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Dic - 7 - 2004

Las dos almas del socialismo

Por Hal Draper
(Marxist Internet Archive – Sección en Español –
Texto original de 1960, corregido en 1968)
 

En la pelea por restituir la auténtica perspectiva del socialismo como obra consciente de las masas trabajadoras, publicamos este alegato a favor de la transformación social realizada de manera autodeterminada, desde abajo, por los explotados y oprimidos.
El artículo fue publicado por primera vez en la revista estudiantil Anvil en 1960
y posteriormente, en edición corregida y aumentada, en 1968.
En este texto, se repasan las tradiciones del socialismo, fundamentalmente las del siglo XIX. Sin embargo, aunque queda fuera de evaluación la tradición más propiamente del marxismo revolucionario del siglo XX, inscribimos a ésta, a pesar de su diversidad, sus ambigüedades y sus contradicciones, dentro de la tradición del socialismo desde abajo. Y la reivindicamos frente a las «modas», como las actuales de John Holloway o Toni Negri, que recaen en una deriva semianarquista, tradición duramente criticada en este mismo trabajo.
(Introducción a la publicación de una selección de este texto en Socialismo o Barbarie, revista, enero 2002)

La actual crisis del socialismo es una crisis del significado del socialismo.

Por primera vez en la historia del mundo, muy posiblemente una mayoría de sus habitantes se autoproclaman «socialistas» en un sentido o en otro; pero tampoco ha existido nunca otro momento en el que tal etiqueta fuera menos informativa. Lo más cercano a un contenido común en los diversos «socialismos» es una negación: anticapitalismo. En cuanto a lo positivo, la variedad de ideas incompatibles y en conflicto que se llaman a sí mismas socialistas es más amplia que la gama de ideas dentro del mundo burgués.

Incluso el anticapitalismo es cada vez menos un factor común. En un extremo del espectro, algunos partidos socialdemócratas casi han eliminado de sus programas cualquier reivindicación específicamente socialista, prometiendo mantener la empresa privada donde quiera que esto sea posible. El más destacado ejemplo es la socialdemocracia alemana («Como una idea, una filosofía y un movimiento social, el socialismo en Alemania no está, desde hace mucho tiempo, representado por un partido político», resume D. A. Chalmers en su reciente libro, The Social Democratic Party of Germany). Estos partidos han redefinido al socialismo tanto que ya no existe, pero sólo han formalizado una tendencia que es la de toda la socialdemocracia reformista. ¿En qué sentido son aún socialistas todos estos partidos?

En otro lado de la escena mundial, están los estados comunistas, cuya proclamación como socialistas está basada en una negación: la abolición del sistema del beneficio privado capitalista, y en el hecho de que la clase dominante no está formada por propietarios privados. Sin embargo, desde un punto de vista positivo, el sistema socioeconómico que ha reemplazado al capitalismo no sería reconocible para Karl Marx. El Estado posee los medios de producción, ¿pero quién posee al estado? Ciertamente no las masas de trabajadores, que son explotados, sin libertad y desposeídos de todo control político y social. Una nueva clase dominante, los burócratas, domina sobre un sistema colectivista: un colectivismo burocrático. A no ser que estatalización sea igualada mecánicamente con «socialismo», ¿en que sentido son «socialistas» estas sociedades?

Estos dos autodenominados socialismos son muy diferentes, pero tienen en común más de lo que creen. La socialdemocracia ha soñado, de forma característica, en «socializar» al capitalismo desde arriba. Su principio básico ha sido siempre que el incremento de la intervención del estado en la sociedad y en la economía es, «en sí», socialista. Este principio tiene una fatal semejanza familiar con la concepción estalinista de imponer, desde arriba hacia abajo, algo llamado socialismo, y de igualar estatalización con socialismo. Ambas concepciones tienen sus raíces en la ambigua historia de la idea socialista.

Vayamos a las raíces: las siguientes páginas se proponen investigar históricamente el significado del socialismo, siguiendo un nuevo camino. Siempre ha habido diferentes «tipos de socialismo», que comúnmente han sido divididos en reformistas o revolucionarios, pacíficos o violentos, democráticos o autoritarios, etc. Estas divisiones existen, pero la fundamental es otra. A lo largo de la historia de las ideas y de los movimientos socialistas, la fundamental división se da entre socialismo desde arriba y socialismo desde abajo.

Lo que une a las muchas diferentes formas de socialismo desde arriba es la concepción de que el socialismo (o un razonable facsímil de él) debe ser otorgado como limosna a las masas agradecidas, de una forma u otra, por una élite dominante que, de hecho, no está sometida a su control. El corazón del socialismo desde abajo es su afirmación de que el socialismo solamente puede ser realizado a través de la autoemancipación de las masas activas en movimiento, llegando a él, libremente con sus propias manos, movilizadas «desde abajo» en una lucha para hacerse cargo de su propio destino, como actores (no simplemente como sujetos pacientes) de esta etapa de la historia. «La emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos»: éste es el primer párrafo de los estatutos escritos por Marx para la Primera Internacional, y éste es el primer principio del conjunto de su obra.

Es la concepción del socialismo desde arriba lo que explica la aceptación de la dictadura comunista como una forma de «socialismo». Es la concepción del socialismo desde arriba lo que concentra toda la atención de la socialdemocracia sobre la superestructura parlamentaria de la sociedad y sobre la manipulación de «la cumbre» de la economía, haciéndola hostil a la acción de masas desde abajo. El socialismo desde arriba es la tradición dominante en el desarrollo del socialismo.

Nótese que ésta no es una peculiaridad del socialismo. Por el contrario, el anhelo de emancipación desde arriba es el principio totalmente extendido a lo largo de los siglos de sociedad de clases y de opresión política. Es la permanente promesa dada por cada poder dominante para mantener al pueblo mirando hacia arriba esperando protección, en lugar de mirar hacia sí mismo para liberarse de la necesidad de protección. El pueblo confiaba en los reyes para corregir las injusticias hechas por los señores, y en los mesías para destruir la tiranía de los reyes. En vez de tomar el atrevido camino de la acción de masas desde abajo, es siempre más seguro y más prudente encontrar al «buen» dominador que «podrá hacer feliz al pueblo». El modelo de emancipación desde arriba se repite a lo largo de toda la historia de la civilización, y también se pone de manifiesto en el socialismo. Pero es únicamente dentro del marco del moderno movimiento socialista que la liberación desde abajo puede llegar a ser una aspiración realista; dentro del socialismo, esa aspiración comienza a destacar, pero a trompicones. La historia del socialismo puede leerse como un continuo pero repetidamente fallido esfuerzo para liberarse de la vieja tradición, la tradición de la emancipación desde arriba.

Convencido de que la actual crisis del socialismo sólo puede comprenderse en los términos de esta gran división dentro de la tradición socialista, pasaremos a algunos ejemplos de las dos almas del socialismo.

1. Algunos «precursores» socialistas

Karl Kautsky, el dirigente teórico de la Segunda Internacional, comienza su libro sobre Thomas More con la observación de que las dos grandes figuras que inauguran la historia del socialismo son More y Münzer, y que ambos «prolongan una larga línea de Socialistas, desde Licurgo y Pitágoras hasta Platón, los Gracos, Catilina, Cristo…»

Se trata de una lista verdaderamente impresionante de tempranos «socialistas», y Kautsky, considerando su posición, debería haber sido capaz de reconocer a un socialista al verle. Lo más fascinante de esta lista es la forma en la que, una vez examinada, se deshace en dos grupos muy diferentes.

La vida de Licurgo escrita por Plutarco condujo a los primeros socialistas a aceptarle como fundador del «comunismo» de Esparta, motivo por el cual Kautsky le incluye en su lista. Pero, tal y como describe Plutarco, el sistema espartano estaba basado en la división igual de la tierra bajo propiedad privada; no era un camino socialista. La impresión «colectivista» que pueda sacarse de una descripción del régimen espartano procede de una dirección muy distinta: el propio modo de vida de la clase dominante espartana, organizada como una guarnición permanente y disciplinada en estado de sitio; y a esto hay que añadir el régimen de terror impuesto sobre los ilotas (esclavos). No entiendo de qué modo puede un socialista moderno estudiar el régimen de Licurgo sin tener la sensación de encontrarse, no ante un antecesor del socialismo, sino ante un precursor del fascismo. ¡Existe bastante diferencia! ¿Pero cómo es que el principal teórico de la socialdemocracia no sacó la misma impresión?

Pitágoras fundó una orden elitista que actuó como brazo político de la aristocracia terrateniente contra el movimiento democrático de los plebeyos; él y su partido fueron derrotados y expulsados finalmente por una sublevación popular revolucionaria. ¡Kautsky parece estar en el lado equivocado de las barricadas! Además, dentro de la orden pitagórica prevalecía un régimen de total autoritarismo y reglamentación. A pesar de todo esto, Kautsky considera a Pitágoras como un precursor socialista porque él cree que los organizados pitagóricos practicaban el consumo comunal. Incluso si fuera verdad (y Kautsky descubrió más tarde que no lo era), eso haría de la orden pitagórica exactamente tan comunista como pueda serlo cualquier monasterio. Marquemos en la lista de Kautsky a un segundo precursor del totalitarismo.

El caso de la República de Platón es bastante bien conocido. El único elemento de «comunismo» en su estado ideal es el precepto de consumo monástico-comunal para la pequeña élite de «Guardianes» constituida por la burocracia y el ejército; pero el sistema social circundante se da por sentado que será de propiedad privada, no socialista. Y —de nuevo— el estado modelo de Platón está gobernado por una élite aristocrática, y su argumento enfatiza que democracia significa inevitablemente el deterioro y la ruina de la sociedad. El propósito político de Platón, de hecho, era la rehabilitación y purificación de la aristocracia dominante para combatir la tendencia hacia la democracia. Llamarle un precursor socialista implica una concepción del socialismo que hace irrelevante cualquier tipo de control democrático.

En cuanto al otro grupo, Catilina y los Gracos no tienen ningún aspecto colectivista. Sus nombres están asociados con los movimientos de masas de revueltas democráticas y populares contra el sistema establecido. Con toda seguridad no eran socialistas, pero estuvieron en el bando popular dentro de la lucha de clases en el antiguo mundo, el bando del movimiento popular desde abajo. Para el teórico de la socialdemocracia parece que todo era igual.

Aquí, en la prehistoria de nuestro tema, encontramos dos tipos de figuras reclamadas para el panteón del movimiento socialista. Por un lado, están las figuras con un tinte de (supuesto) colectivismo, que son completamente elitistas, autoritarias y antidemócratas; y, por otra parte, están las figuras sin ningún tipo de colectivismo a su alrededor, asociadas con luchas democráticas de clase. Hay una tendencia colectivista sin democracia, y hay una tendencia democrática sin colectivismo, pero todavía no existe nada que una a las dos corrientes.

La sugerencia de tal unión no la encontramos hasta Thomas Münzer, el líder del ala izquierda de la reforma alemana; un movimiento social con ideas comunistas (las de Münzer) que estaba también comprometido en una intensa lucha democrático popular desde abajo. Un contraste a esto es, precisamente, Sir Thomas More: el abismo que separa a estos dos contemporáneos alcanza el corazón de nuestro tema. La Utopía de More diseña una sociedad completamente regimentada, más evocadora de la sociedad en la novela de George Orwell, 1984, que de la democracia socialista: elitista de cabo a rabo, incluso admitiendo la propiedad de esclavos, un típico socialismo desde arriba. No es sorprendente que, de estos dos «precursores socialistas» situados en el umbral del mundo moderno, uno de ellos (More) execrase al otro y apoyase a los verdugos que llevaron a Münzer y a su movimiento a su muerte.

