en el orden existente (…). En otras palabras, significa hacer imposible la reaparición del mandato del capital sobre el trabajo (…) instituyendo y consolidando la actividad autodeterminada de los productores asociados. Esto sólo se puede lograr mediante la devolución de las condiciones objetivas (es decir, los materiales y los medios) de producción como propiedad genuina y sustancial a los productores mismos, en contraste con la vacía definición jurídica de propiedad colectiva experimentada históricamente, y que permanecía en realidad bajo el control de una autoridad estatal por separado (…). Porque lo que realmente decide el punto es la exitosa transferencia –del capital a los productores– del control efectivo de las varias unidades de producción (…). Y esto equivale a una socialización genuina del proceso de producción (…) mucho más allá del problema inmediato de la propiedad en oposición a su remota administración jerárquica a través de la «estatalización» y la «nacionalización» (…). En otras palabras, lo que está en juego es primordialmente político-social” (István Meszáros, Más allá del capital, pp. 920, 922 y 1063).

En efecto, es un rasgo específico y propio de la revolución socialista la íntima conexión entre la revolución y las tareas que se desprenden de ella. Y si los medios de producción expropiados a los capitalistas no pasan de manera efectiva a manos de la “clase obrera organizada como clase dominante” (Marx) o del “Estado de los obreros armados” (Lenin), la inevitable continuidad del trabajo asalariado y de las formas de “autoexplotación” de los trabajadores conducirán a una acumulación no al servicio de los trabajadores, sino de la burocracia.

No otra cosa es lo que ocurrió en la experiencia histórica real del siglo XX, que sirve de advertencia de que en la transición socialista la combinación de factores “objetivos” y “subjetivos” es mucho más fluida e interpenetrada que la relativa autonomía de que gozan en el capitalismo las esferas de la economía y la política.

Al respecto, señala agudamente Roberto Ramírez: “No es posible generalizar a todas las formaciones económico-sociales (y menos aún a las «transitorias» entre el capitalismo y el socialismo) una característica que sí es casi exclusiva del capitalismo, a saber, la separación extrema entre estructura y superestructura, entre las relaciones de producción y las de dominación política, entre la economía y el estado (…). Esto da al capitalismo, en esa esfera política, un carácter extremadamente «plástico», que no tienen ni podrían tener otras formaciones económico-sociales, tanto precapitalistas como poscapitalistas (…) nada de eso puede suceder cuando se expropia a los capitalistas: estado, régimen y economía dejan de ser (relativamente) «autónomos». Se termina esa «externalidad» mutua entre producción y estado (…) Así, la política y la democracia socialista (superestructura) es parte integrante e inseparable de las relaciones de producción (estructura) de la transición. Y esto también puede decirse de la otra alternativa de la producción, la del plan burocrático: también está sobredeterminada por la política e intereses de la burocracia, que no puede tolerar la democracia socialista, porque le haría imposible apoderarse de una parte importante del excedente” (mimeo ya citado).

Ya el propio Trotsky había sostenido que “a diferencia del capitalismo, el socialismo no se construye mecánicamente, sino más bien de manera consciente”. Esta es una de las diferencias específicas más grandes con la revolución burguesa, que podía basarse en el automatismo del desarrollo económico y en una separación históricamente particular entre economía y política, que no había sido característica de ninguna formación social histórica anterior y que tampoco lo es de la transición socialista. Trotsky agregaba ilustrativamente que “una vez liberadas de sus frenos feudales, las relaciones burguesas se desarrollan automáticamente. Muy distinto es el desarrollo de las relaciones socialistas, porque el Estado obrero asume un rol directo de economista y organizador” (citado por R. Sáenz, en “Crítica…”).7

En contraposición con este criterio, Arcary defiende la argumentación central de Preobrajensky contra Trotsky: “Su error fundamental recae en el hecho de que usted determina el carácter de una revolución sobre la base de quien la hace, que clase, o sea, por el sujeto efectivo, al paso que atribuye una importancia secundaria al contenido social objetivo del proceso” (citado en Las esquinas…, p. 163).

