Dic - 22 - 2016

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Revolución y contrarrevolución en la era de los extremos

  1. Hacia el centenario de la Revolución Rusa


Rusia 1917 y China y 1949

Las dos mayores revoluciones del siglo XX en perspectivas comparadas *

* Texto guión de una charla para la cátedra de Asia de Bárbara Bavoleo en la Universodad Nacional de General Sarmiento, provincia de Buenos Aires, sobre la Revolución China de 1949.

“Es tiempo de concentrar la reflexión sobre la cuestión más decisiva para los herederos de la tradición marxista: el lugar de la emancipación social, y, más particularmente, de la auto-emancipación de los oprimidos en el proceso revolucionario chino” (Roland Lew, Los intelectuales, el Estado y la revolución).

Revoluciones históricas

Lo primero a señalar es que la Revolución Rusa y la China fueron las dos principales revoluciones sociales del siglo pasado, revoluciones históricas, por así decirlo, en el sentido que pasaron a integrar junto a la Revolución Francesa, algunas de las más grandes revoluciones en la historia de la humanidad.

Paradójicamente, a pesar de ocurrir en el mismo siglo y bajo el contexto de un mismo sistema social, el capitalismo, constituyeron, sin embargo, “tipos ideales” de revoluciones distintas en casi todos los sentidos que se puedan pensar.

Está claro, y es conocido, que la revolución del 17 en Rusia fue el tipo clásico de revolución obrera y socialista que dio lugar a la primera dictadura proletaria en la historia de la humanidad (el antecedente por excelencia fue la experiencia de la Comuna de París de 1871, donde la clase obrera tuvo el poder por algunas semanas).

Con centralidad urbana, poniendo en pie organismos de poder de los obreros y soldados (mayoritariamente campesinos en uniforme), teniendo a su frente un partido socialista y revolucionario como el de los bolcheviques y como su núcleo social una clase obrera joven y concentrada, generacionalmente reconstituida a comienzos de la década de 1910 cuando el ascenso industrial de la producción, y cuyas tradiciones socialistas habían arraigado de manera amplia, se trató de la más grande revolución en la historia de la humanidad.

Como señalara Trotsky, no había antecedentes de un “cambio de frente” tan abrupto en ninguna otra revolución; algo que ya había sido subrayado por el periodista socialista norteamericano John Reed cuando a su obra cumbre le ponía el título de Diez días que conmovieron el mundo.

Si las revoluciones ocurridas en torno al período de la Revolución Rusa tuvieron rasgos similares (desde el caso húngaro, pasando por Alemania, hasta la segunda revolución china y la guerra civil española, entre otras), resultó ser que con la derrota de las grandes revoluciones de la década del 20 y el 30, la burocratización de la ex URSS y la emergencia del nazismo y el fascismo, el patrón de la revolución terminó cambiando.

Esto pasó porque los movimientos obreros de Europa y Asia quedaron monopolizados por los Partidos Comunistas stalinizados, partidos que a la salida de la Segunda Guerra Mundial pactaron con el imperialismo que ninguna revolución socialista triunfante ocurriera en la Europa capitalista, razón por la cual la revolución termina trasladándose a lo que hoy podría llamarse el “mundo emergente”.

Contra los deseos de Stalin, que había pactado con EEUU que China pasara a la órbita “occidental”, pero en manos de un partido-ejército estaliniano hasta el hueso de base campesina, en 1949 se salda la guerra civil del PCCh con el Kuomintang de la burguesía “nacional” de Chiang Kai-shek cuando el derrumbe de este último. Las guerrillas de Mao terminan entrando en las ciudades bajo la mirada atónita de un movimiento obrero por completo ajeno al Partido Comunista; se estaba consumando una “revolución fría” (en relación al proletariado) como la caracterizó un militante trotskista griego presente en el terreno mismo de los acontecimientos (Frank Glass).1

Lo que terminó ocurriendo fue una grandiosa revolución, pero de ninguna manera obrera ni tampoco socialista, sino anticapitalista campesina bajo patrones completamente distintos a la rusa de 1917. Una inmensa revolución en el país más populoso de la tierra, cuya sede fue el enorme campo chino (sobre todo del norte del país) y no las ciudades, y cuyo sujeto social fueron los campesinos, campesinos encuadrados por un partido ejército stalinista.

Un “modelo” de revolución opuesto a la democracia obrera de los soviets y la conducción política de los bolcheviques. Conducción democrática que nada tenía que ver con el tipo de relacionamiento burocrático y bonapartista (desde arriba) instrumentado por el maoísmo con las masas populares.

Si el sujeto social de la revolución no era el proletariado, toda una serie de investigadores han señalado que ni siquiera se vivió una experiencia de “democracia campesina”; esto sencillamente porque el campesinado que formó filas masivamente en el PCCh no poseía organismos propios, independientes, de representación, ni el propio partido era la expresión directa de sus intereses como clase (hay que recordar, además, que el campesinado no es “una clase” sino que la noción define un conjunto de clases en el campo; ver al respecto nuestro folleto La rebelión de las 4 x 4).

En esto Pierre Rousset, un autor marxista francés proveniente de la corriente mandelista, erra en el blanco: ¡presenta una elaboración acerca del maoísmo que es casi una adaptación completa a él y donde no aparece presente el problema de la ausencia de autodeterminación obrera y campesina en la revolución!: “La originalidad del maoísmo no radica en haber reconocido la importancia de la cuestión agraria y del campesinado –esto ya se había hecho en Rusia- sino de haber sido capaz de organizarla directamente, de arraigarse en el mundo rural, de no sólo aliarse con los movimientos campesinos, sino de haberlos dirigido” (“Un balance crítico del maoísmo en la revolución”).

El autor francés desarrolla un análisis casi opuesto a nuestra investigación, que referenciándose en un conjunto de autores prestigiosos en el país oriental, plantean la ausencia en China de verdaderas tradiciones de comuna rural: de “democracia campesina”; tradiciones que, obviamente, el PCCh se dedicó, de todas maneras, y cuando embrionariamente aparecieron, a desalentar.

Parece olvidarse que Trotsky había recomendado la orientación opuesta (retroceder con la clase obrera manteniendo el trabajo privilegiado del partido en el ámbito urbano). También pierde de vista (no le merece casi ninguna reflexión), que el campesinado es más pasible de imposiciones bonapartistas desde arriba, que fue lo que hizo, a la postre, el maoísmo, anulando, a nuestro modo de ver, el posible carácter socialista de la revolución.2

En cualquier caso, la paradoja fue que se trataron de dos inmensas experiencias revolucionarias casi opuestas, como ya está dicho, que dieron lugar a la expropiación de la burguesía de sus respectivos países (entre ambos, un tercio del globo), pero que como subproducto del sujeto social que las llevó a cabo, y de la organización política que las encabezó, desembocaron en un tipo de poder completamente distinto.

Si la Revolución de Octubre llevó al poder a la clase obrera mediante sus organismos y partidos (soviets y partido bolchevique), la Revolución China de 1949 terminó llevando al poder a una organización burocratizada que nunca se basó en organismos de poder obreros, y, ni siquiera, de los campesinos, configurando lo que a nuestro modo de ver fue a la postre un Estado burocrático, que por su naturaleza nunca logró poner en marcha un proceso de verdadera transición al socialismo y que en pocas décadas volvió al capitalismo.

 

La clase obrera nunca estuvo en el poder

 

Esta última conclusión es la que nos lleva a una de las enseñanzas más importantes dejadas por el siglo pasado y que cobran vida, justamente, en el balance de las revoluciones históricas que fueron la rusa y la china: las consecuencias (respecto de la dinámica de la transición al socialismo) que tuvo la burocratización de ambas revoluciones. En realidad, la rusa burocratizada por el stalinismo, la china nacida burocráticamente deformada desde el comienzo, y, por añadidura, sin una base social en la clase obrera, de la cual el PCCh en 1949 era completamente ajeno (esto último es una evidencia histórica confirmada por la investigación).

Mucho se ha discutido entre los revolucionarios acerca de las consecuencias de esta realidad. Para no perder de vista las realizaciones de la Revolución China (la expropiación de los capitalistas, la independencia del imperialismo y la unificación del país), se la tendió a definir como una revolución “obrera y socialista”. Estaba claro que la rusa había sido el más alto ejemplo de ese “tipo” de revolución: había dado lugar a una auténtica dictadura del proletariado, a un Estado obrero. Con la burocratización de la Revolución Rusa desde mediados de los años 20 y, definitivamente, con las terribles purgas de los años 30, la dictadura del proletariado fue liquidada: la clase obrera perdió el poder.

En todo caso, restaba definir si la URSS seguía siendo un Estado obrero. Perdido el poder por parte de la clase obrera, el Estado tendió cada vez más a dejar de ser obrero transformándose en burocrático, cambio cualitativo que se puede fechar entre finales de los años 30 y la salida de la Segunda Guerra Mundial.

En el caso chino las cosas fueron más complejas, si se puede. Nadie en su sano juicio puede afirmar hoy que hubiera configurado una dictadura del proletariado: el proletariado, como tal, nunca estuvo en el poder; otro interrogante era si, al menos, llegó a ser un Estado obrero de alguna manera “deformado”.

Podemos tomar (con beneficio de inventario) una afirmación del reaccionario historiador liberal del siglo XX, Françoise Furet, que nos parece de todas maneras aguda respecto de lo que estamos afirmando: es cuando denuncia las “equivalencias abstractas” al que se hacen uso en las ciencias políticas para definir algunos fenómenos.

Algo de esto hubo cuando se definió como “dictadura del proletariado” al Estado no capitalista chino posterior a 1949 dando a entender que como el PCCh era, en definitiva, un “partido obrero”, y como éste había llegado al poder, entonces en China se había puesto en pie una dictadura proletaria…

Autores provenientes de la derecha “estalinófila” del movimiento trotskista llegaron a hablar de la China anticapitalista como de una experiencia de “sustituismo a escala gigantesca” (Deutscher), afirmando que aunque la clase obrera como tal no estaba en el poder, China era de todos modos un “Estado obrero” como subproducto de las “fuerzas gravitatorias obreras y socialistas” que provenían de la URSS.

Delimitemos dos cosas: muchos socialistas revolucionarios podían reconocer que China no era una dictadura proletaria; otra cosa era su identificación como “Estado obrero”, a lo que convenía la mayoría en la medida que los capitalistas habían sido expropiados.

Esto provenía de una definición de Trotsky (sobre la base de la experiencia concreta de la degeneración de la URSS), donde afirmaba que en la medida que la propiedad siguiera estatizada, a pesar de la burocratización de la revolución, el Estado seguiría siendo “obrero”.

Pero Trotsky también alertaba que si la relación de monopolio de la burocracia sobre el Estado y el excedente social se cristalizaba, era factible que se diera lugar a otro fenómeno social (por más que éste se mantuviera como un fenómeno inestable, agregamos nosotros).

Esto es lo que nos parece ocurrió en la propia URSS a partir de la burocratización de la revolución, y en China a partir de la toma del poder por parte del PCCh: no dio lugar a una dictadura proletaria, pero tampoco a un auténtico Estado obrero. Lo que emergió, más bien, fue una suerte de “Estado burocrático con restos proletarios y comunistas” (Rakovsky), que demostrando en la experiencia histórica el acierto y profundidad de la teoría política de Marx (que la liberación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos), no logró conducir a una transición al socialismo sino a la crisis y degeneración de esas sociedades, y, a la postre, a la vuelta al capitalismo.

Queremos señalar algo más a este respecto. El marxista norteamericano Hal Draper señaló con agudeza en su momento, que el principal aporte de Marx a la teoría política era, justamente, el que acabamos de señalar: la idea de la liberación por ellos mismos de los explotados y oprimidos, más precisamente, de la clase trabajadora.

El propio Mandel, proveniente de otra corriente política del trotskismo que la del revolucionario norteamericano, le reconocía a Draper esta afirmación, y realmente es así: la teoría política de Marx tiene como centro la afirmación de que nadie, ningún elemento “externo”, ningún deus ex machina puede venir a realizar la emancipación de la clase obrera en sustitución de la misma clase obrera (incluyendo dentro de esto, claro está, sus organismos, programas y partidos), algo que toda la experiencia histórica del siglo pasado vino a confirmar y que fue, precisamente, la característica de las revoluciones anticapitalistas de posguerra, incluyendo en esto la china: el fracaso, a la postre, de todas las experiencias de sustitucionismo social y político.

La paradoja de la potencia china

Pero lo anterior no puede desconocer una serie de desarrollos paradójicos, sobre todo en el caso chino. Es un hecho real que la revolución anticapitalista de 1949 tuvo toda una serie de logros y conquistas duraderas que no se habrían podido obtener bajo el capitalismo y que son las que, paradójicamente, crearon las bases de la enorme potencia capitalista que es China hoy, segunda economía mundial.

Sin la Revolución China habría quedado despedazada, sometida a los imperialismos triunfantes de la Segunda Guerra Mundial. Nada de esto ocurrió: la unidad nacional del país lograda por la revolución, así como su independencia del imperialismo, fueron otras tantas de las bases estructurales para la potencia que se transformó China hoy, restauración del capitalismo y mundialización mediante: “La nueva burguesía china puede darle las gracias a Mao: si la Revolución China no hubiese protegido el país contra el dominio imperialista, la burguesía no habría podido ocupar la posición internacional que ocupa” (Pierre Rousset, “Hace 60 años… La República Popular China”).

Segunda paradoja: no son tan claras las consecuencias que respecto de la condición obrera trajo la expropiación de los capitalistas. Mejor dicho: sí es claro que benefició claramente a un sector del proletariado (al que se educó de manera corporativa). La plusvalía estatizada fue a parar a manos de la burocracia, que la administró dándole concesiones a un sector del mismo: el sector del proletariado trabajador efectivo de las empresas estatales (una “nueva clase obrera de Estado” según la definición de Roland Lew, que sin duda vio elevada su condición de vida).

Pero restó un inmenso sector de los trabajadores sometido a condiciones de precariedad: “Los once millones de trabajadores de fábrica (obreros y empleados), se dividían, en lo esencial, en dos categorías: los más favorecidos son los obreros permanentes de las fábricas estatales (…) la otra categoría era la de los obreros temporarios, de estatus precario, sin estabilidad en el empleo, privados de las ventajas de la seguridad social. Se trataba de campesinos recientemente trasplantados a las villas y dispuestos a aguantar hasta hacerse efectivizar en las fábricas, a aceptar una situación incierta y precaria. Este sector obrero desfavorecido (largo tiempo desconocido en Occidente), cuya existencia era justificada por el régimen como ‘el precio provisorio de un desarrollo rápido’, era todavía en los años 80 la ‘ulcera’ del mundo obrero” (Lew, ídem: 130).

Otro capítulo es el de las consecuencias de las orientaciones administrativas y voluntaristas del PCCh, como el Gran salto adelante de finales de los años 50, cuya resultante fue producir una tremenda hambruna en el campo. Sería largo extendernos aquí en los desastres de la planificación burocrática del maoísmo, que terminaron, previo paso por la fallida Revolución Cultural, en la vuelta al capitalismo impulsado por Deng desde finales de los años 70 (y el maoísmo, como corriente dirigente dentro del partido, en bancarrota).

En síntesis: es incuestionable que la Revolución China logró resolver (hasta cierto punto, al menos) tareas progresivas que no lo hubiesen sido si seguía el Kuomintang en el poder. ¿Esto quiere decir que, en definitiva, el PCCh era progresivo? Para nada. Lo único que significa es que la fuerza tremenda de la revolución anticapitalista permitió encarar algunas de las tareas históricas planteadas, aunque dicha resolución fuese distorsionada desde el momento mismo de la toma del poder por parte de la burocracia maoísta.

Al no quedar el poder en manos de la clase obrera, no se pudo erigir un verdadero Estado obrero: rápidamente se reprodujeron dramáticas desigualdades sociales y las conquistas de la revolución, lamentablemente, fueron otras tantas bases para los éxitos capitalistas de la China de hoy: “Ironía de la historia, el capitalismo chino saca hoy los beneficios de la radicalidad de la revolución de 1949. Sin ella, el país habría pasado a la dependencia política y económica exclusiva de Japón o, más probablemente, habría caído bajo el dominio del imperialismo yanqui (…) El capitalismo chino ha recibido así una segunda oportunidad” (Pierre Rousset, “Revolución y contrarrevolución en la República Popular de China”).