¿Cuál era entonces el significado de socialismo cuando apareció por primera vez en el mundo? Desde el comienzo, estuvo entre las dos almas del socialismo, en guerra entre ellas.

2. Los primeros socialistas modernos

El socialismo moderno nació durante el más o menos medio siglo que va desde la Gran Revolución Francesa hasta las revoluciones de 1848. También lo hizo la democracia moderna. Pero no nacieron unidos como hermanos siameses. Al comienzo, se movieron sobre líneas separadas.

¿Cuándo se cortaron ambas líneas por primera vez?

A partir del naufragio de la Revolución Francesa crecieron diferentes tipos de socialismo. Consideraremos tres de los más importantes a la luz de nuestra pregunta.

1) Babeuf: El primer movimiento socialista moderno fue dirigido en la última fase de la Revolución Francesa por Babeuf («la conjura de los Iguales»), concebido como una continuación del jacobinismo revolucionario con el añadido de un objetivo social más consistente: una sociedad de igualdad comunista. Es ésta la primera ocasión en la era moderna en la que la idea socialista se une a la idea de un movimiento popular, una combinación de enorme importancia.

Esta combinación da lugar inmediatamente a una pregunta crítica: ¿Cuál es exactamente la relación que en cada caso se concibe entre esta idea socialista y este movimiento popular? Ésta es la cuestión clave para el socialismo durante los siguientes 200 años.

Los seguidores de Babeuf entienden esa relación de la siguiente forma: el movimiento de masas popular ha fracasado; parece que el pueblo ha vuelto la espalda a la revolución. Sin embargo, el pueblo sufre y necesita el comunismo, nosotros lo sabemos. La voluntad revolucionaria del pueblo ha sido derrotada por una conspiración de la derecha: necesitamos una conspiración de la izquierda para recrear el movimiento popular, para llevar a cabo la voluntad revolucionaria. Debemos, por tanto, tomar el poder. Pero el pueblo ya no está preparado para ello. Por tanto, es necesario que nosotros tomemos el poder en su nombre, para elevar el pueblo hasta esa altura. Esto exige una dictadura temporal, que en verdad es de una minoría; pero sería una dictadura educativa, con el propósito de crear las condiciones que harían posible el control democrático en el futuro (En este sentido son demócratas). No sería una dictadura del pueblo, como lo era la Comuna, menos aún del proletariado; se trata, francamente, de una dictadura sobre el pueblo, con muy buenas intenciones.

Durante algo más de los 50 años siguientes, la concepción de la dictadura educativa sobre el pueblo permaneció como el programa de la izquierda revolucionaria: a través de las tres B (Babeuf, Buonarroti y Blanqui) y, con la palabrería anarquista añadida, de Bakunin. El nuevo orden será donado al sufriente pueblo por la banda revolucionaria. Este típico socialismo desde arriba es la primera y más primitiva forma de socialismo revolucionario, pero todavía hay admiradores de Castro y de Mao que creen que es la última palabra en revolucionarismo.

2) Saint Simon: Saliendo del periodo revolucionario, una mente brillante tomó un rumbo totalmente diferente. Lo que empujó a Saint Simon era su repulsión a la revolución, al desorden y a los disturbios. Lo que le fascinaban eran las potencialidades de la industria y de la ciencia.

Su visión no tenía nada que ver con algo parecido a la igualdad, la justicia, la libertad, los derechos del hombre o pasiones semejantes: a él le interesaban solamente la modernización, la industrialización, la planificación, divorciadas de las anteriores consideraciones. La industrialización planificada era la llave del nuevo mundo, y, obviamente, la gente que llevaría esto a cabo eran las oligarquías de financieros y de hombres de negocios, científicos, tecnólogos, dirigentes. Cuando no apelaba a tales sectores, Saint Simon pedía a Napoleón o a su sucesor Luis XVIII que implementasen proyectos de una dictadura real. Sus proyectos cambiaban, pero todos ellos eran completamente autoritarios, hasta la última ordenanza planificada. Racista sistemático e imperialista militante, era un rabioso enemigo de la misma idea de igualdad y libertad, que odiaba como descendientes de la Revolución Francesa.

Solamente en la última fase de su vida (1825), decepcionado por la respuesta de la élite natural ante sus llamamientos a que cumpliese con su deber e impusiese una nueva modernizadora oligarquía, dio un giro dirigiéndose a los trabajadores que se encontraban allá abajo. La «Nueva Cristiandad» sería un movimiento popular, pero su papel se reduciría a convencer a los poderes establecidos para que prestasen atención a los consejos dados por los planificadores saint-simonianos. Los trabajadores se organizarían… para pedir a sus capitalistas y a sus dirigentes que sustituyesen a las «clases ociosas».

¿Cuál era entonces la relación que él establecía entre la idea de sociedad planificada y el movimiento popular? El pueblo, el movimiento, podría ser útil como ariete —puesto en ciertas manos—. La última concepción de Saint Simon fue un movimiento desde abajo para conseguir un socialismo desde arriba. Pero el poder y la capacidad de control debían permanecer donde siempre han estado: arriba.

3) Los utópicos: Un tercer tipo de socialismo que se produjo en la generación post-revolucionaria fue el de los socialistas utópicos de verdad: Robert Owen, Charles Fourier, Etienne Cabet, etc. Ellos diseñaron una ideal colonia comunal, salida hecha y derecha del cerebro del líder, para que fuese financiada por gracia de los ricos filántropos bajo la protección del poder benevolente.

Owen (en muchos sentidos el mejor del lote) era tan categórico como cualquiera de ellos: «Este gran cambio… debería y podría ser realizado por los ricos y los poderosos. No hay otros para hacerlo… para los pobres, oponerse a los ricos y a los poderosos es un derroche de tiempo, talento y dinero…» Evidentemente, Owen estaba en contra del «odio de clases», de la lucha de clases. De los muchos que así lo han creído, pocos han escrito con tanta franqueza que el propósito de este «socialismo» es «gobernar o tratar a toda la sociedad como el más avanzado de los médicos gobierna y trata a sus pacientes en el manicomio mejor organizado», con «paciencia y bondad» para los desgraciados que «han llegado a esa situación a causa de la irracionalidad y la injusticia del actual sistema social, sumamente irracional.»

En el modelo de la sociedad de Cabet estaban previstas elecciones, pero no la libre discusión; de forma insistente, imponía una prensa controlada, el sistemático adoctrinamiento y una uniformidad completamente reglamentada.

Para estos socialistas utópicos, ¿cuál era la relación entre la idea socialista y el movimiento popular? Este último era el rebaño que debía ser guardado por el buen pastor. No debe suponerse que el socialismo desde arriba implica necesariamente intenciones cruelmente despóticas.

3. La aportación de Marx

El utopismo era elitista y antidemocrático en lo esencial porque era utópico, esto es, porqué pretendía imponer un modelo prefabricado, inventando un plan que debería ser aplicado. Sobre todo, era inherente a él la hostilidad hacia la idea de transformar la sociedad desde abajo, por medio de la inquietante intervención de las masas en busca de su liberación, incluso en aquellos casos en los que finalmente aceptaba recurrir al movimiento de masas como instrumento de presión sobre las cúpulas. En el movimiento socialista, tal y como se desarrolló antes de Marx, la línea de la idea socialista nunca se intersecó con la línea de la democracia desde abajo.

Esta intersección, esta síntesis, fue la gran contribución de Marx: en comparación con ella, todo el contenido de El Capital es secundario. Lo que él unió fue socialismo revolucionario con democracia revolucionaria. Éste es el corazón del marxismo: «Esta es la ley; todo lo demás es comentario». El Manifiesto Comunista de 1848 expresa la autoconciencia del primer movimiento (en palabras de Engels) «cuya idea era desde el primer momento que la emancipación de los trabajadores debería ser obra de los trabajadores mismos».

El propio Marx pasó en su juventud por el estadio más primitivo, tal y como el embrión humano surgió pasando por el estadio branquial; expresándolo de otro modo, una de sus primeras inmunizaciones la logró cogiendo la más omnipresente de todas las enfermedades, la ilusión en el déspota salvador. Cuando Marx tenía 22 años, el viejo káiser murió, y Federico Guillermo IV accedió al trono entre los hosanas liberales y en medio de la expectación de reformas democráticas desde arriba. Nada de eso ocurrió. Marx nunca volvió a esa idea que ha endemoniado a todo el socialismo con sus esperanzas en dictadores o presidentes salvadores.

Marx se incorporó a la política como editor de un periódico que era el órgano de la extrema izquierda de la democracia liberal en la industrializada zona del Rin, y pronto se convirtió en la principal expresión editorial de toda la democracia política en Alemania. Su primer artículo fue una polémica en favor de una ilimitada libertad de prensa frente a cualquier censura estatal. Cuando el gobierno imperial impuso su destitución, Marx estaba ya en contacto con las nuevas ideas socialistas que llegaban de Francia. Cuando este destacado portavoz de la democracia liberal se hizo socialista, todavía vio en esta tarea el triunfo de la democracia, aunque ahora democracia tenía un significado más amplio. Marx fue el primer pensador y dirigente socialista que llegó al socialismo a través de la lucha por la democracia liberal.

En notas manuscritas hechas en 1844, rechazó el existente «comunismo vulgar» que negaba la personalidad humana, y aspiraba a un comunismo que sería un «humanismo totalmente desarrollado». En 1845, él y su amigo Engels elaboraron una argumentación contra el elitismo de una corriente socialista representada por Bruno Bauer. En 1846 organizaron los «Comunistas democráticos alemanes» en el exilio de Bruselas, y Engels escribió: «en nuestra época, democracia y comunismo son la misma cosa». «Solamente el proletariado será capaz de fraternizar realmente, bajo la bandera de la democracia comunista…».

Al elaborar el primer punto de vista que unía la nueva idea comunista con las nuevas aspiraciones democráticas, entraron en conflicto con las sectas comunistas existentes, como la de Weitling, que soñaban en una dictadura mesiánica. Antes de unirse al grupo que se convertiría en la Liga Comunista (para la que escribirían el Manifiesto Comunista), exigían que la organización dejara de ser una élite conspirativa del viejo tipo y se transformase en un abierto grupo de propaganda, que «todo aquello que lleva a un autoritarismo supersticioso sea eliminado de los estatutos», que el comité dirigente fuese elegido por el conjunto de los miembros, contra la tradición de «decisiones desde arriba». Ganaron a la Liga para su nuevo enfoque, y en el periódico editado en 1847, pocos meses antes del Manifiesto Comunista, el grupo anunció:

“No nos encontramos entre esos comunistas que aspiran a destruir la libertad personal, que desean convertir el mundo en un enorme cuartel o en un gigantesco asilo. Es verdad que existen algunos comunistas que, de forma simplista, se niegan a tolerar la libertad personal y desearían eliminarla del mundo, porque consideran que es un obstáculo a la completa harmonía. Pero nosotros no tenemos ninguna intención de cambiar libertad por igualdad. Estamos convencidos… de que en ningún orden social podrá asegurarse la libertad personal tanto como en una sociedad basada sobre la propiedad comunal… Pongámonos a trabajar para establecer un estado democrático en el que cada partido podría ganar, hablando o por escrito, a la mayoría para sus ideas…”

El Manifiesto Comunista, resultado de estas discusiones, proclamó que el primer objetivo de la revolución era «ganar la batalla de la democracia». Cuando, dos años más tarde y después del declive de las revoluciones de 1848, la Liga Comunista se rompió, estaba una vez más en conflicto con el «comunismo vulgar» de los putschistas, que querían sustituir con determinadas bandas de revolucionarios al movimiento de masas real de una clase trabajadora consciente. Marx les dijo:

“La minoría… convierte a la mera voluntad en la fuerza motor de la revolución, en vez de las relaciones reales. Allá donde nosotros decimos a los trabajadores: «Tendréis que pasar por quince, veinte o cincuenta años de guerras civiles e internacionales, no sólo para cambiar las condiciones existentes, sino también para cambiaros a vosotros mismos y capacitaros para la dominación política», vosotros, por vuestra parte, decís a los trabajadores: «Debemos alcanzar el poder en seguida, o, en caso contrario, irnos a dormir».”