Es esta conclusión teórico-estratégica corroborada por la experiencia histórica la que deja en evidencia el anacronismo de la tesis principal de nuestro autor: la del sustitucionismo social de la clase obrera en la revolución propiamente socialista. Sobre la base de las condiciones determinadas por la superación de la división entre países “maduros” e “inmaduros” para la revolución socialista, lo que decide su carácter es quién la hace, es decir, el sujeto efectivo que la lleva a cabo.

El curso histórico ha dejado un balance, entendemos, palmario y en un sentido opuesto a la reflexión de Arcary: la revolución socialista auténtica es encabezada por la clase obrera con sus organismos y partidos o no es revolución socialista. Y, en ese caso, la transición queda bloqueada, como ocurrió en la ex URSS de Stalin o en la China de Mao.

El debate en la Oposición de izquierda

Veamos más de cerca el debate entre Preobrajensky y Trotsky acerca de China, en el que Arcary –insistimos, inspirado en Nahuel Moreno en este punto– concede la razón al primero. Al respecto, cabe recordar que cuando Preobrajensky termina capitulando al estalinismo, se escuda en una argumentación que violenta el equilibrio entre los factores objetivos y subjetivos que supone la dialéctica marxista.

La capitulación de “los tres” (Preobrajensky, Radek y Smilga) en junio de 1929 abrió una de las crisis más dramáticas en la Oposición de izquierda rusa y se procesó alrededor de qué posición asumir frente de las medidas de colectivización forzosa e industrialización acelerada que estaba tomando Stalin.

Que el propio Trotsky ya estaba precavido contra el peligro de las concepciones objetivistas y economicistas en la transición lo podemos ver en la siguiente argumentación de 1926: “El análisis de nuestra economía desde el punto de vista de la interacción (tanto en sus conflictos como en sus armonías) entre la ley del valor y la ley de la acumulación socialista es, en principio, un enfoque extremadamente provechoso: más precisamente, el único correcto (…) Pero ahora hay un peligro creciente de que este enfoque metodológico sea convertido en una perspectiva económica acabada que prevea el «desarrollo del socialismo en un solo país». Hay motivos para esperar, y temer, que los seguidores de esta filosofía, que se han basado hasta ahora en una cita mal entendida de Lenin, van a tratar de adaptar el análisis de Preobrajensky convirtiendo un enfoque metodológico en una generalización para un proceso casi autónomo” (citado por R. Sáenz, “Crítica…”).

La paradoja fue que el propio Preobrajensky, que había hecho un valioso aporte al problema con su libro La nueva economía, fue quien terminó cayendo en esta “generalización para un proceso casi autónomo”, en razón de la cual –en una compresión mecanicista y economicista de la transición– capitula frente a Stalin luego del giro “izquierdista” de éste.8

Esta misma cuestión es planteada por el principal dirigente de la Oposición de izquierda rusa después de Trotsky, Cristian Rakovsky, que señalaba que era imposible considerar las medidas del “giro” de Stalin independientemente de quién y cómo las estaba tomando: “Preobrajensky me ha respondido con una larga carta en la cual afirma que tengo razón, que «la situación en nuestro aparato de Estado y en nuestro aparato de partido exige una reflexión relativa a todas estas cuestiones, basadas en las enseñanzas del marxismo-leninismo sobre el Estado». Esta por trabajar una minuta acerca de «los éxitos y fracasos en la edificación del socialismo en la URSS» durante los años de la dictadura, que tendrá un capítulo sobre la «burocracia socialista». Él considera, sin embargo, que mi punto de vista es «subjetivista», y destaca que el conflicto con el kulak es un hecho «objetivo», que continuará desarrollándose e influenciando el partido mismo”. Pero, agrega Rakovsky, de ninguna manera se podría perder de vista que “el desarrollo de este conflicto, en un sentido u otro, depende de la relación con el partido (…) Es imposible evitar el «subjetivismo»” (“Cartas de Astrakán”).

