Nov - 1 - 2002

Argentinazo: política, estrategia y teoría

Los orígenes y los factores que motorizaron el «argentinazo» vienen de larga data. Conviene analizar algunos de ellos para luego poder dar cuenta de la mecánica general de las clases y sus enfrentamientos. Explicar la pertinencia de la perspectiva socialista tiene íntima relación con ello.

El «argentinazo» debe ser objeto de reflexión en dos niveles claramente diferenciados. Un primer nivel que muestra lo que ha favorecido la emergencia del «argentinazo» y que funciona como un estímulo permanente que sigue alimentando su desarrollo. El segundo nivel refiere a lo que opera como límite para que el actual proceso avance en favor de los intereses de la clase trabajadora.

La reflexión que cabe hacer respecto a esto es que ambas series recubren los mismos fenómenos. Los disparadores del «argentinazo» ofician al mismo tiempo como estímulo y como límite del actual proceso. Los fenómenos a los que nos referimos son: a) las disfunciones estructurales del régimen de acumulación del capitalismo argentino (es decir lo que se ha «naturalizado» con la denominación casi costumbrista de «la crisis»); b) el signo de interrogación que pende sobre la mediación democrático–burguesa instalada desde 1983, corporizado en la consigna «que se vayan todos»; c) la rebelión del hambre, motorizada por una desocupación de masas y por la creciente marginación de las capas más pobres de la clase trabajadora, que se expresó a través de los saqueos; d) el incipiente comienzo de ingreso a escena de los trabajadores «ocupados», expresado a nivel de la vanguardia a través del proceso de ocupaciones de fabrica; e) la disposición de una amplia vanguardia (de impronta más social que política, muy combativa pero poco politizada) a entrar en la pelea política y en la confrontación con el régimen político y social vigente; fenómeno visible en la lucha en las calles del 20 diciembre.

El problema del régimen social de acumulación

El régimen social de acumulación del capital instaurado por la dictadura cívico–militar de 1976 y radicalizado por el menemismo en los ’90, ha llevado a la quiebra de la Argentina capitalista.

En este país se ha visto una versión exacerbada de las tendencias actuales del sistema capitalista en el que el aumento de la tasa de ganancia se independiza de cualquier expansión de los mercados (aun moderada) y de las pautas de consumo populares (que conformaban lo que los «regulacionistas» llaman fordismo). En la Argentina de los ‘90 la desestructuración del mercado interno (con el consecuente aumento geométrico de la desocupación) y la proyección trasnacionalizada de la clase dominante local fueron los factores fundamentales que llevaron a la quiebra de la Argentina como país capitalista. El resultado inmediato de esto es la posición de arbitraje respecto a cualquier reestructuración del país con que ha emergido el imperialismo norteamericano.

Esta situación es un obstáculo de hecho a cualquier política compensatoria para el conjunto de las clases populares que el estado capitalista pueda llevar adelante, por más tímida que ésta sea. De todas formas hay que matizar. Hablamos de una política general, es decir para el conjunto de todas las clases y fracciones de clase dominadas. En este momento el estado burgués está llevando adelante una política de este tipo con referencia a los trabajadores desocupados (especialmente a los organizados). Más adelante nos referiremos a esto. Sin embargo este aspecto particular de la realidad no invalida que, en términos generales, el capitalismo argentino no puede andar subsidiando a la pequeña burguesía ni aumentando los salarios de los trabajadores ocupados. Más bien al revés. Las condiciones de vida de las clases populares deben empeorar para que el reventado capitalismo argentino salga adelante. Este panorama general ha tenido como consecuencia que se abra un espacio de trabajo para la izquierda revolucionaria, cosa evidente desde antes de diciembre.

