Dic - 22 - 2016

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Para completar una definición global del presente geopolítico, es necesario también mirar hacia atrás. Es que las “fotografías” relativamente estáticas del presente pueden ser engañosas y unilaterales, y con más razón en nuestra época, donde se llegó a creer en el “fin la historia”. Para ver la realidad más de conjunto y sus tendencias, hay que mirar hacia atrás, ver de dónde venimos.

Creemos necesario definir, hasta hoy, tres o cuatro períodos. Su número varía según los criterios con que los definamos. Si lo hacemos con un criterio global de “época” –es decir, por el conjunto de determinaciones económicas, políticas, sociales e incluso culturales–, tendríamos tres períodos. Si los enfocamos desde una óptica principalmente geopolítica, de confrontaciones entre Estados, habría que marcar cuatro.

El primero es la época llamada de Pax Britannica, que abarcó gran parte del siglo XIX, desde 1814-15 (el fin de las guerras europeas continentales desatadas desde 1789 con la Revolución Francesa, la República y el Imperio) hasta 1914, año en que estalla la Primera Guerra Mundial. En esos cien años, hay que subrayar ante todo su segunda fase, la de la “Paz Armada”, desde la guerra Franco-Prusiana de 1870-71 hasta el inicio de la Gran Guerra de 1914-18.

El segundo período sería lo que suele definirse como la “época de crisis, guerras y revoluciones” (y contrarrevoluciones), que abarcaría desde la Primera Guerra Mundial (1914-18) y la Revolución Socialista de Octubre de 1917 en Rusia, hasta 1989-91, hasta la caída del Muro de Berlín (1989) y la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en 1990-91. Sin llamarlo de esta forma, distintos historiadores coinciden con esta periodización, aunque hacen evaluaciones distintas y les dan nombres diferentes. Eric Hobsbawm, por ejemplo, la popularizó, con el nombre de “el corto siglo XX”.

Esta época de crisis, guerras, revoluciones (y contrarrevoluciones) se divide netamente en dos tramos muy distintos: el de antes y después de la Segunda Guerra Mundial (1939-45). Entre ambos hay importantes cambios geopolíticos, pero también en otros órdenes.

 

  1. Cuarenta y tres años de paz para preparar una Gran Guerra

 

El 28 de julio de 1914, día en que se inicia la Primera Guerra Mundial, hacía más de 40 años que en Europa prácticamente no se habían producido conflictos armados. El último había sido la guerra Franco-Prusiana de 1870-71.1 Pero esa “paz” era engañosa. Fueron años de preparación para una guerra como el mundo no había visto jamás: de allí que ese período se conoce como el de la “Paz Armada”.

Esas cuatro décadas de “paz armada” y su resultante, la guerra más sangrienta y terrible que habían sufrido Europa y el mundo, eran el tramo final de un ciclo histórico más amplio. Como sintetizó Trotsky, “es casi exacto que desde 1815 a 1914 reinó la Pax Britannica [en Europa], no sin algunas explosiones militares aisladas… Fue una época de hegemonía para el poder capitalista más antiguo, Gran Bretaña” (“La guerra imperialista y la revolución proletaria”, 26-5-1940).

En ese período, especialmente en el de Paz Armada, se fueron conformando los imperialismos modernos, cuya pelea por el reparto mundo desembocó en la Primera Guerra Mundial (1914-18) y, luego, en la Segunda, de 1939-45.

También en esas décadas se delinearon no sólo los protagonistas (y antagonistas) geopolíticos, sino también las clases y los conflictos sociales, políticos y nacionales que animarían las luchas de la futura época de crisis, guerras, revoluciones (y contrarrevoluciones), que abarcaría la mayor parte del siglo XX. Recordemos brevemente los hechos y actores más relevantes en esta gestación:

– La constitución del (segundo) Imperio Alemán tras la derrota de Francia en la Guerra Franco-Prusiana (1870-71). El nuevo imperio, bajo la hegemonía de Prusia, unificó todas las entidades estatales de habla alemana, excluyendo a Austria. Nacía así la gran potencia de Europa continental, que había derrotado a Francia y sería capaz de medirse con el Imperio Británico.

– La culminación por los imperialismos europeos de las conquistas coloniales en Asia y África, con un reparto del mundo muy desigual, donde salieron ampliamente favorecidos el Imperio Británico (que llegó a dominar bajo muy distintas formas alrededor de la cuarta parte del territorio y de la población del planeta), en primer lugar, luego Francia (e incluso pequeños países como Bélgica y Holanda), en detrimento de Alemania.

– La expansión del Imperio Ruso, que llegó a extenderse desde la mitad de Polonia hasta Alaska (luego vendida en 1867 a Estados Unidos), pero que en ese proceso no logró superar su explosiva combinación de grandes avances imperialistas y aún más enormes retrasos sociales y políticos.

– El sometimiento semicolonial de China, imponiéndole desde la década de 1840 la cesión a los imperialismos de enclaves-puertos como Hong Kong, Macao, Shanghai, Tsingtao y otros.

– La generalización de relaciones semicoloniales y dependientes con los países de América Latina de parte de Estados Unidos y el Imperio Británico, principalmente.

– El surgimiento tardío pero de enorme importancia de dos nuevos imperialismos no europeos, Estados Unidos y Japón, que entraron en escena pisando fuerte. EEUU ya en 1846-48 había atacado México, anexando la mitad de su territorio. En 1898 atacó a España y se quedó con sus últimas colonias no africanas (Cuba y Puerto Rico, en el Caribe, y Filipinas y Guam, en el Pacífico). En 1903 se apoderó del Canal de Panamá y multiplicó las intervenciones militares, especialmente en Centroamérica y Caribe. También, desde 1890, impulsó el “panamericanismo” como instrumento de hegemonía semicolonial en América Latina, un ensayo de forma de forma de dominio imperialista que luego se generalizaría reemplazando el colonialismo directo. Todo esto fue paralelo a un espectacular desarrollo industrial, redoblado tras la Guerra de Secesión (1861-65).

Por su parte, Japón hizo un aceleradísimo proceso de modernización en la llamada Era Meiji (1868-1912), dando un salto del feudalismo a un capitalismo relativamente avanzado. Inició su expansión imperialista en Asia continental, derrotando a China en 1894-95. En 1905, ante el asombro del mundo, venció a Rusia y consumó la conquista de Corea. Era la primera vez en los tiempos modernos que una potencia asiática derrotaba a una europea.

Esos acontecimientos se asentaron en un proceso de “globalización” o “mundialización” de la economía mundial, impulsado por dos saltos enormes en el desarrollo de las fuerzas productivas: la Primera Revolución Industrial, iniciada en la segunda mitad del siglo XVIII (producción de carbón y hierro a gran escala, mecanización de los textiles y demás industrias, máquina de vapor y después el ferrocarril), y la Segunda Revolución Industrial, desde mediados del siglo XIX (la de los motores de combustión interna, el petróleo, la electricidad, la gran industria química, el motor eléctrico, la globalización de las comunicaciones por cable, el teléfono, el automóvil, la radiotelefonía y finalmente el avión). Pero esto también acortó las distancias entre los imperialismos. Durante todo un período, la Primera Revolución Industrial se había limitado a Gran Bretaña. Por el contrario, la Segunda abarcó casi simultáneamente Europa Occidental (con Alemania a la cabeza), Estados Unidos y Japón.

Esos cambios durante la “paz armada” se fueron dando en combinación con acontecimientos y transformaciones sociales y políticas que serían otro factor decisivo de la siguiente “época de crisis, guerras y revoluciones”. Las “revoluciones industriales” conformaron una fuerte clase obrera y trabajadora. Sobre esas bases sociales se desarrollarían partidos y movimientos políticos, sindicatos y otras organizaciones. Ya en febrero de 1848 comenzó en Francia el “Año de las Revoluciones” o “Primavera de los Pueblos”, que se extendió a gran parte de Europa. Allí apareció ese nuevo actor político-social, el proletariado, y también sus expresiones ideológicas y orgánicas: en 1848, Marx y Engels publican el histórico Manifiesto comunista. En 1864, surge la Asociación Internacional de los Trabajadores (I Internacional), encabezada por Marx. Por último, en 1871, en la guerra Franco-Prusiana, no sólo se conformó el principal imperialismo de Europa continental. También, simultáneamente, se produjo la Comuna de París, el “primer ensayo de dictadura del proletariado”.

– Por último, en 1905, a menos de diez años de la Guerra Mundial, se haría en Rusia otro “ensayo” de consecuencias aún más trascendentales. En enero comienza en la capital, San Petersburgo, la primera revolución rusa, en respuesta a una sanguinaria represión del zar. En octubre, presidido por León Trotsky, se reúne en San Petersburgo el primer Soviet de la historia con delegados de 200 fábricas, que lanza una huelga general revolucionaria que paraliza la capital del Imperio zarista y luego se extiende a Moscú y otras regiones. Aunque la primera revolución rusa y su Soviet fueron finalmente derrotados, lo aprendido en ese primer ensayo abriría el camino a la victoria de octubre de 1917… que marcaría mundialmente el comienzo del “ciclo de crisis, guerras y revoluciones”.

 

  1. Se abre el ciclo de crisis, guerras, revoluciones y contrarrevoluciones

 

En la Gran Guerra de 1914-18, la coalición encabezada por Alemania, las llamadas “Potencias Centrales”, fue derrotada. Dos de sus componentes, el Imperio Austro-Húngaro y el Imperio Otomano, simplemente desaparecieron como Estados, reconfigurándose así el mapa geopolítico de Europa y del Cercano Oriente.

El triunfo fue del bloque de los “Aliados”, encabezado por el Imperio Británico y Francia, secundados por Rusia, al que se agregó Italia en 1915. Dos años después, en 1917, tardía pero decisivamente, Estados Unidos entró en la guerra junto a los Aliados. En el camino, también desapareció uno de sus principales componentes iniciales, el Imperio Ruso. El teatro principal del conflicto fue Europa, pero hubo combates en todos los mares y continentes, configurándose por primera vez en la historia una guerra realmente mundial.

Sin embargo, ni la derrota de Alemania, ni el triunfo de los Aliados, ni la “paz” de Versalles que la siguió terminaron de resolver categóricamente las hegemonías y relaciones de fuerza entre los distintos imperialismos. Para más complicación, la guerra generó revoluciones de las que surgió, en gran parte del ex imperio zarista, un Estado de nuevo tipo –la Unión Soviética– donde fue expropiada la propiedad capitalista.