Así, la lucha contra el kulak emprendida por la fracción estalinista de ninguna manera podía concebirse como un proceso que pudiera desarrollarse en un sentido socialista de manera independiente de la propia acción del partido: el quién y cómo llevara adelante las tareas de la industrialización y colectivización agraria hacían a su carácter mismo. A nuestro modo de ver, la experiencia histórica le dio enteramente la razón a Rakovsky contra Preobrajensky.

En cambio, Arcary vuelve a la carga en su defensa del punto de vista “preobrajenskiano”: “Preobrajensky desacuerda con Trotsky porque el autor de la teoría de la revolución permanente insiste en la defensa de que, antes de las tareas históricas, el criterio ordenador de la naturaleza de clase de un proceso revolucionario será el sujeto social (…) [son] los términos de dos problemas inseparables: la cuestión de la naturaleza social de la revolución y la posibilidad de un protagonismo revolucionario campesino independiente como expresión de un sustituismo social elevado a la enésima potencia (…) Veamos ahora en que medida la historia confirmó o no el vaticinio de Preobrajensky. El previó que, después de la devastadora derrota en Canton, sería necesario todo un intervalo histórico para la recuperación del proletariado (…) Sugirió en forma pionera que la primera línea del protagonismo revolucionario podría ser asumida por los campesinos. Una de las más impresionantes paradojas históricas imaginables: la revolución socialista triunfó como revolución agraria antiburguesa en algunos de los países más pobres y atrasados de la economía mundial sin que la clase obrera hubiese cumplido un papel más relevante” (Las esquinas…, p. 163 ss.)

Y Arcary remata el razonamiento con su consabido argumento de la historia como deus ex machina que hace el socialismo por la clase obrera: “Bajo la presión terrible de la descomposición de las condiciones objetivas –las crisis económicas, sociales y políticas de regímenes tiránicos, «la historia abrió el camino», y otras clases, no el proletariado urbano, asumieron un papel revolucionario y avanzaron más allá del capitalismo. Más importante aún: como la totalidad es mayor que la suma de las partes, no alcanza considerar unilateralmente uno de los factores para concluir una caracterización social de una revolución (…) Ningún factor es suficiente para prever o definir la naturaleza social de la revolución. A todos esos factores hay que incorporar el estudio de la dinámica político-histórica, o sea, el signo de la etapa mundial” (ídem, p. 167).

Esta argumentación tiene un claro sesgo determinista, porque, como ya señalamos, la etapa marca la actualidad histórica de la revolución socialista, pero eso no puede significar que, como consecuencia, todas las revoluciones de esta época fueran socialistas.

En pleno furor chavista, muchas corrientes “trotskistas” harían bien en reexaminar por qué Trotsky paró su teoría de la revolución “sobre los sujetos”, esto es, sobre la base de condiciones determinadas, alrededor del sujeto social efectivo que la encabezara. Porque en el complejo total de factores, y en las condiciones de una determinada estructura social, lo que decide en última instancia el carácter propiamente socialista de la revolución son las clases que la componen y su acción.

Sólo las clases en lucha pueden “abrir el camino”

Si se argumenta, en cambio, como la hace Arcary, que la “historia siempre se abre camino”, queda entonces el recurso al “sustituismo social”, a nuestro juicio condenado por la historia del siglo XX.

Recordemos que la teoría del sustituismo proviene de la interpretación de Isaac Deutscher sobre el derrotero de la ex URSS a partir de la década del 30 y de las revoluciones de la posguerra. Clásicamente, esta teoría presentaba al Partido Comunista estalinizado como, a pesar de todo, “encarnación de los intereses históricos” de la clase obrera en ausencia total de ésta o en condiciones de sometimiento opresivo (e incluso explotador) del proletariado.

A nuestro modo de ver, esta “teoría” no es más que el recurso idealista a un factor externo que vendría a realizar las tareas de la transformación social por la clase trabajadora. En estas condiciones, Stalin era visto como “realizador”, a pesar de todo, de “tareas históricamente progresivas”.