Abril 2015

  1. Luego de la traición de la revolución obrera de 1925-27, y a partir del giro campesinista impreso por el maoísmo al PCCh, el partido se desimplantó duraderamente de los centros urbanos y el proletariado. De ahí que cuando los ejércitos campesinos ingresaran en las ciudades, la clase obrera los viera como ajenos; estaba cualitativamente despolitizada en relación a los años 20 (donde había sido el sujeto central de la Segunda Revolución China), habiendo retomado sus tradiciones corporativas alentadas por el Kuomintang (que fue el que durante esos 20 años había dominado sin competencia las mismas). La aberrante paradoja resultó ser que el PCCh en el poder lejos de darse un curso para elevar a la clase obrera a los asuntos generales (a clase dominante), alimentó estas tradiciones corporativas llevando incluso al enfrentamiento de un sector obrero contra otro: los efectivizados contra los temporarios.
  2. Lo increíble del análisis de Rousset acerca de la Revolución China, es que parece insistir que la manera “no dogmática” de abordarla sería, a comienzos de este siglo XXI, no analizar críticamente las limitaciones que le trajeron la ausencia del rol central del proletariado en la misma, sino la “novedad” de una suerte de revolución “socialista” apoyada en el campesinado; un “capítulo que considera todavía no cerrado, ni mucho menos”, olvidándose, al parecer, que China tiene hoy el proletariado más grande del mundo: ¡400 millones de obreros! Parte de esto mismo es que su análisis conlleva una crítica implícita a las posiciones estratégicas de Trotsky para China, olvidándose, a la vez, de plantear la necesidad de retomar el hilo de la tradición de Chen Du-xiu, fundador del PCCh y eminente miembro de la Oposición de Izquierda en China a comienzos de los años 30.

La experiencia de la Revolución Rusa

Los problemas de la democracia socialista

 “La democracia socialista no es algo que recién comienza en la tierra prometida después de creados los fundamentos de la economía socialista. No llega como un regalo de Navidad (…). La democracia socialista comienza simultáneamente con la destrucción del dominio de clase y la construcción del socialismo. Comienza en el momento mismo de la toma del poder por el partido socialista. Es lo mismo que la dictadura del proletariado” (Rosa Luxemburgo, La Revolución Rusa).

Llegando al centenario de la Revolución Rusa, nos interesa abordar la problemática de la democracia socialista tal cual quedó planteada en la experiencia de la revolución bolchevique. Mucha distorsión se ha introducido alrededor de este concepto, particularmente por el hecho de que se tendió a desligarlo del concepto de dictadura del proletariado.

En realidad, para la tradición del socialismo revolucionario, dictadura del proletariado y democracia socialista son (o deben tender a ser) sinónimos. Más allá de que, inevitablemente, uno y otra sufrieran distorsiones en la experiencia práctica del poder revolucionario.

Posteriormente se llegó a confundir todos los planos de las cosas: en la medida en que se consideraba a la ex URSS como “estado obrero” (en razón de la estatización de los medios de producción), se consideraba también, por añadidura, como “dictadura del proletariado” un régimen en el que la clase obrera no tenía ni un gramo de poder político…

Sobre esto hemos escrito en otros lugares. Aquí lo que nos interesa es hacer una somera reflexión acerca del devenir histórico del poder bolchevique y del concepto de democracia socialista, su razón de ser, su importancia de vida o muerte para la transición socialista, la necesidad de una democracia de los trabajadores cada vez más amplia y extendida, la participación de las amplias masas en la edificación de la sociedad emancipada.

El régimen de la revolución

Podemos comenzar por Marx y su conocida definición de la Comuna de París como “la forma al fin descubierta de la dictadura del proletariado”. Marx había arribado al concepto de dictadura del proletariado luego del fracaso del elemento pequeñoburgués en las revoluciones de 1848; pero no había encontrado hasta 1871 su forma histórica correspondiente.

Con la Comuna sí, Marx pareció encontrar la primera forma de organización de los trabajadores como “clase dominante”: de eso se trataba, pues, la dictadura del proletariado: de su organización para ejercer el poder.

Posteriormente, en El Estado y la revolución, Lenin retoma el concepto de Marx (y la experiencia de la Comuna) hablando de la dictadura del proletariado como una “dictadura de nuevo tipo” y una “democracia de nuevo tipo”. Dictadura novedosa en la medida en que, por primera vez, era una mayoría la que ejercía su dictadura sobre la minoría; y democracia de nuevo tipo en la medida en que, a diferencia del pasado, esta democracia era el ejercicio colectivo del poder por las más amplias masas.

Con el desarrollo de experiencia histórica de la Revolución Rusa, esto fue adquiriendo determinaciones más concretas.

Con la puesta en pie del régimen soviético, de los soviets como forma de ejercicio del poder estatal, vino a reemplazarse y echar al trasto el viejo estado burocrático-burgués del zarismo. Es verdad que el aparato estatal del zarismo no pudo ser liquidado del todo: Lenin se quejará amargamente –¡no una, sino varias veces!– de que el aparato que creían “propio”, en realidad era una herencia del régimen social anterior y “no les respondía plenamente”.

De cualquier manera, ese aparato finalmente fue quebrado y en su reemplazo se erigió el régimen de los soviets de obreros, soldados y campesinos.

En el apogeo de la revolución, se trataba de un régimen que combinando instituciones “formales” e “informales” asumía las siguientes características: un movimiento obrero y de masas en ascenso que, llenando de contenido las nuevas instituciones del poder, lo ejercía realmente desde los lugares de trabajo, las fábricas, las barriadas populares, las plazas, y también desde los nuevos “palacios”: los soviets (como ratificando este elemento que estamos señalando, Trotsky señalaba que en el punto más alto de los desarrollos eran las propias masas movilizadas el órgano ejecutivo de la revolución).

Además estaban las instituciones de poder propiamente dichas: los soviets, que eran, en definitiva, la manifestación más concentrada de la “nueva institucionalidad”.

Y en tercer lugar, elemento fundamental de todo este nuevo “engranaje de poder” y expresión consecuente de los desarrollos, el partido revolucionario, el partido bolchevique (sin olvidarnos, de manera concomitante, en el seno de los soviets pero fuera del poder, de los viejos partidos socialistas reformistas, que habían dado vida al gobierno provisional).

Así es que el nuevo estado, el nuevo régimen, se asentaba en una suerte de “trípode” que combinaba la más amplia movilización de las masas, los soviets y el partido bolchevique (amén, reiteramos, de una intensa vida política de tendencias socialistas, reformistas, no revolucionarias, anarquistas, que hacían parte del intangible contenido democrático de la revolución).

Connatural a esto, en el apogeo de la revolución estaba la amplísima libertad de discusión, de prensa, de difusión: las organizaciones de masas (¡previa apropiación de las imprentas burguesas!) dieron lugar a una “levadura” de textos, artículos, diarios, periódicos y folletos que eran la expresión viva de la politización de la sociedad.

Cuenta Natalia Sedova, compañera de Trotsky, cómo por las noches, al acostarse a dormir, escuchaban el rumor de la calle, los debates sin fin en las aceras, una población politizada, apasionada por los asuntos de la revolución. Ese régimen era, evidentemente, la expresión directa del ingreso de las más amplias masas a la vida política (Trotsky), la emergencia de la revolución.

Circunstancias de excepción

Sin embargo, este momento floreciente no duraría lo suficiente. Con el desencadenamiento de la guerra civil a mediados de 1918 y la necesidad de tomar medidas de excepción, lo primero afectado fue la vida política soviética libre, por así decirlo.

Se impusieron medidas dictadas por las circunstancias. Con la guerra civil, la provocación del atentado de los socialistas revolucionarios de izquierda al embajador alemán, conde de Mirbach, el propio atentado a Lenin y Uritsky (jefe de la policía de Moscú, que falleció en consecuencia), se termina poniendo en pie “un régimen de fortaleza sitiada”, como lo describieron los propios bolcheviques.

A la emergencia del “terror blanco” hubo que responderle con el “terror rojo”: ya la Comuna de París había pagado muy cara su ingenuidad. Las masas siguieron movilizadas; sobre todo la flor y nata de la clase obrera bolchevique terminó yendo al frente, a la cabeza de un novel Ejército Rojo cuya base era una masa de soldados todavía campesinos.

En estas condiciones, con los levantamientos de los blancos y la formación de gobiernos antibolcheviques en determinadas regiones integrados por los grupos socialistas reformistas, vino la inevitable prohibición de esas tendencias en los soviets.

De todas maneras, existía un sólido contrapeso: el partido bolchevique bullía de vida en esos años, los más dramáticos de la revolución: su debate interno era libre y se expresaba en variadas tendencias de opinión, fracciones y grupos (ver al respecto “A propósito del régimen interno de los bolcheviques después de Octubre”, Enio Bucchioni, blog Convergencia).

No es que se considerase un tema menor la unidad del partido. Tampoco que pudiera tomarse a la ligera la formación de agrupamientos, que siempre tienen el peligro de cristalizar, de transformarse en formaciones “rígidas”, permanentes.

Pero de todas maneras, la justa dirección política del partido, sus vínculos orgánicos con la clase obrera, su impulso revolucionario, el estar en plena efervescencia la revolución europea, fueron aspectos que contrapesaron las tendencias a la restricción de la democracia soviética, que permitieron que, en definitiva, el libre debate partidario se encaminara y resolviera todas las enormes cuestiones planteadas sin daños para el partido.

Si los soviets habían quedado vaciados, el partido bolchevique conservaba su vida política, y además todavía las masas seguían activas en la vorágine de la revolución y la guerra civil.

Sin embargo, la situación fue deteriorándose cada vez más, al punto que Trotsky dijo sentirse, junto a Lenin, como “montando un caballo salvaje” que los llevaba a donde él quería, y no a donde pretendían los jefes bolcheviques.

De manera unilateral, y dejándose llevar por “el lado administrativo de las cosas” (como le señalara Lenin en su testamento), Trotsky llegó a proponer “la militarización del trabajo” como manera de encarar la reconstrucción económica del país que se imponía (ver al respecto su obra Comunismo y terrorismo, donde se explicaba correctamente el carácter necesariamente dictatorial del poder en las condiciones de la guerra civil, pero se llegaba a proponer la aberración de colocar bajo un régimen militar a la “clase dominante”).

Con la sensibilidad que lo caracterizaba, Lenin decidió ir para otro lado. Comprendió que el Estado surgido de la revolución no era un simple estado obrero a secas, sino un “estado obrero con deformaciones burocráticas”. Y que por lo tanto se les debía garantizar a los trabajadores, entre otras cosas, su capacidad de desarrollar luchas económicas contra su propio estado. De ahí que defendiera la subsistencia de los sindicatos como organizaciones independientes del propio estado proletario.

Simultáneamente, y para garantizar el restablecimiento económico y el abastecimiento de las ciudades, Lenin lanzaba la Nueva Política Económica (NEP), permitiéndoles a los campesinos que luego del pago de los impuestos y de la entrega de cierta cantidad de cereal al Estado, comerciaran libremente la producción restante.

Se restablecía así el libre mercado para una serie de productos y con él la posibilidad del enriquecimiento de una nueva capa de la población, los nepman, constituida sobre todo por los nuevos comerciantes.

La liquidación de la democracia

Pero lo que nos interesa aquí no es la política económica de los bolcheviques, sino indagar en qué punto de su desarrollo se estaba respecto del régimen político y el carácter de la dictadura proletaria.

Parecía que con la introducción de la NEP se iría hacia una reapertura del juego democrático. Pero no: con el levantamiento de Kronstadt (marzo de 1921) y el peligro que significaba la crisis social heredada de la guerra civil, se procedió, con el acuerdo de todas las tendencias del partido, a prohibirlas de manera provisional.

Se trataba, como está dicho, de una medida de excepción declarada expresamente como transitoria y concebida para cerrar filas en un momento de enorme peligro para la revolución (una decisión que, vista a la luz de los acontecimientos, fue errónea: le dio una excusa “legal” a la burocracia ascendente para imponer su régimen): “Lenin y sus colaboradores tuvieron como primer cuidado preservar las filas del partido bolchevique de las taras del poder. Sin embargo, la conexión estrecha y a veces la fusión de los órganos del partido y del Estado acarrearon desde los primeros años un perjuicio evidente a la libertad y a la elasticidad del régimen interior del partido. La democracia se encogía a medida que crecían las dificultades. El partido quiso y confió en un principio en conservar en el cuadro de los soviets la libertad de las luchas políticas. La guerra civil trajo su severo correctivo. Uno después de otro fueron suprimidos los partidos de oposición. Los jefes del bolchevismo veían en estas medidas, en contradicción evidente con el espíritu de la democracia soviética, no decisiones de principio, sino necesidades episódicas de la defensa” (León Trotsky, “La degeneración del partido bolchevique”).

En dichas circunstancias, con un Lenin que poco tiempo después quedaba fuera de la vida política por enfermedad, y un Trotsky cuidadoso atendiendo a las campañas subrepticias lanzadas por su pasado no bolchevique (y su supuesta intención de adueñarse del poder una vez fallecido el jefe del bolchevismo), y sobre el trasfondo de la deriva de la sociedad revolucionaria hacia “la muy humana búsqueda de comodidad” luego de semejantes zozobras revolucionarias (como dijera Trotsky), comenzó a enseñorearse la burocracia.

La circunstancia, en este punto, hay que tenerla clara: los soviets habían perdido vitalidad; incluso la propia clase obrera, la flor y nata de la revolución, había quedad devastada por la crisis económica y la guerra civil, llegándose al punto de que la concentración obrera en Petrogrado había sido reducida en forma peligrosísima (sin olvidarnos del hecho de que muchos de sus elementos más valiosos habían perecido en la guerra civil).

En estas condiciones, toda la “carga de la prueba” de la democracia socialista tenía un solo lugar de referencia: el partido bolchevique.

Y fue la circunstancia, precisamente, que en un partido bolchevique que había prohibido los agrupamientos internos y que era el que dirigía el aparato estatal (siendo a la vez presionado por el atraso general de la sociedad, sin olvidarnos del fracaso de la revolución europea, un factor decisivo de toda la situación), comenzó a hacer pie, repetimos, la burocracia.

Ya Trotsky en El nuevo curso (1923) manifestará la preocupación (circunstancia inevitable) de que los mejores militantes del partido estuvieran dedicados a las funciones en el aparato estatal: “(…) debemos esperar un periodo muy largo, durante el cual los miembros más experimentados y activos del partido (incluyendo, naturalmente, los de origen proletario), ocuparán diferentes puestos en el Estado, en los sindicatos, en las cooperativas y el aparato de Estado. Este hecho por sí mismo implica un peligro, pues esta es una de las fuentes del burocratismo” (citado por Euclides de Agrela, “Composición social y burocratización del partido en León Trotsky”, blog Convergencia).

Christian Rakovsky recuperaría brillantemente esta inquietud en Los peligros profesionales del poder (1927), cuando señalara que de una “diferenciación funcional” en el seno de la clase obrera por cuenta de las tareas del poder, comenzaba a operarse una diferenciación social, donde los funcionarios a cargo de los distintos puestos del Estado, por cuenta, precisamente, de su nueva ubicación, comenzaban a beneficiarse materialmente, a constituirse en una nueva categoría social.

La clase obrera había abandonado la liza de los acontecimientos. La “plaza” había quedado vacía. Imagen que de manera gráfica se puede apreciar en las fotografías de las raquíticas columnas de la Oposición de Izquierda cuando el décimo aniversario de la revolución: unos pocos centenares de militantes revolucionarios en medio del frío gélido del invierno ruso.

En esas condiciones, como lo había anticipado genialmente Rosa Luxemburgo (y retomado Rakovsky), el único elemento activo subsistente no podía ser otro que la burocracia: “Sin elecciones generales, sin una irrestricta libertad de prensa y reunión, sin una libre lucha de opiniones, la vida muere en toda institución pública, se torna una mera apariencia de vida, en la que sólo queda la burocracia como elemento activo” (Luxemburgo, ídem).

La preocupación por las formas institucionales del poder

Llegado a este punto, se trata de hacer una recapitulación. Como hemos señalado varias veces, en este proceso, consagrado con las grandes purgas de los años 30, la clase obrera rusa termina perdiendo definitivamente el poder.

Aun manteniéndose los medios de producción expropiados, el estado deja de ser obrero y pasa a ser un “estado burocrático con restos proletarios y comunistas”, como lo definiera Rakovsky.