Pero a la vez aumenta al máximo la responsabilidad política de los revolucionarios, porque en las condiciones actuales en las que la sociedad explotada y oprimida vive en la desesperación permanente o lindando con ella y que el estado de ánimo general del pueblo es extremadamente volátil y circunstanciado, las tareas de orientación en el sentido de politizar y organizar se vuelven decisivas. De ellas depende que los trabajadores y todos los oprimidos puedan inclinar la cancha en su favor. La desesperación respecto a las condiciones materiales de existencia está lejos de ser un combustible que siempre nos favorezca. El capitalismo tiene experiencia en administrar situaciones de este tipo, en las que las explosiones de odio popular y de clase se vuelven tan regulares como las mareas. Como si eso fuera poco, las situaciones de estrechez material desmoralizan a los explotados. Es conveniente recordar que en el anterior ascenso obrero y popular, el ocurrido entre el «Cordobazo» y el golpe del ‘76, el sujeto que lo protagonizó surgió de una Argentina en crisis pero que estaba lejos de los desequilibrios actuales.

Además de estos problemas que hacen a la intervención política, pero que son de tipo más estructural, es importante definir que hasta ahora la izquierda revolucionaria no ha sido de gran ayuda para que los trabajadores y las clases populares den un vuelco político ofensivo contra el enemigo burgués e imperialista. Más bien al volver instrumentales las luchas de los diversos sectores de la recomposición (el PO con su populismo piquetero, el MST colaborando en la burocratización de las asambleas que maneja o el PTS con su política sectaria y burocrática en el pequeño sector de fábricas ocupadas en que tiene influencia) han tenido un papel conservador, que objetivamente ha ayudado para «aquietar las aguas» entre los explotados al mantenerlas aprisionadas en compartimentos estancos.

Rebelión democrática contra la «democracia» y poder político

El «argentinazo» de diciembre cristalizó una situación de colapso de las instituciones de la democracia burguesa posmalvinas. Las capas fundamentales de la población ven al presente régimen como un enemigo, alguien enfrentado a sus intereses y a su bienestar material. Ello se corporiza en el rechazo unánime a los «políticos ladrones» pero alcanza también a los grupos económicos concentrados (especialmente a las «privatizadas») así como al papel de la deuda y, más limitadamente, al imperialismo.

Lo que sí no cabe duda es que la mediación de la democracia burguesa se halla en una gravísima crisis. Democracia burguesa cuya «progresividad» en la Argentina se agotó en la mera persistencia de las formas electivas y de deliberación y que debido los cambios estructurales posteriores al ‘76 careció de posibilidades de integrar socialmente a sectores de las clases dominadas. Este es un elemento que debemos evaluar. En los primeros años de democracia burguesa, en razón del recuerdo de los años de represión dictatorial, éste régimen aparecía ante las clases populares como «algo a cuidar». Eso se vió con claridad en la Semana Santa de 1987. Posteriormente, con el resultado de las crisis militares subsiguientes más el curso reaccionario de las políticas económicas, se fue asentando la percepción de que el orden democrático–burgués no era precisamente un frágil capullo a cuidar y desarrollar. Que cómo la «democracia» seguía escrupulosamente una política en favor de los grupos económicos, estaba lejos de correr peligro alguno a manos de un cada vez más fantasmal golpismo antidemocrático. Esa situación se fue degradando cada vez más a medida que el tiempo transcurría. El lazo entre el elenco político gobernante y la población se fue volviendo cada vez más tenue hasta llegar a una casi total exterioridad como la hoy existente.