«Para cambiaros a vosotros mismos y capacitaros para la dominación política»: éste es el programa de Marx para el movimiento obrero, en contra tanto de aquellos que dicen que los trabajadores pueden tomar el poder cualquier domingo como de los que dicen que nunca podrán hacerlo. Así nació el marxismo, en lucha autoconsciente contra los abogados de la dictadura educativa, de los dictadores salvadores, de los revolucionarios elitistas, de los comunistas autoritarios, de los bienhechores filantrópicos y de los liberales burgueses. Éste era el marxismo de Marx, no las monstruosas caricaturas que, con tal etiqueta, predican los profesores del establishment, que se estremecen con el irreconciliable espíritu de oposición revolucionaria al status quo capitalista existente en Marx, y también los estalinistas y neo-estalinistas, que tienen que ocultar que Marx declaró la guerra a todos los de su género.

«Finalmente fue Marx quien enlazó las dos ideas de socialismo y democracia» porque él desarrolló una teoría que hacía posible por primera vez esa síntesis. (La cita es de la autobiografía de H. G. Wells. El inventor de las utopías, del socialismo desde arriba, más lóbregas de toda la literatura, aquí denuncia a Marx por este paso histórico.)

El corazón de la teoría es la siguiente proposición: existe una mayoría social con interés y motivos para cambiar el sistema, y que la intención del socialismo puede ser la educación y la movilización de esta masa mayoritaria. La clase explotada, la clase obrera, es, en definitiva, la fuerza motriz de la revolución. Por tanto, un socialismo desde abajo es posible, sobre la base de una teoría que ve las potencialidades revolucionarias en las amplias masas, incluso si parecen atrasadas en determinado momento y lugar. El Capital, al fin y al cabo, no es otra cosa que la demostración de la base económica de esta perspectiva.

Sólo una teoría del socialismo obrero de este tipo hace posible la fusión del socialismo revolucionario con la democracia revolucionaria. No estamos ahora argumentando nuestro convencimiento de que esta creencia está justificada, sino únicamente insistiendo en la alternativa: todos los socialistas o pretendidos reformadores que la repudian están obligados a asumir algún tipo de socialismo desde arriba, ya sea reformista, utópico, burocrático, estalinista, maoísta o castrista. Y así lo hacen.

Cinco años antes del Manifiesto Comunista, un joven de 23 años recientemente convertido al socialismo escribía todavía dentro de la vieja tradición elitista: «Podemos reclutar adherentes en aquellas clases que han gozado de una bastante buena educación, esto es, en las universidades y entre los comerciantes…» El joven Engels aprendió rápido; pero este obsoleto juicio está todavía entre nosotros.

4. El mito del carácter «libertario» del anarquismo

Uno de los más profundos autoritarios en la historia del radicalismo no es otro que el «padre del anarquismo», Proudhon, cuyo nombre es periódicamente revivido como ejemplo de gran «libertario», a causa de su frecuente repetición de la palabra libertad y de sus invocaciones a la «revolución desde abajo».

Algunos podrían ser condescendientes y pasar por alto su hitleriana forma de antisemitismo («El judío es el enemigo de la humanidad. Es necesario devolver su raza a Asia o exterminarla…»). O su racismo en general (pensaba que el Sur tenía derechos a mantener a los negros norteamericanos en la esclavitud, por ser la más baja de las razas inferiores). O su glorificación de la guerra por sí misma (de igual forma que Mussolini) O su opinión de que las mujeres no tienen derechos («Niego sus derechos políticos y sus iniciativas. La mujer sólo encuentra su libertad y bienestar en el matrimonio, en la maternidad, en los deberes domésticos…», esto es, el Kinder-Kirche-Küche de los nazis).

Pero no es posible disculpar su violenta oposición no sólo al sindicalismo y al derecho de huelga (hasta apoyando la ruptura de la huelga por la policía), sino incluso a las ideas de derecho a voto, sufragio universal, soberanía popular y a la misma idea de constitución («Toda esta democracia me asquea… Daría cualquier cosa por arremeter contra esta turba con mi puño cerrado»). Las características de su sociedad ideal incluyen la supresión de todos los demás grupos, la prohibición de cualquier reunión de más de 20 personas y de cualquier prensa libre, así como de cualquier tipo de elecciones; en las mismas notas, pensaba para el futuro en una «inquisición general» y en la condena de «algunos millones de personas» a trabajos forzados, «una vez hecha la revolución».

Detrás de todo esto estaba un feroz desprecio para las masas populares, fundamento necesario del socialismo desde arriba, de la misma forma que el marxismo sentaba sus bases en el sentimiento opuesto. Las masas están corrompidas y desahuciadas («Yo adoro a la humanidad, pero escupo a los hombres»). Son «únicamente salvajes… a quienes es nuestro deber civilizar, sin convertirles en nuestros soberanos», escribe a un amigo al que reprende con desprecio: «Tú todavía crees en el pueblo». El progreso, para él, puede llegar únicamente por la autoridad de una élite que toma la precaución de no dar al pueblo la soberanía.

En algunos momentos, Proudhon contempla a algún déspota como el dictador que podría traer la revolución: Luis Bonaparte (en 1852 escribe un libro entero ensalzando al Emperador como portador de la revolución); príncipe Jerome Bonaparte; finalmente, el zar Alejandro II («No olvidemos que el despotismo del zar es necesario para la civilización»).

Evidentemente, había otro candidato al papel de dictador, más cercano al hogar: él mismo. Elaboró un detallado proyecto para una empresa «mutualista», cooperativa en la forma, que se extendería apropiándose de todas las empresas y, después, del estado. En sus notas, Proudhon se coloca a sí mismo como director jefe, no sujeto, naturalmente, al control democrático que él tanto desprecia. Ha previsto con cuidado muchos detalles: «Redactar un programa secreto, para todos los directivos: eliminación irrevocable de la realeza, la democracia, los propietarios, la religión [y así sucesivamente]».

“Los directivos son los representantes naturales del país. Los ministros son simplemente los directivos superiores o los directivos generales: como yo lo seré algún día… Cuando nosotros seamos los amos, la Religión será la que nosotros queramos que sea, y lo mismo ocurrirá con la educación, la filosofía, la justicia, la administración y el gobierno.”

El lector, tal vez lleno de las usuales ilusiones sobre el carácter «libertario» del anarquismo, puede preguntarse: ¿mentía entonces cuando hablaba de su gran amor por la libertad?

Nada de eso: basta con comprender el significado de la «libertad» anarquista. Proudhon escribe: «El principio de la libertad es del abad de Thélême (en Rabelais): ¡haz lo que quieras!» y este principio significa: «cualquier hombre que no puede hacer lo que quiere y cualquier cosa que quiera, tiene el derecho a la revuelta, incluso solo, contra el gobierno, incluso si el gobierno está formado por todos los demás». El único hombre que puede gozar de esta libertad es un déspota; éste es el sentido de la brillante intuición de Shigalev de Dostoyevsky: «Partiendo de la libertad ilimitada, llego al ilimitado despotismo».

La historia es similar en lo que respeta al segundo «padre del anarquismo», Bakunin, cuyos planes para la dictadura y la supresión del control democrático son mejor conocidos que los de Proudhon.

La razón básica es la misma: el anarquismo no está relacionado con la creación del control democrático desde abajo, sino solamente con la destrucción de la «autoridad» sobre los individuos, incluyendo la autoridad de la más extremadamente democrática regulación de la sociedad que sea posible imaginar. Esto ha sido dejado claro por autorizados autores anarquistas una y otra vez; por ejemplo, George Woodcock: «incluso allá donde la democracia es posible, el anarquista no podría apoyarla… Los anarquistas no abogan por la libertad política, sino por liberarse de toda política…»

El anarquismo es, por principio, violentamente antidemocrático, ya que una autoridad idealmente democrática sigue siendo autoridad. Pero ya que, rechazando la democracia, no tiene otro camino para resolver los inevitables desacuerdos y diferencias entre los habitantes de Thélème, su ilimitada libertad de cada incontrolado individuo es distinguible del ilimitado despotismo de tal individuo, tanto en la teoría como en la práctica.

El gran problema de nuestra época es la consecución del control democrático desde abajo sobre los extensos poderes de la moderna autoridad social. El anarquismo, más generoso que nadie para parlotear sobre «cualquier cosa desde abajo», rechaza este objetivo. Es la otra cara de la moneda del despotismo burocrático, con todos sus valores invertidos, no la solución o la alternativa.

5. Lassalle y el socialismo de estado

Con mucha frecuencia se presenta al verdadero modelo de una socialdemocracia moderna, el Partido Socialdemócrata alemán, como si se hubiese desarrollado a partir de una base marxista. Esto es un mito más en las historias del socialismo existente. El impacto de Marx fue fuerte, incluso sobre algunos de los líderes durante cierto tiempo, pero la política que penetró y finalmente impregnó el partido procede principalmente de otras dos fuentes. Una fue Lassalle, fundador del socialismo alemán como un movimiento organizado (1863); la otra fueron los fabianos británicos, que inspiraron el «revisionismo» de Eduard Bernstein.

Fernando Lassalle es el prototipo del socialista de estado, es decir, alguien que se propone conseguir el socialismo como un don del estado existente. No era el primer ejemplo prominente (antes estuvo Louis Blanc), pero en su caso el estado existente era el estado del Káiser bajo Bismarck.

El estado, decía Lassalle a los trabajadores, es algo «que puede realizar por cada uno de nosotros aquellas cosas que ninguno podría conseguir por sí mismo». Marx enseñaba exactamente lo opuesto: que la clase obrera debe conseguir su emancipación por sí misma, y abolir en ese proceso el estado existente. Eduard Bernstein tenía razón cuando decía que Lassalle «creó un verdadero culto al estado».

«Yo defiendo con vosotros al inmemorial fuego vestal de toda civilización, el Estado, contra estos modernos bárbaros (la burguesía liberal)»‘ dijo Lassalle ante un tribunal prusiano. Esto es lo que hace que Marx y Lassalle sean «fundamentalmente opuestos», señala el biógrafo de Lassalle, Footman, dejando al descubierto el pro-prusianismo —el nacionalismo pro-prusiano y el imperialismo pro-prusiano— de Lassalle.