Es que a la luz de la experiencia histórica, en el caso de las sociedades de transición, opinamos que no hay forma de considerar el carácter de clase de un estado si no se parte de la clase social que lo detenta de manera efectiva.

La idea de que el carácter de clase del estado de transición se determinaría, simplemente, por las formas de propiedad estatizadas que este consagra, en abstracción de qué clase (o fracciones de clase) se apropian del excedente social, nos parece que no ha pasado la prueba de la historia.

En formas históricamente consagradas (estabilizadas) de propiedad y de relaciones de producción, puede ocurrir la eventualidad de que clases o fracciones de clase que no corresponden directamente con la clase explotadora, estén a cargo del poder sin que por eso varíe el carácter del estado (ver, por ejemplo, todo el debate acerca del carácter del Estado absolutista). La economía manda sobre la política.

Pero en las sociedades de transición al socialismo, la determinación de las cosas debe invertirse. La burguesía es expropiada. Pero esto no significa que, automáticamente, sea abolida la explotación del hombre por el hombre. Subsisten, inevitablemente, relaciones de “autoexplotación”: la renuncia al consumo presente en función de las perspectivas futuras (renuncia que solamente podría evitarse en condiciones de abundancia, lo que no era el caso de la Revolución Rusa, evidentemente).

Así las cosas, la clave de todo está en qué clase social (o fracción de clase) posee realmente el estado: qué capa social se apropia del excedente.

Y lo que ocurrió en el giro de los años 30 fue que la clase obrera dejó de detentar el poder, dejó de poseer los medios de producción, acontecimiento que obró en beneficio de una burocracia que se constituyó en una nueva categoría social (categoría que dejó de pertenecer, realmente, a la clase obrera).

Es aquí entonces donde se coloca con toda su fuerza la problemática del ejercicio, por parte de la clase obrera, del poder: el problema de la democracia socialista.

Para pensar este problema, abordaremos un tan conocido como polémico texto de Rosa Luxemburgo, La Revolución Rusa, sobre todo en lo que hace a la preocupación por las “formas institucionales” de la democracia socialista (adelantémonos a señalar que esta reflexión nos fue inspirada por un texto de Daniel Bensaïd, que citaremos más abajo).

Se trata de una obra escrita en prisión a finales de 1918, con cierto desconocimiento de las circunstancias concretas del proceso de la revolución rusa, pero que sin embargo expresaba agudeza alrededor de los problemas generales de la democracia socialista.

Hay varias cuestiones que plantea Luxemburgo que son de interés, más allá de las unilateralidades y valoraciones erróneas que el texto también deslizaba.

Por ejemplo, sus críticas sectarias a la política agraria y nacional de los bolcheviques. Rosa hacía también un debate sobre la disolución de la Asamblea Constituyente, que tampoco nos resulta convincente.

Sin embargo, la obra colocaba un interrogante legítimo, peligroso pero legítimo. Planteaba si junto con la “forma soviética” sería posible poner en pie (o mantener) la forma del sufragio universal; una forma mixta de representación, como manera de llegar a más amplias masas que las organizadas directamente en los soviets.

Rosa defendía esto como producto de su experiencia en Alemania (un régimen con formas parlamentarias consagradas, como es sabido) y acusaba a los bolcheviques de oponerse “por principio” al sufragio.

En realidad, creemos recordar que Lenin, en El estado y la revolución, no descartaba la eventual apelación al voto universal, pero hacía depender dicha alternativa del caso de una sociedad socialmente homogénea; es decir, donde los trabajadores fueran, como clase, más dominantes en la estructural social, circunstancia que no era la de la Rusia soviética.

Por lo demás, está el problema no abordado por Luxemburgo de que el voto universal tiende a disolver el peso de la vanguardia en la retaguardia, lo que, al ser la dictadura del proletariado un régimen revolucionario, puede terminar restando más que sumando (recordar que se trata de una democracia de nuevo tipo, pero también de una dictadura de nuevo tipo).

Enseñanzas universales

De todos modos, existe en el texto de Rosa una serie de planteos generales acerca de la democracia socialista que son de valor universal.

Rosa es insuperable en su concepción de que no hay revolución socialista, y muchos menos, transformación socialista de la sociedad, sin que las más amplias masas tomen en sus manos, de manera creciente, las tareas de la construcción de la nueva sociedad: “Es evidente que no se puede decretar el socialismo, por su misma naturaleza, ni introducirlo por un decreto. Exige como requisito una cantidad de medidas de fuerza (contra la propiedad, etcétera). Lo negativo, la destrucción, puede decretarse; lo constructivo, lo positivo, no. Territorio nuevo. Miles de problemas. Sólo la experiencia puede corregir y abrir nuevos caminos. Sólo la vida sin obstáculos, efervescente, lleva a miles de formas nuevas e improvisaciones, saca a luz la fuerza creadora, corrige por su cuenta todos los intentos equivocados” (Luxemburgo, cit.).

Es aquí donde colocaba Luxemburgo la importancia estratégica de la democracia socialista como forma de organizar el poder proletario. Hemos dicho en otra parte que una cosa es tomar el poder y otra, mucho más compleja, construir una nueva sociedad: esto no puede ser una “obra de ingeniería social”: requiere de la participación efectiva de cada vez más amplios sectores de las masas, de su involucramiento consciente.

Es verdad que en Rosa, de manera unilateral, muchas veces el “elemento organizador” aparece diluido o subestimado, por cuenta de su lucha contra el aparato de la socialdemocracia alemana, lo que hacía a una acentuación algo “espontaneísta” en sus concepciones. Sin embargo, la apelación a la necesidad de la participación democrática de las masas, que la revolución debe ser una obra consiente de ellas, es sublime.

Bensaïd señala agudamente que, más allá de los defectos del texto, lo que estaba haciendo Rosa, lo que estaba aportando, era poner el dedo en la llaga respecto de la “institucionalidad del nuevo poder”: cómo sería organizado el nuevo poder de la clase obrera. “Parece pues claro que queriendo torcer el cuello al legalismo institucional de la II Internacional en una situación revolucionaria, Lenin tuerce también el bastón de la crítica en otro sentido. Rompe con las ilusiones parlamentarias. Pero se prohíbe pensar las formas políticas del Estado de transición. Es este punto ciego el que Rosa Luxemburgo va a poner en evidencia” (“El Estado, la democracia y la revolución: una vez más sobre Lenin y 1917”).

Y podría decirse que en este aspecto, atendiendo a un texto redactado a finales de 1918, en condiciones de aislamiento y marcado también por las “taras” de la propia Rosa (¡que también las tenía, atención, como hemos señalado!), Luxemburgo volvía a demostrar ser un águila al poner sobre el tapete los problemas generales del régimen revolucionario, la democracia socialista, su carácter insoslayable para el ejercicio del poder político por parte de la clase obrera: “La libertad sólo para los que apoyan al gobierno, sólo para los miembros de un partido (por numeroso que este sea), no es libertad en absoluto. La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa diferente. No a causa de ningún concepto fanático de ‘justicia’, sino porque todo lo que es instructivo, totalizador y purificante en la libertad política depende de esta característica esencial, y su efectividad desaparece tan pronto como la ‘libertad’ se convierte en un privilegio especial”.

Noviembre 2015


2- Alemania 1919, la revolución olvidada

El valor estratégico de la revolución alemana

Espartaquistas y bolcheviques

“Nos han arrebatado a dos líderes, dos jefes cuyos nombres quedarán inscritos por siempre jamás en el libro de oro de la revolución proletaria: Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo” (León Trotsky, “Karl Liebknecht-Rosa Luxemburgo”, 18 de enero de 1919)

Entre 1918 y 1923 se llevó adelante la que quizás pueda considerarse la revolución más importante del siglo pasado, a pesar de que fue fallida. En Alemania, entonces como hoy uno de los países más adelantados del globo, ocurrió uno de los procesos revolucionarios más profundos y clásicos desde el punto de vista del lugar central que le cupo en él a la clase obrera.

Lamentablemente, a la vista de los acontecimientos posteriores (ascensos simultáneos del nazismo y el stalinismo), la revolución resultó derrotada a consecuencia del papel contrarrevolucionario que cumplió la socialdemocracia y, en otro plano, de los errores cometidos por los revolucionarios. Respecto de la socialdemocracia, no siempre se recuerda que fue el padre o la madre, junto con el stalinismo, de las burocracias contrarrevolucionarias del siglo XX: los enterradores de las potencialidades revolucionarias de la clase obrera.

Una gran dificultad fue que la revolución (comenzada con la caída del Káiser, 9 de noviembre de 1918), agarró a los revolucionarios desorganizados: compleja y contradictoria fue la evolución del ala revolucionaria en el seno de la socialdemocracia alemana, no llegando a conformarse a tiempo en partido, esto en gran medida debido a sus propias inercias a la hora de comprender la necesidad de la tarea. Chris Harman, dirigente del SWP ingles ya fallecido, cuenta cómo por dos veces, 1912 y 1916, Rosa Luxemburgo desestimó la urgencia de construir un partido revolucionario independiente aun a pesar de su plena conciencia acerca del carácter crecientemente reformista del SPD: “La visión de que es necesario formar dos partidos cuidadosamente separados (…) descansa en una forma puramente dogmática de interpretar la función de los partidos” (Rosa Luxemburgo, citada por Chris Harman en The Lost Revolution, Bookmarks, 1997: 92).

Lo que sobrevino fue el nacimiento de un Partido Comunista Alemán (KPD, diciembre 1918) inmaduro, que cometió graves errores a izquierda y derecha que impidieron que pudiera capitalizar el proceso de conmoción que viviera el país germano a comienzos de los años 20. Conmoción que terminó dando lugar al desplazamiento a izquierda del conjunto del proletariado alemán, evento cuyo apogeo ocurrió en 1923 a partir de la crisis ocurrida por la ocupación francesa de la cuenca del Ruhr, una de las bases de la industria germana.

No sólo el KPD careció de la madurez necesaria. La III Internacional bajo el mando de Lenin y Trotsky, se vio desbordada por el cúmulo de tareas. Con los dos dirigentes principales absorbidos en las tareas de la supervivencia de la Revolución Rusa (no pudieron dedicarse a la revolución alemana como hubiera sido necesario, lo que no deja de ser paradójico porque tenían absoluta conciencia de su importancia), la Internacional quedó a cargo de personalidades como Zinoviev (enorme orador pero débil como dirigente político, sin iniciativa propia y preocupado, ante todo, por borrar sus antecedentes oportunistas); Bujarin en su versión “izquierdista” (nunca fue un buen político); Radek, lo opuesto a un modelo de coherencia política (más allá que su papel en estos años fuera lo más destacado de su trayectoria);y personajes mediocres como Bela Kun, jefe de la frustrada Revolución Húngara, entre otros de menor valía. La dirección cotidiana de la Internacional no solamente cometió graves errores políticos: llevó adelante una gestión muchas veces burocrática de la Internacional.1 Y atención que estamos hablando del periodo revolucionario de la Internacional, no de su degeneración burocrática a partir de 1924 bajo la orientación de la “bolchevización” de los partidos comunistas encabezada por el mismo Zinoviev.

Una y otra vez Lenin y Trotsky debieron intervenir para corregir los rumbos, los “desaguisados” cometidos por los antes nombrados. Sin embargo, esto ocurrió muchas veces a posteriori de los acontecimientos, cuando estaban consumados.

Una revolución olvidada

La Revolución Alemana fue una de las más importantes del siglo pasado, sino la fundamental: de haber triunfado hubiera apuntado a dar vuelta, estratégicamente, las relaciones de fuerzas entre el comunismo y el capitalismo; la historia posterior hubiera sido distinta seguramente a las enormes tragedias que jalonaron el siglo pasado: la interacción entre las revoluciones Rusa y Alemana habría creado inmensas perspectivas para la humanidad.

Sin embargo, resultó derrotada. Y quizá por ello sea una revolución olvidada. Siquiera entre las filas de los revolucionarios se tiene conciencia del significado de su derrota, menos se estudian sus lecciones estratégicas. Harman señala que las revoluciones derrotadas son rápidamente olvidadas quedando fuera de la mirada histórica, como notas al pie de la misma, a las que sólo se dedican los especialistas.

La circunstancia es que sobre el terreno de uno de los países más avanzados del mundo capitalista ocurrió la experiencia de una revolución obrera y socialista que puso sobre la mesa, en el momento más álgido del siglo pasado, los problemas fundamentales de la estrategia revolucionaria en la época de la revolución socialista, así como la problemática de la construcción del partido revolucionario de vanguardia, su carácter irremplazable a la hora de la revolución proletaria: “Después de Octubre, parecía que los acontecimientos se desarrollarían en Europa por sí solos y con tal rapidez que no nos dejarían siquiera el tiempo de asimilarlos teóricamente (…). Pero ha quedado demostrado que, sin un partido capaz de dirigir la revolución proletaria, ésta se torna imposible” (L. Trotsky, Lecciones de Octubre).

Este texto liminar de Trotsky, escrito a propósito de las lecciones obtenidas por la derrota de la revolución en Alemania, va justamente a ese punto: el del carácter imprescindible del partido revolucionario a la hora de la revolución propiamente socialista. Aunque a muchos les pueda parecer que el partido es un “factor externo” del mecanismo histórico, un elemento “caduco” (dada la cantidad de procesos anticapitalistas que se han sustanciado sin él), la comprobación fáctica indica que en el único caso en que la clase obrera logró hacerse del poder y mantenerse en él (y estamos hablando de la clase obrera como tal, su dictadura de clase), fue en el caso de la Revolución Rusa. Revolución que, oh casualidad, contó a su frente con un partido revolucionario, el partido revolucionario más logrado de la historia: el partido bolchevique. Así de complejo es el proceso histórico. Así de característica la mecánica por intermedio de la cual la clase obrera puede hacerse del poder, según lo ha indicado la experiencia histórica del siglo XX.

Alemania fue el crisol donde chocaron las dos tradiciones emergentes del socialismo revolucionario: bolchevismo y espartaquismo. Experiencia que, sin embargo, quedó en gran medida trunca: no logró hacer síntesis. Esto en gran medida debido a la muerte prematura de Rosa Luxemburgo, la que fue una tragedia no sólo para la Revolución Alemana, sino para la construcción de la propia Internacional.

Tanto los problemas estratégicos como los constructivos se pusieron al rojo vivo sobre el terreno alemán, revelando las inercias acumuladas por el espartaquismo, como así también las dificultades de los bolcheviques a la hora de la construcción de la Internacional Comunista.

Que Alemania fuera un país avanzado en relación a Rusia hizo a la especificidad de los problemas que se sustanciaron allí. Cuando se abordan las enseñanzas generales de la Revolución Rusa, lo que se coloca al tope de la agenda, lo que tiñe con sus colores todo lo demás, es el debate acerca del carácter de la revolución: si la misma debía limitarse a una revolución burguesa o si podría trascender ese carácter deviniendo en obrera y socialista. Gran parte del debate entre los revolucionarios rusos giró en torno de esto. Y las conclusiones estratégicas se desprendieron también de la apreciación que se tuviera del cambiante carácter de la revolución durante el desarrollo de los acontecimientos mismos (ver el debate de Lenin con Kamenev en abril de 1917 y su crítica al “dogmatismo a atenerse en las viejas fórmulas en vez de partir de la realidad”).

Con la Revolución Alemana no ocurre exactamente lo mismo: su carácter obrero y socialista se daba, de alguna manera, por descontado; al menos entre las fracciones revolucionarias. Sus debates se nos presentan más directa y abiertamente anudados alrededor de los problemas de estrategia política y organización.

Es decir: no había dudas que la revolución en Alemania, aun a pesar de una importante serie de tareas burguesas pendientes (la enorme rémora del militarismo, el poder de los junkers, la costra burocrática incrustada en el aparato de Estado), era una revolución obrera y socialista, una revolución donde le cabía a la clase obrera hacerse cargo de solucionar las lacras del país; de ahí que el debate se concentrara en los problemas de estrategia y partido.

Sobre el terreno de la Revolución Alemana y de la puesta en pie del KPD ocurrió una dura pelea en dos frentes: contra los elementos izquierdistas (y ultraizquierdistas, la “enfermedad infantil del comunismo”) y contra las desviaciones e inercias oportunistas que terminaron por hundir el Octubre alemán sin disparar un solo tiro.

Pero vayamos por partes: veamos primero los antecedentes del debate sobre partido entre espartaquistas y leninistas, por así decirlo.