Por supuesto que esta evolución no supone una acumulación progresiva de menor a mayor sino que reconoce sucesivos quiebres que abren o cierran etapas diferenciadas. Es evidente que a través de la convertibilidad, especialmente en los primeros años, la clase dominante consiguió armar un esquema que gozó de una indudable hegemonía a pesar de su fragilidad. Sin duda esos dos aspectos contradictorios (hegemonía + fragilidad interna y externa) ayudaron a que la caída de la convertibilidad haya sido un sorpresivo, rápido y duro despertar a la realidad para importantes sectores medios, los cuales han navegado simultáneamente entre la indignación, la confusión y la incorporación a la vida política. De todas formas más allá de que aparentemente las cosas funcionaban bien en ese paraíso perdido para «el» consumidor ideal que fue la convertibilidad, la mayoría de la sociedad argentina ya percibía a los políticos como una banda de ladrones (más allá del alcance político que pueda tener esta idea, ya que son evidentes sus límites). Pero se pasó de una queja despolitizada acerca de la corrupción a un reclamo como el de «que se vayan todos». Este reclamo absoluto del que la burguesía se queja y califica de imposible o de utópico, más allá de su falta de propuesta por la positiva, tiene el valor de cuestionar en los hechos las virtudes de la democracia representativa (es decir burguesa, limitada a un funcionamiento en el que todos son tratados únicamente como «ciudadanos», que esconde las condiciones reales de desigualdad vigentes) como modo de producir decisiones que favorezcan a la mayoría. El sentimiento de que «nadie me representa» se ha vuelto una cuestionadora porción de energía de re politización a través del «que se vayan todos». El sentido posterior de esta demanda dependerá de los acontecimientos futuros, entre los que se encontrarán la política de la izquierda revolucionaria y cómo ésta plantee la confluencia de todos los sectores del «argentinazo».

Esa evolución de la que hablamos esta localizada en el siguiente marco: la rebelión democrática desde abajo contra la «democracia» vigente, explícita desde diciembre y enunciada por el «que se vayan todos», no puede estabilizarse en su actual grado de conciencia política y organización. O avanza o retrocede. La exigencia de democratización verdadera no puede quedar varada en la proposición puramente negativa «que se vayan todos», aunque haya sido de su original fuerza contestataria de donde extrajo su enorme progresividad inicial. «Que se vayan todos» está muy bien como formula de rechazo que impugne a esta democracia para ricos en la que vivimos pero carece de una perspectiva que ilumine cómo trascenderla, cómo ir más allá. Es decir de qué manera se puede erigir otro orden político (y social) en el cuál la población trabajadora pueda verdaderamente decidir su destino y no sólo optar por candidaturas digitadas por los poderosos. En este marco, los revolucionarios tenemos una oportunidad política estupenda para dejar visibles las limitaciones insalvables de la democracia burguesa. La base material de esto se asienta en la experiencia de casi 20 años que han hecho las clases populares con éste régimen. La dificultad, y el desafío, radica en poder volver experiencia y conciencia política en las más amplias masas la necesidad de expropiar a los patrones y subvertir las relaciones de producción capitalistas para que pueda ser posible una verdadera democracia. Una nueva sociedad dirigida por la clase trabajadora y sus aliados en el resto de las clases populares.

Este es el significado de fondo de lo que hace unos números atrás de esta revista llamamos «trabajar en la perspectiva histórica de la revolución socialista». El «argentinazo» de diciembre significó haber puesto los cimientos para que esta perspectiva histórica, pese a las dificultades enormes que ella implica, pueda volver a ser puesta en juego.

Si hacemos una aproximación más concreta podríamos resumir este aspecto de la situación abierta por el «argentinazo» diciendo que para poder sostener sus iniciales motivaciones democráticas sin que involucionen o que sean traicionadas la rebelión popular debe progresar más allá de ellas, ir en un sentido anticapitalista y socialista, afectando el derecho de la propiedad privada burguesa. O se avanza o se retrocede.

Rebelión del hambre, recomposición y poder territorial

Una de las fuerzas motrices del «argentinazo» ha sido lo que podemos denominar la «rebelión del hambre», cristalizada en los masivos saqueos realizados en el conurbano bonaerense y en el gran Rosario.

El proceso más general arranca de bastante atrás y en él se reconocen 2 variantes fundamentales: las puebladas en el interior y el movimiento de desocupados en el conurbano.