Estados Unidos emergió como el imperialismo más poderoso a nivel industrial y financiero, pero aún lejos del nivel de superpotencia que alcanzaría en la Segunda Guerra Mundial. Alemania fue derrotada pero no arrasada, y se recompuso con relativa rapidez, aunque perdió sus pequeñas colonias afroasiáticas a manos de ingleses y franceses. El Imperio Británico alcanzó su máxima expansión, apoderándose de buena parte del ex Imperio Otomano, pero eso no implicó un salto cualitativo de las relaciones de fuerza. Al contrario, marcó el inicio de su eclipse al aparecer el nuevo gigante, los Estados Unidos. El imperialismo francés también logró bocados importantes a costa de los turcos, pero que no compensaron el terrible desgaste humano y material en una guerra librada principalmente en su territorio. En general, sería necesaria una carnicería aún mayor que la de 1914-18 para establecer relaciones de fuerza categóricas e indiscutibles y para que EEUU llegase a la cúspide de su poder mundial.

Otra novedad geopolítica fue que las potencias vencedoras, en especial EEUU, hicieron el intento de establecer una organización internacional de Estados –la Sociedad de las Naciones (SDN), también llamada Liga de las Naciones–, que habría de tutelar la paz de Versalles.2 Simultáneamente se fundó la Organización Internacional del Trabajo (OIT). La Sociedad de Naciones garantizaría la paz geopolítica, es decir, entre los Estados. Y la OIT, la paz social, entre patrones y obreros. ¡No es necesario subrayar que no se logró ninguna de ambas!

La Liga o Sociedad de Naciones (al igual que la “paz” de Versalles) comenzó a tambalear desde su nacimiento. El gobierno de EEUU –su gran promotor– no logró que en Washington el Senado con mayoría aislacionista ratificara su tratado fundacional. Así, la gran potencia emergente de la Gran Guerra, gestora de la Sociedad de Naciones, quedó por fuera de ella, debido a las divisiones geopolíticas de su propia burguesía. Habría que esperar otra guerra mundial para que el imperialismo yanqui pudiera relanzar una panoplia de “organizaciones internacionales” (Naciones Unidas, Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, etc.), como andamiaje de su hegemonía global, además, por supuesto, de su decisiva red de pactos militares, en primer lugar la OTAN.

 

2.1 El acontecimiento más trascendental: la Revolución Rusa y europea

 

Pero el hecho histórico más trascendental y determinante para casi todo el resto del siglo no fue la guerra en sí misma, su desenlace, la frágil “paz” de Versalles y la irrupción mundial de EEUU, sino su transformación en una ola de revoluciones, que se iniciaron en Rusia pero que se extendieron más allá, con alcances mundiales.

Esa transformación de la guerra imperialista en revoluciones obreras y populares comenzó en el Imperio Ruso en febrero de 1917 tumbando en unos días a un régimen autocrático con tres siglos en el poder. Pero la Revolución con mayúscula se repitió, en un escalón cualitativamente superior, el 25 de octubre de 1917 (calendario juliano; en el calendario gregoriano, luego adoptado, fue el 7 de noviembre). Los Soviets de obreros y soldados, renacidos y multiplicados desde febrero, tomaron el poder, iniciando la primera revolución socialista de la historia después del breve ensayo de la Comuna de París.

Se iniciaba con esto una época de revoluciones (y contrarrevoluciones) no sólo en Rusia sino a escala europea y mundial. Un año después de la Revolución de Octubre de 1917, ya media Europa estaba revolucionada, desde Rusia a Alemania, pasando por Hungría, Bulgaria, el norte de Italia, etc. Y la Gran Guerra terminó abruptamente en noviembre de 1918, no tanto porque las fuerzas del Kaiser habían comenzado a flaquear, sino decisivamente porque las sublevaciones de los marinos y soldados alemanes hicieron imposible continuarla.

A partir de allí, con intervalos de “paz”, los destinos de Europa y el mundo fueron determinados por complejas combinaciones, por un lado, de luchas entre revolución y contrarrevolución y, por el otro, de enfrentamientos geopolíticos entre las principales potencias, cuyas relaciones de fuerza no había resuelto categóricamente la Gran Guerra. En ese contexto, sucesivos triunfos contrarrevolucionarios, en la inmediata posguerra y luego en los años 30, llevarían a una Segunda Guerra Mundial.

 

2.2 La batalla decisiva, en Alemania

 

La batalla decisiva se dio en la Revolución Alemana de 1918 a 1923, que terminó en una derrota que tendría consecuencias históricas, estratégicas, que se tratan en otro texto de esta edición. Alemania era un país avanzado, donde estaba el corazón industrial y obrero del continente. El peso de un triunfo revolucionario o contrarrevolucionario allí inclinaba la balanza en uno u otro sentido. Si la revolución obrera y socialista hubiese triunfado en Alemania en 1918-23, la historia del mundo sería radicalmente distinta, sin duda alguna.

A la derrota en Alemania se sumaron los paralelos fracasos en Hungría (1919), Italia (“biennio rosso” 1919-20), y Bulgaria (1923). De la ola revolucionaria iniciada en 1917, sólo quedó en pie Rusia. Allí se constituyó la Unión Soviética, que nace entonces en condiciones extremadamente desfavorables, en un país atrasado, con mayoría de población campesina y, lo peor, con su proletariado malherido y exhausto por años de guerra mundial, y luego de guerra civil, intervenciones imperialistas y hambrunas.

Pero el cuadro se haría aún más complicado y difícil. Por un lado, la revolución socialista triunfante en Rusia constituye un “Estado obrero” donde inicialmente el poder está en manos de organizaciones obreras, los soviets. Pero esto se hace en un país no sólo atrasado sino también devastado por esas guerras, y cuya clase trabajadora queda diezmada y extenuada en esos combates. En este contexto de grave reflujo de la actividad de las masas y, en primer lugar, del proletariado, fue inevitable que el Estado nacido de la Revolución de Octubre y vencedor en guerra civil padeciera de “deformaciones burocráticas”, como alertó tempranamente Lenin.

Esas “deformaciones burocráticas” del inicial “Estado obrero soviético” fueron creciendo. El cáncer se fue profundizando. Se irían convirtiendo en mucho más que “deformaciones”, determinando sucesivos cambios cualitativos en su naturaleza a lo largo del tiempo. Finalmente, a través de esas diversas y complejas etapas, llevarían al derrumbe de la Unión Soviética. La médula de esto fue la conformación de una burocracia privilegiada que se elevó por encima de la clase trabajadora y la sociedad soviética, como “la única capa social privilegiada y dominante” es decir, “algo más que una simple burocracia” (Trotsky).

Este proceso degenerativo no sólo tuvo efectos “internos” en la URSS. También fue fatal para los destinos de la revolución europea y mundial. Como señalaba Trotsky, la conducción burocrática llevaba a las derrotas y, a su vez, las derrotas fortalecían a la burocracia al desmoralizar a amplios sectores de la vanguardia y las masas trabajadoras, tanto al interior de la URSS como mundialmente.

Una de sus primeras y peores consecuencias fue la catastrófica derrota del Partido Comunista Chino en 1926-27. En Europa, después del fracaso en Alemania, la revolución había entrado en receso. Pero en China, un inmenso proceso revolucionario estaba en ascenso. En él, el joven Partido Comunista Chino tenía un peso importante. Pero, desde Moscú, la burocracia encabezada por Stalin le dicta una política de subordinación a la burguesía “progresista” y “nacionalista” agrupada en el Kuomintang (KMT). Desarmado políticamente el PCCh, el Kuomintang aprovechó la oportunidad para masacrar a sus militantes y al activismo obrero de las ciudades.

La derrota en Alemania cerró el curso revolucionario en Europa. La derrota de China tendría un efecto parecido en el mundo colonial.

Paralelamente, superadas las conmociones revolucionarias y también económicas de la inmediata postguerra, en Estados Unidos y Europa occidental se dio el espejismo de una creciente “prosperidad”. Pero los “Roaring Twenties” en América del Norte y los “Goldene Zwanziger” en Alemania y el resto de Europa terminarían abruptamente en 1929-30 al desatarse la crisis depresiva más aguda de la historia del capitalismo. Y el país cualitativamente más golpeado (junto con EEUU) sería Alemania. La engañosa recuperación de los “dorados años 20” se desplomaría en un abismo de desempleo, miseria y bancarrotas que llevaría a la desesperación tanto al proletariado como a las capas pequeñoburguesas.

 

2.3 Crisis mundial y triunfos contrarrevolucionarios en los años 30

 

Bruscamente, se podría otra vez sobre el tapete en Europa, y también con eje en Alemania, la alternativa revolución/contrarrevolución. Trotsky alerta del peligro de Hitler: “El giro que tome el desenlace de la crisis alemana determinará no solamente el destino de Alemania (lo que ya es mucho), sino también el destino de Europa y del mundo entero por muchos años” (“La clave de la situación internacional está en Alemania” (Biulleten Oppozitsii 25-26, noviembre 1931). Trágicamente, su advertencia se cumpliría con creces.

Es que esta vez una nueva derrota del proletariado alemán no quedaría acolchada en las “medias tintas” democrático-burguesas de la República de Weimar. Ahora implicaría, advierte Trotsky, la contrarrevolución nazifascista, que arrasaría con los partidos, los sindicatos y demás organizaciones del proletariado alemán, masacraría a sus activistas e impondría un régimen de terror.

Ya tempranamente, con la Italia de Mussolini, había nacido en Europa y el mundo una nueva forma de contrarrevolución. Estaba a la altura del desafío que implicaba la otra novedad sin precedentes: la ola revolucionaria obrera y socialista desatada en Europa y el mundo a partir de octubre soviético.

El enfrentamiento y represión de las revoluciones y/o movimientos revolucionarios (y también del movimiento obrero) había estado tradicionalmente a cargo de los aparatos de Estado. Pero ahora aparecía una variante más efectiva, que no sólo las combatía con métodos de guerra civil, sino también en su propio terreno: el de la movilización de masas. Apelaba principalmente a las masas pequeñoburguesas, que ya habían pasado por el infierno de la guerra mundial y que ahora eran también duramente castigadas por la mayor crisis del la historia del capitalismo.

La pequeña burguesía desesperada se fue volcando masivamente a las filas de Hitler. Pero lo decisivo para la derrota fue que el proletariado alemán, por responsabilidad de sus partidos, se encontró políticamente desarmado y dividido frente a ese peligro mortal. La política reformista de la socialdemocracia consistía principalmente en escudarse tras las instituciones del desprestigiado régimen de Weimar y las alianzas parlamentarias con los partidos burgueses “democráticos”, que en su mayoría terminarían pactando y/o sometiéndose a Hitler. La política del Partido Comunista Alemán (KPD) no fue menos desastrosa. Stalin, después de la catástrofe de China de seguidismo a la “burguesía progresista”, había girado a una línea ultraizquierdista y sectaria a nivel mundial, la del llamado “tercer período”. En Alemania, el stalinismo caracterizaba a la socialdemocracia como “una variedad del fascismo”, el “socialfascismo”, considerándolo incluso peor que el de Hitler.