Lassalle organizó este primer movimiento socialista alemán como su dictadura personal. Muy conscientemente, él abordó su construcción desde el primer momento como la de un movimiento de masas desde abajo para conseguir un socialismo desde arriba (recordemos el ariete de Saint Simon). El objetivo era convencer a Bismarck para que concediese concesiones, particularmente el sufragio universal sobre cuya base un movimiento parlamentario dirigido por Lassalle podría llegar a ser un aliado de masas del estado bismarckiano en una coalición contra la burguesía liberal. Con este fin, Lassalle intentó realmente negociar con el canciller de hierro. Lassalle envió a Bismarck los estatutos dictatoriales de su organización, presentados como «la constitución de mi reino que quizá envidiaréis» y diciendo, algo más adelante:

“Pero esta miniatura no será suficiente para mostrar en qué medida es cierto que la clase trabajadora siente una inclinación instintiva hacia un dictador, si es previamente persuadida en modo adecuado de que la dictadura sería ejercida en su propio interés; y también en qué medida, a pesar de todas las opiniones republicanas —o más bien precisamente a causa de ellas— podría por lo tanto inclinarse, como os dije recientemente, a ver a la Corona, en oposición al egoísmo de la sociedad burguesa, como representante natural de la dictadura social, si la Corona por su parte pudiese alguna vez adecuar su mentalidad para dar el paso —en verdad improbable— de poner en marcha una línea realmente revolucionaria y de transformarse a sí misma de la monarquía de los órdenes privilegiados en la monarquía popular social y revolucionaria.”

Aunque esta carta secreta no era conocida en su tiempo, Marx comprendió perfectamente la naturaleza del lassalleanismo. Llamó a Lassalle, en su cara, «bonapartista», y escribió que «Su actitud es la del futuro dictador de los obreros». A la tendencia de Lassalle la denominaba «socialismo del Gobierno real prusiano», denunciando su «alianza con los oponentes absolutistas y feudales contra la burguesía».

«En vez del proceso revolucionario de transformación de la sociedad», escribe Marx, Lassalle se imagina la llegada del socialismo «desde la «ayuda estatal» otorgada a las sociedades cooperativistas de productores, creadas por el estado, no por los trabajadores». Marx ridiculiza esto. «Pero en lo que concierne a las actuales cooperativas, sólo tienen valor en la medida que son creaciones independientes de los trabajadores y no protegidas por el estado o por la burguesía». Esta es una clásica exposición del significado de la palabra independiente como la piedra de toque del socialismo desde abajo contra el socialismo de estado.

Existe un ejemplo muy instructivo de lo que ocurre cuando un típico académico norteamericano antimarxista como Mayo se topa con este aspecto de Marx. Mayo, en Democracy and Marxism (después revisada con el título de Introduction to Marxist Theory), demuestra cómodamente que el marxismo es antidemocrático por el simple expediente de definir al marxismo como la «ortodoxia de Moscú». Pero al menos parece que ha leído a Marx, y se da cuenta de que en ninguna parte, en kilómetros de papel escrito y en una larga vida, da Marx señales de querer más poder para el estado sino más bien todo lo contrario. Cae en la cuenta de que Marx no era un «estatista»:

“La crítica más popular dirigida contra el marxismo es que tiende a degenerar en una forma de «estatismo». A primera vista [o sea, lectura] la crítica parece equivocada, porque la virtud de la teoría política de Marx… es la total ausencia de cualquier glorificación del estado.”

Este descubrimiento ofrece un notable desafío a los críticos de Marx, que evidentemente saben de antemano que el marxismo debe glorificar el estado. Mayo resuelve la dificultad con dos afirmaciones: 1) «el estatismo está implícito en los requerimientos de una planificación total…» 2) Ver lo que pasa en Rusia. Pero Marx no hace ningún fetiche de la «planificación total». Ha sido también frecuentemente denunciado (por otros críticos distintos) por no haber diseñado un prototipo de socialismo, precisamente por la misma causa por la que reaccionó tan violentamente contra el «planificacionismo» utópico o la planificación desde arriba de sus predecesores. El «planificacionismo» es precisamente la concepción del socialismo que Marx desea destruir. El socialismo debe abarcar planificación, pero la «planificación total» no es igual al socialismo, exactamente igual que cualquier idiota puede ser un profesor pero no necesariamente todo profesor es un idiota.

6. El modelo fabiano

En Alemania, tras la figura de Lassalle, van apareciendo una serie de «socialismos» moviéndose en una interesante dirección.

Los llamados socialistas académicos («socialistas de la cátedra», Kathedersozialisten, una corriente de los académicos del «establishment») ponían sus esperanzas en Bismarck aún más abiertamente que Lassalle, pero su concepción del socialismo de estado no era en principio ajena a la de éste. La diferencia estaba en que Lassalle asumía el riesgo de promover un movimiento de masas desde abajo con ese propósito (riesgo porque, una vez en movimiento, podría escapársele de las manos, como de hecho ocurrió más de una vez). El propio Bismarck no vacilaba en presentar sus políticas económicas paternalistas como una forma de socialismo, y se escribieron libros sobre el «socialismo monárquico», el «socialismo de estado bismarquiano», etc. Más hacia la derecha, llegamos al «socialismo» de Friedrich List, un proto-nazi, y a los círculos en los que una forma anticapitalista de antisemitismo (Dühring, A. Wagner, etc) dejó parte de la base para el movimiento que se llamó a sí mismo socialista bajo Adolfo Hitler.

El rasgo que une a todo este espectro, a pesar de todas sus diferencias, es la concepción del socialismo como un mero equivalente a la intervención del estado en la economía y en la vida social. «¡Staat, greif zu!», pedía Lassalle. «Estado, ¡hazte cargo de las cosas!» éste es el socialismo de todo este grupo.

Por esto Schumpeter está en lo cierto cuando observa que el equivalente británico del socialismo de estado alemán es el fabianismo, el socialismo de Sidney Webb.

Los fabianos (más exactamente, los webbianos) son, en la historia de la idea socialista, la corriente socialista moderna que se desarrolla de forma más completamente divorciada del marxismo, la más ajena a él. Era un reformismo socialdemócrata casi químicamente puro, sin mezcla alguna, particularmente antes del ascenso del movimiento de masas obrero y socialista en Gran Bretaña, que ellos no quisieron y que no ayudaron a construir (a pesar de un extendido mito que dice lo contrario). Por lo tanto éste es un test muy importante, a diferencia de otras corrientes reformistas que pagaron su tributo al marxismo, adoptando parte de su lenguaje pero distorsionando su substancia.

Los fabianos, procedentes expresamente de la clase media en su composición e influencia, no querían construir un movimiento de masas en ningún sentido, y menos aún un movimiento de masas fabiano. Se consideraban como una pequeña élite de consejeros que podría impregnar las instituciones sociales existentes, influenciando a los reales líderes tanto en la esfera conservadora como en la liberal, guiando el desarrollo social hacia sus objetivos colectivistas con la «inevitabilidad del gradualismo». Ya que su concepción del socialismo se limitaba a la intervención del estado (nacional o municipal), y que su teoría decía que el propio capitalismo estaba siendo colectivizado rápidamente día a día y tenía que seguir moviéndose en esa dirección, su función era simplemente la de acelerar el proceso. La Sociedad Fabiana fue proyectada en 1884 para ser el pez piloto de un tiburón: al principio, el tiburón fue el Partido Liberal; pero cuando la penetración en el liberalismo fracasó de forma miserable y los trabajadores organizaron por fin su propio partido de clase a pesar de los fabianos, el pez piloto simplemente se agregó al mismo.

Quizás no exista otra tendencia socialista que haya elaborado su teoría de un socialismo desde arriba de forma tan sistemática y consciente. La naturaleza de este movimiento fue reconocida prontamente, aunque más tarde resultase oscurecida por la disolución del fabianismo en el cuerpo del reformismo laborista. Un dirigente socialista cristiano dentro de la sociedad fabiana tachó en una ocasión a Webb de «colectivista burocrático» (quizá ésta fue la primera vez que se utilizó este término). El alguna vez famoso libro de Hilaire Belloc (The Servile State, 1912), fue en gran parte provocado por el «colectivismo ideal» tipo Webb, básicamente burocrático. G.D.H. Cole recuerda: «Los Webb, en aquellos días, tenían afición a decir que cualquiera que fuese activo en política era un ‘A’ o un ‘B’ —un anarquista o un burócrata— y que ellos eran ‘B’…»

Estas caracterizaciones apenas bastan para darnos todo el sabor del colectivismo webbiano, del fabianismo. Era completamente dirigista, tecnocrático, elitista, autoritario, «planificacionista». Para Webb la política era casi un sinónimo de la manipulación de resortes. Una publicación fabiana escribió que ellos pretendían ser «los jesuitas del socialismo». El evangelio era orden y eficacia. El pueblo, que debería ser tratado bondadosamente, sólo tenía capacidad para ser dirigido por expertos competentes. La lucha de clases, la revolución y los disturbios populares eran perjudiciales. En Fabianism and the Empire, el imperialismo era alabado y aceptado. Si alguna vez el movimiento socialista desarrolló su propio colectivismo burocrático, fue en esta ocasión.

«Puede pensarse que el socialismo es esencialmente un movimiento desde abajo, un movimiento de clase», escribe un portavoz fabiano, Sidney Ball, para desengañar al lector de esa idea; pero ahora los socialistas «abordan el problema desde la perspectiva científica, no desde la popular; son teóricos de clase media», se enorgullece, llegando a decir que existe «una clara ruptura entre el socialismo de la calle y el socialismo de la cátedra».

Las secuelas son bien conocidas, aunque frecuentemente encubiertas. Mientras que el fabianismo como tendencia especial desapareció en 1918 en el más amplio río del reformismo laborista, los dirigentes fabianos tomaron otra dirección.

Tanto Sidney y Beatrice Webb como Bernard Shaw —el trio de cabeza— se convirtieron en defensores por principio del totalitarismo estalinista de los años 30. Anteriormente, Shaw, quien pensó que el socialismo necesitaba a un Superman, encontró a más de uno. Apoyó a Mussolini y Hitler como déspotas benevolentes que darían el «socialismo» a los patanes, y se disilusionó únicamente al comprobar que no abolieron realmente el capitalismo. En 1931, Shaw reveló, tras una visita a Rusia, que el régimen de Stalin era realmente fabianismo llevado a la práctica. Los Webb también fueron a Moscú, y encontraron a Dios. En su Soviet Communism: A New Civilization, probaron (a partir de los propios documentos de Moscú y de las propias declaraciones de Stalin, laboriosamente investigadas) que Rusia era la mayor democracia del mundo; Stalin no era un dictador; la igualdad reinaba totalmente; la dictadura unipartidista era necesaria; el Partido Comunista era una élite completamente democrática que llevaba la civilización a esclavos y mongoles (pero no a los ingleses); la democracia política había fracasado de todos modos en Occidente, y no había razón alguna para que los partidos políticos debieran sobrevivir en nuestro tiempo…

Apoyaron firmemente a Stalin en los juicios de Moscú y en el pacto de Hitler-Stalin sin nauseas observables, y murieron siendo unos proestalinistas acríticos de los que ahora ya no podrían encontrarse ni en el Politburó. Como Shaw ha explicado, los Webb no tenían sino desprecio por la Revolución Rusa como tal: «Los Webb esperaron hasta que la destrucción y la ruina del cambio acabaron, los errores fueron remediados y el estado Comunista se levantó». Es decir, esperaron hasta que las masas revolucionarias fueron introducidas en una camisa de fuerza, los dirigentes de la revolución destituidos, cuando ya la eficaz tranquilidad de la dictadura se había adueñado de la escena y la contrarrevolución se había establecido firmemente; y entonces llegaron ellos para proclamar cumplido el ideal.

¿Era éste realmente un gigantesco engaño, un incomprensible despropósito? ¿O tenían razón al pensar que éste era en efecto el «socialismo» que armonizaba con su ideología, pasando por alto un poco de sangre? El giro del fabianismo desde el proyecto de influenciar a la clase media hasta el estalinismo era el vaivén de una puerta que tenía como bisagras al socialismo desde arriba.