Rosa y Lenin

Los antecedentes se sitúan alrededor del posicionamiento frente a la Primera Guerra Mundial y la necesidad de la construcción de una organización revolucionaria planteada por el giro cada vez más oportunista de la socialdemocracia alemana.

La historia de los posicionamientos en torno a la guerra mundial no la abordaremos aquí. Lo concreto es que posteriormente a la capitulación del SPD el 4 de agosto de 1914, da origen al surgimiento del Grupo Internacional que posteriormente pasaría a llamarse Liga Espartaco, que agrupará a la vanguardia internacionalista en el seno de la socialdemocracia alemana.

El problema fue que la transformación de este agrupamiento en partido no sería nada fácil. La izquierda al interior del SPD fue siempre una suerte de “sensibilidad” que tenía su historia y sus personalidades: Luxemburgo, Liebknecht, Zetkin, Jogiches y Mehring (y también el núcleo comunista de Bremen vinculado a Radek y los bolcheviques; de más está decir que ambos núcleos tenían pésimas relaciones).2 Sin embargo, el espartaquismo nunca logró ser una fracción organizada.

Llama la atención que el partido “luxemburguista” en Polonia tuviera rasgos de una organización centralizada (¡incluso con métodos más centralistas y conspirativos que el propio Lenin, Joguichesdixit!). Sin embargo, el carácter de masas del SPD siempre le pesó a Rosa Luxemburgo a la hora de organizarse de manera separada, dentro del partido y fuera de él. Su concepción era un poco que “el partido es la clase”: separarse del partido era como separarse de la propia clase obrera.3

A la complicación por esta concepción unilateral heredada en cierta medida de Marx (aunque en Marx pueden observarse cuatro tipo de experiencias “partidarias” distintas), se le venía a sumar la problemática de la existencia de otras expresiones de izquierda en el seno de la Segunda Internacional; sobre todo los bolcheviques en Rusia. Sus tendencias nunca lograrían ponerse del todo en sintonía: Rosa no comprendió la pelea de Lenin contra los mencheviques; Lenin consideraría la pelea de Rosa contra Kautsky como “infantil” (organizada alrededor de aspectos “tácticos”).

Ocurrió algo paradójico: Rosa y Trotsky compartían la apreciación de que la Revolución Rusa debería transformarse en socialista para resolver sus tareas (a diferencia de Lenin, que dejaba las cosas más abiertas). Simultáneamente, recelaban de la concepción de partido de vanguardia de Lenin, al que tildaban de sustituista. En Nuestras tareas políticas (1904) Trotsky manifestaría su temor de que “el partido sustituya a la clase obrera, y que el comité central sustituya al partido”, endilgándole esta tendencia a Lenin. Por su parte, Luxemburgo le cobraba a Lenin su definición, mal interpretada por ella, de los revolucionarios como “jacobinos en el seno de la organización del proletariado”.

Ninguno de los dos llegaría a entender, en ese momento, la concepción del partido de Lenin; Trotsky, de todas maneras, llegando a comprender la cuestión al calor de la Revolución de 1917; Rosa, lamentablemente, arribando a la necesidad de partido de vanguardia de manera tardía, sobre el momento mismo de la fundación del KPD.

A estos problemas se les vino a sumar las desconfianzas, rencillas y malos entendidos propios de todas las tendencias en competencia (¡incluso de las tendencias revolucionarias!), lo que hizo difícil las relaciones entre espartaquistas y bolcheviques (esto más allá que Rosa valorara el papel de los bolcheviques por haber “salvado el honor del socialismo internacional”, con la Revolución Rusa).

Está claro que los contextos de Alemania y Rusia eran distintos: esto es lo que explica los abordajes diversos de Rosa y Lenin en materia de los problemas de organización. Si el segundo tenía la tarea de poner en pie un partido revolucionario a la escala de toda Rusia a partir de grupos dispersos, el caso de Luxemburgo era cómo sobreponerse al peso muerto que implicaba el aparato socialdemócrata respecto de la voluntad de acción del proletariado; de ahí el origen disímil de sus concepciones en materia de organización.

Sin embargo, nada de esto puede justificar las cosas: en Rosa se observa una verdadera necedad, casi ceguera frente a desarrollos que exigían a gritos la organización en partido. Pierre Broué, en su quizás más brillante obra, Revolución en Alemania, muestra cómo Luxemburgo, una y otra vez se posicionó contra esta tarea; una y otra vez dilató esta exigencia sólo para verse frente al hecho consumado de tener que fundar el Partido Comunista Alemán cuando los acontecimientos se habían desencadenado.

Tanto Broué como Harman cuentan cómo entre los elementos de la vanguardia revolucionaria de aquellos años hubo comprensión de que el Partido Comunista había sido fundado tarde: “En vísperas de la guerra, estos militantes radicales de izquierda detentan posiciones sólidas. (…) Tienen también, y tal vez sobre todo, una gran influencia en los grupos de jóvenes socialistas. (…) En 1914, estos militantes se han aproximado unos a otros, sin llegar a soldarse; (…) lo que en definitiva constituye el fundamento común de la lucha de militantes socialistas es su creencia profunda en que la revolución socialista es la única solución opuesta al imperialismo y la guerra, y que la acción espontánea de las masas supone en política la única fuerza decisiva, y sobre todo, como escribe Rosa Luxemburgo, en ‘un partido verdaderamente democrático’ como lo es, a su parecer, el partido socialdemócrata alemán. Enfrentados desde hacía muchos años con la organización autoritaria de su propio partido, los radicales de izquierda alemanes han terminado por ver –al contrario de Lenin– en la centralización, el principal obstáculo a la ‘radicalización de las masas’ y, en consecuencia, al desarrollo de la acción revolucionaria. Conscientes de los progresos del revisionismo en las filas del partido y, en particular, en su cabeza (…), pero convencidos del carácter revolucionario del período imperialista, críticos infatigables del oportunismo de los dirigentes y del autoritarismo de sus métodos, piensan, como Luxemburgo, que no existe ninguna receta en materia de organización” (P. Broué, Revolución en Alemania: 29). Agrega Broué: “Esta concepción fundamental de la acción, la identificación que hacen entre el partido y el movimiento de la clase, su profundo ligamen a la organización en la que –a pesar de sus tumores burocráticos– ven siempre la expresión del movimiento obrero socialdemócrata, revolucionario, les conduce a rehusar organizarse en fracción. Apartan la eventualidad de la formación, incluso de manera informal o sobre fronteras aproximativas, de una tendencia revolucionaria socialdemócrata alemana o internacional que les asociaría a los bolcheviques, y, a priori, a toda escisión en el seno del universo socialista, partido o Internacional” (ídem: 30).

Este “fetichismo de la forma organizativa” (fijado en este caso en el partido de masas socialdemócrata) alejaría a Rosa, paradójicamente, de la tarea que estaba planteada: la formación del partido revolucionario. Un fetichismo similar al que llevó, como hemos señalado, a muchos viejos bolcheviques a capitular al stalinismo.

Esta serie de inercias, esta dramática ceguera frente al factor organizador, esta sobreestimación de los elementos espontáneos, son otras tantas taras que dificultaron la conformación de un partido revolucionario en torno al espartaquismo, y que hicieron parte de los dramáticos problemas con los cuales se vieron confrontados los revolucionarios cuando a finales de 1918 estalló la Revolución Alemana.

Un partido descabezado

“Nosotros [en el Freikorps] somos una banda de peleadores borrachos con toda la pasión… Qué queremos, no lo sabemos; qué sabemos, es lo que no queremos” (Otto Friedrich, Antes del diluvio. Una pintura de Berlín en los años 20).

El 9 de noviembre de 1918 cae el Kaiser alemán a consecuencia de la derrota alemana en la guerra. Se declara la República democrática burguesa.

El ejército y el SPD pasan un acuerdo secreto para limitar los desarrollos de la revolución con la asunción de Ebert como presidente de la República. Simultáneamente, los soviets de obreros y soldados surgidos espontáneamente a semejanza de la experiencia rusa pero, paradójicamente, con abrumadora mayoría socialdemócrata, votan al jefe del partido y novel presidente de la República al frente de un tramposo “Consejo de Comisarios del Pueblo” (nombre homónimo al del gobierno revolucionario encabezado por Lenin en Rusia, pero con un contenido opuesto a éste), el que se superponía y hacía la veces de un típico gabinete burgués con nombre de fantasía.

Esta primera etapa de la revolución está dominada por la ingenuidad en el seno del proletariado; la presión por la “unidad” de todos los partidos obreros considerando que, de manera incruenta, por la vía de la “democracia en general” (que en realidad era, evidentemente, la democracia burguesa), se podrían alcanzar los objetivos del socialismo. De ahí que, lógicamente, el peso de la socialdemocracia en el seno del proletariado fuera abrumador al comienzo de la revolución. Además, el carácter científico de su organización, de su aparato burocrático, vino a dificultar las cosas (algo que en nada se pareció a la debilidad “congénita” de mencheviques y socialistas revolucionarios en Rusia).

Al calor de la guerra y la revolución en la izquierda se va produciendo una delimitación: los elementos centristas (pacifistas) de la socialdemocracia se habían escindido del SPD a comienzos de 1917 fundando el USPD (un partido de masas que llegaría a alcanzar enorme predicamento entre la clase obrera durante 1919, totalizando casi el millón de miembros en su apogeo). El espartaquismo rompe junto con el USPD y se transforma en corriente interna de éste. Sin embargo, el SPD y el USPD comparten el primer gabinete socialdemócrata (burgués) emergente de la revolución de noviembre, lo que coloca a la orden del día la fundación de un partido comunista independiente, lo que finalmente ocurrió a finales de diciembre de ese año.

Conclusión: se produce el congreso de fundación del KPD con la contradicción de que se trata de un evento dominado por los elementos izquierdistas de la vanguardia alemana. Una juventud que recién llegaba a la vida política con todo su entusiasmo pero con pocos o nulos vínculos con el proletariado; tendencias izquierdistas como reflejo de la inexperiencia y de una crítica no dialéctica a las tradiciones burocráticas y parlamentaristas de la socialdemocracia. Un partido inmaduro que sanciona en su congreso fundacional decisiones erróneas que hipotecarían los primeros tiempos del desarrollo partidario, por no hablar del fallido levantamiento de enero 1919.4 Entre ellas, su negativa a participar en las elecciones a la Asamblea Constituyente que eran un hecho consumado (hasta los bolcheviques que habían tomado el poder participaron en enero de 1918 en la Constituyente rusa, aunque sólo para disolverla de inmediato; a diferencia del caso alemán, ellos sí habían tomado el poder). Esto dejó todo el espacio político en la izquierda libre para los contrarrevolucionarios del SPD y los centristas del USPD marginando, insistimos, al KPD de la vida política en todo el primer período de la revolución.

A Paul Levi (sucesor en gran medida de Luxemburgo al frente del partido y gran dirigente de éste a comienzos de la década del 20) le tocó dar el informe sobre la necesidad de participar en la Constituyente, siendo abucheado. Rosa tomó la palabra sin lograr tampoco convencer a los delegados…

En la base del partido se acumulaban reflejos antiparlamentarios; se postulaba la criminal orientación de salirse de los sindicatos oficiales donde se agrupaban millones; incluso concepciones abiertamente antipartido y presiones federalistas: toda la suma de desviaciones izquierdistas en materia estratégica y en lo que hace a la construcción partidaria (¡connotados dirigentes como Otto Ruhle –compañero de Liebknecht en la segunda votación contra los créditos de guerra en el Reichstag– se terminaron declarando contra la construcción del partido revolucionario! A tal punto llegaba la crítica mecánica de la experiencia del SPD).

Para colmo, se trataba de un partido pequeño, sin implantación nacional, sin vínculos reales con los trabajadores; un partido que ni siquiera estaba centralizado nacionalmente: cada región hacía lo que quería. Tal era su debilidad organizativa que en oportunidad de la Conferencia del Reich de Consejos de Obreros y Soldados celebrada a mediados de diciembre de ese año en Berlín (en simultáneo con la fundación del KPD), ni siquiera hubo un bloque espartaquista en él: la organización dijo tener 10 delegados; el SPD tenía 288 delegados y el USPD 80…

Inmediatamente finalizado el congreso fundacional (evento que de todas maneras tuvo amplia repercusión política en el país) se produce el heroico levantamiento de los obreros de Berlín (comienzos de enero 1919): la convocatoria a una insurrección fallida, mal preparada, prematura. El gobierno de Ebert tendió una provocación y los revolucionarios entraron en ella. Harman resalta el contraste con los bolcheviques, que en las famosas Jornadas de Julio acompañaron a los trabajadores en su experiencia, pero con la orientación explícita de tratar de desactivarla (Radek señalaría lo propio en tiempo real). Trotsky hacia la propio en su texto homenaje a los dos dirigentes espartaquistas asesinados cuando titulaba una de sus partes “Lo que hubiera podido suceder en Rusia durante las jornadas de julio”.

Resultó ser que el jefe de policía de la ciudad era una figura de la izquierda del USPD. Su colocación en el cargo había ocurrido por cuenta y cargo de los obreros movilizados. Sin embargo, simultáneamente con la orden de su dimisión desde el gobierno central, estaba el hecho que los ministros de su partido habían renunciado al gabinete conjunto con el SPD y por “lógica” consecuencia, éstos reclamaron el cargo. Harman resalta que era obvio que se trataba de una maniobra para desatar un levantamiento prematuro; que el SPD tenía los argumentos formales de su lado y que había que intentar no caer en la provocación.

Ocurre que Liebknecht –figura pública extraordinariamente valiente del espartaquismo, firme, principista, pero poco reflexiva 5–, aparentemente de espaldas a la disciplina de la Zentrale (dirección ejecutiva del KPD), daba pasos en la conformación de un “comité insurreccional” junto con otras figuras de la USPD (los delegados revolucionarios de Berlín, que expresaban a lo mejor de la clase obrera de la ciudad), habida cuenta de la incorrecta evaluación de que la situación estaba madura para “tirar abajo al gobierno de Ebert”. A los integrantes del comité se les figuró que el intento de sustitución de Emil Eichhorn (que se negó a renunciar afirmando que su cargo estaba a disposición de los obreros de Berlín), era la razón perfecta para llamar al levantamiento.

Ocurrió que la movilización de la clase obrera de Berlín para defender al jefe de la policía fue multitudinaria: según Liebknecht, “algo nunca visto en Alemania”. Sin embargo, cuando se desencadenaron los enfrentamientos armados en Berlín con los cuerpos francos enviados por Noske (ministro del Interior y perro guardián del gobierno de Ebert, conocido por su famosa frase “alguien tiene que hacer el trabajo sucio” al asumir el cargo) para enfrentar el levantamiento de los “sanguinarios espartaquistas”, el resto del país no se movió.

Es más: se había lanzado un plan “insurreccional” y el comité formado a tales efectos -que por lo demás tenía demasiados integrantes para llevar adelante cualquier tarea ejecutiva- se demostró absolutamente incapaz de poner en marcha una sola medida efectiva. Desastres que, como ocurre en estos casos de guerra civil en los cuales “la burguesía se decide por todos los crímenes” (Lenin), terminó con un baño de sangre: Rosa y Liebknecht se negaron a abandonar Berlín (con el argumento de no dejar solos a los obreros por una acción en la que, en cierto modo, se sentían responsables), siendo el 15 de enero brutalmente asesinados.

En las horas previas Rosa había tenido un amargo intercambio con Liebknecht, recriminándole el haber actuado por detrás de los organismos partidarios (testimonio de Levi). De todas maneras, Luxemburgo se negó a hacer un balance claro de la acción, un balance estratégico. El último texto de Rosa, “La calma reina en Berlín”, es extraordinario en muchos sentidos pero no pasa balance de lo ocurrido: aborda el fallido levantamiento como una ocurrencia objetiva, más que como un acontecimiento estratégico del cual se debían sacar las lecciones del caso (también Radek se manifestó en contra del llamado insurreccional considerándolo unas jornadas de julio).

En síntesis: un partido pequeño, inexperto, no suficientemente centralizado, la presión de las masas de Berlín, la trampa tendida por el gobierno de Ebert, la inmadurez del equipo de dirección del KPD(y también los restos de incomprensión espontaneísta respecto de la insurrección): fueron todos ingredientes que contribuyeron a la derrota del movimiento inicial de la Revolución Alemana.