Con esas caracterizaciones delirantes, el stalinismo se oponía al frente único de socialdemócratas y comunistas, imprescindible para derrotar al nazismo e impedir su llegada al poder. Trotsky alerta una y otra vez de ese peligro mortal, que depende, en última instancia, de la política que siga el KPD: “La fuerza de los nazis –concluye Trotsky, dos años antes del triunfo de Hitler– no reside tanto en su propio ejército como en la división que reina en el ejército de su enemigo mortal. Pero es precisamente la realidad del crecimiento del peligro fascista, su carácter inminente, la conciencia de la necesidad de prevenir a cualquier precio ese peligro, lo que empuja a los obreros a unirse para defenderse. La concentración de las fuerzas proletarias se haría tanto más rápidamente y con mayor éxito cuanto más sólido sea el pivote de este proceso, es decir, el Partido Comunista. La clave de la situación está en sus manos. ¡Ay de él si la deja caer!” (Trotsky, cit.)

Pero el Partido Comunista, obediente a Stalin, la dejó caer. Promovió la división de las masas trabajadoras y de la izquierda, y Hitler pudo así tomar el poder en1933 sin necesidad de disparar un tiro.

Pocas veces en la historia un acontecimiento nacional –como el ascenso de Hitler al poder– tendría tan enormes consecuencias mundiales políticas y geopolíticas. Y Trotsky hace un doble alerta que también se cumpliría: que el nazismo en el poder llevaría inevitablemente a una guerra contra la Unión Soviética y, también, a una nueva guerra mundial por el reparto del planeta. A partir de la catástrofe de Alemania, el curso contrarrevolucionario se profundizaría, en varios sentidos. Pero este camino no fue lineal.

Una nueva oportunidad se abrió en 1936, en España. El intento de un golpe de Estado militar-fascista fue respondido por las masas obreras y campesinas con el inicio de una revolución. Comenzaba así la Guerra Civil de 1936-39. Hitler y Mussolini intervinieron militarmente en apoyo de los sublevados. Las “democracias” europeas, Francia y el Imperio Británico, con la política de “no intervención”, dejaron hacer su trabajo a los verdugos nazi-fascistas. Por su parte, Moscú intervino de tal manera que pavimentó el camino de la derrota. El desastre de Alemania había obligado al stalinismo a abandonar los disparates del “tercer período” y el “social-fascismo”. Pero fueron reemplazados por una política no mucho mejor: la del “frente popular” con los sectores “democráticos” de las burguesías. A nivel geopolítico, apuntaba a forjar alianzas con los imperialismos “democráticos”. Para eso era necesario, por supuesto, abandonar toda pretensión revolucionaria y socialista, y, en el caso concreto de España, liquidar por la fuerza los elementos de poder obrero y campesino que habían impedido en 1936 el triunfo del golpe fascista.

 

2.4 Rumbo a una nueva guerra mundial, pero con cambios geopolíticos y sociales trascendentales

 

Como advierte Trotsky, a nivel geopolítico el triunfo del nazismo en Alemania –y la ratificación del avance fascista con la derrota de España– hacían inevitable una Segunda Guerra Mundial. La Alemania nazi pasó a encabezar, junto con Italia en Europa y Japón en Asia, el sector de las potencias imperialistas que no sólo estaban descontentos con el reparto del mundo luego de la Gran Guerra, sino que también giraban a imponer un cambio radical, por la vía de las armas.

Hasta aquí, el panorama no habría sido muy diferente al de 1914. Pero se cruzaba con la existencia de la Unión Soviética, un hecho que no era sólo ni principalmente “geopolítico”, aunque la cuestión del Estado soviético como tal, que regía la sexta parte del planeta, tuviese una importancia trascendental.

Como ya apuntamos, las “deformaciones burocráticas” del naciente “Estado obrero soviético” fueron creciendo y determinando sucesivos cambios cualitativos en su naturaleza hasta su derrumbe final en 1989/91. Las derrotas a nivel internacional –como las de China, Alemania y España– y la profundización de la degeneración burocrática de la URSS se fueron potenciando mutuamente.

A fines de la década del 20, la derrota de la Revolución China se expresó en la URSS con la proscripción de la Oposición de Izquierda y el destierro de Trotsky. En los 30, la catástrofe de Alemania se reflejaría en la URSS no sólo con la matanza de los sobrevivientes de la Oposición de Izquierda sino también con la masacre de gran parte de los cuadros del Partido Comunista, que formaron la inicial burocracia. Cuadros que habían luchado en la Revolución de Octubre y la posterior Guerra Civil, pero que en los años 20 se habían burocratizado y, después de la muerte de Lenin, habían adherido a Stalin.

Pero estos cuadros y militantes, aunque burocratizados, todavía cargaban con una tara “genética”, una tara de nacimiento, el de hacer “nacido” políticamente con la Revolución de Octubre. El paso siguiente fue liquidar a la mayoría de ellos. Así, con 700.000 ejecutados y 8 millones de prisioneros en los gulags, la generación de Octubre, y en primer lugar los llamados “viejos bolcheviques”, fue exterminada. Esta masacre abarcó tanto a los que habían adherido a Stalin y que conformaban la mayoría del aparato del PC, como también a los restos de la Oposición de Izquierda. Lo mismo sucedió en el Ejército Rojo.

El resultado fue “la desaparición definitiva del partido bolchevique y la creación del partido stalinista” (R. Sáenz, “Causas y consecuencias del triunfo de la URSS sobre el nazismo”, revista SoB 27, 2013). Es que las vacantes en el aparato fueron llenadas por una segunda generación de la burocracia, conformada por jóvenes arribistas que no tenían ya nada que ver con la experiencia de Octubre. Y que además garantizaban a Stalin sumisión absoluta. De allí saldrían los posteriores dirigentes de la URSS como Nikita Jrushchov y Leonid Brezhnev, considerados luego como “post-stalinistas”. En verdad, esa segunda generación de la burocracia es hija del stalinismo. Así, de las iniciales “deformaciones burocráticas” de los años 20 se fue pasando a un Estado obrero burocratizado y, por último, a lo que había pronosticado certeramente Christian Rakovsky, un Estado burocrático con sólo algunos rasgos socialistas y obreros.

Pero esas transformaciones contrarrevolucionarias, que costaron mares de sangre, no convirtieron inmediata y simultáneamente a la Unión Soviética en un Estado capitalista como los demás. Habría que esperar a la tercera generación de la burocracia soviética –con Mijail Gorbachov y Boris Yeltsin– para que finalmente desembocase en la restauración del capitalismo, que marcó simultáneamente el fin de la URSS y también el de la “época de crisis, guerras, revoluciones (y contrarrevoluciones)” que llenó casi todo el siglo XX.

Esto es fundamental subrayarlo, porque también hace a la comprensión de la siguiente etapa geopolítica, que nacería de la Segunda Guerra Mundial. Con fines de propaganda ideológica, se ha intentado simplificar (y, por lo tanto, falsear) la complejidad de estos procesos político-sociales revolucionarios y contrarrevolucionarios.

Una de las fórmulas más exitosas pero también más burdas de estas falsificaciones ha sido la de poner todo bajo la etiqueta común de los “totalitarismos”, poniendo un signo igual entre la Alemania nazi y la Unión Soviética. Aquí no podemos detenernos en la crítica de este operativo ideológico, en el fondo bastante grosero, cuyo objetivo evidente es canonizar a la “democracia” burguesa liberal. Digamos sólo que minimiza un “pequeño detalle”: la propiedad de los medios de producción.

En la Alemania nazi, los medios de producción estaban en manos de las grandes corporaciones, que trabajaron estrechamente con Hitler y que éste jamás expropió, ni siquiera parcialmente. ¡La propiedad privada capitalista era sagrada en la Alemania nazi, que incluso era menos “estatista” que el New Deal de Roosevelt! Por el contrario, en la URSS los medios de producción estaban en manos de un Estado nacido de una revolución obrera que expropió a los capitalistas, aunque luego degenerase burocráticamente. Y éste fue uno de los factores decisivos que permitió a la Unión Soviética ganar la guerra.

¡Ningún capitalista se confunde cuando está sobre la mesa la cuestión de la propiedad! Pero sus teóricos e historiadores son otra cosa.

 

  1. La Segunda Guerra Mundial, el mundo bipolar (EEUU-URSS) y el último tramo del ciclo

 

En sus primeros meses, la Segunda Guerra Mundial pareció una repetición de la Primera. Por un lado, un bloque de imperialismos “satisfechos” (el Imperio Británico y Francia) y, por el otro, los imperialismos “hambrientos” (Alemania, Italia) que pretendían un nuevo reparto.

Pero la nueva guerra, sin perder nunca ese carácter inicial y básico de guerra entre distintos imperialismos por el dominio mundial, fue combinando otras determinaciones y conflictos específicos y contradictorios. A poco andar, se hizo mucho más compleja que la Gran Guerra de 1914. Podríamos decir también que, contenidos (y mezclados) en una sola guerra, se libraron varios conflictos simultáneos.

El ataque de la Alemania nazi a la Unión Soviética en junio de 1940 determinó el cambio más importante en la naturaleza de la guerra. Hitler rompió así los pactos con Stalin, firmados en agosto de 1939.3 En este nuevo conflicto –que pasó a ser el principal campo de batalla de la Segunda Guerra– se combinaban dos objetivos.

El primero era barrer de la faz de la tierra al Estado y las relaciones de propiedad nacidos de una revolución obrera y socialista. La URSS, pese a su profunda degeneración burocrática, no era capitalista y además –también a pesar del stalinismo– aparecía mundialmente como la posibilidad de una sociedad distinta, del socialismo. Se trataba, además, de dar ante el mundo un escarmiento a los trabajadores y al pueblo que habían osado expropiar al capital e intentar la construcción de una sociedad sin explotadores.

El segundo motivo no era menos importante. Era el de cumplir uno de los más viejos objetivos del imperialismo alemán, la conquista de “espacio vital” (Lebensraum)4 al Este. Ahora bien, eso implicaba en concreto la colonización del territorio soviético, en primer lugar Rusia, acompañado del exterminio de parte de su población (comenzando por sus cuadros políticos y/o intelectuales y sus “razas inferiores”), y la reducción a la servidumbre del resto. Para eso, desde el primer momento de la invasión comenzaron a operar los Einsatzgruppen (grupos operativos), que ejecutaban a judíos y antinazis rusos, ucranianos, polacos, etc. Se calcula en casi un millón y medio los asesinados por los Einsatzgruppen. Pero esta tarea macabra de “limpieza étnica y política” no fue exclusiva de los Einsatzgruppen o las SS. Fue cumplida también por las tropas regulares de la Wehrmacht. Eso en Occidente se intentó luego minimizar, en función del rearme alemán en los marcos de la OTAN.