Si echamos un vistazo a las décadas anteriores al final del siglo en que nació el fabianismo, aparece otra figura, antítesis de Webb: la principal personalidad del socialismo revolucionario en este período, el poeta y artista William Morris, que llegó a ser socialista y marxista poco antes de los cincuenta años. Los escritos de Morris sobre el socialismo alientan por todos sus poros el espíritu del socialismo desde abajo, exactamente en la misma medida en la que cada línea escrita por Webb era todo lo contrario. Esto es tal vez más claro en sus profundos ataques al fabianismo (por las razones justas); en su aversión al «marxismo» propio del dictatorial H.M. Hyndman, versión británica de Lassalle; en su denuncia del socialismo de estado; y en su repugnancia a la utopía burocrática colectivista de Bellamy, Looking Backward (que le incitó a hacer la siguiente consideración: «si ellos me alistasen a un régimen de trabajadores, yo me resistiría con uñas y dientes»).

Los escritos socialistas de Morris están impregnados por su énfasis, para el presente, en la lucha de clases desde abajo; y, en cuanto al futuro socialista, su obra News from Nowhere fue escrita como una antítesis directa del libro de Bellamy. Él nos advierte:

“Los individuos no pueden descargar los asuntos de la vida sobre las espaldas de una abstracción llamada Estado, sino que deben hacerlos frente en asociación consciente con los demás… La diversidad de la vida es un objetivo del verdadero comunismo tanto como lo sea la igualdad de condiciones, y… ninguna cosa excepto la unión de estas podrá conducirnos a la verdadera libertad.”

«Incluso algunos socialistas», escribió, «son capaces de confundir la maquinaria cooperativa, hacia la que la vida moderna tiende, con la esencia del socialismo mismo». Esto implica «el peligro de que la comunidad degenere en burocracia». Por tanto, él expresaba su temor a una futura «burocracia colectivista». Reaccionando violentamente contra el socialismo de estado y contra el reformismo, cae en el antiparlamentarismo pero no en la trampa anarquista:

“…El pueblo tendrá que implicarse en la administración, y en ocasiones existirán diferentes opiniones… ¿Qué hacer entonces? ¿Quién debe ceder? Nuestros amigos anarquistas dicen que eso no debe hacerse por mayoría; en ese caso, deberá hacerlo una minoría. ¿Y por qué? ¿Hay algún derecho divino en una minoría?”

Esta crítica atina en el corazón del anarquismo mucho más profundamente que la opinión común de que el inconveniente del anarquismo es su superidealismo.

William Morris contra Sidney Webb: esta es una forma de resumir esta historia.

7. La fachada «revisionista»

Eduard Bernstein, el teórico del «revisionismo» socialdemócrata, recibe su impulso por el fabianismo, por el que fue fuertemente influenciado en su exilio londinense. No inventó la política reformista en 1896: simplemente, se convirtió en su portavoz teórico. El dirigente de la burocracia del partido prefería menos teoría: «No se dice, se hace«, le dijo a Bernstein, queriendo decir que la política de la socialdemocracia alemana había sido vaciada de contenido marxista mucho tiempo antes de que sus teóricos reflejasen la transformación.

Pero Bernstein no «revisó» el marxismo. Su papel era arrancarlo mientras aparentaba podar sus ramas marchitas. Los fabianos no habían tenido que molestarse en poner pretextos, pero en Alemania no era posible destruir el marxismo con un ataque frontal. La regresión a un socialismo desde arriba («die alte Scheisse») fue presentada como una «modernización», una «revisión».

Esencialmente, al igual que los fabianos, el «revisionismo» encontró su socialismo en la inevitable colectivización del propio capitalismo; vio el movimiento hacia el socialismo como la suma de las tendencias colectivistas inherentes al capitalismo; apuntó a la «autosocialización» del capitalismo desde arriba, por medio de las instituciones del estado existente. La ecuación «estatalización=socialismo» no fue una invención del estalinismo, sino que fue sistematizada por la corriente socialista de estado, fabiana y revisionista del reformismo socialdemócrata.

Muchos de los «descubrimientos» contemporáneos que anuncian que el capitalismo no existe desde hace tiempo, pueden encontrarse ya en Bernstein, que declaró que era «absurdo» llamar capitalista a la Alemania de Weimar, dados los controles ejercidos sobre los capitalistas. Del bernsteinismo se deduciría que el estado nazi era aún más anticapitalista, como proclamaba…

La transformación del socialismo en un colectivismo burocrático está ya implícita en el ataque de Bernstein a la democracia obrera. Denunciando la idea del control obrero en la industria, procede a redefinir la democracia. Rechaza que sea «el gobierno del pueblo», proponiendo la definición negativa de «ausencia de gobierno de clase». Así, la misma noción de democracia obrera como un «sine qua non» del socialismo es arrojada a la chatarra, de forma tan eficaz como lo hace la más inteligente de las redefiniciones corrientes en las academias comunistas. Incluso la libertad política y las instituciones representativas se pierden en la redefinición, un resultado teórico que es aún más impresionante por no ser Bernstein personalmente antidemocrático, como lo eran Lassalle o Shaw. Es la teoría del socialismo desde arriba lo que impone estas formulaciones. Bernstein es el dirigente socialdemócrata que teorizó, no solamente la ecuación «estatalización= socialismo», sino también la disyunción entre socialismo y democracia obrera.

Fue apropiado, por tanto, que Bernstein llegase a la conclusión de que la hostilidad de Marx al estado era «anarquista», y que Lassalle tenía razón al confiar en el estado para el inicio del socialismo. «El cuerpo administrativo del futuro próximo sólo puede diferenciarse del estado actual en cuestión de grado», escribe Bernstein; el hecho de «extinguirse el estado» no es otra cosa que utopía, incluso bajo el socialismo. Él, por el contrario, era muy práctico; por ejemplo, cuando el no extinguido estado del Káiser se arrojó a la pelea imperialista por las colonias, Bernstein inmediatamente se declaró en favor del imperialismo y de la «responsabilidad del hombre blanco»: «solamente puede reconocerse un derecho condicional de los salvajes a la tierra que ocupan; la civilización superior puede, en el fondo, proclamar un más alto derecho».

El mismo Bernstein contrastó su visión del camino del socialismo con la de Marx: la de Marx «es la imagen de un ejército que marcha hacia adelante, dando rodeos, sobre astillas y piedras… Finalmente, llega ante un gran abismo. Al otro lado está, haciéndole señas, el objetivo deseado, el estado del futuro, que solamente puede ser alcanzado a través de un mar, un mar rojo, como algunos han dicho». Por el contrario, la visión de Bernstein no era roja, sino rosácea: la lucha de clases se mitiga convirtiéndose en armonía, y un estado benefactor transforma pausadamente a la burguesía en burócratas bondadosos. No ocurrió esto: cuando la bernsteinianizada socialdemocracia primeramente abatió a la izquierda revolucionaria en 1919 y, después, reinstalando en el poder a la empedernida burguesía y a los militares, ayudó a arrojar Alemania en los brazos de los fascistas.

Si Bernstein era el teórico de la identificación del colectivismo burocrático y el socialismo, fue su oponente de izquierda en el movimiento alemán quien llegó a ser el principal portavoz en la Segunda Internacional de un socialismo desde abajo democrático revolucionario. Se trata de Rosa Luxemburgo, quien puso tan enfáticamente su confianza y su esperanza en la lucha espontánea de una clase trabajadora libre que los forjadores de mitos inventaron para ella una «teoría de la espontaneidad» que ella nunca tuvo, una teoría en la que «espontaneidad» se contrapone a «dirección».

Dentro de su propio movimiento, ella luchó duramente contra los elitistas «revolucionarios» que redescubrían la teoría de la Dictadura educativa sobre los trabajadores (redescubierta en cada generación como si fuera el verdadero «último grito»), y escribió: «Sin la voluntad consciente y sin la acción consciente de la mayoría del proletariado no puede haber socialismo… Nunca asumiremos la autoridad gubernamental si no es a través de la clara y no ambigua voluntad de la gran mayoría de la clase obrera alemana…» Y su famoso aforismo: «Los errores cometidos por un genuino movimiento obrero revolucionario son mucho más fructíferos y valiosos que la infalibilidad del mejor Comité Central».

Rosa Luxemburgo contra Eduard Bernstein: este es el capítulo alemán de esta historia.

8. La escena 100% norteamericana

En los orígenes del «socialismo nativo» norteamericano, el cuadro es el mismo, pero en mayor grado. Si pasamos por alto el importado «socialismo alemán» (lassalliano con adornos marxistas) del temprano Socialist Labour Party, la figura más importante es, muy destacadamente, Edward Bellamy y su Looking Backward (1887). Poco antes había llegado el ahora olvidado Laurence Gronlund, cuyo Cooperative Commonwealth (1884) fue extremadamente influyente en su día, vendiendo cien mil copias.

Gronlund estaba tan al día que no dijo que rechazara la democracia: simplemente la «redefinió» como la «administración por los competentes», en contra del «gobierno de las mayorías», junto a una modesta propuesta para suprimir al gobierno representativo como tal y a todos los partidos. El «pueblo» únicamente quiere, según él, «una administración que administre bien». Deberían encontrar «los líderes apropiados», y entonces «depositar todo el poder colectivo en sus manos». El gobierno representativo sería reemplazado por el plebiscito. Está seguro de que este esquema funcionará, explica, por que ya funciona bien para la jerarquía de la Iglesia Católica. Naturalmente, rechaza la horrible idea de la lucha de clases. Los trabajadores son incapaces de la autoemancipación, y denuncia específicamente la famosa expresión de este Primer Principio hecha por Marx. Los patanes serán emancipados por una élite «competente», salida de la intelectualidad; en una ocasión, se puso a organizar una secreta y conspiratoria Fraternidad Socialista Americana para estudiantes.

La utopía socialista de Bellamy en Looking Backward toma directamente al ejército como modelo ideal de la sociedad reglamentada, jerárquicamente dominada por una élite, organizada de arriba a abajo, con la agradable comunión de la colmena como gran objetivo. La transición se realiza, según el libro, a través de la concentración de la sociedad en una gran corporación empresarial, con un único capitalista: el estado. El sufragio universal es abolido; todas las organizaciones de base, eliminadas; las decisiones las toman desde arriba tecnócratas administradores. Así es como uno de sus seguidores definió este «socialismo norteamericano»: «Su idea social es un sistema industrial perfectamente organizado que, a causa del exacto engranaje de sus ruedas, trabajaría con un mínimo de fricción y un máximo de riqueza y de ocio para todos».

Como en el caso de los anarquistas, la caprichosa solución de Bellamy al problema básico de la organización social —como resolver las diferencias de ideas y de intereses entre los hombres— fue la suposición de que la élite sería sobrehumanamente sabia e incapaz de injusticia (esencialmente, lo mismo que el mito totalitario estalinista de la infalibilidad del partido), siendo lo fundamental de esta suposición el hacer innecesario cualquier cosa concerniente al control democrático desde abajo. Este último fue impensable para Bellamy, porque las masas, los trabajadores, eran simplemente un monstruo peligroso, la horda bárbara. El movimiento basado en las ideas de Bellamy —que se autocalificaba como «Nacionalismo» y que originalmente se proponía ser a la vez antisocialista y anticapitalista— se organizó sistemáticamente apelando a la clase media, como los fabianos.

