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Ene - 15 - 2016

Una de las primeras noticias internacionales del año 2016 fue la ejecución por parte del reino de Arabia Saudita de 47 personas. Como señalamos recientemente en un artículo[1], se trata de una práctica ultra-reaccionaria habitual en la retrógrada monarquía saudí. Este caso en particular, sin embargo, no se trató de una ejecución rutinaria: entre las 47 personas asesinadas se encontraba un importante dirigente de la comunidad chiíta local, el clérigo Nimr Baqr al-Nimr.

Los chiitas son una minoría religiosa dentro de Arabia Saudita, numerosa en sus provincias orientales. Fueron precisamente esas provincias las que, en el marco del movimiento internacional de la Primavera Árabe (2011), se pusieron de pie contra la opresión de la monarquía saudí. El jeque al-Nimr fue una de las principales figuras de estas protestas. Su ejecución, por lo tanto, tiene el carácter de una revancha brutal contra la Primavera Árabe, por un lado, y contra la comunidad chiíta (tanto local como internacional), por el otro. Es un mensaje aleccionador que busca cortar de raíz cualquier cuestionamiento al régimen, y una incitación a la violencia sectaria y al odio regional. No quedan dudas, por lo tanto, de que debe ser profundamente repudiada.

La ejecución desató un grave conflicto político y diplomático en todo Medio Oriente. El problema central es que pega en caliente sobre una línea de fractura regional ya de por sí extremadamente sensible. Esta línea es la que separa, por un lado, a los países y sectores político-sociales que se nuclean alrededor de Arabia Saudita, de orientación religiosa musulmana sunita, y a aquéllos que se nuclean alrededor de Irán, de orientación musulmana chiíta. Es decir, un conflicto que adquiere un doble carácter: por un lado es entre grandes Estados, y por otro lado es entre segmentos sociales y organizaciones político-religiosas existentes adentro de cada país (en aquellos países donde coexisten ambos grupos).

La ejecución de al-Nimr no pudo generar más que una enorme (y legítima) indignación en el mundo chiíta. En Irán los manifestantes invadieron e incendiaron la embajada saudí en la capital, Teherán. Se registraron protestas y choques en varios países donde la línea de fractura sectaria se mantiene candente: dentro de la propia Arabia Saudita, en Bahrein, etc.

Por su parte, la monarquía saudí respondió redoblando la apuesta: anunció la ruptura de relaciones diplomáticas con Irán, y llamó a todos sus países satélites a hacer lo mismo, que obedecieron su llamado. Este es el caso de la mayoría de los Estados de la península arábiga, y de otros como Jordania y Sudán. Por si fuera poco, además, bombardearon la embajada iraní en Yemen, una de las principales “líneas de frente” del combate entre ambos bloques regionales (donde viene desarrollándose una guerra civil con intervenciones extranjeras).

Dos estados reaccionarios

Más allá de los aspectos coyunturales del enfrentamiento actual, es necesario hacer una caracterización más general de los Estados que están en el centro de ambos bandos. En los dos casos se trata de regímenes reaccionarios hasta la médula. En ninguno de ambos existe nada parecido a una democracia, donde el pueblo elija de manera más o menos libre (aunque sea formalmente) a sus gobernantes. Tampoco existe nada que se parezca a la libertad de prensa, de asociación, de protesta, ni qué hablar de derecho a huelga o libre sindicalización. En ambos imperan formas de opresión religiosa que se hacen especialmente pesadas sobre las mujeres, sobre las minorías sexuales, sobre las minorías étnicas y religiosas, etc. Mientras que Arabia Saudita oprime a su minoría chiíta, por ejemplo, Irán oprime (también brutalmente) a su minoría kurda. Ambos países se enriquecen esencialmente por la renta petrolera, al margen de todo desarrollo global de las fuerzas productivas.

No son sin embargo dos Estados exactamente simétricos. Irán, además de ser un país muchísimo más poblado (80 millones vs. 30 millones), posee una economía relativamente más moderna, con un poderoso sector industrial (y por ende, con una poderosa clase obrera), y una sociedad más vital y menos religiosa que su propio Estado. Arabia Saudita conserva rasgos mucho más arcaicos, aunque su enorme sector petrolero haya dado lugar a algunos enclaves más o menos modernos con una poderosa burguesía (rasgo similar al del resto de la península arábiga). En este caso, la mayoría de la clase obrera son trabajadores inmigrantes superexplotados y sin el más mínimo derecho.