Sobre todo, dio lugar al descabezamiento del novel Partido Comunista alemán: el asesinato de Luxemburgo (única dirigente que podía discutirles de igual a igual a Lenin y Trotsky) fue una inmensa tragedia que impidió, como señalamos arriba, que se pudiera procesar la fusión entre bolcheviques y espartaquistas.

Izquierdismo I: el putch de Kapp

Lo que ocurrió después del fracaso de la primera oleada revolucionaria en Alemania (primera mitad de 1919, incluyendo la derrota de la República Soviética de Baviera, estado no casualmente transformado en un bastión del nazismo), fueron dos acontecimientos decisivos donde el KPD mantuvo su desviación izquierdista: la pelea contra el fallido golpe de Kapp y la “locura de marzo” ambos en el mismo mes de dos años consecutivos: marzo de 1920 y 1921.

Respecto del fallido golpe de Kapp su fracaso volvió a colocar un signo ascendente en la revolución después de las duras derrotas del año anterior. El golpe se concibió porque una parte de la burguesía y de la oficialidad del ejército alemán indignada con la firma del Tratado de Versalles, creyó que la cruzada contrarrevolucionaria del año anterior podía ir más lejos: sacarse de encima las organizaciones obreras reformistas.

Pero el putch terminó en un vergonzoso fracaso. La Revolución Alemana era tan profunda que a la burguesía le costó una larga década de esfuerzos asestarle el golpe final con la asunción del nazismo. Se trató de una “toma del poder antimarxista”, como la definió el reaccionario historiador alemán Ernest Nolte. Toma del poder que, como la definiera Trotsky, se ocuparía de destruir las expresiones de la democracia obrera en el seno del capitalismo alemán, expresiones que incluían a los sindicatos y los partidos reformistas.

No había condiciones para ello a comienzos de los años 20. Lo que explica que fracasara también el levantamiento nazi en Múnich inmediatamente después del octubre alemán (8 y 9 de noviembre). Incluso si en la guerra civil que declaró la burguesía alemana por intermedio del SPD contra el sector avanzado de la clase obrera se habían obtenido varios éxitos, y si el KPD nunca se recuperaría del todo de la derrota de 1923, el pleito no había quedado saldado. De ahí la lógica de la llegada de Hitler al poder: “El fascismo no es simplemente un sistema de represión [mediante] actos de fuerza y terror policial. Es un sistema particular de Estado fundado sobre el exterminio de todos los elementos de democracia proletaria presentes en la sociedad burguesa. La tarea del fascismo no consiste solamente en destruir la vanguardia proletaria, también en mantener a toda la clase en un estado de fragmentación forzada. Para esto no es suficiente exterminar físicamente al sector más revolucionario de la clase obrera. Es necesario destruir todas las organizaciones independientes y libres, suprimir todos los puntos de apoyo del proletariado y eliminar los resultados del trabajo de la socialdemocracia y de los sindicatos de tres cuartos de siglo. Porque, en última instancia, sobre este trabajo se apoya también el Partido Comunista” (León Trotsky, “Democracia y fascismo”, Revolución y fascismo en Alemania. Escritos 1930/33, Antídoto, Buenos Aires, 2004: 77-8).

El golpe de Estado fracasó no por la acción del KPD (¡que tuvo una ubicación abstencionista durante sus primeros días!) sino, paradójicamente, por la actitud de uno de los mayores burócratas sindicales del SPD que siempre había revistado en las filas de los revisionistas: Carl Legien. Este llamó a una huelga general exitosa, huelga que de haberse extendido más allá de ciertos límites hubiera amenazado con la radicalización de una clase obrera que tendía a armarse.

¿Cuál fue la política del KPD frente al putch? ¡Negarse a llamar a la movilización porque el partido no debía defender a un gobierno contrarrevolucionario como el del SPD! Un escándalo sectario por donde se lo mire. Porque en todo caso se estaba frente a dos amenazas contrarrevolucionarias de distinta naturaleza: el SPD conformaba un gobierno, de todas maneras, sobre una base democrática burguesa; Kapp hubiera encabezado una lisa y llana dictadura militar.

Paul Levi protestará amargamente desde la cárcel (donde estaba detenido en ese momento) por esta posición. El KPD no llegó a reaccionar a tiempo. Anduvo por detrás de la respuesta de las masas, que estuvo a punto de desatar una insurrección armada en regla en todo el país. Inclusive cuando Legien propuso la conformación de un “gobierno obrero” SPD-USPD-KPD, la Zentrale demoró semanas en dar una respuesta perdiéndose la ocasión de que la clase obrera pasara a la ofensiva. Cuando emitió su opinión favorable a un gobierno SPD-USPD (sin participar en él, pero comprometiéndose a una “oposición leal”), se desató nuevo escándalo en el partido.

Cuando Lenin se enteró de la circunstancia emitió una opinión favorable a lo que podría encuadrarse dentro de un planteo del tipo de sacar a los ministros burgueses del gobierno de las organizaciones obreras y/o lo que es algo distinto, en una táctica de gobierno obrero y campesino semejante al desafío lanzado por los bolcheviques a mencheviques y socialistas revolucionarios (agosto de 1917) de que rompieran con la burguesía y tomaran el poder en cuyo caso los bolcheviques se limitarían a una oposición no insurreccional: “La pelea contra el putch de Kapp se suma a la larga lista de ‘qué hubiera ocurrido si’ de la Revolución Alemana, una lista que termina en 1933 con la más grande tragedia del siglo XX. Y la razón básica fue el fracaso de la organización revolucionaria (…) en tomar en cuenta los repentinos saltos hacia delante de la conciencia de clase de los trabajadores” (Harman, cit.: 188).6

Izquierdismo II: la “locura de marzo”

Pasemos ahora al levantamiento comunista de marzo de 1921. Este termina con el período izquierdista del KPD,sólo para acabar posteriormente en un giro oportunista que le impide al partido lanzarse a la disputa por el poder dos años después.

Nos referimos a la historia del KPD en su periodo revolucionario, que se extiende hasta finales de 1923. Posteriormente se transformará en una organización burocratizada donde ha muerto el debate real incluso de posiciones equivocadas. Hacia finales de la década del ‘20 el KPD bajo Thälmann (incondicional seguidor de Stalin), sostendrá la idiota y ultraizquierdista teoría del “social fascismo”, “teoría” que impedirá llevar adelante la orientación del frente único obrero con la socialdemocracia dejándole en bandeja el poder a Hitler. Thälmann declaró: “después de Hitler venimos los comunistas”… pero terminó detenido el 3 de marzo de 1933 confinado a una celda de aislamiento por once años siendo fusilado el 19 de agosto de 1944 bajo expresa orden de Hitler.

Un desgraciado incidente facilitó el fallido levantamiento convocado por el KPD: el hecho de que Levi hubiese renunciado a la dirección del partido luego de haber sufrido una suerte de “voto de censura” en el Comité Central a propósito de un debate alrededor de la fundación del Partido Comunista italiano.7

Con Levi fuera de la dirección, y no habiéndose obtenido resultados tangibles hasta el momento con el llamado al frente único emitido por la Zentrale al SPD (experiencia que quedaría como la primera formulacióndel frente único obrero y que luego de la acción de marzo permitiría que el KPD se recuperase), el partido vuelve a dar un giro a la izquierda instigado por los enviados de la Internacional y se lanza a una abierta insurrección que termina en un vergonzoso fracaso.

Recapitulemos un poco los hechos. Ocurre que a posteriori del prematuro levantamiento en Berlín, lo que vino fue el intento de poner en pie un partido revolucionario que llevara a término la revolución iniciada. Sin embargo, el partido nunca encontró el “tono” justo de los acontecimientos. Anduvo a tientas de izquierda a derecha, siempre a destiempo con las exigencias del momento, casi siempre incapaz de acertar con la política: levantamiento prematuro en Berlín, sectarismo y pasividad ante el putch de Kapp, ultra izquierdismo criminal para con la clase obrera en oportunidad del levantamiento de marzo de 1921, conservadurismo e incomprensión de la dinámica de los acontecimientos cuando estaba planteada la pelea por el poder en el Octubre alemán.

Precisemos un poco las cosas: es verdad que luego del fracaso en Berlín y de la seguidilla de represiones por toda Alemania el partido logró dar con un rumbo de la mano de Paul Levi: se obtuvo el inmenso triunfo de la unificación del KPD con la izquierda obrera del USPD, esto a consecuencia de una batalla en el congreso de los socialdemócratas independientes divididos entre los que estaban a favor y en contra de afiliarse a la III Internacional, y donde Zinoviev se llevó las palmas con un vibrante discurso (octubre 1920).

Un triunfo de magnitud cuyo logro Broué atribuye de manera compartida a la Internacional y el propio Levi, que hizo del Partido Comunista alemán el partido revolucionario de masas más grande de occidente, llegando a alcanzar los 400.000 miembros. Apenas ocurrida la fusión, Levi renuncia a la dirección del partido (Lenin lo acusaría de irresponsable por este acto), deslizándose el KPD hacia el levantamiento de marzo de 1921, en el que pierde la mitad de sus integrantes.

Durante la “locura de marzo” (Harman) el partido sacó un volante que planteaba “el que no está con nosotros, está contra nosotros” y salió a enfrentarse con la clase trabajadora sindicalizada que todavía no lo apoyaba; se apoyó para esto en los trabajadores desocupados, a los que opuso a los trabajadores ocupados tomando fábricas manu militari contra la voluntad de los segundos, todo para forzar el levantamiento de una clase obrera que no estaba madura para eso.

Luego de este delirio ultraizquierdista el péndulo terminó yendo exactamente para el otro lado: se realizó un trabajo de recuperación del partido que logró recomponer sus fuerzas a partir de la aplicación de la orientación del frente único. Pero la dirección encabezada por Brandler quedó tan acomplejada de no volver a cometer errores izquierdistas, que dejó pasar la oportunidad en la que sí estuvo planteada la pelea por el poder: el fallido Octubre alemán de 1923, un crimen de magnitud histórica.

La enseñanza del caso es que ni un partido ni mucho menos su dirección, se pueden improvisar. Es decir: el KPD logró ser una organización revolucionaria de masas. Pero la falta de forja suficiente de su dirección, impidió que conquistara la “sintonía” correcta con los desafíos que planteaba el desarrollo de la revolución, de ahí que a las locuras luego siguiera el apocamiento.

Perder la revolución sin disparar un tiro

El KPD cometió parejas desviaciones a izquierda y derecha. Las desviaciones izquierdistas las tratamos arriba. Sin embargo, la acumulación de inercias conservadoras y “quietistas” se vendría a revelar trágicamente en 1923.

Ocurrió que como un rasgo típico en estas situaciones (inercia conservadora de la cual hablaba Trotsky cuando el partido debe orientarse hacia la toma del poder), el partido estuvo por detrás de las circunstancias. Harman marca muy bien como el “mecanismo” habitual del sindicalismo del SPD, tan arraigado en la clase obrera alemana, literalmente se derrumbó cuando la inflación voló a la estratosfera, agosto de 1923: ¡cuando los precios aumentan tres o cuatros veces al día es imposible la lucha reivindicativa: todo convoca a una lucha revolucionaria (o a la pasividad)!

Hay que figurarse lo que significan esas fotos donde se ve a los trabajadores acudiendo a las panaderías con los billetes en una carretilla para comprar pan. En esas condiciones, no hay mecanismo reivindicativo que valga. Además, todo el sistema de cuotas sindicales se vino abajo, por lo cual el aparato socialdemócrata –generosamente regado de rentados– se fue a pique.

La clase obrera de toda Alemania, e incluso la burguesía, esperaba que el KPD se lanzara a la conquista del poder. Pero esto nunca ocurrió. Brandler –dirigente el partido desde la caída en desgracia de Levi– estaba tan indeciso que permaneció todo septiembre en Moscú mientras en Alemania se preparaba la insurrección, un delirio. Trotsky acudió a despedirlo a la estación del tren tratando de darle fuerzas y unas últimas instrucciones para prepararlo frente a las responsabilidades que se le venían (Zinoviev había preferido golpear sobre las mesa en las reuniones preparatorias como “método de convencimiento”).

Trotsky llegó a proponerse para ir a Alemania y ayudar a organizar la insurrección, pero esta propuesta fue rechazada por los miembros del Ejecutivo de la internacional (en todo caso, parece bastante evidente que no hay forma de sustituir a la dirección autóctona de un partido nacional en la tarea del acometimiento del poder; se la puede ayudar pero no reemplazar).

Aquí se colocan varias enseñanzas; una que queremos destacar es acerca de las relaciones de fuerzas: la insurrección es una ciencia y un arte porque amen de los elementos de análisis está también la intuición de que hay posibilidades de acometer la tarea con éxito: saber leer atentamente los sentimientos que animan las masas.

Además, está la circunstancia de que nunca se podrá hacer una evaluación de las relaciones de fuerzas en abstracto: no hay manera de medirlas sin probarlas en acción. Trotsky pone el ejemplo (creemos recordar que en Lecciones de octubre) de que toda revolución que no se lleve a cabo encontrará justificación a posteriori en varios factores: por ejemplo, en la “fortaleza (teórica) de las fuerzas represivas”. Pero no hay forma de evaluar dicha fortaleza en abstracto, sin pasar por la prueba de la experiencia. Fuerzas represivas que parecen muy decididas, quizás, cuando sean enviadas a cumplir su cometido (claro que en condiciones revolucionarias), se descompondrán en el camino: ¿cómo apreciar esto sino en la acción misma?

Otra enseñanza es la del “legalismo soviético”. Ya Lenin había insistido en octubre del 17 en que no había que esperar al Congreso de los soviets para lanzarse a la insurrección; Trotsky consideró mejor escudarse en ellos, pero esto era una mera táctica. En el fondo, lo que está en juego es una apreciación puramente formal de la democracia: si todas las condiciones están reunidas, si se aprecia que la mayoría de la clase obrera seguirá la convocatoria, lo mismo que el resto del país, recostarse en criterios democratistas (es decir, falsamente democráticos) puede malograr la insurrección.

Esto es lo que le ocurrió a Brandler que al someterse al cuestionamiento de que la defensa de Sajonia del ejercito enviado desde Berlín debía resolverse en el parlamento de dicho Estado y no en el congreso de delegados obreros, desactivó la convocatoria a la insurrección: ¡actuó por razones absurdamente democratistas cuando el partido estaba preparado para lanzarse al poder! La ratificación legal, democrático-formal es, justamente, lo contrario a la verdadera democracia de los trabajadores: ¡no hace falta la votación formal cuando la voluntad manifiesta de la clase obrera va para el lado de la insurrección!; el democratísimo (que no es lo mismo que la verdadera democracia proletaria) habitualmente le juega una mala pasada a los revolucionarios: es un arma en mano de las corrientes pequeño burguesas, no de las socialistas proletarias.

Lo que sobrevino después es la peor derrota que puede haber: una derrota sin disparar un solo tiro (más allá del levantamiento aislado ahogado en sangre en Hamburgo). Se trata de la peor derrota porque desmoraliza las fuerzas de los revolucionarios y de la clase obrera; se espera todo del partido, el partido que tanto se ha preparado por el evento, que tanto se ha postulado al poder, y cuando no se obtiene nada de él lo que procede, evidentemente, es la desmoralización.

El papel de la III Internacional

A la inestabilidad política del KPD se le vino a sumar que el Comité Ejecutivo de la Internacional (en manos de Zinoviev, Bujarin, Radek y demás), no estuvo a la altura de las circunstancias: no tuvo una orientación consecuente para ayudar a forjar de una dirección realmente autóctona del partido. No apostó al desarrollo de la dirección que venía surgiendo “naturalmente” del proceso de selección que se operaba en el partido. No ayudó en nada, y más bien contribuyó a que las luchas políticas inevitables en todo partido vivo derivaran en intrigas y desconfianzas.

Levi se termina perdiendo quedando fuera del partido y de la Internacional; con este desenlace se descabeza la segunda alternativa de dirección del KPD surgida a raíz de la muerte de Luxemburgo; posteriormente surgirá otro equipo alrededor del Brandler, dirigente obrero de enorme prestigio cuya base de apoyo estaba en el centro de Alemania (una de las regiones donde era más fuerte del partido desde sus inicios, de gran capacidad organizadora), pero caerá en desgracia a posteriori del fracaso de 1923.