Estos fueron los educadores más populares del ala «nativa» del socialismo norteamericano, cuyas concepciones encontraron eco, a través de los sectores no marxistas y antimarxistas del movimiento socialista, durante parte del siglo XX, con un resurgimiento de «Clubs Bellamy» incluso durante los años 30, cuando John Dewey elogiara a Looking Backward como un exponente de «el ideal norteamericano de democracia». La tecnocracia, que ya presentaba rasgos fascistas abiertamente, fue un descendiente directo de esta tradición. Si se quiere ver cuan fina puede ser la línea que une alguna cosa llamada socialismo con algo como el fascismo, es instructivo leer la monstruosa exposición del socialismo escrita por el una vez famoso inventor científico y dignatario del Socialist Party, Charles P. Steinmetz. Su America and the New Epoch (1916) da vida, con aburrida seriedad, exactamente a la antiutopía frecuentemente satirizada en novelas de ciencia-ficción. El Congreso es reemplazado por senadores directamente nombrados por DuPont, General Motors y las demás grandes corporaciones. Steinmetz, presentando a las gigantescas corporaciones monopolistas (como su propio patrón, General Electric) como lo definitivo en eficacia industrial, propuso disolver el gobierno político en favor de la dominación directa de las corporaciones monopolistas asociadas.

El «bellamismo» inició a muchos en el camino del socialismo, pero el camino se bifurcó. Alrededor del cambio de siglo, el socialismo norteamericano desarrolló la más vibrante antítesis al socialismo desde arriba en todas sus formas: Eugene Debs. En 1897 estaba todavía pidiendo, nada menos que a John D. Rockefeller, que financiase el establecimiento de una colonia socialista utópica en un estado del Oeste; pero Debs, cuyo socialismo estaba forjado en la lucha de clases de un movimiento obrero combativo, pronto encontró su verdadera voz.

El corazón del socialismo de Debs era su llamada a la autoactividad de las masas desde abajo y su confianza en ella. Los escritos y discursos de Debs están impregnados de este tema. Frecuentemente, citaba o parafraseaba el «Primer Principio» de Marx, usando sus propias palabras: «El gran descubrimiento hecho por los modernos esclavos es que ellos mismos deben conseguir su libertad. Este es el secreto de su solidaridad, el corazón de su esperanza…». Su clásica declaración es ésta:

“Los trabajadores del mundo han esperado durante demasiado tiempo que algún Moisés les conduzca fuera de su cautiverio. Tal Moisés no ha llegado ni llegará. Yo no os sacaría de él, aunque pudiera; pues si pudierais ser sacados, también podríais ser llevados de nuevo a él. Yo aspiro a convenceros de que no hay nada que no podáis hacer por vosotros mismos.”

Hace eco a las palabras de Marx en 1850:

“En la lucha de la clase obrera, para liberarse a sí misma de la esclavitud asalariada, nunca se repetirá lo suficiente que todo depende de la clase obrera misma. La simple pregunta es ¿pueden los trabajadores capacitarse a ellos mismos, por medio de la educación, de la organización, de la cooperación y de la disciplina autoimpuesta, para tomar el control de las fuerzas productivas y de la dirección de la industria en el interés del pueblo y en beneficio de la sociedad? Esto es todo.”

¿Pueden los trabajadores capacitarse a ellos mismos…? No tenía ingenuas ilusiones en cuanto a cómo la clase obrera era (o es). Pero él propuso un objetivo diferente al de los elitistas cuya única sabiduría consiste en señalar el atraso del pueblo y en enseñar que siempre será así. Contra la fe en la dominación de una élite desde arriba, Debs opuso la noción directamente contraria de la vanguardia revolucionaria (también una minoría) a la que sus ideas empujan a recomendar un camino más firme a la mayoría:

“Son las minorías las que han hecho la historia de este mundo [dice en el mitin antiguerra de 1917, por el que el gobierno de Wilson le encarceló]. Son los pocos que han tenido el coraje de ocupar su lugar al frente; que han sido lo bastante auténticos consigo mismos para decir la verdad que había en ellos; que se han arriesgado a oponerse al orden establecido de cosas; que han abrazado la causa de los pobres que sufren y luchan; que han sostenido, sin pensar en las consecuencias personales, la causa de la libertad y de la justicia.”

El «socialismo Debsiano» evocó una tremenda respuesta en el corazón del pueblo, pero Debs no tuvo sucesor como tribuno del socialismo democrático revolucionario. Tras el período de radicalización de posguerra, el Socialist Party, por un lado, se hizo rosáceamente respetable, y el Communist Party, por la otra, se estalinizó. Por su parte, el liberalismo norteamericano había ido desarrollando un proceso de «estatificación», que culminó en los años 30 con la gran ilusión del New Deal. El sueño elitista de una «tutela desde arriba» atrajo a todo un tipo de liberales para los que el aristócrata rural de la Casa Blanca era lo mismo que Bismarck para Lassalle.

El heraldo de este tipo de gente fue Lincoln Steffens, el liberal colectivista que (como Shaw y Georges Sorel) se sentía tan atraído por Mussolini como por Moscú, y por las mismas razones. Upton Sinclair, dejando el Socialist Party por ser demasiado «sectario», lanzó su «amplio» movimiento para «Acabar con la pobreza en California» con un manifiesto apropiadamente titulado «Yo, Gobernador de California, y cómo yo acabé con la pobreza» (probablemente el único manifiesto radical con dos «yo» en el título) sobre el tema de «socialismo desde arriba en Sacramento». Una de las figuras típicas de ese tiempo fue Stuart Chase, que zigzagueo desde el reformismo de la Liga por la Democracia Industrial hasta el semifascismo de Tecnocracia. Había intelectuales estalinistas que subliminaron su combinada admiración por Roosevelt y por Rusia, aclamando tanto a la NRA [pieza central de la política de Roosevelt] como a los procesos de Moscú. Otro signo de los tiempos fue Paul Blanshard, que abandonó el Socialist Party para pasarse a Roosevelt dando como razón que el programa de «capitalismo dirigido» del New Deal había tomado la iniciativa en el cambio económico por encima de los socialistas.

El New Deal, frecuentemente bien llamado «período socialdemócrata de América», fue también la gran aventura de los liberales y de los socialdemócratas con el socialismo desde arriba, la utopía de «monarquía popular» de Roosevelt. La ilusión en la «revolución desde arriba» de Roosevelt unió al socialismo gradualista, al liberalismo burocrático, al elitismo estalinista, y a las ilusiones sobre el colectivismo ruso y el capitalismo colectivizado, en un mismo paquete.

9. Seis subtipos de socialismo desde arriba

Existen varios diferentes estilos o corrientes del socialismo desde arriba. Suelen estar entrelazados, pero permítasenos separar algunos de sus aspectos más importantes para verlos más de cerca.

i) El Filantropismo: El socialismo (o la «libertad» o cualquier cosa semejante) debe ser otorgado, para «el bien del pueblo», por los ricos y los poderosos, desde la bondad de sus corazones. Como el Manifiesto Comunista planteaba, con los primeros utópicos como Robert Owen en mente, «Para ellos el proletariado solamente existe desde el punto de vista de ser la clase que más sufre». En agradecimiento, los pobres oprimidos deben sobre todo guardarse de los sinsentidos sobre la lucha de clases o la autoemancipación. Este aspecto debe ser considerado como un caso particular de:

ii) El Elitismo: Hemos mencionado algunos casos relativos a la convicción de que el socialismo es asunto de una nueva minoría dominante, de naturaleza no capitalista y por lo tanto con garantías de pureza, imponiendo su propia dominación ya sea temporalmente (simplemente para una época histórica), ya sea de forma permanente. En cualquier caso, a esta nueva clase dominante se le asigna el objetivo de una Dictadura educativa sobre las masas —para hacerles el bien, claro—, siendo ejercida la dictadura por un partido de élite que suprime todo control desde abajo, o por déspotas benevolentes o líderes salvadores de algún tipo, o por los «Superhombres» de Shaw, por manipuladores genéticos, por los gestores «anarquistas» de Proudhon, por los tecnócratas de Saint Simon o por sus equivalentes más modernos, utilizando términos y cortinas verbales que permitan proclamar estas concepciones como nueva teoría social, a diferencia del «decimonónico marxismo».

En el otro lado, los demócratas revolucionarios partidarios del socialismo desde abajo han sido siempre una minoría, pero el abismo entre la perspectiva elitista y la perspectiva de vanguardia es crucial, como hemos visto en el caso de Debs. Tanto para él como para Marx y Luxemburgo, la función de la vanguardia revolucionaria es impulsar a la masa mayoritaria a autocapacitarse para tomar el poder en su propio nombre, a través de sus propias luchas. No se trata de negar la importancia decisiva de las minorías, sino de establecer una relación diferente entre la minoría avanzada y las más atrasadas masas.

iii) El Planificacionismo: Las palabras clave son Eficacia, Orden, Planificación, Sistema y Reglamentación. El socialismo es reducido a ingeniería social, ejecutada por un Poder sobre la sociedad. Una vez más, no se trata ahora de negar que el socialismo efectivo requiere una planificación global (o que la eficacia y el orden son cosas buenas); pero la reducción del socialismo a producción planificada es algo totalmente diferente, de la misma forma que una efectiva democracia requiere el derecho a voto, pero la reducción de la democracia al derecho a votar de vez en cuando es un fraude.

De hecho, sería importante demostrar que la separación del plan y del control democrático desde abajo convierte a la planificación misma en una burla, pues las inmensamente complejas sociedades industriales de hoy no pueden ser efectivamente planificadas por medio de los dictámenes de un todopoderoso comité central, que inhibe y reprime el libre juego de la iniciativa y de la corrección desde abajo. Ésta es, en realidad, la contradicción básica del nuevo tipo de sistema de explotación social representado por el colectivismo burocrático soviético. Pero no podemos aquí seguir avanzando más con este tema.

La sustitución del socialismo por el planificacionismo tiene una muy larga historia, aparte de su encarnación en el mito soviético de que «Estatalización= Socialismo», un dogma que, como ya hemos visto, fue sistematizado primeramente por el reformismo socialdemócrata (Bernstein y los fabianos, en particular). Durante los años 30, la mística del «Plan», tomada en parte de la propaganda soviética, llegó a tener gran prominencia en el ala derecha de la socialdemocracia, con Henri de Man proclamado como su profeta y como sucesor de Marx. De Man desapareció gradualmente de vista y ahora está olvidado porqué cometió el error de llevar sus teorías revisionistas primero al corporativismo y después a la colaboración con los nazis.

Aparte de las contrucciones teóricas, el Planificacionismo aparece en el movimiento socialista encarnado, con mucha frecuencia, en un cierto tipo psicológico de persona radical. En justicia, una de las primeras descripciones de tal tipo se encuentra en The Servile State, de Belloc, teniendo en mente a los fabianos. Este tipo, escribe Belloc:

“Ama el ideal colectivista en sí mismo… porque es una forma de sociedad ordenada y regulada. Le gusta considerar el ideal de un Estado en el que la tierra y el capital se encuentra bajo el dominio de funcionarios que ordenarán a los otros hombres y que también les preservarán de las consecuencias de sus vicios, de su ignorancia y de su locura… En él, la explotación del hombre no provoca indignación. De hecho, ni la indignación ni ninguna otra pasión vital le son familiares… [Los ojos de Belloc están aquí fijados en Sidney Webb]… la perspectiva de una extensa burocracia bajo la que toda la vida estaría catalogada y fijada a algunos simples esquemas… da a su pequeño estómago una definitiva satisfacción.”

En lo que hace a ejemplos contemporáneos con una coloración proestalinista, pueden encontrarse muchos en las páginas de la revista de Paul Sweezy, Monthly Review.

En un artículo de 1930 sobre los «modelos motores del socialismo», escrito cuando él aún pensaba ser un leninista, Max Eastman atribuía a este tipo el estar centrado sobre «la organización eficaz e inteligente… una verdadera pasión por el plan… la organización competente».