El primero, corporizado en los hechos de Santiago del Estero, Jujuy, Cutral–Có y otros empezó a desarrollarse, al principio en forma aislada pero adquirió gradualmente un carácter de contagio y expansión a medida que se producía el punto de inflexión del menemismo. La decadencia del último período de Menem fue producto de la imposibilidad de generar otro momento de expansión económica similar al del 91–93 o 96–98 (más allá de que la bomba le explotara a De la Rúa). La base en la que se sustentó esta imposibilidad estuvo dada en el «neo–dualismo» en el que la globalización capitalista sumió a la Argentina (crecimiento de la tasa de ganancia combinado con la contracción del mercado tanto laboral como de consumo). El resultado de esto es que una gran cantidad de pueblos y ciudades del interior vieron reducidas al máximo sus posibilidades de supervivencia. Algunos de ellos porque su economía se basaba en empresas que explotaban un recurso natural (por ejemplo el petróleo en Tartagal) que al ser privatizadas y «racionalizados» sus trabajadores dejaron a esos pueblos al borde de la extinción.

Éstas luchas presentaron un carácter por un lado defensivo ya que se peleaba por lo mínimo y por otro lado explosivo y volátil que rápidamente se orientó hacia la acción directa, hacia métodos de lucha ofensivos. En algunos casos espontáneo y desorganizado (Santiago). En otros igualmente violento pero que buscaba organizarse (y lo lograba mayormente) a través de formas asamblearias y de democracia directa (Cutral–Có). Las puebladas tuvieron la virtud en tiempos que duraba la hegemonía de la convertibilidad de Menem–Cavallo de oradar su legitimidad y hacer visible la existencia de movimientos sociales en los que empezaba a organizarse el sector más marginado de la clase trabajadora y del resto de las clases populares.

La otra vertiente por la que se desarrolló la «rebelión del hambre» se refiere a la actividad desplegada por los movimientos de desocupados del conurbano bonaerense. También aquí se expresó lo que llamamos «neo–dualismo» que expulsó del mercado laboral y de consumo a miles de trabajadores y sectores medios alcanzando una proporción de masas. La gran mayoría de estos sectores fueron inicialmente «colonizados» por el aparato duhaldista en forma clientelística y asistencial. En la primera parte de los ‘90 esto constituyó un experimento de control social exitoso para la clase dominante pero la misma acumulación cuantitativa de miseria y marginación sumado al desgaste del peronismo, terminó desbordando las posibilidades de este aparato de administrar él sólo las contradicciones explosivas generadas en los ‘90.

Sin duda decir que el aparato duhaldista está quebrado sería deformar la realidad hacia un optimismo exagerado. Pero no puede desconocerse que su posibilidad de control territorial está bastante debilitada. La existencia de los actuales movimientos de desocupados es la expresión activa de ello. Al mismo tiempo el hecho de que éstos mismos movimientos sean minoritarios respecto al conjunto de desocupados muestra los límites que se pueden registrar –hasta ahora– en el quebrantamiento de la base social del peronismo, aún después del «argentinazo». Otra dificultad adicional se relaciona con que la mayoría del movimiento de desocupados se halla bajo la dirección de nuevos y viejos reformistas (FTV–CTA y CCC). Pero respecto a este último factor corresponde aclarar que el «argentinazo» introdujo una dinámica diferente, favorable a la radicalización (más allá de que ello no se expresó en crisis abiertas de los agrupamientos reformistas).

Hay que remarcar sin embargo que la formación de un amplio movimiento de desocupados ha introducido una cuña importantísima en el juego de relaciones de fuerzas entre el estado capitalista y sus redes políticas de contención y las masas populares. Naturalmente todo ello introduce presiones sociales contradictorias al interior de estos movimientos. La más importante es el predominio aplastante de lo reivindicativo sobre lo político. Indudablemente la búsqueda de los desocupados por aliviar su situación material es el motor principal que ha ayudado a la expansión del movimiento. Pero si no se hacen entrar elementos de politización y autodeterminación se corre el riesgo de que el movimiento sea un simple factor de presión que solamente actúe en forma subordinada a la iniciativa de las fuerzas sociales burguesas. Nadie niega que conseguir bolsas de comida para los compañeros que han sido expropiados por el capitalismo de la única forma de sobrevivir que éste mismo reconoce (la obtención de un salario) sea una tarea muy importante. Pero si los compañeros desocupados no adquieren «vuelo propio» en política, a la corta o a la larga, van a ser colocados en la posición de objetos pasivos de las maniobras enemigas.