Profundicemos un poco en el papel de la Internacional: Alemania fue el caso de mayor desborde de la dirección en su época revolucionaria. La suma de malos entendidos, problemas y hasta errores gravísimos de los bolcheviques en dicho país es tremenda, impactante. Ni Lenin ni Trotsky pudieron intervenir directamente en tiempo real; siempre o casi siempre lo hicieron a posteriori de los acontecimientos, cuando los mismos estaban consumados. Además, en Alemania como en ningún otro lado se reflejó el problema de que la Internacional no había logrado absorber realmente el espartaquismo; que no se haya consumado la fusión con el bolchevismo.

Señalamos esto sin desconocer que en general los bolcheviques (Lenin y Trotsky) tuvieron razón en relación a Luxemburgo, sino porque, en sus aciertos y errores, Rosa era la única que hubiese podido oponérseles con autoridad. También porque, guste o no, en el espartaquismo estaba la mejor hipótesis para la conformación de una dirección autónoma, autóctona del partido alemán. Lo que terminó ocurriendo fue lo contrario: la dirección alemana dependió mecánicamente de la dirección de la Internacional. Y no de Lenin y Trotsky sino de los enviados de Zinoviev, que hicieron un desastre tras otro.

La moraleja del caso es que la propia III Internacional se vio desbordada: no pudo responder correctamente a los desafíos en tiempo real; incluso estuvo dominada durante un tiempo por una teoría profundamente incorrecta titulada “teoría de la ofensiva” que entendía que dada la época revolucionaria, lo que correspondía era siempre “impulsar para adelante”… Si esto se debía hacer en abstracción sustituyendo a los obreros, a la clase obrera, no importaba: los comunistas tenían la tarea de “despertar del letargo a los trabajadores” no importando si para esto debían llevarse adelante medidas putchistas.

Posteriormente al fracaso del putch de marzo de 1921 esta teoría quedó desacreditada (aunque no se pasó un balance claro en la Internacional, volveremos sobre esto), y lo que se puso en pie fue la orientación del frente único obrero. Pero resultó que la misma dirección que había impulsado a la acción no importaba en qué condiciones se demostró posteriormente absolutamente incapaz de orientar el partido hacia la acción cuando estaban las condiciones para la insurrección.

Cuando el acelerado proceso de desmoralización y burocratización de la URSS que sobrevendría a la derrota alemana, Trotsky publicará Lecciones de octubre tanto para dar cuenta de las enseñanzas de la Revolución Rusa y su aplicación al caso alemán, como para poner en guardia a la Internacional frente a dirigentes como Zinoviev que habían ocultado su verdadero currículum bajo la mesa y se esforzaban por encontrar un chivo expiatorio a los gravísimos errores de los cuales ellos habían sido corresponsables (es el caso de Brandler, al que se le echó todo el fardo de la derrota; Trotsky subrayó que tenía una responsabilidad inocultable, pero lo sublevaba el criterio burocrático del Ejecutivo de no hacerse cargo de ninguna responsabilidad en los hechos).

La tragedia de Levi

Nos hemos referido a Paul Levi y su papel en la forja del KPD. Nos dedicaremos ahora un poco más a la cuestión. Levi tuvo bastante conscientemente el proyecto de intentar dar continuidad a la corriente espartaquista: sobre todo a las enseñanzas y apreciaciones de Rosa Luxemburgo, sus rasgos “identitarios” propios, su preocupación por la revolución como un evento de las amplias masas. Cuando Levi quedó fuera del partido y de la Internacional, Lenin se lamentó de que “había perdido la cabeza”, pero inmediatamente agregó que al menos “tenía una cabeza que perder”, a diferencia de los “papanatas” enviados por la Internacional…

Levi era un cuadro capaz (esto más allá de que siempre había declarado que no quería dirigir, lo que no impidió que asumiera sus responsabilidades). Tuvo aportes al socialismo revolucionario: se lo considera el precursor de las políticas de frente único. Era el dirigente más capaz del partido alemán; tenía pensamiento propio (Broué en su Historia de la Revolución Alemana le hace justicia con razón, independientemente de su curso político posterior a la ruptura con el KPD). Lo anterior no evitaría que tuviera ciertas tendencias pedantes, a ejercer la verdad en abstracto: que no se esforzara por convencer.

Lenin no estuvo de acuerdo cuando Levi echó al ala ultraizquierdista que formaría el KAPD (es verdad que luego se autocriticaría ante el hecho de haber aceptado esta organización como simpatizante de la Internacional). Ejemplo de este tipo de comportamientos es que la carta abierta al KPD que emitiría en oportunidad del desastre de marzo de 1921, tuviese un carácter ultimatista. Lenin señalaría que, de contenido, tenía razón en casi todo lo señalado, pero condenó duramente su forma: se mostraba colocado, en los hechos, fuera del partido que hasta semanas antes venía dirigiendo.8

Cercano a Lenin durante la guerra mundial, estuvo en el famoso tren “precintado” que llevó a este a Rusia a comienzos de 1917. Sin embargo, nunca llegó a tener la confianza completa de los bolcheviques. Radek enfrentado en su tiempo a Rosa, siempre le puso “picante” a la relación; picante que los enviados de la III se encargaron de multiplicar.

De todos modos, dejemos anotado que el rol de Radek en Alemania debe ser estudiado porque fue, quizás, su periodo más prolífico más allá de los errores cometidos, de su inestabilidad (tuvo una posición correcta en enero de 1919, pero se embarcó con las “cuatro patas” en la acción de marzo); su orientación fue más bien de intriga hacia Levi, que de construir una dirección del partido en torno a él, a pesar de las diferencias que pudiera tener.

Levi tenía un pensamiento sugerente en muchos aspectos, aunque no exento de posibles derivas oportunistas (recordemos que termina volviendo al SPD). Su curso político es una de las tantas tragedias de la revolución alemana. Tenía extrema preocupación por no separarse del grueso de la clase obrera. Su trabajo sobre los delegados revolucionarios de Berlín, que revistaban filas en la izquierda del USPD, fue extraordinario: los gana para la fusión con el KPD, logró lo que de todos modos no hubiera podido concretarse sin la fuerza gravitatoria de la Revolución Rusa.

Concebía, al modo de Rosa, a la revolución proletaria como una obra de la mayoría, y hasta este punto se podría decir que su ángulo era correcto. Menos claro es que haya comprendido el rol del partido de vanguardia. La falsa “teoría de la ofensiva” seguramente empeoró las cosas colaborando en su incomprensión de algunas de las enseñanzas fundamentales del bolchevismo. Trotsky no alude a él en Lecciones de Octubre. Pero seguramente algunas afirmaciones podrían haber sido dirigidas a los aspectos más débiles del pensamiento del dirigente alemán.

Se le perdía, en cierto modo, el hecho que hay un punto culminante en el cual el partido, a la cabeza de las masas, “hace la revolución”, la concreta: tendía a saltearse la insurrección. No está claro que Levi comprendiera esto a cabalidad, como no llegó a comprenderlo cabalmente Rosa. En ocasión del fallido levantamiento de enero 1919 Rosa escribió: “La revolución no opera (…) en acuerdo con un plan preconcebido (…) por estrategas” (“El orden reina en Berlín”, C. Harman, cit.: 86), lo que muestra como perdía de vista el carácter necesariamente organizado de la insurrección: ¡sí debe ser un plan preparado por estrategas!

Incluso para oponerse a las teorizaciones falsas de la Internacional (como la “teoría de la ofensiva”), Levi le contraponía otra “teorización” igualmente unilateral: la de la especificidad de la revolución en occidente. Atención que marcaba aspectos agudos. Lenin y Trotsky habían señalado que en el occidente europeo sería más difícil hacerse del poder, pero que una vez ocurrido esto, sería más sencillo sostenerse en el poder (sostener una transición en sentido socialista).

Levi le daba una incorrecta vuelta de tuerca a esto: tendía a quitarle universalidad a las enseñanzas bolcheviques llevando a cabo una “teorización” de las circunstancias de la revolución alemana que le quitaban fuerza, acentuación, a los factores subjetivos: a la iniciativa del partido a la hora de la verdad. No olvidemos que, de todos modos, Lenin tendió a darle la razón tanto en la discusión de la falta de reflejos del KPD frente al golpe de Kapp, como frente a la acción de marzo.

Levi tenía una correcta preocupación por ganarse al proletariado, a las masas de la clase obrera. Sin embargo, estaba demasiado obsesionado con los elementos izquierdistas del partido (políticamente nunca hay que “obsesionarse”; una ubicación así quita flexibilidad frente al giro cambiante de las circunstancias). De todas maneras, tenía una ubicación correcta frente el hecho que estos elementos casi que pretendían llevar adelante la revolución sin la clase obrera, contra la voluntad de su inmensa mayoría. Levi insistía que debía ganárselos, que debía llevarse adelante un debate político con la base de masas socialdemócrata, que de nada servían las orientaciones ultimatistas, el “ejemplo por los hechos”, a la que acusaba de “anarquista”, “bakuninista”.

También tenía preocupación por los obreros organizados en los sindicatos, que era millones. Rechazaba, con razón, la orientación ultraizquierdista de abandonarlos formando “sindicatos rojos”: en esto como en muchas otras cosas coincidía, de hecho, con las críticas de Lenin al izquierdismo, aunque Lenin tendía a ver estos errores como enfermedad infantil y Levi los apreciara de una manera más rígida, sectaria.

De todos modos, su enfoque ese vio consagrado, como señalamos, por el logro de la fusión de la izquierda del USPD con el KPD, los delegados obreros revolucionarios de Berlín, que apreciaban enormemente a Levi, su rechazo a los elementos izquierdistas que a ellos, obreros, les resultaba ajeno a su experiencia.

La dimensión trágica de las cosas, y el problema de los procedimientos de la Internacional, queda graficado en la reflexión del historiador marxista argentino Daniel Gaido, que retoma a Broué: “Mientras que la posición sectaria adoptada por el KPD durante el putch de Kapp había sido responsabilidad exclusiva de la Zentrale, toda la dirección de la Internacional Comunista estaba comprometida con la ‘acción de marzo’, por lo que un balance serio de la misma hubiera implicado limpiar los establos de Augías de la Internacional. Esto hubiera tenido un efecto devastador sobre la reputación y autoridad de personajes como Zinoviev, Bujarin, Radek, Bela Kun y Matias Rakosi, los cuales, a su vez, tenían el apoyo de la Internacional. Lenin y Trotsky consideraron que el mal menor era rescatar la táctica del frente único (el slogan adoptado por el Tercer Congreso fue: ‘¡A las masas!’, indicando la necesidad de conquistar una mayoría de las masas trabajadoras antes de contemplar la conquista del poder político), aún a precio de sacrificar a quien la desarrolló originalmente [Levi]”. Agrega Gaido: “Es dable preguntarse si este compromiso fue una decisión acertada, dada la señal que envió a los militantes comunistas: las personas obedientes a las directivas de Moscú, aún si estas eran dañinas para los intereses de la clase obrera, fueron premiadas, mientras que los críticos fueron denostados y expulsados (…). Más aún, la nueva dirección del KPD, consolidada al precio de semejante sacrificio, probaría no estar a la altura de las circunstancias cuando la historia le ofreció una segunda oportunidad, octubre de 1923” (“Paul Levi y los orígenes del comunismo alemán”).

Levi quedará fuera del KPD y la Internacional entre mayo y junio de 1921; su intransigencia lo llevaría a rechazar el compromiso propuesto por Lenin de aguantarse seis meses fuera del partido y luego este reclamaría por su restitución. Fuera del KPD formó un grupo en el parlamento sólo para después retornar el SPD y terminar suicidándose en 1930.

La pérdida de Levi y su posterior curso político y personal, fueron otras tantas de las tragedias de la Revolución Alemana. En todo caso, lo fundamental estratégicamente es retornar sobre las lecciones de esta gran revolución histórica, revolución decisiva para todo el curso posterior del siglo pasado: ascenso simultáneo del nazismo y el stalinismo, Segunda Guerra Mundial, partición de Alemania, derrota de una de las clases obreras más importantes del mundo. Enseñanzas que nos deben ayudar en el relanzamiento de la pelea por el socialismo en el siglo XXI.

Febrero 2016

  1. A este respecto nos falta todavía llevar adelante el estudio de la monumental Historia de la III Internacional de Pierre Broué, de manera tal de tener un cuadro completo de la cuestión, entre otros textos que han abordado la historia de la misma.
  2. Rosa se metió en una acusación por “robo” de fondos partidarios de Radek que vino a complicar todas las cosas, y que nunca quedó del todo aclarada.
  3. Una errada concepción parecida les pesó a muchos viejos bolcheviques a la hora de enderezar la pelea contra el stalinismo: aquí no sólo el partido era la clase, sino al mismo Estado se lo valoraba como superpuesto a ella; esta fue la razón para la capitulación de la mayoría de los viejos bolcheviques, a diferencia de Trotsky, que supo conquistar una concepción de estas relaciones mucho más madura y flexible, sin ningún fetiche ni partidario ni estatal.
  4. Sobre el debate acerca de la relación entre Constituyente y soviets, la política traidora deKautsky de subordinarlos a la Constitución, a las instituciones de la república burguesa, su consideración de los mismos como “organismos de lucha” pero de ninguna manera como organismos de poder, estatales, no podemos referirnos en este texto lamentablemente.
  5. Liebknecht admitió durante el debate del congreso fundacional acerca de la participación en la Asamblea Constituyente que “se iba a dormir con una posición y se levantaba con otra”…
  6. No entraremos aquí en el complejo debate acerca de la táctica de gobierno obrero como eventual camino hacia una dictadura del proletariado y que tan complejo debate sucitara en el IV Congreso de la Internacional Comunista. Para un somero abordaje del tema (a ser profundizado) vernuestro texto Cuestiones de estrategia.
  7. La oportunidad fue una discusión alrededor de la conformación del Partido Comunista Italiano lo que se hizo mediante la escisión con Serrati, dirigente que según Levi “gozaba de la confianza de los núcleos más importantes de la clase obrera italiana”. Un paso discutible porque, según él, Serrati había sido ensalzado por parte de la Internacional y dicha ruptura se habría llevado adelante “mecánicamente”, sin que expresara una experiencia acumulada por los propios trabajadores (un juicio de valor que Lenin parece haber desestimado).
  8. La justificación de Levi fue que tenía que ser “duro” con el partido frente a un comportamiento “incorregible”.

III. Contrarrevolución y barbarie

La vieja guardia bolchevique en el banquillo

El enigma de la confesión

“¿De qué manera el asesinato de los ‘líderes’ dejaría el poder en manos de personas que, mediante una serie de retractaciones, habían perdido toda confianza en sí mismos, se habían degradado, pisoteado y privado de toda posibilidad de jugar un papel político importante?” (León Trotsky, “Zinoviev y Kamenev”, 31-12-1936).

Uno de los mayores interrogantes de las purgas stalinistas es la razón por la cual algunos de los más importantes ex dirigentes bolcheviques, revolucionarios que como dijera Trotsky eran personas “profunda, total y abnegadamente entregados a la causa del socialismo”, curtidas por mil batallas, llegaron a confesar terribles crímenes que jamás cometieron (pero que en las condiciones de la época la mayoría creyó).1

Enorme cantidad de obras históricas y literarias han abordado el tema, uno de los más impactantes de la contrarrevolución stalinista. Si de todas maneras estas abjuraciones subsisten como un hecho desconcertante, esto se debe a su carácter extraordinario: la reducción de la flor y nata de los dirigentes de la Revolución Rusa a semejante ignominia, la confesión de crímenes horrendos, la acusación a sus compañeros de lucha, la delación: una humillación sin igual, un descenso a los infiernos.

Un ejemplo entre tantos es el de Yuri Piatakov, antiguo dirigente de la Oposición de Izquierda, especialista en economía industrial, que capituló junto a Preobrajensky cuando el giro industrializador de Stalin. El 27 de julio de 1936 redactaba la siguiente nota: “La propuesta de expulsar a Sokolnikov como miembro candidato del CC, así como del VKP (B), por mantener vínculos estrechos con el grupo terrorista de trotskistas y zinovievistas cuenta con mi entera aprobación” (Getty y Naumov, ídem., pp. 231). Piatakov firmará esta “sentencia de muerte” de Sokolnikov (otro alto ex oposicionista) sólo quince días antes de ser expulsado él también del partido…

Cómo se puede explicar semejante grado de degradación política y moral, es lo que pretendemos abordar en este texto.

Los juicios de Moscú

Expliquemos muy suscintamente qué fueron los juicios de Moscú. Se trató de una serie de tres grandes juicios realizados en la ciudad de Moscú (con participación de la prensa nacional e internacional), en los que fueron llevados al banquillo de los acusados parte fundamental de los ex dirigentes de la época de la revolución.