Además de este aspecto, de una guerra justa de los pueblos de la Unión Soviética contra el imperialismo alemán y la coalición nazifascista que encabezaba, pueden señalarse otros componentes de la Segunda Guerra. Por ejemplo, la resistencia del pueblo chino contra el intento colonialista del imperialismo japonés. O la rebelión armada de los pueblos de Yugoslavia, Albania y Grecia contra la ocupación nazifascista. Asimismo, en Italia, desde 1943, hay que destacar en el combate de los partigiani, combinación de una lucha contra la ocupación alemana y de guerra civil contra el nuevo gobierno fascista de la “República de Saló”, etc.

Pero en esa compleja realidad, la lucha decisiva que determinó el curso de la Segunda Guerra Mundial fue la del frente oriental: la de la Unión Soviética contra Alemania y sus asociados, que en esta “cruzada contra el comunismo” incluían tropas provenientes de toda Europa, inclusive de países “neutrales” (como España o Suecia) u ocupados (como Francia y Bélgica). Por esos motivos políticos y no meramente geopolíticos, ese combate tuvo una ferocidad cualitativamente superior a la de los frentes africano y occidental donde operaban EEUU y Gran Bretaña, e incluso a la guerra en el Pacífico contra Japón. Fue el frente que, de lejos, tuvo más bajas, y también donde se decidió la guerra.

Efectivamente, el curso de la Segunda Guerra Mundial y el futuro del mundo se resolvieron en el territorio de la Unión Soviética –principalmente en las batallas de Stalingrado (agosto 1942-febrero 1943) y Orel-Kursh (julio-agosto 1943)– y no en el desembarco de EEUU y el Reino Unido en Normandía (falsificación histórica especialmente alentada luego del derrumbe de la Unión Soviética), ni tampoco en Midway o el Golfo de Leyte.

 

3.1 El carácter del imperialismo alemán y el giro del stalinismo al nacionalismo gran-ruso

 

En la batalla de la Unión Soviética versus el imperialismo alemán y sus aliados europeos5 hay que advertir algunos hechos que tendrían importancia política y geopolítica decisiva, tanto en la guerra como posteriormente.

Uno de ellos es el carácter podríamos decir anticuado u obsoleto de los imperialismos tradicionales en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, tanto los “democráticos” –como el Imperio Británico, Francia, Bélgica. Holanda, etc.– como los dictatoriales –Alemania, Italia, Japón–. Todos se basaban esencialmente en el dominio colonial directo, ejercido con mayor o menor grado de ferocidad.

Pero, como ya habían advertido Lenin y Trotsky, hay otras variantes de dominio imperialista. Lenin había señalado “las formas intermedias de dependencia”; es decir, Estados que “gozan formalmente de independencia”, pero que en verdad eran “países dependientes… (o) semicolonias” (Lenin, El imperialismo…, donde da como ejemplo de semicolonia la situación de Argentina respecto del Imperio Britanico).  Sin embargo, ésa aún no era la regla.

Luego, con la Gran Guerra de 1914, entra al ruedo EEUU como la gran potencia mundial que se presenta como “diferente” a los viejos imperialismos. Aunque EEUU poseía colonias (Puerto Rico, Filipinas), su poderío y su estrategia no se basaban en el dominio colonial directo como el del Reino Unido sobre la India o el que luego pretendería Hitler sobre el Este europeo. Como advierte Trotsky en los años 20, “el capitalismo norteamericano quiere dominar el mundo; quiere establecer una autocracia imperialista sobre nuestro planeta”… Pero habiendo llegado tarde, “el capitalismo de Estados Unidos [se presenta como] humano, democrático, pacifista. (…) Se lanza a la piratería abierta… disfrazándose de pacificador. (…) Estados Unidos siempre está liberando a alguien. Ésa es su profesión…” [Trotsky, “Perspectives of World Development”, July 1924] Por el contrario, con Hitler, el imperialismo alemán se lanzaba a la piratería colonial en el Este como si estuviese en la época de los Caballeros Teutónicos. La diferencia era que éstos lo hacían montados a caballo y los nazis en tanques Panzer.

El imperialismo alemán era lo opuesto al “nuevo modelo” de imperialismo que comenzó a encarnar EEUU ya en la Primera Guerra Mundial. Un modelo que, además, permitiría un grado de globalización y de flexibilidad imposibles para el anterior. Alemania no se había modernizado como EEUU… ni mucho menos podía hacerlo bajo Hitler. En su inmediata periferia, Hitler ensayó algunas mediaciones con regímenes como el de Pavelic en Croacia o el de Tiso en Eslovaquia, pero esos ensayos fueron más bien Estados títeres y no cabalmente semicoloniales ni dependientes, que implican mediaciones políticas más complejas. Un régimen basado expresamente en jerarquías raciales no podía hacer mediaciones “democráticas” ni presentarse como “liberador” de los rusos (principal nacionalidad de la URSS), ni en general de otros pueblos del Este, a los que consideraba razas “inferiores” (aunque con distintas categorías).6 A lo sumo podía tener audiencia en territorios recién anexados por Stalin, como los países bálticos o Ucrania occidental (Galitzia).

Además, la bestialidad de los regímenes coloniales impuestos en 1939 en la ex Checoslovaquia, con el Protectorado de Bohemia y Moravia, y luego en Polonia, con el “Gobierno General de los territorios ocupados”, ya indicaban que en el Este el dominio de Alemania nazi superaría las cotas de atrocidades de los viejos imperialismos europeos en Asia y África.

Todo esto ponía, especialmente al pueblo ruso (culpable, además, de “comunismo”), ante el desafío de vencer o morir. Más allá de su mayor o menor devoción al régimen del Stalin, en la guerra se jugaba su existencia. Pero este justificado y legítimo reflejo defensivo fue distorsionado por el stalinismo en un sentido reaccionario, chovinista, que tendría graves consecuencias políticas y geopolíticas más allá de la guerra.

Se pasó a glorificar al nacionalismo granruso y su pasado zarista, se habló de la “Gran Guerra Patria”, se exaltó a los grandes zares y sus generales victoriosos en pasados conflictos, se trajo a los obispos y sacerdotes de la Iglesia Ortodoxa para que bendijeran las banderas de los regimientos como en la época del Imperio, etc. Simétricamente, la guerra era presentada como una lucha contra todo el pueblo alemán, los “germano-fascistas”, culpables por igual, así fuesen grandes burgueses o trabajadores. ¡Se fue perdiendo todo sentido de clase y socialista! Es en este marco de pérdida de los más elementales principios socialistas y de clase que el ejército soviético comete violaciones masivas de mujeres alemanas como una forma de castigo colectivo permitida y alentada desde arriba.

 

3.2 Una posguerra radicalmente distinta de la anterior

 

La Segunda Guerra Mundial, como ya señalamos, divide en dos tramos la “época de crisis, guerras y revoluciones (y contrarrevoluciones)”, que va desde la Primera Guerra Mundial y la Revolución Socialista de Octubre en Rusia, hasta la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética en 1989-91. El segundo tramo de esa época presentaría rasgos radicalmente distintos al primero, comenzando por el panorama geopolítico global de la inmediata posguerra y sus principales acontecimientos. Veamos los principales.

 

“Bipolaridad” EEUU-URSS, pero relativa y muy desigual. Simultáneamente, ingreso al “Siglo Americano”. Los pactos de Yalta y Potsdam. Inicio de la “Guerra Fría” (1947-1989/91)

 

Geopolíticamente, se suele definir este período como un mundo “bipolar”, cruzado por los oscilantes acuerdos y confrontaciones entre las dos “superpotencias”, EEUU y la URSS. Esto determina un “orden” geopolítico mundial muy distinto al relativo “desorden” de entreguerras, y también al de la “paz armada” que imperó hasta agosto de 1914.

Efectivamente, la segunda posguerra es “reglamentada” en los acuerdos de Yalta (febrero 1945) y Potsdam (julio-agosto 1945) entre EEUU y la URRS, con la presencia ya más bien simbólica del debilitado Imperio Británico. Francia ni siquiera fue invitada.

Parte fundamental de Yalta-Potsdam es el reparto de Europa. La porción occidental hegemonizada por EEUU y sus socios europeos, y la otra por la URSS stalinista. Bajo el dominio de Moscú, quedan Polonia, Checoeslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria y la porción oriental de Alemania. Agreguemos que la partición de Alemania finalmente sería funesta para la burocracia del Kremlin: en 1989 le estalla en las manos con caída del Muro de Berlín, que precipitaría el proceso que acabaría con la misma Unión Soviética.

Sin embargo, poco después de ese amistoso reparto –que afectaba no sólo a Europa sino que también se extendía directa o indirectamente al Asia-Pacífico y al resto del planeta–, se inicia el período llamado de “Guerra Fría”: EEUU versus URSS, secundado cada uno por sus respectivos satélites en Europa y otros continentes.

Como la Guerra Fría fue un conflicto donde nunca se disparó (directamente) un tiro entre Washington y Moscú, es discutible su fecha de inicio, no así la de su final con el derrumbe de la URSS. La fecha más clara nos parece la del comienzo del “bloqueo de Berlín” (junio de 1948) por parte de Moscú y los meses de tensiones crecientes que lo precedieron.

Posteriormente, en el cuadro de esta situación mundial “bipolar”, surge un tercer agrupamiento geopolítico, aunque mucho más laxo: el Movimiento de Países No Alineados. En su momento fundacional –la Conferencia de Bandung (1955)– estaba encabezado por ex colonias de los imperialismos europeos, como la India, Egipto e Indonesia. Sin embargo, aunque los No Alineados todavía hoy reúnen formalmente más de 120 Estados, nunca llegaron a ser un polo geopolítico comparable a los encabezados por EEUU y la URSS. Aunque su existencia en algún momento jugó un rol político y geopolítico no despreciable, tampoco se puede hablar de “tripolaridad” para caracterizar al período que examinamos. Es verdad que a principios de los 50 se acuñó el término geopolítico de “Tercer Mundo” para el conjunto de Estados que no se enrolaban ni en el bloque “occidental” comandando por Washington ni en el “comunista” encabezado por Moscú. Pero más tarde, el término “Tercer Mundo” cambió de contenido. Pasó más bien a designar a los países llamados “periféricos”, “subdesarrollados” o “en vías de desarrollo”.

Sin embargo, sin negar esa “bipolaridad” geopolítica, hay que relativizarla, pero en otros sentidos. Por un lado, presentó desde el comienzo una gran desigualdad entre ambos “polos”. Por el otro, fue también acompañada luego de fenómenos que escaparon en mayor o menor grado a su control (como el ya citado de los No Alineados).