Sin que nos salgamos por completo de lo reivindicativo (hay que estar loco para pensar así) los socialistas pensamos que una vía para allanar la distancia entre lo inmediato de las necesidades materiales y la urgente politización es plantear como eje político central –para ordenar el programa del movimiento de desocupados– a la lucha por conseguir trabajo genuino. En este planteo se reúne la atención sobre los problemas más urgentes de los compañeros con una perspectiva que les permita visualizar las causas por las que ellos están esa situación y que a la vez los ayude a despegarse de una práctica cotidiana con elementos clientelísticos (incluso reproducidos por organizaciones que se dicen independientes, como el MIJD o el «Polo Obrero») en que se reabsorben los aspectos contestatarios y de clase del movimiento.

La base social del peronismo en el conurbano bonaerense está cruzada por las distintas políticas de las fuerzas sociales en pugna. Pero ninguna de ellas ha alcanzado un nivel de hegemonía en relación a las fuerzas que puede movilizar. Los saqueos fueron el producto de la explosión de todas las contradicciones antagónicas que se habían acumulado. El sujeto plebeyo (obrero y de sectores medios arruinados) que saqueó fue una alianza social bastante amplia pero que en los meses subsiguientes no pudo cristalizarse en algo permanente. Esto no significa que el sujeto activo de la rebelión del hambre haya salido fuera de escena. Pero a nivel de masas presenta problemas de la misma clase que el movimiento de desocupados. Sus urgencias materiales lo convierten en sujeto pasivo de los beneficios con que se atempera la miseria. A una escala superior a la que pueden llegar los movimientos de desocupados, éstos sectores son el objeto de políticas como los planes jefe / jefa. Sin embargo, la crisis del poder territorial burgués va más rápido que la capacidad de los municipios, los punteros y el gobierno para absorber demandas. En más de un sentido el futuro de la situación depende de cómo evolucione la conciencia de ésta amplia franja popular, hacia qué lado se vuelque.

La propiedad privada, las ocupaciones de fabrica, los trabajadores ocupados y la «unidad de clase»

Posteriormente al 19 y 20, se ha venido dando un fenómeno singular: las ocupaciones de fabrica. Estas no se venían dando en esta escala e intensidad, en los últimos 20 años. Es verdad que se trata –hasta ahora– sobre todo de pequeñas y medianas empresas, pero marca un agudo contraste con lo acontecido a lo largo de la década del ’90. Durante la misma, ante los despidos y cierres de empresas, los trabajadores, invariablemente, agarraban «el dulce» de la indemnización. Sin embargo, en las visibles condiciones de bancarrota económico social, de la «muerte social» que significa quedar sin trabajo, el desarrollo de la experiencia de las ocupaciones de los lugares de trabajo fabril, ya ha llegado a unas 100 empresas.