Para el caso de la revolución china de 1949, Deutscher señalaba que “la hegemonía revolucionaria de la Unión Soviética realizó (a pesar de la obstrucción inicial de Stalin) lo que de otro modo solamente los obreros chinos podrían haber conseguido: empujar a la revolución china en una dirección antiburguesa y socialista. Con el proletariado chino casi disperso o ausente del plano político, la fuerza de gravedad de la Unión Soviética convirtió a los ejércitos campesinos de Mao en agentes del colectivismo” (citado por R. Sáenz en “China 1949…”).

Es indiscutible el peso de la ex URSS en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, pero suponer que haya podido sustituir a la clase obrera en un sentido socialista es francamente ir demasiado lejos. En el ámbito de la lucha de clases no hayley de gravedad” o de la física newtoniana que pueda determinar el carácter socialista de la revolución sin clase obrera ni vínculo alguno con ella.9 La “física política” de la revolución socialista no funciona según el determinismo del “horror al vacío”; esto es, “si la clase obrera no ocupa la escena para cumplir las tareas históricas, la historia se abrirá paso a través de otras clases”. Si el proceso político está socialmente vaciado de clase obrera, también lo estará de contenido auténticamente socialista.

En un orden análogo de problemas, pero en referencia a la planificación en la transición y al cuestionamiento a una supuesta racionalidad “per se”, “objetiva”, de ésta, Meszáros observa que el ataque del orden poscapitalista al fetichismo de la mercancía –con el fin de hacer transparentes y razonablemente modificables las funciones productivas y distributivas sociales– está condenado al fracaso a menos que se vea complementado con medidas adoptadas conscientemente con el fin de prevenir la aparición de un nuevo tipo de personificación del capital, a cargo de la extracción de plustrabajo regulada políticamente. Porque la continuación del mando separado sobre el trabajo, incluso si éste asume una forma muy diferente de la de su variedad capitalista, reproduce la determinación antagonística adversarial de la manera en que son llevadas las funciones metabólicas sociales” (I. Meszáros, cit., p. 920).

Y agregaba: “La desdichada combinación de la toma de decisiones ejecutiva y jerárquica en el lugar de trabajo y el bien fundado resentimiento de la gente que sufre las consecuencias de esta forma «socialista» de alineación de su propio poder de toma de decisiones tan sólo puede producir la anarquía del taller de trabajo (en forma de «encabalgamiento de horarios», desperdicio de material y de tiempo, escasa motivación para el aprendizaje de nuevas y mayores habilidades y negligente ejercicio de la destreza productiva incluso en el nivel inferior, etc.), por una parte, y por la otra, como su remedio consecuencial e ilusorio, la intensificación definitivamente contraproducente del control burocrático centralizado” (ídem, p. 856).

Lejos de todo criterio de racionalidad abstracta de la planificación, Meszáros habla de la real y existente anarquía en los lugares de trabajo producto de la desafectación de los productores, sometidos a la mano de hierro de la burocracia. Anarquía de la producción que no es análoga a la del capitalismo, pero que, sin embargo, se pone en marcha ante la ausencia de un verdadero metabolismo democrático en la producción, dado el desarrollo de “un nuevo antagonismo entre producción y control social de la misma”. En suma, la lógica objetivista tampoco funciona en la transición socialista.

Volviendo a Deutscher, la metodología que subyace a sus tesis implicaba una lógica determinista histórica abstracta, más emparentada con la tradición de la II Internacional que con el marxismo revolucionario. Y las tesis deterministas van aquí de la mano con las sustituistas, ya la clase trabajadora aparece reemplazada por una burocracia estalinista que, siguiendo una “mecánica objetiva” similar a la de la revolución burguesa, viene a “conservar” (“con sus propios métodos”) las adquisiciones de la revolución. Stalin deviene Napoleón Bonaparte.

Pero esta elaboración, anclada en un momento histórico muy distinto al actual, no puede sostenerse hoy, cuando, contando con el beneficio de la mirada retrospectiva, sabemos que la supuesta “resolución de las tareas” en nombre de la clase trabajadora y no por la clase como tal, se revirtió en la puesta en pie de inéditas relaciones de opresión y explotación en las sociedades donde fue expropiado el capitalismo. Claro que ni Arcary ni muchas corrientes que se reivindican “trotskistas”, en su evaluación histórica de estas revoluciones, se molestan en remitirse a sus resultados históricos efectivos.