En relación con el primer aspecto –las desigualdades EEUU-URSS–, digamos ante todo que Estados Unidos, en comparación con la URSS y al resto de los contendientes, salió de la guerra casi indemne y más fuerte que nunca. En primer lugar, tuvo un número de bajas insignificante en comparación a los 60 millones de muertos estimados mundialmente y a las terribles pérdidas de la Unión Soviética, Alemania, Japón, China y otros. Asimismo, no sufrió destrucción material alguna en su territorio, donde al finalizar la contienda producía el 50% del PBI mundial, con la tecnología más avanzada. Asentado en esa colosal porción de la economía mundial (que nunca volvió a tener), EEUU dominaba el comercio internacional y también las finanzas: era el gran acreedor y banquero del planeta.

Pero esas relaciones de fuerza no se daban sólo en la economía. También era así a nivel geopolítico. Mientras tanto, el resto de las grandes potencias que participaron en la guerra estaban en ruinas –como Alemania, Japón y la misma URSS– o por lo menos en bancarrota, como el Reino Unido y Francia. Y, por si eso fuera poco, EEUU también tenía al principio la exclusividad de las armas nucleares.

¡Había acertado la revista Life cuando, en vísperas de Pearl Harbor, en un famoso editorial, predicaba el abandono del aislacionismo y la intervención inmediata en la guerra, diciendo que así se “crearía el primer Gran Siglo Americano”! (Henry Luce, “The American Century”, Life, February 17, 1941). Recordemos al respecto que el manifiesto que aglutinó a los “neoconservadores” para llevar a Bush a la presidencia y emprender las conquistas en el “Heartland” con las invasiones de Afganistán e Irak se llamaba “Project for the New American Century”. Se presentaba como continuidad del famoso editorial-programa de Life, para agregarle un nuevo siglo al dominio mundial estadounidense.

La definición de esto es importante para caracterizar cuándo Estados Unidos llega a la cumbre de su potencia, no sólo militar sino también económica y política, tema que es materia de debate. ¿En 1945, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, como opinamos nosotros? ¿O en los 90, después del hundimiento de la Unión Soviética?

La URSS emerge, efectivamente, como el otro gran vencedor; en verdad, la guerra contra el nazismo fue ganada en su territorio. Pero lo hace con un poderío muy por detrás de EEUU. La Unión Soviética impulsa posteriormente una reconstrucción, pero con resultados económicos, sociales y políticos contradictorios, en los que ya apuntan los elementos de crisis que desembocarían en su decadencia y desplome final a menos de medio siglo.

En ese mundo (relativamente) bipolar de posguerra habrá pujas y enfrentamientos entre Washington y Moscú, pero también simultáneamente colaboración y acuerdos. Pieza importante del nuevo tipo de dominio imperialista “mediado”, “indirecto”, semi-colonial, auspiciado por EEUU para configurar el “Gran Siglo Americano”, es el retorno (ampliado) de los “organismos internacionales” (como había sido la Sociedad de Naciones), ensayados sin éxito en la primera posguerra. Pero esta vez funcionan. En primer lugar, porque el imperialismo yanqui ahora tiene la fuerza suficiente para imponerlos, y gracias también a la colaboración imprescindible de Moscú.

Pero la resurrección de la Liga de las Naciones, rebautizada como Naciones Unidas, no vino sola. Llegó con otros organismos mundiales: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF), etc. Todas esas entidades llevan la etiqueta de “internacionales”… pero en ellas, desde el primer momento, mandó (y sigue mandando) Washington. Se preparaba así para la “administración” de su imperio mundial. Lógicamente, en las Naciones Unidas se ve obligado a hacer un lugar expectable a Moscú, pero ésa es también una buena forma de gestionar no sólo las confrontaciones sino también los acuerdos.

 

Sin revoluciones obreras en la Europa de posguerra. Las revoluciones que expropian al capitalismo sólo se darían luego en la periferia

 

Los pactos de Yalta y Potsdam fueron un factor decisivo para determinar esa diferencia trascendental con la primera posguerra. No se produjo nada parecido a la triunfante Revolución de Octubre de 1917 ni tampoco a la derrotada Revolución Alemana de 1918-23. Las revoluciones que luego expropiaron al capitalismo (como las de China o Cuba) se producirían en el llamado “Tercer Mundo” y, además, sin mayor presencia del proletariado.

Al salir de la guerra, en varios países europeos –como en Italia y Francia– la revolución obrera y socialista era un peligro cierto. Había sectores obreros y populares relativamente amplios, sobre todo en Italia, que se habían organizado, armado y combatido tanto a los nazis como a los fascistas locales. Estaban en condiciones de luchar por el poder.

Pero esos sectores eran conducidos principalmente por los partidos comunistas obedientes a Moscú. La política dictada por el Kremlin fue la de impedir cualquier desborde revolucionario obrero y popular que pondría inevitablemente en cuestión el poder burocrático en su propia casa. Tampoco deseaba enfrentarse revolucionariamente con Washington, sino disputar y acordar repartos geopolíticos, como el de la partición de Europa.

Esta política se resumió en la famosa consigna lanzada ya en 1944 por Maurice Thorez, máximo dirigente del stalinismo en Francia: “Un solo Estado, un solo ejército, una sola policía”… por supuesto, el Estado, el ejército y la policía de sus respectivas burguesías. ¡Nada de “doble poder” como en la Revolución Rusa!

Así, los esbozos de “doble poder” que configuraban de hecho el maquis en Francia y los partigiani en Italia se desvanecieron con su inmediato desarme conducido por los stalinistas, que además integraban los gobiernos de Gaulle en Francia, y de Parri y De Gasperi en Italia. En ambos países, los respectivos PCs tenían ministros. Y su papel como ministros no era sólo garantizar el desarme. También, que no hubiese huelgas ni otras luchas obreras. Aquí también se hizo famosa otra consigna de Thorez: “¡Primero, producir!” ¡También las huelgas fueron vetadas, no sólo las armas y el doble poder!

Esta orden de Moscú a los respectivos partidos comunistas de no impulsar revoluciones, sino desarmar a las masas y colaborar con las respectivas burguesías “democráticas” y sus gobiernos, no fue sólo para los PCs europeos. Lo mismo se ordenó al PC de China –que ya dominaba algunas regiones– y a las guerrillas que habían operado en la colonia francesa de Indochina durante la ocupación japonesa.

Mao Tse-Tung desacató esa orden, imposible además de cumplir frente a un gobierno como el de Chiang Kai-shek, que sólo ofrecía exterminar al PCCh y no darle ministerios (como en Francia o Italia). A diferencia de Mao Tse-Tung, en Indochina, la dirección stalinista la acató y desarmó las guerrillas. El resultado de ese desarme fue una masacre desatada por los colonialistas franceses y el inicio de la larga guerra donde finalmente intervendría EEUU, para ser finalmente derrotado en 1975.

 

Palos y zanahorias del nuevo orden americano en Europa: Plan Marshall, OTAN, los “30 gloriosos” y el Estado de bienestar, la Unión Europea

 

La segunda posguerra difiere radicalmente de la primera no sólo en que gracias a la decisiva colaboración de Moscú y sus partidos “comunistas” (y además, de los partidos socialdemócratas y las burocracias sindicales de todos los matices) el capitalismo logró evitar revoluciones obreras en Europa occidental. Fue un triunfo enorme que tendría consecuencias estratégicas: las revoluciones se mudaron al llamado “Tercer Mundo”.

También se diferencia de la primera posguerra en que, para lograr eso, las burguesías imperialistas (en Europa pero también en EEUU) hicieron concesiones muy importantes a las masas trabajadoras y populares, combinadas con la cooptación (y no la represión) de las direcciones políticas y sindicales de la clase trabajadora. Eso se concretó poco después en el “Estado de bienestar social”: amplias reformas para desmontar el descontento, las luchas y las situaciones revolucionarias potenciales.

A su vez, estas concesiones sin precedentes hubiesen sido imposibles sin un relanzamiento de la economía europea occidental (y también de Japón). En Europa fue decisivo el Plan Marshall, subvencionado por Estados Unidos como una de las armas más efectivas contra la “expansión del comunismo”. Tanto lo fue, que no sólo evitó revoluciones: además, incentivó inmediatamente la primera gran ruptura geopolítica del llamado bloque “socialista”, la escisión de Yugoslavia, el gobierno “comunista” que había llegado al poder luchando contra los nazi-fascistas y no como un mero títere de las tropas de ocupación del Kremlin, como en el resto de Europa Oriental. (Albania fue otra excepción pero muy relativa, ya que la guerrilla albanesa que enfrentó a los nazifascistas era en gran medida un apéndice dependiente de los yugoslavos).

A diferencia también de la primera posguerra, la recuperación de la economía europea no fue anémica como en los años 20 ni desembocó poco después (junto con la de EEUU) en un cataclismo como la crisis de 1929-30. Contradictoriamente, el grado de destrucción incomparablemente mayor al de la Gran Guerra –destrucción que también abarcó desigualmente al Pacífico– fue un estímulo formidable. Combinado con el apaciguamiento de la clase obrera por obra de “comunistas” y socialdemócratas, y la importación desde EEUU de nuevas tecnologías y organización del trabajo, generó el ciclo de mayor crecimiento de la historia del capitalismo.

Se iniciaron así los llamados “30 gloriosos” o “boom de posguerra” o “Edad de oro del capitalismo”. Es decir, casi tres décadas de crecimiento espectacular de Europa junto con EEUU y Japón, a un ritmo sin igual en la historia. Entre 1950 y 1973, el PBI de Alemania (occidental) creció de promedio anual un 5,9%, el de Francia un 5,1%, el de Italia un 5,5% y Japón un 9,3%. EEUU y el Reino Unido quedaron rezagados con un 3,7% y un 3%, respectivamente. Sobre esa base, el capitalismo pudo permitirse las concesiones del Estado de bienestar.

Pero EEUU y las burguesías europeas que estaban bajo su “protección” no sólo desarrollaron la “zanahoria”. También construyeron el “palo” más poderoso en la historia de los imperialismos, es decir, la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), una alianza político-militar de composición y alcances sin paralelo. Era un hecho geopolítico sin precedentes, y no sólo por los Estados que lo componían, que abarcaban una franja del planeta que iba de de EEUU a Turquía. Además de eso, no era una alianza “normal” donde cada uno aportaba según sus fuerzas. La OTAN se constituía de tal manera que el comando y el grueso del aparato bélico de “Occidente” para enfrentar en Europa al bloque soviético no era europeo. Más allá de ciertas formalidades (como que el secretario de la OTAN es siempre un civil europeo), es EEUU quien pone las principales fuerzas militares y ejerce el mando. Geopolíticamente, el “atlantismo” inauguró una especie de “protectorado” estadounidense de hecho sobre Europa o parte de ella, que aún perdura aunque no sin roces y contradicciones, como se demostró hace poco en la crisis de Ucrania.