Sin embargo, dentro de estas experiencias esta en desarrollo un agudo debate estratégico entre dos orientaciones, en el fondo, antagónicas. Despejando todo lo demás, se puede decir que estas dos orientaciones se refieren por un lado a la caída en un mecanismo «economicista» que pierde de vista el valor político de la ocupación, lo mismo que la relación con el resto del movimiento de los trabajadores, tomando la tarea de administrar la empresa en cuestión como «fin en si mismo». Por esta vía, el cuestionamiento implícito de la propiedad privada que muestran estas experiencias se diluye. Un rasgo que las ha caracterizado es que son llevadas a asumirse como una especie de «solución informal» a la crisis, para asegurar la supervivencia material de los trabajadores a niveles mínimos, impidiendo su proyección política y dejando implícita la posibilidad de un «retorno a la normalidad» (es decir en caso de que el proceso abierto en diciembre sea derrotado) Si solo se trata de «producir» en los marcos del sistema, a la lógica de la competencia, a la lógica de la ganancia, a la lógica del valor, las posibilidades de que los trabajadores puedan llevar adelante experiencias en las que se autodeterminen y recuperen el control de sus vidas, se vuelven casi nulas. Este es el caso –entonces– de las cooperativas agrupadas en el «Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas», hegemonizado por el neorreformismo, la Iglesia Católica y diversas fracciones duhaldistas y peronistas en general, articuladas a partir de intendencias y municipalidades.

Existe, por otro lado, una serie de experiencias de características muy distintas: que buscan la re nacionalización de empresas, control obrero y / o administración obrera de las mismas. Sus casos mas importantes y «emblemáticos» son la mina de Río Turbio y Zanón. No nos interesa aquí detenernos en detalles o en sus limitaciones (que también las tienen), sino solo señalar que marcan –en sentido general– un camino distinto, no economicista (o por lo menos, expresan una tensión en este sentido), donde mas o menos explícitamente se asume o se comprende que el cuestionamiento a la propiedad privada que implican estas experiencias, expresan a la vez un cuestionamiento político a la dominación de la clase burguesa en la sociedad, y que la supervivencia de estas experiencias no dependen –en el fondo– de algún calculo económico, sino de su proyección política hacia la confluencia con el resto de los trabajadores del país y hacia la expropiación bajo administración de los trabajadores de las principales ramas de la economía.

Aquí –entonces– lo que esta puesto sobre el tapete, es el hecho profundo que en las condiciones de un proceso revolucionario, se expresa –en estas experiencias– una clara afectación a uno de los baluartes centrales del sistema: el imperio de la propiedad privada.

Al mismo tiempo, no se trata solamente del proceso de las ocupaciones de fabrica. Lo central, lo decisivo, lo estratégico, es el favorecer la evolución de los sectores de trabajadores que tienen empleo y que en las condiciones de barbarie del país y de la real «muerte social» que significa perder el trabajo, siguen –en su mayoría– «quietas». Parte de esto es el hecho de que la burocracia sindical tradicional –aun en medio del inmenso quiebre y vaciamiento que viven los sindicatos– sigue siendo un «hierro» a vencer a la hora de que la recomposición de los trabajadores por el lado independiente, de clase y revolucionario, se generalice realmente a nivel de la clase trabajadora, cosa que aun no es, y que es esencial para una ulterior progresión del «argentinazo».

Porque hay un elemento que de aparecer en el escenario de la lucha política y social puede ser cualitativo: la entrada de la clase trabajadora ocupada como tal al proceso abierto por el «argentinazo». No de manera diluída en la población en general como ha sido hasta ahora, sino haciendo pesar su número y métodos de lucha. Esta entrada es decisiva para enfrentar de conjunto los problemas de la recomposición política y social. Y, también, para superar los límites del proceso en tanto que proceso democrático que cuestiona los marcos del régimen político pero que no apunta de conjunto contra el derecho de propiedad y contra la clase capitalista como tal.