Para semejante tipo, dice Eastman, la Rusia de Stalin ejerce una fascinación:

“Es una región que, por lo menos, merece ser disculpada en otros países, seguramente no censurada desde el punto de vista de un sueño loco como la emancipación de los trabajadores y, con ella, de toda la humanidad. Para aquellos que construyeron el movimiento marxista y que organizaron su victoria en Rusia, este loco sueño era su motivo central. Eran, aunque algunos son ahora propensos a olvidarlo, extremadamente rebeldes contra la opresión. Lenin quizá destacará, cuando la conmoción provocada por sus ideas amaine, como el mayor rebelde de la historia. Su mayor pasión era la liberación del hombre… Si un único concepto debe escogerse para resumir el objetivo de la lucha de clases tal y como está definido en los escritos marxistas, y especialmente en los escritos de Lenin, su nombre es la libertad humana…”

Podría añadirse que más de una vez Lenin definió las aspiraciones a una planificación total como una «utopía burocrática».

Existe una subdivisión dentro del Planificacionismo que se merece un nombre propio: llamémoslo el Productivismo. Evidentemente, todos somos partidarios de la producción, al igual que lo somos de la Virtud y de la Buena Vida; pero para este tipo, la producción es el test decisivo y el fin de una sociedad. El colectivismo burocrático ruso es «progresista» a causa de las estadísticas de producción de hierro en lingotes (este mismo tipo ignora usualmente las impresionantes estadísticas de incremento de la producción bajo el capitalismo nazi o japonés). Está permitido destruir o impedir el sindicalismo libre bajo Nasser, Castro, Sukarno o Nkruma, porque hay algo, conocido como «desarrollo económico», que es superior a los derechos humanos. Este duro punto de vista no fue inventado por los radicales, por supuesto, sino por los crueles explotadores del trabajo en la Revolución Industrial capitalista; y el movimiento socialista nació luchando encarnizadamente contra estos teóricos de la explotación «progresista». Sin embargo, los apologistas de los modernos regímenes autoritarios «izquierdistas» tienden a considerar a esta vieja doctrina como la más nueva revelación de la sociología.

iv) El «Comunionismo»: En su artículo de 1930, Max Eastman designó a esto el «modelo de unión fraternal» de «socialistas gregarios o de solidaridad humana…deseosos de solidaridad humana, con una mezcla de misticismo religioso y de gregarismo animal». Esto no debe confundirse con la idea de solidaridad en las huelgas, etc. y tampoco debe identificarse necesariamente con lo que se llama camaradería en el movimiento socialista o el «sentido de comunidad» en cualquier otro lugar. Su contenido específico, como dice Eastman, es «la búsqueda de la submersión en una Totalidad, buscando perderse uno mismo en el seno de un sustituto de Dios».

Eastman se refiere en esas líneas al escritor del Communist Party, Mike Gold; otro ejemplo excelente es el de Harry F. Ward, el religioso compañero de viaje del Communist Party, cuyos libros teorizan este tipo de anhelo «oceánico» por despojarse de la propia individualidad. Los cuadernos del escritor norteamericano Bellamy revelan en él un caso clásico: escribe sobre la nostalgia «por la absorción en la gran omnipotencia del universo»; su «Religión de la Solidaridad» refleja su desconfianza en el individualismo de la personalidad, su deseo de disolver el Yo en comunión con algo superior.

Esta deformación es muy prominente en algunos de los más autoritarios partidarios del socialismo desde arriba, y no es raro encontrarla en casos más moderados, como los elitistas filantrópicos de opiniones socialistas cristianas. Naturalmente, este tipo de socialismo «comunionista» es siempre proclamado como un «socialismo ético» y alabado por su horror a la lucha de clases; no debe haber conflictos dentro de una colmena. Este tipo tiende a contraponer «colectivismo» a «individualismo» (una falsa oposición desde un punto de vista humanista), pero lo que realmente impugna es la individualidad.

v) El Penetracionismo: El socialismo desde arriba tiene muchas variedades por la simple razón de que hay siempre muchas alternativas a la automovilización de las masas desde abajo; pero los casos discutidos tienden a dividirse en dos familias.

Una de ellas tiene la perspectiva de derrocar a la actual sociedad jerárquica capitalista, para reemplazarla por un nuevo tipo no capitalista de sociedad jerárquica, basada en un nuevo tipo de élite y de clase dominante (estas variantes son normalmente etiquetadas como «revolucionarias» en las historias del socialismo). La otra tiene la perspectiva de penetrar en los centros de poder de la sociedad existente, para metamorfosearla —gradualmente, inevitablemente— en un colectivismo estatalizado, tal vez al modo en que, molécula a molécula, la madera se petrifica en ágata. Este es el estigma característico de las variedades reformistas, socialdemócratas, del socialismo desde arriba.

El propio término de penetracionismo fue inventado como autodescripción de aquellos que hemos llamado la «más pura» variedad de reformismo nunca visto, el fabianismo de Sidney Webb. Todo el penetracionismo socialdemócrata está basado en una teoría de inevitabilidad mecánica: la inevitable autocolectivización del capitalismo desde arriba, que es igualada al socialismo. La presión desde abajo (cuando ésta es considerada admisible) puede acelerar y conducir el proceso, con la condición de que permanezca bajo control para evitar asustar a los autocolectivizadores. Por tanto, los penetracionistas socialdemócratas no están solamente deseoso, sino ansiosos, de «unirse al establishment» en vez de luchar contra él, en la medida en que su capacidad se lo permita, ya sea como manobras o como ministros. Característicamente, la función que dan al movimiento desde abajo es, fundamentalmente, la de chantajear a los poderes dominantes, para que éstos les paguen con tales oportunidades de penetración.

La tendencia hacia la colectivización del capitalismo es en verdad una realidad: como hemos visto, eso significa la colectivización burocrática del capitalismo. En la medida en que este proceso ha avanzado, los socialdemócratas contemporáneos han sufrido también una metamorfosis. Hoy, el principal teórico de este neorreformismo, C.A.R. Crosland, denuncia como «extremista» la blanda declaración en favor de las nacionalizaciones que fue originariamente escrita en el programa del laborismo británico ¡nada menos que por Sidney Webb (con Arthur Henderson)! La gran cantidad de socialdemocracias continentales que han purgado ahora sus programas de todo contenido específicamente anticapitalista —un destacado nuevo fenómeno en la historia socialista— refleja el grado en el que el desarrollo del proceso de colectivización burocrática se acepta como una entrega a plazos de «socialismo» petrificado.

Esto es el penetracionismo como gran estrategia. Lleva, por supuesto, al penetracionismo como táctica política, un tema que aquí no podemos desarrollar más allá de mencionar su más importante forma actual en Estados Unidos: la política de apoyo al partido Demócrata y la lib-lab (liberal/laboral) coalición alrededor del «Consenso Johnson», sus predecesores y sus sucesores.

La distinción entre estas dos «familias» de socialismo desde arriba es válida para socialismos caseros, desde Babeuf hasta Harold Wilson; es decir, aquellos casos en los que la base social de la corriente socialista dada se encuentra dentro del sistema nacional, sea la aristocracia obrera o sea elementos desclasados o cualquier otra. El caso es algo diferente para los «socialismo desde fuera» representados por los modernos partidos comunistas, cuya estrategia y táctica depende en último análisis de un poder cuya base es externa a cualquiera de los estratos sociales domésticos; esto es, de las clases dominantes burocrático-colectivistas del Este.

Los partidos comunistas se han mostrado especialmente diferentes a cualquier tipo de movimiento casero por su capacidad para alternar o combinar tanto el oposicionismo «revolucionario» como las tácticas penetracionistas, según su conveniencia. Así el American Communist Party oscilaría desde su aventurero y ultraizquierdista «Tercer Período» de 1928-34 hasta el ultrapenetracionista período del Frente Popular, volviendo a un incendiario «revolucionarismo» durante el período del pacto Hitler-Stalin, y así sucesivamente, siguiendo las idas y venidas de la guerra fría, combinando ambas tácticas en diversos grados. Con la escisión de la corriente comunista entre las líneas de Moscú y Pekín, los «jruschovianos» y los maoístas tienden a encarnar cada uno de ellos una de las dos tácticas que anteriormente alternaban.

Frecuentemente, por tanto, el partido comunista oficial y los socialdemócratas tienden a converger en la política de penetracionismo, aunque desde los ángulos de diferentes socialismos desde arriba.

vi) El socialismo desde fuera: Las precedentes variedades del socialismo desde arriba miran hacia las cumbres de la sociedad. Ahora trataremos el caso en el que las expectativas de socorro se depositan en el exterior.

El culto a los platillos volantes es una forma patológica del mesianismo más tradicional, en el que «fuera» significa fuera de este mundo; pero, en este caso, «fuera» significa fuera de la lucha social en el propio país. Para los comunistas de Europa del Este después de la II Guerra Mundial, el Nuevo Orden tenía que ser importado por las bayonetas rusas; para los socialdemócratas alemanes en el exilio, la liberación de su propio pueblo sólo era imaginable gracias a la victoria militar extranjera.

En tiempo de paz, este tipo se presenta bajo la variedad del socialismo por modelo ejemplar. Éste era, evidentemente, el método de los viejos utópicos, que construían sus colonias modelo en apartadas tierras de EEUU para demostrar la superioridad de su sistema y convertir a los no creyentes. Hoy, este sustituto de la propia lucha social se está convirtiendo, cada vez más, en la esperanza esencial del movimiento comunista en Occidente.

El modelo ejemplar es Rusia (o China, para los maoístas); y, aunque es difícil hacer la suerte de los proletarios rusos semiatractiva a los trabajadores de Occidente, incluso con una generosa dosis de mentiras, existen otros dos enfoques con más posibilidades de éxito:

a) La posición relativamente privilegiada de los ejecutivos, burócratas e intelectuales-lacayos dentro del sistema colectivista ruso puede ser contrastada con la situación en Occidente, donde estos mismos elementos están subordinados a los propietarios de capital y a los que manipulan la riqueza. Aquí, el atractivo del sistema soviético de economía estatalizada coincide con el alcanzado históricamente por los socialismos de clase media: a los elementos disconformes entre los intelectuales, los técnicos, los científicos, los burócratas administradores y los hombres de organización de diferente especie, que pueden identificarse más fácilmente con una nueva clase dominante basada en el poder del estado en vez de en el poder del dinero y de la propiedad, y que, por ello, se ven a sí mismos como los nuevos hombres del poder en un sistema, no capitalista, pero elitista.

b) Mientras los partidos comunistas oficiales están obligados a mantener la máscara de la ortodoxia en relación a algo llamado «marxismo leninismo», es más frecuente que algunos teóricos serios del neoestalinismo que no están atados al partido se encuentren libres de la necesidad de fingir. Uno de sus desarrollos es el abandono abierto a cualquier perspectiva de victoria a través de la lucha social dentro de los países capitalistas. La «revolución mundial» es igualada simplemente con la demostración por los estados comunistas de que su sistema es superior. Esto ha sido ya expresado en forma de tesis por los principales teóricos del neoestalinismo, Paul Sweezy e Isaac Deutscher.

El Monopoly Capitalism (1966) de Baran y Sweezy rechaza terminantemente «la respuesta de la tradicional ortodoxia marxista: que el proletariado industrial debe, al fin y al cabo, sublevarse en una revolución contra sus opresores capitalistas». Lo mismo dicen para los demás grupos desfavorecidos de la sociedad —desempleados, campesinos, las masas de los guetos, etc—, ya que no pueden «constituir una fuerza coherente en la sociedad».