Asimismo, hizo aparecer bajo el paraguas de la OTAN otro fenómeno geopolítico inédito: en contraste con el cuasi monopolio bélico de EEUU, otros fuertes imperialismos no tienen fuerzas armadas a su medida, como es el caso de Alemania. Sin embargo, bajo la amplia cobertura de la OTAN, Berlín pudo hacerse luego con la hegemonía en Europa y el mando de la UE, sin mayores gastos militares y sin disparar un tiro… algo que hubiese asombrado al Kaiser y a Hitler.

Finalmente, poco más tarde, se inició otra movida geopolítica inédita: el intento de superar la fragmentación estatal de Europa mediante la progresiva unión de las distintas economías y Estados. Esto también fue parte fundamental del enfrentamiento con el “bloque oriental” encabezado por Moscú. La movida se inició en 1951 con la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) y la Comunidad Económica Europea (CEE/CE), en 1957. La CEE daría paso en 1992-93 a la actual Unión Europea.

Aunque nacen bajo la bandera del “pacifismo”, la CECA y sobre todo la posterior CEE eran también –como señalamos– parte esencial del enfrentamiento entre “Occidente” y el “bloque oriental”. Canalizaron y dieron estímulo formidable y de conjunto al boom de la economía europea, así como también al desarrollo del Estado de bienestar.

Tanto el boom como el Estado de bienestar pusieron en crisis política a los regímenes de Europa oriental. Se recuerda poco que el famoso Muro de Berlín fue construido recién en agosto de 1961 –¡16 años después del fin de la guerra y la partición de Alemania!– y no con propósitos militares, sino como una medida desesperada para evitar el éxodo de la población trabajadora que emigraba en masa a Occidente para aprovechar el boom.

 

Nuevos Estados (supuestamente) “socialistas” en Europa y otros continentes, que no logran constituir un bloque geopolítico ni económico sólido

 

En la segunda posguerra, como ya explicamos, no se producen revoluciones obreras como la de Octubre de 1917. Sin embargo, hay Estados donde se expropia al capitalismo y que simultáneamente se reclaman “socialistas” y/o “comunistas”, y que llegan a cubrir junto con la URSS casi un tercio del planeta. Inicialmente conforman un bloque geopolítico encabezado por Moscú, pero esto dura poco tiempo. Casi desde el principio (1948, ruptura de Yugoslavia con el Kremlin) comienzan a disgregarse e incluso a enfrentarse entre sí hasta con las armas.

La génesis político-social de estos nuevos Estados calificados de “socialistas” es muy diversa, pero tienen en común no sólo la expropiación de la propiedad privada capitalista. También comparten un rasgo fundamental para caracterizarlos: que en esos procesos ni la clase obrera ni sus organismos jugaron un papel importante ni mucho menos hegemónico, como fue el caso de la revolución de los Soviets obreros de 1917 en Rusia. Por su génesis político-social y geopolítica, podemos clasificar esos Estados en tres categorías que tienen grandes diferencias.

1) Yugoslavia y Albania. En esos estados balcánicos (la región cualitativamente más atrasada de Europa, su “periferia cercana”), se desarrollaron movimientos guerrilleros contra la ocupación de Alemania nazi e Italia fascista. El de Yugoslavia alcanzó dimensiones y un poder político-social y militar notables. La composición de esos movimientos era esencialmente popular y campesina. Fueron impulsados por sus respectivos partidos comunistas, bajo el liderazgo de Josip Broz (“Mariscal Tito”) en Yugoslavia y Enver Hoxha en Albania.

Más que una revolución, la derrota de Italia y luego de Alemania dejó un vacío de poder que fue ocupado por esas casi únicas fuerzas armadas que restaban en Yugoslavia y Albania. Además buena parte de sus burguesías y terratenientes habían colaborado con los nazis, especialmente en Croacia, en la misma Albania, etc. Asimismo, casi no habían ingresado a la región tropas ni de los aliados occidentales ni de Moscú. Arrasados por la guerra, la estatización de sus atrasadas economías era una medida imprescindible y casi automática, además de llevar adelante reformas agrarias distribuyendo los latifundios.

Pero, a pesar de haber combatido juntos en la guerra y de proclamarse “socialistas”, los Estados burocráticos de Yugoslavia, Albania y la URSS stalinista darían el primer ejemplo de fragmentación, de las fuerzas centrífugas que operaban sobre sus respectivas burocracias como administradoras de los contradictorios intereses de cada Estado. Y esta vez por partida triple.

1) En 1948, después de casi tres años de crecientes tensiones con Stalin, Tito rompe abiertamente con Moscú. Simultáneamente, la burocracia de Albania, encabezada por Enver Hoxha, rompe con Tito y se alinea con la URSS… para terminar enfrentándose con el Kremlin en 1959-60 después de la ruptura entre la URSS y China. Pero la alineación de Albania con China no dura mucho más. También acaba en ruptura y mutuas excomuniones.

2) Estados y territorios de Europa del Este –Polonia, Checoeslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria y la porción oriental de Alemania– fueron también incluidos geopolíticamente en el bloque o mundo “socialista”. Pero en ellos jamás hubo una revolución, ni obrera, ni campesina, ni popular. Simplemente, fueron los territorios que EEUU y Gran Bretaña, en las conferencias de Yalta y Potsdam, acordaron que serían ocupados por las tropas de Stalin.

La “expropiación del capitalismo” fue un acto administrativo de los ocupantes, ejecutado a través de los gobiernos títeres de Moscú, que no tenían mayor apoyo ni de la clase obrera ni de las masas populares. Probablemente la única región del Este donde los PCs stalinistas tenían cierto apoyo de masas era en la región checa de Checoeslovaquia. Dos décadas después, en 1968, tendría lugar allí la “Primavera de Praga”.

La ocupación, los saqueos (especialmente en Alemania del Este y en los países que habían sido aliados de Berlín) y el establecimiento de regímenes dictatoriales con gobiernos títeres no sólo no fueron “socialistas”, sino que constituyeron la más eficaz vacuna antisocialista. Estos saqueos incluyeron, por ejemplo, levantar las vías de ferrocarril y desmontar fábricas enteras para llevarlas a la Unión Soviética. ¡Mientras tanto, EEUU financiaba el Plan Marshall para reconstruir Europa occidental! Las consecuencias políticas aún se están pagando en esos países de la ex “órbita soviética”.

No es posible definir como “socialistas” u “obreros” a esos Estados burocráticos, que además se derrumbaron como un castillo de naipes o se reconvirtieron instantáneamente al capitalismo apenas les faltó la “protección” de las tropas del Kremlin por la crisis final de la URSS en 1989-91.

3) Más tardíamente, China, Cuba y Vietnam protagonizaron por el contrario auténticas revoluciones y luchas por la independencia nacional que tuvieron como resultado la expropiación del capitalismo. Entre esas revoluciones, la de China tendría consecuencias geopolíticas inmensas, que hoy están en el centro de la escena mundial. También en el caso trascendental de China, las contradicciones con la URSS llevarían a una ruptura relativamente rápida con Moscú.

Sin embargo, aunque esos procesos se reclamaron “socialistas”, el sujeto social y político de esas luchas no fue la clase obrera, sino masas populares y/o campesinas conducidas por aparatos burocráticos (China y Vietnam) o direcciones guerrilleras (Cuba). En ninguna de ellas el resultado final fue realmente una “transición al socialismo”, sino más pronto o más tarde el giro a la restauración.7 En el caso de China, esto llega al punto de que hoy constituye la segunda gran potencia capitalista mundial, que disputa la hegemonía del planeta al imperialismo yanqui en ese terreno, no en el de la lucha por el socialismo.

Por último, recordemos un hecho geopolítico algo olvidado pero de suma importancia para caracterizar a estos Estados supuestamente “socialistas”: que sus enfrentamientos llevaron a guerras entre ellos. En 1969, tropas chinas y de la URSS combatieron entre marzo y septiembre de 1969 por el control de una isla en el fronterizo río Ussuri. Peor aún fue otra guerra “olvidada”: el conflicto entre China y Vietnam en febrero-marzo de 1979, en que las tropas de Pekín que habían invadido Vietnam fueron derrotadas, sufriendo unas 20.000 bajas.

Hoy, estos dos Estados –cuyos partidos gobernantes siguen usando la bandera roja y la etiqueta de “comunistas”–, se enfrentan frecuentemente en incidentes armados en los archipiélagos del Mar de la China Meridional. Vietnam lo hace aliado y abastecido de armamento por EEUU, la potencia imperialista que masacró a millones de vietnamitas, camboyanos y laosianos en las guerras coloniales de los 70.

 

Fin de los viejos imperios coloniales en Asia y África. Ascenso de los nacionalismos burgueses del Tercer Mundo

 

Por último, otro cambio geopolítico trascendental de la segunda posguerra fue el fin de los viejos imperios coloniales europeos, el Imperio Británico, Francia, Holanda, Bélgica, Italia, Portugal (tardíamente), etc. Éste fue, en primer lugar, un triunfo indiscutible de las masas coloniales, que en muchos casos exigió cruentas luchas, como las guerras de Indochina o Argelia.

Pero, al mismo tiempo, al estar mediatizado social y políticamente por direcciones nacionalistas burguesas, en la gran mayoría de los casos terminó desembocando en las formas de dependencia semicoloniales que auspiciaba EEUU, el nuevo imperialismo hegemónico.

Como explicamos, la forma de dominio y explotación colonial directa era ya obsoleta. Estados Unidos demostraba al mundo cómo se puede ejercer un dominio efectivo, pero que, al no ser directo, evita o modera choques y enfrentamientos con las masas del país colonizado. Eso exige la mediación de las clases dirigentes nativas o de parte de ellas y la constitución de Estados “propios”. Por supuesto, no evita conflictos, pero los aleja del “todo o nada”.

Por otra parte, la esclavitud colonial directa se había tornado cada vez más inaplicable en la posguerra por la rebelión de las masas colonizadas. Eso fue lo decisivo. Desde Marruecos hasta la India, tanto la situación de esas masas como de las elites sociales e intelectuales de los pueblos colonizados era cualitativamente distinta a la de los siglos XVIII o XIX. Habían surgido clases trabajadoras asalariadas, incluso en industrias avanzadas. También, nuevas clases medias y una intelectualidad laica. En esa nueva realidad social incidían fuertemente el socialismo, el nacionalismo laico y otras ideologías modernas que rompían con las rémoras del atraso. Y ya antes, entre las dos guerras mundiales, en esos países, además de los partidos comunistas, habían nacido importantes movimientos nacionalistas o habían crecido extraordinariamente los más antiguos, como en Argelia la Étoile Nord-africaine o el Indian National Congress en esa colonia británica.