Efectivamente, en la historia anterior ha existido una desigualdad de tareas y sujetos, y actores sociales determinados tomaron en sus manos tareas de otros. Sobre esto se apoya Arcary: “El sustitucionismo social, el «núcleo duro» de la teoría, se apoya en una comprensión de que la fuerza de la necesidad de las tareas a escala mundial ejerce un grado tan elevado de presión que el programa que históricamente correspondía a una clase, pero que, por las más diferentes razones, faltó a su encuentro con la historia, pasaría a ser cumplido por otra. Era, tal vez, en ese sentido que Marx acuñaba su famoso «la historia no se plantea problemas que no se puedan resolver»” (V. Arcary, “La concepción marxista de la historia y la definición de época revolucionaria”, en www.pstu.org.br).

Pero de lo que se trata aquí es de si las tareas de la revolución proletaria podían resolverse en un sentido auténticamente proletario y socialista aun en ausencia de la propia clase trabajadora. Y toda la respuesta del siglo XX es negativa. Porque es cierto que el “proceso objetivo” condujo a la realización de genuinas e inmensas revoluciones democrático-nacionales, antiimperialistas y anticapitalistas como la china y otras en la segunda posguerra. Pero lo que no puede dejar de reconocerse –menos aún a la vista de los resultados, ventaja que los trotskistas de posguerra no tuvieron– es que estas revoluciones han sido sin socialismo.

Decíamos en un trabajo anterior: “La reforma agraria, la independencia del país del imperialismo y la expropiación fueron tareas que en las revoluciones de posguerra asumieron un carácter anticapitalista. Pero el error estuvo en que se las asimiló, mediante un esquema mecánico y economicista, a revoluciones obreras y socialistas. Porque en sentido histórico los dos polos son las clases fundamentales: la clase capitalista y la clase obrera. Pero en tiempo real –incluso destacado por Moreno– se estaba viviendo el fenómeno del fortalecimiento colosal del aparato estalinista, que, por una circunstancia histórica completamente imprevista, original y específica, se había encaramado en un Estado (y estados) como producto de la degeneración de una auténtica revolución socialista y de un Estado obrero real. Por lo tanto, en términos circunstanciados, había aparecido en la escena histórica un tercer actor, condenado a perecer, no orgánico, pero que nosotros no consideramos en modo alguno parte de la clase trabajadora ni sujeto de la realización de tareas de la clase obrera (sustituyéndola), que requería una comprensión particular: la burocracia estalinista. En sus manos, la expropiación y la planificación estatal constituyeron medidas anticapitalistas, pero de ninguna manera obreras y socialistas” (R. Sáenz, “Las revoluciones de posguerra y el movimiento trotskista”, SoB 17/18, pp. 109-110).

Lamentablemente, el esfuerzo de elaboración de Arcary y de la corriente del PSTU, en vez de recoger un saldo de décadas de experiencia histórica y de acontecimientos histórico-universales que echan nueva luz –“paradójicamente”, confirmando muchos puntos clásicos del marxismo– sobre las condiciones de un proyecto socialista en el nuevo siglo, se aferra a un esquema teórico y a un marco histórico no sólo erróneos, sino correspondientes a otro período. En ese sentido, más que contribuir a la renovación y la reafirmación de la vigencia del marxismo revolucionario como herramienta teórica, política y estratégica, esta elaboración deja traslucir cierto anacronismo y conservadurismo que flaco favor le hacen a la causa de la lucha emancipadora de la clase trabajadora.

Notas:

1 Ver “China 1949, una revolución campesina anticapitalista” en SoB 19. Más allá de las definiciones de Arcary, que consideramos erróneas, es cuestionable que no haya prácticamente ninguna investigación empírica acerca de los procesos históricos concretos.