Esto no deja salida: el capitalismo no puede ser cambiado efectivamente desde dentro. ¿Cómo entonces? Algún día, explican los autores en su última página, «quizá no en el presente siglo», la gente se desilusionará con el capitalismo, «cuando la revolución mundial se extienda y cuando los países socialistas muestren con su ejemplo que es posible» construir una sociedad racional [énfasis añadido]. Esto es todo. Así, las frases marxistas llenando las otras 366 páginas de este ensayo se reducen simplemente a un conjuro como la lectura del Sermón de la Montaña en la catedral de San Patricio.

La misma perspectiva se presenta, menos abruptamente, por un escritor más dado a circunloquios, en The Great Contest de Deutscher. Deutscher transmite la nueva teoría soviética de «que el capitalismo occidental sucumbirá no tanto —o, al menos, no directamente— a causa de sus propias crisis y contradicciones inherentes a él, como a causa de su incapacidad para competir con los logros del socialismo [esto es, los estados comunistas]»; y después, dice: «Debe decirse que esto reemplaza en cierta medida a la perspectiva marxista de la revolución permanente». Aquí nos encontramos con una teorización racional de lo que durante largo tiempo ha sido la práctica del movimiento comunista en Occidente: actuar como guardia de fronteras y como cobertura para la competencia, el sistema rival del Este. Sobre todo, la perspectiva del socialismo desde abajo es tan ajena a estos profesores del colectivismo burocrático como a los apologistas del capitalismo en las academias norteamericanas.

Este tipo de ideología neoestalinista es frecuentemente crítica con el actual régimen soviético. Un buen ejemplo de ello es Deutscher, que está tan lejos como sea posible de ser un apologista acrítico de Moscú del tipo de los comunistas oficiales. Hay que considerarles como penetracionistas con respecto al colectivismo burocrático. Lo que se ve como un «socialismo desde fuera» desde el mundo capitalista, es una especie de fabianismo visto desde dentro del ámbito del sistema comunista. En este contexto, el cambio únicamente desde arriba es un firme principio de estos teóricos, como lo era para Sidney Webb. Esto quedó demostrado, «inter alia», por la hostil reacción de Deutscher a la revuelta de 1953 en Alemania Oriental y a la revolución húngara de 1956, por el ya clásico motivo de que tales sublevaciones desde abajo podrían asustar al «establishment» soviético y apartarle de su curso de «liberalización» por la Inevitabilidad de la Gradualidad.

10. ¿De qué lado estás?

Desde el punto de vista de los intelectuales que tienen elección de qué papel jugar en la lucha social, la perspectiva del socialismo desde abajo ha sido históricamente poco atractiva. Incluso dentro del movimiento socialista, ha tenido pocos partidarios consistentes y no muchos más de inconsistentes. Fuera del movimiento socialista, naturalmente, la línea típica es que tales ideas son visionarias, impracticables, irrealistas, «utópicas»; tal vez idealistas, pero quijotescas. Las masas populares son congénitamente estúpidas, corruptas, apáticas y generalmente inútiles; los cambios progresistas deben proceder de «Gente Superior» semejantes —por casualidad— al intelectual que expresa estos sentimientos. Todo esto se traduce teóricamente a una Ley de Hierro de la Oligarquía o a una ley de lata del elitismo, de una manera u otra implicando una teoría cruda de la inevitabilidad del cambio únicamente desde arriba.

Sin pretender repasar en unas pocas palabras los argumentos a favor y en contra de esta omnipresente opinión, podemos notar el papel social que juega, como el rito autojustificatorio de los elitistas. En tiempos «normales», cuando las masas no están en movimiento, la teoría simplemente requiere señalar esto con desprecio, mientras que toda la historia de revolución y de las sublevaciones sociales es simplemente descalificada como obsoleta. Pero los repetidos disturbios sociales y sublevaciones revolucionarias, definidos precisamente por la intrusión en la historia de las antes inactivas masas, y característicos de periodos en los que el cambio social fundamental está puesto al orden del día, son exactamente tan «normales» en la historia como los intermedios períodos de conservadurismo. Cuando el teórico elitista tiene que abandonar, por consiguiente, la postura de científico observador que se limitaba a predecir que la masa de la gente continuará siempre en reposo, cuando se le enfrenta la realidad opuesta de unas masas revolucionarias intentando subvertir la estructura de poder, entonces es típico que no tiene reparos en pasar a otra senda muy diferente: la denuncia de la intervención de las masas como mala en sí misma.

El hecho es que, para el intelectual, la elección entre socialismo desde arriba y socialismo desde abajo, es básicamente una opción moral, mientras que para las masas trabajadoras que no tienen alternativa social es una cuestión de necesidad. El intelectual puede tener la opción de «unirse al establishment», cuando los trabajadores no la tienen; lo mismo ocurre con los dirigentes sindicales, que, al elevarse por encima de su clase, disponen igualmente de una posibilidad de elección que antes no tenían. La presión para adecuarse a las costumbres de la clase dominante, la presión para el aburguesamiento, son proporcionales al grado en que se debilitan los lazos personales y organizativos con la base. No es difícil para un intelectual o para un jefe sindical burocratizado convencerse a sí mismo de que la penetración en el poder existente y la adaptación a él son el camino más astuto, cuando (por casualidad) también permite compartir las ventajas de la influencia y de la opulencia.

Es un hecho irónico, por consiguiente, que la «Ley de Hierro de la Oligarquía» sea ferrea principalmente por los elementos intelectuales de los que proviene. En tanto que estrato social (eso es, dejando aparte individuos excepcionales) los intelectuales no han sido nunca conocidos por levantarse contra el poder establecido en la forma en que la moderna clase obrera lo ha hecho una y otra vez en su relativamente breve historia. Actuando típicamente como los lacayos ideológicos de los amos establecidos de la sociedad, el sector de las clases medias no propietarias, dedicado al trabajo intelectual, se encuentra, a pesar de todo y al mismo tiempo, movido al descontento y al mal humor por el trato recibido. Como muchos otros sirvientes, este Admirable Crichton piensa «soy mejor que mi amo, y si las cosas fuesen diferentes ya veríamos quien se arrodillaría». Más que nunca en nuestro día, cuando el crédito del sistema capitalista se desintegra en todo el mundo, él sueña fácilmente con una forma de sociedad en la que puede actuar a su gusto, en la que mande el Cerebro y no las manos ni la riqueza; en la que él y sus similares serían liberados de la presión de la Propiedad a través de la eliminación del capitalismo, y liberados de la presión de las masas gracias a la eliminación de la democracia.

Tampoco es necesario que su sueño vaya muy lejos, porque existen versiones de ese tipo de sociedad ante sus ojos, en los colectivismos del Este. Incluso cuando rechaza estas versiones, por diversas razones, entre ellas la Guerra fría, puede teorizar su propia versión de un «buen» tipo de colectivismo burocrático, llamado en los EE.UU. «meritocracia», «managerismo», «industrialismo» o cualquier otra cosa que se quiera; o «socialismo africano» en Ghana y «socialismo árabe» en El Cairo; o muchos otros tipos de socialismo en otros lugares del mundo.

La naturaleza de la elección entre socialismo desde arriba y socialismo desde abajo se ve más claramente en lo que se refiere a una cuestión sobre la que existe un considerable grado de acuerdo entre los intelectuales liberales, socialdemócratas y estalinistas de hoy. Se trata de la supuesta inevitabilidad de dictaduras autoritarias (despotismos benevolentes) en los nuevos estados que se desarrollan, particularmente, en África y Asia —Nkruma, Nasser, Sukarno y otros—, dictadores que destruyen a los sindicatos independientes y a toda la oposición política, organizando la explotación del trabajo con el propósito de maximizarla, chupándoles la sangre a las masas trabajadoras para extraer el suficiente capital para acelerar la industrialización al ritmo que los nuevos amos desean. De esta forma, en una medida sin precedentes, círculos «progresistas» que en otra ocasión hubieran protestado contra cualquier injusticia, se han convertido en apologetas de cualquier autoritarismo que sea considerado como no capitalista.

Aparte de las razones de determinismo económico usualmente dadas para esta posición, hay dos aspectos de la cuestión que echan luz sobre lo que verdaderamente está en juego:

a) El argumento económico para la dictadura, que pretende demostrar la necesidad de una industrialización «a matacaballo», es sin duda alguna de mucho peso para los nuevos amos burocráticos —que significativamente no escatiman en sus propios ingresos y engrandecimiento—, pero es incapaz de convencer al trabajador situado abajo del todo de que él y su familia deben inclinarse ante la superexplotación y el superesfuerzo durante algunas generaciones, en aras de la rápida acumulación de capital. (De hecho, es por esto por lo que la industrialización «a matacaballo» exige controles dictatoriales).

El argumento económico-determinista es la racionalización del punto de vista de una clase dominante; tiene sentido humano solamente desde tal punto de vista, el cual, evidentemente, pretende siempre identificarse con las necesidades de la «sociedad». Es de igualmente buen sentido que los trabajadores que ocupan los últimos peldaños de la sociedad deben oponerse a esta superexplotación para defender su elemental dignidad humana y su bienestar. Así ocurrió durante la Revolución Industrial, cuando los «nuevos países en desarrollo» estaban en Europa.

No se trata de una simple cuestión de argumentos técnicos y económicos, sino de lados diferentes en la lucha de clases. La pregunta es: ¿De qué lado estás?

b) Se argumenta que las masas populares en estos países están demasiado atrasadas para controlar la sociedad y su gobierno; y esto es, sin duda, verdad, y no únicamente allí. ¿Pero qué se deduce de eso? ¿Cómo consigue un pueblo o una clase capacitarse para gobernar en su propio nombre?

Únicamente por medio de la lucha para conseguirlo. Únicamente librando su lucha contra la opresión: la opresión ejercida por aquellos que les dicen que no están capacitados para gobernar. Únicamente luchando por el poder democrático se educarán a sí mismos y se alzarán hasta el nivel en el que serán capaces de ejercer este poder. Nunca ha habido otro camino para ninguna clase.

Aunque hemos considerado una particular línea apologética, los dos puntos señalados se aplican de hecho a todo el mundo, en cada país, avanzando o desarrollado, capitalista o estalinista. Cuando las manifestaciones y boicoteos de los negros del Sur de los EEUU ponían en aprieto al Presidente Johnson de cara a las elecciones, la pregunta era: ¿De qué lado estás? Cuando el pueblo húngaro se revelaba contra el invasor ruso, la pregunta era: ¿De qué lado estás? Cuando el pueblo argelino luchaba por su liberación contra el gobierno «socialista» de Guy Mollet, la pregunta era: ¿De qué lado estás? Cuando Cuba fue invadida por los títeres de Washington, la pregunta era: ¿De qué lado estás? y cuando los sindicatos cubanos son sojuzgados por los comisarios de la dictadura, la pregunta es también: ¿De qué lado estás?

Desde el comienzo de la sociedad, han existido un sinfín de teorías «probando» que la tiranía es inevitable y que la libertad en democracia es imposible; no hay otra ideología más conveniente para una clase dominante y para sus intelectuales lacayos. Se trata de predicciones autosatisfechas, ya que ellas solamente son ciertas mientras son tomadas como ciertas. En último análisis, el único camino de demostrar su falsedad es la lucha misma. Esta lucha desde abajo nunca ha sido detenida por las teorías desde arriba, y ha cambiado el mundo una y otra vez. Escoger cualquiera de las formas del socialismo desde arriba es mirar hacia atrás, al viejo mundo, a la «vieja mierda». Escoger el camino del socialismo desde abajo es afirmar el comienzo de un nuevo mundo.

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