Asimismo, la Segunda Guerra Mundial había sido ganada bajo las banderas de la libertad, la democracia, la igualdad, el rechazo del racismo y la opresión de un pueblo por otro (consustancial al colonialismo), etc., etc. Por supuesto, los viejos imperialismos coloniales no se conmovían por eso, pero quedaban profundamente deslegitimados.

La reacción de los viejos imperialismos coloniales fue diversa. El Imperio Británico, en la mayoría de los casos, prefirió negociar “retiradas en orden”, aunque con maniobras pérfidas como alentar la separación entre Pakistán y la actual India. Por el contrario, Francia se aferró más a sus colonias, sobre todo las de Indochina y Argelia, en dos sangrientas guerras donde fue derrotada. Desde entonces, Francia conserva una práctica más directamente colonialista que otros Estados europeos. El control que ejerce sobre algunos de sus ex territorios africanos sigue siendo casi colonial, con gobiernos títeres e intervenciones militares frecuentes.

Los movimientos de independencia salieron globalmente triunfantes. En eso fueron decisivas las luchas de esos pueblos contra el colonialismo. Pero también pesó que las dos grandes potencias emergentes de la Segunda Guerra Mundial –EEUU y la URSS– estaban en general a favor de la “descolonización”. O sea, de un nuevo reparto del mundo.

Esto se manifestó en un acontecimiento geopolítico trascendental que marcó, en cierto modo, la hora final de los viejos imperios coloniales. En julio de 1956, el gobierno nacionalista de Egipto (ex colonia británica), encabezado por el coronel Gamal Abdel Nasser, decidió nacionalizar el canal de Suez, de propiedad franco-británica. En respuesta, Francia y el Reino Unido, junto con Israel, atacaron Egipto el 22 octubre para apoderase del Canal. La aventura colonialista de los viejos imperialismos y su aliado sionista duró muy poco. EEUU y la Unión Soviética se unieron para intimarles la retirada. En noviembre, con el rabo entre las piernas, británicos, franceses e israelíes se marchaban de Egipto.

La guerra de Suez fue un símbolo mundial del irresistible ascenso de los nacionalismos burgueses de las ex colonias, no sólo en Medio Oriente sino en toda Asia y África. Asimismo, casi al mismo tiempo que Suez, se constituye un agrupamiento geopolítico impulsado por esos nuevos Estados, el Movimiento de Países No Alineados, al que nos referimos más arriba. Pero, como ya señalamos, los No Alineados nunca llegaron a determinar un mundo “tripolar”.

Casi todos esos nuevos Estados independientes y sus gobiernos, desde la India de Nehru hasta el Egipto de Nasser, se proclamaban también “socialistas”. Pero la etapa siguiente estaría marcada por sus crisis y su degeneración.

 

Luego de la Segunda Guerra, muchos Estados se reclamaron “socialistas”, pero nunca dejó de existir una sola economía mundial capitalista. La segunda posguerra reinicia la globalización, que había retrocedido con la Gran Guerra y la crisis de 1929

 

Ni los bloques “occidental” y “oriental” de Estados ni la multitud de otros Estados que decían “no alinearse” con alguno de ellos implicaban que la economía mundial dejase de ser tal. Por el contrario, no sólo siguió existiendo una sola economía mundial capitalista, sino que se retomó el proceso de internacionalización de la producción, el comercio y las finanzas. Es decir, lo que hoy se llama “globalización”.

Era parte del catecismo político no sólo de la derecha sino también de la izquierda (incluso de sectores trotskistas) la creencia de que con la multiplicación de países (supuestamente) “socialistas” existían dos economías mundiales, la capitalista y la “socialista” (o, por lo menos, no capitalista o “transicional” en los Estados a los que se consideraba “obreros”).

Se argumentaba que había una economía mundial capitalista que producía valores de cambio; es decir, mercancías. Paralelamente, la otra economía, la “socialista”, producía valores de uso. Por eso, también se suponían “superados” allí, el trabajo asalariado, la ley de valor y la plusvalía.

Los hechos finalmente desmentirían ese cuento de hadas del “socialismo en un solo país” o, ahora, de grupos de países. En verdad, seguía existiendo una sola economía mundial; por supuesto, capitalista, y productora de valor (de cambio). La expropiación del capital privado en un país aislado (o varios países) no implicaba automáticamente la abolición de la ley del valor ni que las fábricas del nuevo Estado “socialista” no produjesen mercancías en el marco del mercado mundial, ni que dejasen de extraer plusvalía. Es decir, que no existiese explotación.

La ley del valor actúa a escala mundial, aunque lo haga con las complejas mediaciones y contradicciones que implican las fronteras nacionales, el carácter social de sus Estados, el grado de estatización de sus fuerzas productivas, etc. En ese marco, se verificó, como había advertido Trotsky hacía décadas, que cuanto más desarrollado fuese un país (supuestamente) “socialista” más difícil le resultaría “aislarse” de la economía mundial (capitalista) y/o contrarrestar sus presiones. Ni las expropiaciones de la posguerra, ni el agrupamiento parcial de algunas de esas economías nacionales en organismos como el COMECON –Consejo de Ayuda Mutua Económica, manejado por Moscú– pudieron constituir una “economía mundial socialista”, paralela y rival de la economía capitalista mundial.

Esas islas (o archipiélagos) de propiedad estatizada (que eran los países mal llamados “socialistas”) siguieron estando en medio del océano de la economía mundial capitalista.

 

Fin del “boom” de posguerra y crisis mundial. Salto de la globalización en la producción, el comercio y las finanzas

 

A fines de la década de los 60 e inicios de los 70, tanto a nivel de la economía como de las luchas sociales y políticas, comenzó un período distinto al abierto en la posguerra. Estos se expresó a dos niveles, económico y político.

El fin de los “30 gloriosos” y la crisis mundial llevan a dar un salto en la globalización de las finanzas, la producción y el comercio mundiales. El hecho trascendental es que a mediados de los 70 ya se ha ido agotando el ciclo de crecimiento de posguerra, el más alto en la historia del capitalismo. En 1973 comienza una crisis petrolera detonada por medidas de bloqueo de los países productores de Medio Oriente, a causa de la Guerra de Yom Kipur entre Egipto e Israel. Pero ése fue sólo el incidente que levantó el telón de un nuevo escenario de la economía mundial, que se desplegaría con todo en los 80.

Esto determina que, como respuesta a la crisis, el capitalismo mundial, principalmente desde Estados Unidos, vaya tomando diversas medidas que terminarán configurando cambios trascendentales, la llamada “globalización” o “mundialización” del capitalismo. Entre esos cambios y medidas hay tres aspectos fundamentales.

1) La globalización financiera. Desde Wall Street y la City de Londres se va estructurando una red mundial de transacciones y flujos del capital financiero y especulativo que desde entonces ha ido creciendo como un globo inflado, entre otras fuentes, por las montañas de “capital ficticio” que no encuentra colocaciones productivas en el ciclo de la economía “real”. A partir de allí, en contraste con la relativa calma económico-financiera de los “30 gloriosos”, se irán sucediendo una tras otra las crisis y estallidos en las finanzas, tanto de países como de regiones y, finalmente, globales. Tal fue la crisis mundial iniciada en 2008, con la “crisis de la hipotecas”, que aún no se ha superado.

2) La “containerización”, que determina una revolución en los transportes globales.

3) Esto último sería fundamental para la organización de cadenas globales de producción. Antes, un producto –por ejemplo, en automóvil– era fabricado casi totalmente en un país. A lo sumo se importaban las materias primas, el acero, el caucho, etc. Ahora, ese automóvil es armado en un país, pero sus partes provienen de varios países. Por supuesto, detrás de estas revoluciones técnicas están los oligopolios (a la vez financieros, productivos y comerciales) que monopolizan a escala mundial la industria del automóvil.

 

La década del 70: ascenso de las luchas, pero también derrotas graves. EEUU pierde una guerra por primera vez

 

Los últimos años de los 60 y luego la década del 70 fueron años de grandes luchas obreras, populares y juveniles, en especial en Europa, EEUU y América Latina, pero también de derrotas graves o por lo menos de mediatización y reabsorción de esos movimientos.

En Europa, las rebeliones del Mayo del 68 en Francia y la Primavera de Praga (enero-agosto 1968) fueron dos acontecimientos casi simultáneos de enorme impacto mundial. Sus protagonistas principales fueron una nueva generación de jóvenes radicalizados. Asimismo, sus movilizaciones abrieron las puertas a una irrupción del movimiento obrero en Francia, y también en menor medida en Checoslovaquia.

En Italia, en 1969, se desata el “Autunno Caldo”, el Otoño Caliente. También impactaría en otros países europeos, como España bajo la dictadura de Franco, impulsando la resistencia juvenil y obrera. Esto iría en ascenso tras la Revolución Portuguesa de 1974.

Mayo del 68 marcó el inicio de una ola mundial de radicalización juvenil, pero asimismo de trabajadores. En México, se expresó en la movilización de Tlatelolco, de septiembre de 1968, masacrada por el gobierno. En Argentina, en el Cordobazo y el Rosariazo de 1969, que iniciaron la caída de la dictadura de Onganía, estaban en gran medida inspirados en esas acciones, también en cuanto a la participación del movimiento obrero.

Asimismo, los 70 serían la gran década de radicalización juvenil en Estados Unidos, motorizada por los movimientos contra la guerra de Vietnam. Estas movilizaciones masivas, que arrastraron además a otros amplios sectores sociales, fueron decisivas para determinar la retirada y la primera derrota militar de EEUU en su historia. Esta ola contra la guerra de Vietnam había sido precedida por otro gran movimiento, el de los negros por sus derechos civiles y contra la discriminación.

Pero los 70 serían no sólo años de grandes movilizaciones y triunfos, sino también de graves derrotas que tendrían consecuencias continentales y mundiales. Las más importantes se dan en el Cono Sur de América Latina, a saber, los golpes de Estado de Bolivia en 1971, de Uruguay y Chile en 1973 y de Argentina en 1976.

Sobre todo lo de Chile y Argentina tendría consecuencias negativas no sólo mundiales, sino también socialmente profundas. Es que eran radicalmente diferentes de otros procesos revolucionarios latinoamericanos, como los de Cuba (1959) o Nicaragua (1979), donde la clase obrera como tal no jugó papel alguno. Por el contrario en Chile y Argentina (y en alguna medida en Uruguay Bolivia), el fracaso de esos golpes hubiese significado un triunfo directo de la clase obrera organizada, que habría planteado objetivamente la cuestión del poder.