2 En otro trabajo hemos señalado –siguiendo en este punto al marxista norteamericano Hal Draper– una valoración opuesta a la que presenta Arcary. Ni Marx respecto de los jacobinos, ni Lenin, al reivindicar la tradición militante y combativa de corrientes pequeño burguesas como los populistas rusos perdieron jamás de vista que esta tradición remitía a sectores de clase no obreros sino de voluntad sustituista, mesiánicos, a diferencia de lo que caracteriza a la revolución proletaria como “revolución de la inmensa mayoría en interés de la inmensa mayoría”.

En ese contexto, Draper señala que, contra lo que se podría suponer, en su reivindicación de las corrientes de la revolución francesa Marx dejaba afuera todo el espectro de los jacobinos en favor de dos tendencias poco conocidas: los social-girondinos, alrededor del “circulo social” y Abbé Fauchet, y el ala revolucionaria del ascenso, los enragés, que rechazaban al jacobinismo y su dictadura desde la izquierda y desde el punto de vista de las clases trabajadoras (ver Leclerc y Jacques Roux).

3 En el mismo sentido metodológico señalan los biólogos dialécticos Lewontin, Rose y Kamin: “Las explicaciones dialécticas (…) no separan las propiedades de las partes aisladas de las asociaciones que tienen cuando forman conjuntos, sino que consideran que las propiedades de las partes surgen de estas asociaciones. Es decir, de acuerdo con la visión dialéctica, las propiedades de las partes y de los conjuntos se co-determinan mutuamente”. En No está en los genes. Racismo, genética e ideología, Barcelona, Crítica, 2003, p. 23.

4 Perry Anderson es otra de las problemáticas “fuentes de inspiración teóricas” de Arcary. Muchas veces se olvida que éste ha sido un aplicado discípulo de Isaac Deutscher y de Althusser. Precisamente, el conocido libro de Anderson contra E. P. Thompson es esencialmente una defensa del objetivismo muerto del autor francés.

5 El citado Thompson acuñó esta bella sentencia: “Los hombres y las mujeres son los agentes siempre frustrados y siempre resurgentes de una historia no dominada”. Véase también su notable texto de ruptura con el estalinismo (“Una carta a los filisteos”), en el que, a pesar de sus falsas apreciaciones acerca de la batalla histórica de León Trotsky, se esbozaba un soplo refrescante respecto de las versiones más anquilosadas del marxismo.

6 Recordemos que la crítica de Moreno a las tesis de La revolución permanente era que “estaban paradas sobre los sujetos y no sobre el proceso objetivo”. Y que, por lo tanto, había que “dar vuelta la formulación, parando la teoría sobre el proceso objetivo” y no los sujetos.

7 De manera más general y poética, decía también Trotsky: “El modo de vida comunista no crecerá ciegamente, a la manera de los arrecifes de coral en el mar. Será edificado conscientemente. Será controlado por el pensamiento crítico. Será dirigido y rectificado (…). El hombre se esforzará por gobernar sus propios sentimientos, por elevar sus instintos a la altura de lo consciente y por hacerlos transparentes, por dirigir su voluntad en las tinieblas del inconsciente” (citado en Jacquy Chemouni, Trotsky y el psicoanálisis, Buenos Aires, Nueva Visión, 2007, p. 45).

8 La base de apoyo “metodológica” para este punto de vista se puede rastrear en los aspectos unilaterales de su por otra parte importante obra La nueva economía.

9 “Cabe tomar nota que el término de «ley» es empleado de maneras muy diferentes en esos dos casos. Cuando es impuesta gracias a un mecanismo que se hace valer ciegamente, Marx lo analiza como análogo a la ley natural mediante la cual quiere caracterizar al sistema capitalista. Pero existe otro sentido de “ley”, que representa un marco o procedimiento de regulación ideado por una agencia humana en fomento de sus objetivos elegidos. Es este último sentido –«la ley que nos damos»– el que resulta pertinente en el contexto del empleo económico del tiempo bajo las condiciones del sistema comunal. De acuerdo con ello, Marx insiste en que esa clase de regulación del tiempo disponible de la sociedad es «esencialmente diferente de una medición de valores de cambio (trabajo o productos) mediante el tiempo de trabajo»” (István Meszáros, cit., p. 879).

Por Roberto Sáenz, Revista SoB 21, noviembre 2007

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