El primer juicio se realizó en agosto de 1936, el segundo en enero de 1937 y el último en marzo de 1938. Durante este período se llevaron adelante otros juicios sumarísimos que no fueron públicos: el enjuiciamiento y posterior asesinato del general Tujachevsky y de parte fundamental de la plana mayor del Ejército Rojo, así como juicios de menor envergadura afectando a decenas de miles de funcionarios de jerarquía secundaria.

En los juicios de Moscú comparecieron ex dirigentes de la talla de Zinoviev, Kamenev, I. Smirnov, Piatakov, Radek, Bujarin, Rikov, Krestinsky, Christian Rakovsky, etcétera, todos ellos integrantes de algunas de las ex oposiciones (izquierda, derecha y unificada) que habían capitulado previamente, y principales dirigentes de la vieja guardia bolchevique que dirigió la revolución.

Todo ellos, con pocas y honorables excepciones, hicieron públicas confesiones monstruosas. Facilitaron la tarea del tribunal, que se basó casi exclusivamente en sus confesiones, y en las aportadas por oscuros personajes mezclados entre los inculpados para que oficiaran de acusadores de los líderes caídos en desgracia.2

Hay que subrayar, de todos modos, que hubo miembros de la vieja guardia que salvaron lo que restaba de su honor no prestándose al juego de la confesión: nos viene a la memoria el caso de Evgueni Preobrajensky, que no compareció y fue fusilado en secreto.

Fuera de la plana mayor bolchevique, los juicios sirvieron como llamado de atención en las propias filas stalinistas. Stalin no se olvidaría que en el “Congreso de los triunfadores” de 1934, se había expresado un fuerte malestar, siendo mucho más reducida su votación que la de Kirov, un representante más “moderado” del aparato que era el favorito del partido en aquellos momentos (Kirov resultó asesinado a finales de ese mismo año en un hecho oscuro que le serviría a Stalin de excusa para lanzar la ola de terror que culminaría en las Grandes Purgas).

La fiscalía del Estado fue encabezada por el ex menchevique Andrei Vyshinsky, jurista y posteriormente diplomático stalinista, que paradojas de la historia si las hay, recuperaría prestigio integrando el tribunal de Nuremberg, que juzgó a la jerarquía nazi al final de la Segunda Guerra Mundial. Un personaje siniestro que, apoyándose en las confesiones, cumpliría uno de los principales papeles en el show del terror que fueron los juicios reclamando en su alegato final del primer juicio “la pena de muerte para cada uno de estos perros que se volvieron locos”… (recordemos que estaba hablando de dos de los mayores dirigentes del partido bolchevique en su época de oro: Zinoviev y Kamenev).

Más allá de los juicios de Moscú, durante las purgas fueron asesinadas alrededor de 700.000 personas, esto sin olvidarnos de los millones que pasaron por los campos de trabajo forzados; el viejo partido revolucionario, el más importante de la historia hasta nuestros días, había muerto, otro había tomado su lugar: el partido de la burocracia.3

Un proceso de destrucción de la personalidad

Para entender cómo grandes revolucionarios pudieron llegar a semejantes extremos de ignominia, hay que partir del proceso de destrucción de su personalidad que vivieron los integrantes de la vieja guardia a partir de sus abjuraciones.

Trotsky señalaba que la comparación con los jacobinos no era pertinente: habían sido sacados directamente del campo de batalla para ser llevados al patíbulo, no sufrieron diez años de brutal desgaste como la vieja guardia: “¿Cuál era la situación de Zinoviev y Kamenev ante la GPU y el tribunal? Desde hace diez años están envueltos en una nube de calumnias (…) Durante diez años estuvieron suspendidos entre la vida y la muerte, primero en sentido político, luego en sentido moral y por fin en sentido físico. ¿Existe en la historia otros ejemplos de trabajo tan sistemático, refinado y diabólico destinado a romper la columna vertebral, los nervios y el espíritu? Tanto Zinoviev como Kamenev poseían carácter más que suficiente para las épocas tranquilas. Pero las tremendas convulsiones sociales y políticas de nuestra época exigían una firmeza fuera de lo común a estos hombres cuya capacidad los había colocado al frente de la revolución. La disparidad entre su capacidad y su voluntad tuvo consecuencias trágicas” (“Zinoviev y Kamenev”, 31-12-36).

Derrotada la Oposición Conjunta (conformada entre la Oposición de Izquierda y la liderada por Zinoviev y Kamenev), sumada a la crisis de la Oposición de Izquierda por el giro “izquierdista” de Stalin (1928), muchos oposicionistas que habían sido excluidos del partido pidieron su readmisión. La condición de la burocracia: que abjuraran públicamente de sus posiciones.

Trotsky caracterizaría a los que se arrodillaron como “muertos políticos”: la renuncia a las propias convicciones significaba abandonar la propia razón de ser en tanto militantes, un descenso en los infiernos del cual no habría retorno. De paso señalemos que el marxismo revolucionario rechaza el método burocrático de la autocrítica: rechaza exigirle a cualquier militante que renuncie a sus posiciones. Claro que se puede cambiar de opinión, cualquiera puede “autocriticarse”. Pero esto debe ocurrir libremente.

La burocracia buscaba otra cosa: quebrar la personalidad de los oposicionistas, desmoralizarlos, desacreditarlos frente al partido y la nación: “En el banquillo de los acusados se sentaban hombres rotos, aplastados, acabados. Antes de matarlos físicamente Stalin los había roto y matado moralmente”, afirma León Sedov en su Libro Rojo sobre los Juicios de Moscú).

Si habían capitulado, esto se debió a una combinación de elementos: la expulsión del partido en el que habían invertido sus mejores años, la separación de sus familias, el destierro, así como también un elemento eminentemente político: dejarse impactar (de manera impresionista) por el desarrollo de los acontecimientos, sobre todo por la marcha de la colectivización e industrialización stalinista.

Nada de esto puede servir como justificación de un curso que sólo Trotsky tuvo el honor de no seguir (lo mismo que la joven generación de la Oposición de Izquierda, de cuyas filas prácticamente no provinieron capituladores). Lo colocamos a modo de explicación de las razones que presionaron a la vieja guardia, que terminó doblegándose frente a los hechos consumados: “Ahora quiero hablar de mí mismo, de los motivos que llevaron a arrepentirme (…) Durante tres meses permanecí encerrado en mis negativas. Después inicié el camino de la confesión. ¿Por qué? El motivo estriba en que, durante mi encarcelamiento, pasé revista a todo mi pasado. En el momento en el que uno se pregunta ‘Si mueres, ¿en nombre de qué morirás?’, aparece de repente y con sorprendente claridad un abismo profundamente oscuro. No había nada por lo que mereciese la pena morir, si pretendía hacerlo sin confesar mis errores. Por el contrario, todos los hechos positivos que resplandecían en la Unión Soviética tomaban proporciones diferentes en mi conciencia. Esto fue lo que en definitiva me desarmó, lo que me obligó a doblar mis rodillas ante el Partido y ante el país” (Nicolai Bujarin, “Última declaración en los Procesos de Moscú”, marzo 1938).4

“Un crimen contra la Historia”5

Las Grandes Purgas configuran un salto cualitativo en la dinámica de la capitulación. Ya no se trataba de conservar la membrecía en el partido: se trataba de salvar la propia vida. Y si la propia vida ya estaba “jugada”, al menos se intentaría proteger a los familiares.6

De todos modos las cosas no fueron tan “simples”: los niveles de abyección a los que se llegó expresaron semejante quiebre moral, que debía haber explicaciones suplementarias.

Una primera razón tiene que ver con el “fetichismo de Estado” que muchos de los acusados terminaron profesando: la imposibilidad de pensar su existencia fuera de la URSS: “Dado su status especial, su lealtad al partido y a la revolución, y la situación política, Bujarin tenía al parecer poco donde elegir. Poco después, haciendo una evidente alusión a su situación personal, citaba las palabras de Engels acerca del dilema con que se había enfrentado Goethe: ‘existir en un ambiente que necesariamente despreciaba, y sin embargo estar encadenado a él como único en el que podía funcionar” (Stephen F. Cohen, Bujarin y la Revolución bolchevique: 504).

Eso es lo que comentó Boris Nikolaievski, archivero e historiador marxista menchevique cuñado de Rikov, que se reunió varias veces con Bujarin en París cuando su último viaje a Europa (marzo y abril de 1936). El ex jefe de la Oposición de Derecha le manifestó saber perfectamente que su vida corría peligro: “tenía la esquela de su defunción en la mente” afirmará Nikolaievski: “Pero entonces, ¿por qué se volvía? ‘¿Cómo no voy a volver? ¿Para convertirme en un exilado? No, yo no podría vivir como ustedes, como un exilado. No, pase lo que pase’” (ídem: 530).

No pensar en escapar a su “destino” sólo podía expresar un apego dramático al Estado soviético burocratizado: “Era clara su indignada hostilidad a la política brutal de Stalin: ‘se compadecía’ del asediado campesinado por ‘motivos humanitarios’ y veía los proyectos industriales excesivos, costosos, ‘como glotones monstruos que lo devoraban todo, privando a las grandes masas de artículos de consumo’. Pero, al propio tiempo, conservaba la fe en la revolución y en el partido, viéndose así vinculado, psicológica y políticamente, al sistema” (ídem: 505).

Se sacrificaría así en el altar de un aparato (el “Estado soviético”) que decía “representar” los intereses de la clase obrera pero que ya no lo hacía realmente: por el contrario, no era más que un instrumento sustituto de la misma. Se le otorgaba así lealtad a un fetiche: morir por una causa que no era la de la clase obrera sino su contrario: un aparato contrarrevolucionario que se había puesto de pie contra la ella.7

Hubo un segundo problema que incidió en las confesiones: la idea que sus comportamientos habían quedado en la “vereda de enfrente” de los desarrollos: habían cometido un “crimen contra la historia”. Se trataba de una “doble conciencia” (como ya nos hemos referido arriba): si por un lado se consideraban inocentes, por el otro se habían equivocado: eran “culpables” de haberse quedado del “lado equivocado”: “De conformidad a una fórmula sobradamente conocida, cualquier oponente a los bolcheviques [deberían decir al stalinismo, R.S] era objetivamente y por definición opositor a la revolución, al socialismo y, por extensión, al bienestar humano, al margen de cuáles fueran las intenciones subjetivas de dicha persona” (A. Getty y O. Naumov, La lógica del terror: 41).

Esto es muy claro en la tremenda carta que Bujarin le escribe a Stalin a finales de 1937: “Por Dios, no creas que te estoy reprochando nada, ni siquiera en lo más profundo de mi conciencia. No nací ayer. Soy perfectamente consciente que los grandes planes, las grandes ideas, y los grandes intereses deben anteponerse a todo lo demás y sé que sería mezquino por mi parte situar la cuestión de mi propia persona a la par de las tareas universales e históricas que reposan ante todo, sobre tus hombros. Pero es ahí donde reside mi sufrimiento más profundo y me encuentro ante la paradoja más grave y angustiosa”.

Una concepción determinista de la historia, fatal, que veía realizando sus designios cual “historia a caballo” (cómo describiría Hegel a Napoleón), y frente a la cual las personas de carne y hueso nada importaban, nada podían hacer: un curso histórico que excluía una “tercera posibilidad”, y frente a la cual sólo Trotsky tuvo el inconmensurable honor histórico de escapar: “Si la última palabra no está dicha jamás, el error no es un crimen, la disidencia no es una traición” (Bensaïd, ¿Qui est le Juge? Pour en finir avec le tribunal de l’Historie: 130).

El fetichismo de Estado y de la Historia con mayúscula, el considerarse del lado “equivocado de los desarrollos”, la falta de distancia crítica frente a los hechos consumados, fueron otros tantos factores que se mancomunaron con los muy materiales del temor a perder la vida, el quiebre físico y moral de una década de capitulaciones, la preocupación por la familia, etcétera, y que dieron lugar a las confesiones más impactantes que se hayan oído en la historia.

Y todo por qué: por la pérdida de perspectivas históricas, algo que ningún revolucionario debe tratar de permitir ocurra incluso si se está en la “medianoche del siglo” como fueron los años 30 del siglo pasado.

Julio 2016

  1. El problema de la legitimación de Stalin se demostró más complejo que pensar que simplemente fuera un autócrata odiado: el inmenso cambio vivido por la sociedad soviética durante los años 30 actuó como factor legitimador, sin perder de vista de todos modos la lógica atomizadora del dominio burocrático.
  2. Recordemos que el método de la confesión (autoinculpación obtenida por la fuerza), es un principio que viene de la Edad Media y que la justicia burguesa ha dejado de lado.
  3. Por lo demás, la clase obrera había resultado desplazada del poder: completamente atomizada, había quedado lo más alejado que se pueda concebir de una verdadera dictadura proletaria, que no es otra cosa, como señalara Marx, que los trabajadores organizados como clase dominante; si bien la propiedad seguiría estatizada, el Estado se transformaría en burocrático.
  4. Hay que señalar, de todas maneras, que Bujarin emitió declaraciones contradictorias caracterizadas por él mismo como un “extraño desdoblamiento de la conciencia”. Públicamente se reconocerá “culpable”. Pero en su última carta a Stalin (10/12/37, volveremos sobre ella más abajo), y sobre todo en su “Carta a las futuras generaciones del partido” (¡que hizo aprender de memoria a su joven esposa para que no pudiera ser destruida!), se declarará inocente. Como afirma Henrique Carneiro, marxista brasilero, fue quizás uno de los intelectuales marxistas que sufrió unos de los mayores dramas existenciales del siglo pasado.
  5. Se trata de una aguda definición tomada de Daniel Bensaïd, que permite entender lo que de más profundo había en las confesiones (una definición, en realidad, tomada de El cero y el infinito de Arthur Koestler, cuya temática está dedicada a las Grandes Purgas y se inspiraba casi seguramente en Bujarin).
  6. Es conocido que Bujarin logró pasar un acuerdo para que su joven compañera no fuera asesinada (¡aunque pasó en el Gulag por casi 20 años!), así como para evitar que sus últimas obras fueran destruidas.
  7. Algo que sólo Trotsky llegaría a comprender, sacando todas las conclusiones del caso; Bujarin le haría una suerte de “homenaje” en una de sus últimas confesiones cuando declararía que “había que ser Trotsky” para no capitular…

Auschwitz y el nazismo

La noche del siglo XX y la llama de la rebeldía

“–¿Adónde van? –pregunté a un grupo de afganos y paquistaníes que subían a un ómnibus.

 –A un campo– respondió una jovencita con una sonrisa que le iluminaba la cara. Suzanne sostenía en la mano el certificado de registro, sésamo raro que le abrirá las puertas a la futura solicitud de asilo. Al extranjero desprevenido, en pleno corazón de Munich, ese ‘voy a un campo’ consigue, por el contrario, helarle la sangre” (Luisa Corradini, La Nación, 5-9-15).

“Mala [joven polaca que intentó evadirse de Auschwitz-Birkenau para contarle al mundo lo que ocurría allí] había decidido morir su propia muerte. Mientras esperaba en una celda a ser interrogada, una compañera pudo acercársele y le preguntó ‘¿Qué tal estás, Mala?’ Respondió: ‘Yo estoy siempre bien’. Había logrado hacerse con una hoja de afeitar. Al pie de la horca, se cortó una arteria de la muñeca. El SS que hacía de verdugo trató de quitarle la cuchilla, y Mala, ante todas las mujeres del campo, le golpeó la cara con la mano ensangrentada. Inmediatamente acudieron otros militares, enfurecidos: ¡una prisionera, una judía, una mujer, se había atrevido a desafiarlos!” (Primo Levi, Los hundidos y los salvados).

En medio de la crisis de los refugiados que conmueve Europa (una población sobrante que la mundialización capitalista deja afuera de toda perspectiva), acabamos de terminar la lectura de una obra del historiador italiano Enzo Traverso titulada La historia desgarrada. En ella se repasa el debate intelectual generado en la segunda posguerra acerca de los campos de exterminio del nazismo.

Nuestra idea es tomar el texto como disparador para llevar adelante una somera reflexión crítica acerca de lo que podríamos llamar “la condición humana” luego de Auschwitz; dicho de otro modo, indagar la expresión más extrema de la contrarrevolución en el siglo pasado.