 

Los 80, ofensiva generalizada del capital contra la clase trabajadora bajo la bandera del neoliberalismo

 

Los 80 presencian, en primer lugar, la ofensiva generalizada del capital y sus gobiernos contra la clase obrera y todos los trabajadores. Basados en los cambios de la globalización descriptos más arriba, mediante las cadenas de producción global se pone a competir entre sí a los trabajadores en la arena mundial. Como dijimos en la parte principal de este artículo, “el paria de la India, China o México contra el obrero ‘privilegiado’ de EEUU, Gran Bretaña o Francia” para que así el capitalismo pueda nivelar a todos por lo más bajo.

Pero no se trató sólo de establecer esa competencia global. También era necesario arrebatar las conquistas de posguerra que se dieron en Europa y EEUU, y que se derramaron luego en países de la periferia. La vanguardia de esta ofensiva reaccionaria la asumieron los gobiernos de EEUU, con Ronald Reagan (1981-89), y del Reino Unido, con Margaret Thatcher (1979-90). Las concesiones del Estado de bienestar ya no eran imprescindibles para enfrentar al “peligro comunista”, como en la posguerra. Esto motivó, sobre todo en el Reino Unido, duras batallas que terminaron en derrotas. Y eso se fue generalizando, tanto en los países centrales como las periferias. El paso del “Estado de bienestar” a la situación de explotación absoluta, sin “traba” alguna para el capital, es una guerra social que aún no ha terminado… Y no hay límites en los que el capitalismo piense detenerse.

En este proceso, se inicia también la deslocalización de las industrias de los países centrales, que en los 90 se generaliza arrolladoramente. Instaladas en las periferias de China, la India, México y otros países asiáticos y latinoamericanos van a generar a ganancias colosales por la diferencia de salarios y derechos de los trabajadores. Pero, al mismo tiempo, iniciará un proceso sin antecedentes: la (relativa) desindustrialización de países centrales, como EEUU, el Reino Unido, Francia, etc., y la industrialización de países de la periferia. Como se está viendo hoy, esto tendría finalmente consecuencias sociales y políticas incalculables, con probables giros a diferentes grados de proteccionismo.

 

Eclosión de las corrientes islamistas

 

Los 80 traerían también otra novedad archirreaccionaria: el desarrollo masivo de las corrientes políticas islamistas, encarriladas en dos procesos. El primero, basado en las corrientes chiítas del Islam, gana fuerza al copar la gran revolución popular de 1979 en Irán, donde tenían también gran fuerza el movimiento obrero y la juventud estudiantil. El clero chiíta, apoyado en los sectores populares y campesinos más atrasados, y gracias a la guerra con Irak alentada por el imperialismo yanqui, logra masacrar al activismo obrero y estudiantil, y establecer un régimen de dictadura teocrática.

El segundo, de consecuencias más amplias y nefastas, fue el salto de las corrientes islamistas basadas en el Islam sunnita. Varias causas concurrieron para esto: el desastre y degeneración de los nacionalismos laicos en países como Argelia, Egipto, Siria, etc.; el fortalecimiento económico y político de Arabia Saudita, cuya monarquía promueve una de las versiones bárbaras y retrógradas del Islam, y por último, lo más importante, el envío en 1979 de tropas de la Unión Soviética a Afganistán, para apoyar a una de las fracciones que se disputaban el gobierno en Kabul.

Esto sirvió en bandeja a EEUU, aliado histórico de la monarquía saudita, impulsar, armar y financiar en Afganistán un “Vietnam” contra la torpe burocracia del Kremlin. Allí nacería Al Qaeda, originariamente una lista de reclutamiento de jihadistas para enviar a Afganistán, manejada por el entonces agente de la CIA Osama bin Laden…

 

Crisis y derrumbe de la Unión Soviética y restauración capitalista global

 

La “época de crisis, guerras y revoluciones” nace durante la Primera Guerra Mundial y, específicamente en 1917, con la Revolución Socialista de Octubre en Rusia. Y finaliza con su derrumbe en 1989-91.

Ya vimos cómo la Revolución de Octubre fue, en combinación con otros procesos como las crisis económicas mundiales, las guerras mundiales y las posteriores luchas revolucionarias, el gran determinante del curso histórico del siglo XX. Esa inmensa conquista revolucionaria que fue la Unión Soviética comenzó a ser desnaturalizada y luego finalmente liquidada por una burocracia que, primero, exterminó a una generación de revolucionarios para erigirse en los administrados privilegiados de ella. Y luego, encontró que era más beneficioso y seguro pasar de administradores a propietarios.

La velocidad fulminante con que, en términos históricos, se pasó de casi medio planeta (supuestamente) “socialista” al regreso universal del capitalismo en su peor versión neoliberal generó en los 90 todo tipo de ideologías y confusiones, de derecha y de “izquierda”. Se fue desde “el fin de la historia” (la humanidad había ingresado al paraíso del capitalismo neoliberal eterno e inmutable) hasta el “Imperio”… un capitalismo que al globalizarse había superado los vetustos Estados nacionales y también los imperialismos.

Pero, más allá de esas tonterías de algunos intelectuales de los 90, el derrumbe de la Unión Soviética y la restauración en el resto de los países supuestamente socialistas dejaron una herencia envenenada: la pérdida en la conciencia de las masas de la alternativa socialista al capitalismo.

Eso está lejos de superarse. Sin embargo, se ha avanzado (desigualmente) en dos sentidos. Por la negativa, las calamidades de crisis, guerras, desempleo y hambre del capitalismo del 2016 no tienen ya nada que ver con el mundo rosado de muñecas Barbie que se pintaba en los 90. El actual capitalismo neoliberal se presenta cada vez más indefendible y, como decía Marx, “chorreando sangre y lodo por todos sus poros”. Por eso, un personaje como Trump puede ganar las elecciones en EEUU postulando un capitalismo proteccionista y “populista” opuesto a la versión neoliberal. Más en general, la unanimidad que había en las filas de la burguesía mundial hasta hace poco comienza a perderse.

Pero también, a pesar de la inmensa confusión que sigue vigente entre las masas en relación con el socialismo, hay síntomas en sentido opuesto. Volviendo al caso de EEUU, junto con la victoria de Trump, hay otro hecho mucho más sorprendente aún; que Sanders, el rival de Hillary Clinton que se proclamaba socialista, hubiese podido ganarle… ¡Y eso en el país donde el socialismo ha sido más demonizado!

En conclusión: a inicios de los 90, el desastre de la Unión Soviética y la restauración en todos los países socialistas abrieron las puertas al “fracaso del socialismo”. Hoy, el escandaloso fracaso y desastre del capitalismo neoliberal pueden abrir las puertas para una nueva alternativa socialista.

 

 

 

  1. Las dos Guerras de los Balcanes (1912-13), donde intervinieron el Imperio Otomano, Bulgaria, Montenegro, Grecia, Serbia y Rumania, fueron el prólogo de la Primera Guerra Mundial. Pero al ser “mini guerras” en una región considerada “atrasada” y “marginal” de Europa, no se le dio la suficiente importancia. Sin embargo, un año después, esos mismos Balcanes suministraron la chispa-pretexto para encender la primera guerra mundial.
  2. Un precedente de Versalles y la Sociedad de Naciones fue el archirreaccionario Congreso de Viena (1814-15), que después de las guerras napoleónicas intentó “ordenar” Europa mediante monarquías absolutas e inamovibles, con fronteras eternas, que negociarían internacionalmente el mantenimiento del statu quo y de los equilibrios de poderes. Pero esto comenzó pronto a agrietarse por arriba y por abajo. Por arriba, el Imperio Británico, en la cúspide de su poder –con las ventajas de la Revolución Industrial y el dominio de los océanos (lo que llegó a implicar el 70% del comercio mundial en sus manos)– se fue desligando de sus compromisos con potencias atrasadas como Rusia, Austria, etc. Por abajo, la Revolución de 1830 en Francia marcó el inicio del “deshielo” político en el continente. De conjunto, el mapa de Europa se fue redibujando substancialmente, en especial en Occidente.
  3. Los acuerdos de agosto de 1939 firmados entre Hitler y Stalin fueron varios. Además de un “pacto de no agresión”, acordaron repartirse Polonia (que Alemania atacaría semanas después, iniciando así la Segunda Guerra Mundial). Además, se suscribió un acuerdo económico por el que Stalin, hasta el último minuto, proveyó a la industria alemana de abundantes materias primas imprescindibles para la guerra que en junio de 1940 iniciaría contra la Unión Soviética.
  4. El concepto de Lebensraum (espacio vital) ya había sido formulado por el geógrafo y geopolítico alemán Friedrich Ratzel (1844-1904) bajo la ideología del “darwinismo social”, de moda antes de la Primera Guerra Mundial en los países imperialistas, sobre todo en el Reino Unido y Alemania. Luego de Ratzel, estas concepciones fueron desarrolladas por otros teóricos, como el sueco Johan Kjellén (1864-1922), que inventó la palabra “geopolítica”, y luego por el alemán Karl Haushofer (1869-1946) que aunque no era nazi fue en buena medida inspirador de Hitler. Estas concepciones se combinarían con las de otro teórico muy influyente del imperialismo (en este caso del Imperio Británico), Halford J. Mackinder (1861-1947), quien desarrolló la teoría del “Heartland” (Corazón del Mundo) que situaba en Eurasia. La potencia que se apoderase del Heartland dominaría el planeta. Bajo cualquiera de esas concepciones teóricas, era geopolíticamente imprescindible para el imperialismo germano apoderarse de Rusia.
  5. Además de Alemania, en la guerra contra la URSS fue muy importante la participación directa de otros Estados –entre ellos Italia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Finlandia, Eslovaquia, etc.–, así como de combatientes provenientes de países que no estaban “oficialmente” en guerra, a saber, España, Bélgica, Francia, los países nórdicos, etc.
  6. El tardío intento en 1944 –cuando ya la guerra estaba perdida– de organizar un “Ejército de Liberación Ruso”, con el renegado general Vlassov a la cabeza, no tuvo mayor efectividad política ni militar. No sólo era demasiado tarde, sino que iba a contramano de la orientación política que presidía la guerra de Alemania nazi en el Este. ¡Una vez más, se demostraba que la guerra es la continuación de la política por otros medios!
  7. Para un extenso análisis del caso chino, ver Roberto Sáenz, “China 1949: revolución campesina anticapitalista”, SoB 19, diciembre 2005. Sobre Cuba, ver Roberto Ramírez, “Cuba frente a una encrucijada”, SoB 22, noviembre 2008; Marcelo Yunes, “La crisis terminal del ‘modelo cubano’”, SoB 25, febrero 2011, y Roberto Ramírez, “Cuba: Debates en la izquierda – Polémica con la ‘IV Internacional’ mandelista, el PTS-FT y la LIT-PSTU”, SoB 25, febrero 2011.

 

Por Roberto Ramírez, SoB 30-31, Noviembre 2016

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