Y esto es lo que pone sobre la mesa, como aspecto central, los problemas de unidad y división de los trabajadores. Porque hay que tomar a la clase trabajadora tal cual es, percibiendo su rostro real. Cosa que debido a los cambios sociales de 25 años a esta parte adquiere una mayor dificultad que en la época del Cordobazo en la que el componente proletario industrial –con trabajo– era absolutamente predominante. No había otra clase trabajadora por fuera de esa. La clase trabajadora de hoy presenta un rostro escindido, que es conceptualizable a partir de la división entre ocupados súper explotados que trabajan 10, 12 o 14 horas y desocupados que carecen de posibilidad de volver a tener trabajo. Cualquiera de estos dos segmentos, pensados por separado, parece carecer de fuerza para que los otras clases populares puedan tomarla como referente. Ya sea los desocupados tomados como objeto de la caridad social o los ocupados percibidos como «laburantes» que hacen cualquier cosa para no quedar sin empleo. Para que la clase trabajadora pueda tener posibilidades de dar una salida política e histórica al conjunto de la población oprimida debe ser una clase respetada y también temida. Para eso es indispensable la unidad de clase, que el conjunto de los trabajadores puedan pensarse y verse como un mismo sector. Además, tenemos que pensar la unidad de clase en forma dinámica y no estática, como la unidad de una clase social en proyección, a la búsqueda de hegemonizar al resto de las clases populares. Para que pueda hacer esto, es una condición indispensable que construya organismos propios unitarios (por ejemplo, una verdadera asamblea nacional de ocupados y desocupados) en los que se exprese su poder social como clase. La clase trabajadora no es una categoría estadística u ocupacional para uso del INDEC. Cuando los marxistas hablamos de clase trabajadora nos referimos a un sujeto social y político que sólo toma real y efectiva existencia cuando aparece como tal en la lucha de clases.

Debemos tomar a la clase trabajadora que existe, aceptándola como es, privilegiando hoy el vuelco hacia los trabajadores ocupados en su conjunto. Sobre todo de las grandes estructuras productivas: las grandes fabricas, las grandes empresas de transportes, los grandes centros de comercialización. Ni a los desocupados marginados por el capital de todo lazo con la producción (como lo hace el PO) ni los procesos de las fábricas ocupadas (como hace el PTS, omitiendo que ninguno de esos procesos se da en estructuras importantes) pueden por si mismos tener la fuerza para representar al conjunto de los trabajadores. La necesaria proyección de la clase trabajadora no puede darse por ninguna de éstas vías aisladamente. Ni a los esforzados militantes de los movimientos de desocupados que piden plata con alcancías, ni a los trabajadores que ponen a andar la producción de una pequeña empresa les alcanza para aparecer como miembros de una clase que aspira a ser hegemónica. Para esa perspectiva hace falta privilegiar una sola cosa: favorecer el ingreso a la escena del argentinazo al conjunto de los ocupados y pelear por la unidad de clase entre ocupados y desocupados.

Lucha social, lucha política, vanguardia y masas

Una característica del actual proceso político–social es que la recomposición de las clases populares ha progresado más en el campo social que en lo estrictamente político. No queremos decir que no existan elementos de avance político pero es indudable que la tónica dominante viene por el costado social. Cosa que le da importantes rasgos movimientistas a la recomposición. Esto opera como avance, producto de las tendencias «multiplicadoras», de masificación, del «movimiento». Y, a la vez, como limitación, dadas las evidentes dificultades de la vanguardia en procesar y proyectar políticamente su experiencia hacia el conjunto.

Como en todo proceso político–social se puede apreciar la distinción entre una vanguardia y el resto de los compañeros. También al interior de la vanguardia se registran diferencias entre la que tiene rasgos estrictamente políticos y la vanguardia de los militantes sociales. La primera está compuesta por el activismo perteneciente –en general– a organizaciones políticas. La segunda por el amplio y variado conjunto de compañeros que actúan en el movimiento piquetero, en los comedores, en las asambleas populares, en las fabricas ocupadas, en los lugares de trabajo en lucha.

Es necesario distinguir entre ambas franjas de activistas debido a que sus prácticas sociales, y por lo tanto sus problemas, son bastante distintos. Porque expresan –en el fondo– dos «principios» distintos (aunque, potencialmente, complementarios): el activista social llega al movimiento por necesidad: su principio es reivindicativo. Se eleva de lo reivindicativo a lo político. El militante político llega al proceso de la lucha en virtud de una comprensión general: su principio es la posición política. De lo político va a lo reivindicativo.