La otra importante diferencia es que Arabia Saudita es parte de una histórica alianza militar con Estados Unidos (y por lo tanto, de manera indirecta, con Israel), actuando como uno de los bastiones del orden imperialista en la región. Mientras que Irán gracias a su revolución del 79 logró romper el lazo de dominación más directo al imperialismo, conservando desde entonces una cierta autonomía política (que hace pasar como “anti-imperialista” sin llegar realmente a serlo). Esto le permite también un mayor enfrentamiento con el Estado de Israel y su régimen colonialista de ocupación (aunque distorsionada por el propio sentido religioso y retrógado que el régimen teocrático iraní le imprime a ese enfrentamiento). Esta es la explicación de porqué el imperialismo yanki-europeo y el sionismo ponen el grito en el cielo contra cada atrocidad (real o inventada) cometida por el Estado iraní, pero hace la vista gorda y calla absolutamente frente a las atrocidades de la monarquía saudita.

Pero las diferencias entre ambos llegan hasta aquí. Luego ambos actúan en la región en función de sus propios intereses de Estado, intentando aumentar su influencia cueste lo que cueste, sin importarles las necesidades e intereses de las poblaciones locales. Así es como ambos dieron lugar a una terrible carnicería en países como Siria o Yemen, donde las muertes de civiles se cuentan por cientos de miles, con millones de refugiados y la destrucción total de los respectivos países.

Las raíces del conflicto regional

La tensión entre Arabia Saudita e Irán ya lleva varias décadas, más precisamente desde la constitución en 1979 de la República Islámica de Irán: un régimen teocrático que significó para los saudíes una competencia por el liderazgo del mundo musulmán.

Sin embargo, esta pelea por la hegemonía regional se fue “calentando” especialmente desde la invasión yanki a Irak (2003), que rompió el statu quo en la región abriendo la “caja de Pandora” de la guerra fratricida. A partir de allí los dos bloques regionales empezaron a estimular al máximo las líneas de fractura sectarias en la sociedad para establecer su propia influencia en Irak y en la región. Así es como en 2006 la administración Bush, los neoconservadores, el sionismo y la monarquía saudita empezaron a alertar sobre el peligro de la “medialuna chiíta”, o la zona de pretendida influencia de Irán. Parte de ella era la resistencia de Hezbollah en el sur de Líbano, que derrotó a las fuerzas armadas israelíes en el conflicto de ese mismo año. Pero también el nuevo gobierno pro-iraní que se instaló en Baghdad (Irak). Contra esto es muy probable (según diversos reportes, entre ellos de los propios generales norteamericanos) que Arabia Saudita y sus aliados regionales hayan ayudado a financiar y armar a Al Qaeda en Irak, como forma de frenar la influencia iraní.

Lo que terminó de destruir el precario equilibrio regional fue la irrupción de la Primavera Árabe, que puso al borde de la caída a varios regímenes de la región, pertenecientes a ambos bloques. En cada país donde estallaban o podían estallar las protestas, cada bando estimulaba a los sectores bajo su influencia a levantarse contra el régimen o a defenderlo costase lo que costase, según fuera el caso. Así la Primavera Árabe enfrentó a ambos bloques en Siria, en Irak, en Yemen, en Bahrein, en la propia Arabia Saudita, etc. En algunos de estos países esto derivó en guerras civiles brutales que duran hasta el día de hoy sin perspectivas de cerrarse.

Un último factor de importancia en el enfrentamiento fue el acuerdo alcanzado (aunque todavía no ratificado) entre Irán y Estados Unidos alrededor del programa de desarrollo nuclear del primero. De avanzar la aplicación del acuerdo, se levantarían las sanciones económicas que el mundo occidental tiene establecidas contra el régimen iraní: esto concretamente significa que Irán entraría como “actor de pleno derecho” en la política regional, y en la competencia económica de los países exportadores de petróleo. No hace falta explicar que el principal perjudicado con esto es el régimen saudí (además de despertar el pánico en el enclave colonialista de Israel).

Si a todos estos factores se suma la crisis interna de la monarquía saudí (con fuertes problemas de sucesión dinástica y varias guerras sin resolver), se entiende la política de “fugar hacia delante” mediante el agravamiento de las provocaciones. Esto trae el peligro de que la región se hunda todavía más profundamente en la guerra fratricida.

La única salida para Medio Oriente, por lo tanto, pasa por la movilización y organización independiente de las masas de todos los países, rompiendo con la lógica de los Estados reaccionarios y de los enfrentamientos sectarios: el camino que se había empezado a ensayar con la Primavera Árabe.

[1] Arabia Saudita – Repudiamos las condenas a muerte y los brutales castigos, por Ale Kur, Socialismo o Barbarie, 17/12/15.

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Por Ale Kur, Socialismo o Barbarie, 14/1/16

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