Estos dos «principios» distintos, expresan –una vez mas– posibilidades potenciales y a la vez, limites. Porque es muy fácil para los aparatos burocráticos (como la CTA y la CCC), separar la lucha reivindicativa de la política; separar la pelea por las necesidades mas inmediatas de la lucha de conjunto, por el poder, por la transformación de la sociedad toda. Porque la combinación de la «lucha económica» y la «lucha política» hace a la forma mas alta de la lucha: la lucha de clases política, la huelga política de masas.

En este marco, el militante, y el cuadro político en especial, traen al interior de los movimientos sociales la línea de su organización. Esto constituye su aporte específico al proceso actual. Haciendo abstracción de lo acertado o equivocado de la política de cada organización (que por supuesto no es un problema menor) pueden y deben aportar una comprensión de conjunto de los problemas de los actuales movimientos sociales. Esto es esencial, a condición de no convertir a los movimientos –en los que hace pie– en una simple correa de transmisión para su propio crecimiento como organización. Es decir, instrumentalizarlos para sus propios fines, perdiendo los objetivos del movimiento en su conjunto. Esto termina despolitizando, al reproducir –inconscientemente– las formas burguesas de hacer política, lo que es totalmente distinto a la necesaria –y la mas de las veces implacable– lucha política e ideológica entre organizaciones.

De todas formas, aunque fenómenos de este tipo sean un tremendo problema, no ayuda a nuestra comprensión, el trazar líneas de demarcación nítidas entre un componente «bueno» encarnado en los movimientos sociales y un componente «malo», cristalizado en los «pérfidos» aparatos. Los problemas de la recomposición son de conjunto, abarcan aspectos referidos al papel de las organizaciones políticas pero también a las prácticas sociales de los distintos movimientos. Incluso se puede decir que las manifestaciones aparatistas de los partidos políticos de izquierda refuerzan los componentes más inmediatistas y hasta clientelistas de los movimientos sociales. Cosa que se ve claramente en los movimientos de desocupados. Las dificultades que hasta hoy aparece en ellos para poder ir más allá de las prácticas del «día a día», exclusivamente centradas en las bolsas de comida y los planes trabajar, son un ejemplo de esto. Reiteramos que no estamos diciendo que éstas reivindicaciones inmediatas haya que abandonarlas. Pero si el movimiento de desocupados quiere proyectarse adelante, no puede quedarse en el reclamo de paliativos para aliviar su situación sino que debe luchar por soluciones. Y éstas son políticas. El problema es que esa política debe ser para el conjunto del movimiento. Para que el proceso avance de conjunto, hay que destrabar la doble pinza que forman el aparatismo y el reivindicativismo semi–clientelista (1).

Los problemas de la recomposición deben ser tomados de conjunto. Tanto los que se desprenden de los fenómenos aparatistas o del distanciamiento entre la vanguardia y las masas, como de los límites que cada sector de la recomposición se impone a sí mismo al agitar sus reivindicaciones de modo exclusivo, ateniéndose a su «programa mínimo». Las palabras de orden siguen siendo: confluencia, masificación y politización.

Notas

(1) Fenómenos similares se dan también en las asambleas populares, potenciados en que al ser movimientos menos coaccionados por una necesidad les faltan muchas veces elementos de cohesión colectiva. Hay que diferenciar aquí la dinámica de una parte importante de las asambleas del Gran Buenos Aires en las que las reivindicaciones vecinales, producto del gran avance de la pobreza urbana, provee de elementos de unificación, cosa que no siempre sucede en las asambleas de Capital o de zonas del GBA en que la presencia dominante de sectores medios dan una impronta distinta, en la que muchas veces la ausencia de reivindicaciones comunes e inmediatas, le da una dinámica más cercana a una reunión de militantes o, al revés, a una comisión de fomento barrial.

 

Por Roberto Sáenz e Isidoro Cruz Bernal - Revista SoB n° 13, noviembre 2002

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