Experiencia que quedó marcada a fuego en la conciencia de vastas porciones de la población europea y que se está expresando ahora bajo la forma de una extraordinaria sensibilidad democrática en aquellos que se solidarizan con los inmigrantes ilegales (sobre todo en Alemania), y que cuestionan la reaccionaria idea de una “Europa fortaleza” cerrada a la población foránea (sobre todo la de origen musulmán).

Un proceso de deshumanización

El texto de Traverso tiene varias ideas alrededor de las cuales se organiza; la primera tiene que ver con lo que podría llamarse “la condición humana en el siglo XX”. Es decir: hasta qué punto ese estatuto fue cuestionado por la terrible experiencia de los campos de exterminio; una circunstancia de desgarro de la historia como agudamente se caracteriza desde el título de la obra.

Traverso hace un recorrido por varios autores que vivieron esta experiencia: Primo Levy, Jean Amery y Paul Celan, que pasaron por los campos de concentración y sobrevivieron a ellos. También recorre las obras de Hannah Arendt, Günther Anders, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, que dedicaron reflexiones a dicha experiencia.

Lo primero a destacar es, entonces, el proceso de deshumanización que se vivió en los campos de exterminio.1 Lo que se experimentó en ellos fue un verdadero “infierno de este mundo”. Un límite extremo de la experiencia humana (Levi): el pelo rapado, la quita de todas las pertenencias, los suecos de madera que apenas permitían caminar, el tatuaje de un número en el brazo de cada internado. Estos son algunos de los rasgos de este proceso de quita de atributos como persona: “sabemos por la cruel realidad de los últimos años que una persona desnuda pierde inmediatamente la fuerza para resistir, para luchar contra su destino” (Un escritor en guerra. Vasili Grossman en el Ejército Rojo 1941-1945, compilado por Anthony Beevor, Barcelona, Crítica, 2010: 360). Arendt anotaba –destaca Traverso– este proceso por el cual las personas eran asesinadas como animales (peor aún: porque hasta en la matanza de animales debe haber elementos de humanidad). Graficaba así lo que estaba en juego en los campos de exterminio: “En 1946 hablaba de las ‘fábricas de la muerte (death factories)’ nazis, donde se mataba ‘como se mata ganado’ a seres humanos reducidos a una ‘igualdad monstruosa’, sin fraternidad ni humanidad, y en las que se ‘reflejaba la imagen del infierno” (El final de la modernidad judía, Buenos Aires, FCE, 2014: 128).

Una “igualdad monstruosa” porque expresaba la reducción de las personas a un “mínimo común denominador”: como bestias camino al matadero (no era casual que los trenes de transporte de deportados fueran, mayormente, trenes de acarreo de ganado).

Es sabido que el capitalismo llegó “chorreando sangre y lodo por todos sus poros” (Marx). Sin embargo, Auschwitz significó un evento cualitativo: la masacre industrializada de toda una población: la muerte de millones en un espacio temporal increíblemente reducido, cuyo apogeo no duró más de dos años, 1942-1944.

De cualquier manera, no nos interesa aquí dar descripciones empíricas del fenómeno, sino “atrapar” lo que de más irreductible tuvo: el intento de reducir a los seres humanos a la condición de bestias (una suerte de “subhumanos”): “(…) se expoliaba a los hombres su humanidad hasta el punto de vaciar de sentido la noción misma de solidaridad; se volvían incapaces de reconocerse como víctimas ante sus perseguidores. En el universo concentracionario, la dignidad humana había sido aniquilada (…) la conciencia, la capacidad de pensar y juzgar han sido destruidas” (Arendt, citada por Traverso en La historia desgarrada: 94).

Levi, Amery y Celan vivieron en carne propia la experiencia de los campos de la muerte y trataron de “exorcizarla” escribiendo acerca ella (lamentablemente, los tres terminaron suicidándose). Una cuestión llama la atención: hablan de Auschwitz como de un acontecimiento “incomprensible”: algo sobre lo que cuesta desentrañar su verdad, su racionalidad: “un agujero negro de la historia”, como lo definió el primero.2

El objetivo del nazismo fue establecer un “enemigo común” alrededor del cual unir –por encima de las clases sociales– a todo el “pueblo alemán”. La clase obrera alemana sufrió una derrota histórica con el ascenso de Hitler al poder. Abraham León (joven militante trotskista de origen judío asesinado por los nazis en Auschwitz a finales de 1944), señaló tempranamente este sentido de clase de la persecución del pueblo judío: generar una idea de unidad nacional contra un “enemigo externo” que diluyera el conflicto de clases.

Las “fábricas de la muerte” significaron una experiencia tan radical en materia de ruptura de los lazos humanos que costó explicarla en términos de “racionalidad”: “Ningún hombre normal podrá jamás identificarse con Hitler, Himmler, Goebbels, Eichmann e infinitos otros. Esto nos desorienta y a la vez nos consuela: porque quizás sea deseable que sus palabras (y también, por desgracia, sus obras) no lleguen nunca a resultarnos comprensibles. Son palabras y actos no humanos” (Primo Levi, Si esto es un hombre, apéndice de 1976).

En el mismo sentido iba la reflexión de Günther Anders de que los campos deshumanizaban no sólo a las víctimas sino también (¡y primariamente!) a los victimarios. De ahí que apareciera la figura del “funcionario”, el “burócrata de la muerte”, como alguien perfectamente “normal” que organiza asesinatos en masa como cualquier otra tarea. Alguien “sin alma”, formal: un burócrata en el sentido pleno de la palabra.

Walter Sier, antiguo jefe de la oficina 33 de la Reichsbahn (ferrocarril alemán) bajo el nazismo (¡y también después, en la República Federal!) respondía de la siguiente manera ante la pregunta de Claude Lanzmann, director de la película Shoa: “No puse jamás los pies en Treblinka. Me quedé en Cracovia, en Varsovia, pegado a mi escritorio. –Usted era un… –Yo era un burócrata” (Shoah, París, Fayard, 1985: 169).3

Diálogo revelador. Sier da una de las definiciones más universales del burócrata: aquel que despacha asuntos (¡eventualmente tremendos!) sin pisar nunca el “barro”: el terreno real donde esos asuntos se sustancian.

La doble vía de la técnica

Un tópico que recorre esta obra de Traverso es el abordaje de las potencialidades de la técnica. Criticando la visión ingenua del marxismo de la Segunda y Tercera Internacionales (bajo Stalin), se rechaza la idea de que la técnica pudiera ser “neutral”: garantía por sí misma de progreso.

Traverso insiste en que el nazismo fue el producto de una original combinación entre sus inclinaciones socio-políticas contrarrevolucionarias aunadas a la técnica más moderna.

El debate alude a los problemas que engendró el desarrollo técnico en las condiciones de relaciones de producción capitalistas (y/o burocratizadas). Comenta para ello la obra de Günther Anders, que colocaba a la técnica como la causante de los problemas: el peligro de autodestrucción de la humanidad (cuyo máximo exponente ve en Hiroshima).

Traverso ubica la filiación del debate contemporáneo sobre la técnica en Heidegger (un filósofo de conocidas inclinaciones por el nazismo). Su abordaje reaccionario, objetivista y anti-humanista ponía a la técnica por encima del hombre: “(…) en la modernidad, el hombre ya no es sujeto sino simple ‘funcionario’ de la técnica” (Traverso acerca de Heidegger en La historia desgarrada: 120).

El historiador italiano recuerda que Albert Speer, eficiente ministro de Armamento de Hitler, fue uno de los máximos exponentes de esta concepción instrumental de la técnica: “El peligro es que el automatismo del progreso lleve la despersonalización del hombre más lejos, desinteresado más y más por su propia responsabilidad. Impactado por las posibilidades de la tecnología, dediqué años cruciales de mi vida a servirla. Pero al final mis sentimientos sobre esta son escépticos” (A. Speer, Inside the Third Reich, Londres, Sphere Books, 1971: 698).

También subraya cómo toda una generación de pensadores de la escuela de Frankfurt se formaron con Heidegger: entre ellos Herbert Marcuse y Günther Anders (este último por un tiempo esposo de Hanna Arendt, que también se formó con Heidegger). Anders fue un filósofo y reconocido activista contra las armas nucleares en la segunda guerra. De filiación marxista, rompió con Heidegger sin dejar de compartir muchas de sus preocupaciones. Eso sí: Heidegger era un reaccionario que postulaba como “inevitable” esa subordinación humana a la técnica; Anders rechazaba la técnica “in toto” en una suerte de inversión completa de postulados, y se caracterizaba por un humanismo radical: criticaba a Heidegger por su “filosofía de la vida hostil a la vida” (recordemos que este último señalaba que el principio ontológico fundamental del hombre era “el ser para la muerte”).4

La principal obra de Anders, La obsolescencia del hombre, trata de los problemas creados por la dominación de la técnica; una reflexión acerca de Auschwitz e Hiroshima como producto de este desarrollo técnico y las posibilidades de destrucción de la humanidad contenido en él.

Señala Traverso (parafraseando a Anders): “La primera revolución industrial engendró las máquinas como medios de producción; la segunda, cuya consecuencia fue la extensión de la producción mercantil al conjunto de la sociedad (todas las necesidades quedan satisfechas por mercancías), desencadenó la colonización de la humanidad por la técnica; la tercera dejó obsoleto al hombre y preparó su sustitución por la técnica. Convertida de este modo en ‘sujeto de la historia’, la técnica conquistadora amenaza con destruir toda la humanidad. La transformación de la técnica en sujeto de la historia también implica inevitablemente el final de la historia (Endzeit), pues no puede haber historia cuando los hombres ya no son los actores. Para Anders, el siglo XX se sitúa, pues, bajo el signo de la catástrofe” (La historia desgarrada: 119).

Apresurémonos a señalar que la idea de que no puede haber historia cuando los hombres no son su sujeto es aguda porque, efectivamente, la historia es por su contenido el evento de la humanidad llevando adelante su propia obra, su propio desarrollo.

El abordaje de Anders tenía el valor de subrayar los posibles efectos de la técnica. Sin embargo, tenía el problema de colocarla como “el sujeto de la historia” considerándola, además, irremediablemente negativa. Traverso critica el carácter unilateral de este abordaje: perdía de vista que no es la técnica la que produce estos daños, sino el contexto de relaciones sociales en la que está inserta.

A diferencia de lo que opinaba Anders, la transformación de la técnica en fuerza destructiva no es la única vía posible: “La visión heideggeriana de la técnica, ontologizada como verdadera condición humana en el mundo moderno, encuentra su equivalente en una obra como La obsolescencia del hombre, donde es sistemática y exclusivamente percibida como una fuente de alienación y, a diferencia de Benjamin y Fourier, nunca como una posible ‘clave para la felicidad’ de la humanidad” (ídem: 121).

Y agregaba Traverso: “Si la técnica ha sustituido a los hombres en el papel de sujeto de la historia, sería vano buscar una responsabilidad humana para las guerras, crímenes y violencias del siglo. Así, Auschwitz e Hiroshima serían consecuencia de la técnica, no de elecciones y actos humanos. La humanidad quedaría arrinconada en una condición de subalterna ontológica donde las nociones de responsabilidad y culpabilidad ya no tendrían sentido” (ídem: 127).

“Aquí no hay porqués”

Traverso apela a Weber y Kafka para tratar la burocracia contemporánea. Habla de afinidades en el análisis de ambos autores. La idea de una racionalidad instrumental, ajena a los intereses humanos, es común a ambos, lo mismo que un abordaje extremadamente escéptico de los asuntos: “Weber no veía ninguna alternativa posible a esta civilización del cálculo, la administración, la frialdad técnica, y la muerte del espíritu. El socialismo le parecía la amenaza de una dominación burocrática aún peor que la del capitalismo liberal” (La historia desgarrada: 53).

Lo más interesante es la reflexión acerca de Kafka. Traverso destaca que este mostraba de manera expresiva este proceso de “burocratización de la vida” y de reducción del hombre a simple engranaje que se manifestaba como una de las tendencias del sistema capitalista a comienzos del siglo pasado y que tenía elementos anticipatorios a lo que se vendría con el nazismo: “Lo que se sitúa en el centro de sus escritos es la eliminación del hombre en un mundo transformado en un universo opresor e incomprensible. La racionalización y la dominación burocráticas descritas por Weber adquieren en Kafka la forma de un caos indescifrable donde la ley se ha perdido o, peor aún, se ha transmutado en el código secreto de un orden infernal (…) Para Kafka, como para Max Weber, el poder es una suerte de ‘jaula de hierro’ que aprisiona a los individuos” (ídem: 57).

Dos aspectos se ponen sobre la mesa: las consecuencias en la sociedad de este proceso de racionalización y burocratización de la vida y, al mismo tiempo, el análisis de los funcionarios: Traverso destaca que Kafka tenía una aguda percepción a este respecto dado que trabajaba en una importante empresa de seguros.

Traverso también trabaja con el concepto de burócrata en Arendt. Tiene páginas brillantes al analizar “la banalidad del mal”, un concepto que creó a partir de su participación en el juicio a Adolf Eichmann en 1961.5 Se trata de un estudio acerca de la personalidad de los burócratas encargados de administrar el genocidio y su descubrimiento de que realizaban su trabajo de manera rutinaria, como cualquier otro.

El mismo fenómeno representaba Kafka en un personaje de El proceso (Joseph K): “Mi oficio es zurrar, por eso zurro”. Traverso señala que Günther Anders vio en esta figura del matón el prototipo de los empleados de la SS de los campos de exterminio nazis, al tiempo que recuerda (también en Kafka) a los burócratas como personas “de cortos alcances”, “especialmente partidarios del aparato”.

Nuevamente hay dos aspectos que se destacan: uno, la naturaleza “amoral” de los encargados administrativos del genocidio (concepto anticipatorio que se encuentra en Kafka). Y segundo, su falta de responsabilidad (irresponsabilidad) sobre las consecuencias de su trabajo (Arendt).

Arendt era aguda cuando retrataba a la burocracia encargada del genocidio judío como un personal sin “alma”, que encara este “trabajo” como cualquier otro, que casi no pone “los pies en el barro” de los campos y que no asume responsabilidad alguna por lo que está haciendo: sólo recibe órdenes y las ejecuta, no tiene ningún conflicto moral.

De ahí que hablara de Eichmann como de una persona “normal”, que no se caracterizaba por ningún rasgo sobresaliente, salvo su mediocridad e “irresponsabilidad” sobre las consecuencias de sus actos.

Marcaba así una “tipología ideal” del burócrata del siglo XX: ser simple engranaje de una máquina al que no le interesan los fines de su acción: sólo llevarla a cabo de manera eficiente (una racionalidad de medios y no de fines, según Weber).

De esta comprobación Arendt desprendía la idea de que el mal “no podía ser radical”: no tiene “profundidad”: es banal. Y que sólo es profundo el bien, la verdad. Una reflexión que hace parte del pensamiento marxista: sólo la verdad puede ser radical, revolucionaria.

De forma concomitante podemos abordar la respuesta que un SS le daba a Primo Levi: “Aquí no hay porqués”. Era la expresión de esa forma “muda” de comportarse de la burocracia genocida: su arbitrariedad carente de toda razón, inhumana.

¿Barbarie sin socialismo?

Un aspecto particularmente equivocado del abordaje de Traverso es cómo muestra a nuestra época unilateralmente dominada por la barbarie: “La alternativa planteada por los espartaquistas alemanes cuando el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial, socialismo o barbarie, debe ser radicalmente reformulada hoy (…) el siglo XX ha probado que la barbarie no es una amenaza para el futuro: es la característica dominante de nuestro tiempo” (E. Traverso, Understanding the Nazi Genocide. Marxism after Auschwitz, Londres, Pluto Press, 1999: 106). Pierde de vista, así, las enormes experiencias emancipatorias que también jalonaron el siglo pasado y que, seguramente, volverán a hacer irrupción en el futuro.

Desde ya que estas experiencias no deben utilizarse para diluir la profundidad de la barbarie vivida con las dos guerras mundiales, los campos de exterminio y, también, el trabajo forzado en el Gulag de la ex URSS: una barbarie sin antecedentes históricos. Sin embargo, esta mirada unilateral es una concesión gratuita a la idea actualmente dominante que evalúa el siglo pasado como una era de “puras violencias”, un emprendimiento cuyo fin no es otro que exaltar la democracia capitalista actual.

Aunque Traverso es consciente de lo que estamos hablando, de todas maneras tiende a perder de vista la tensión dialéctica que caracteriza la contemporaneidad, y que fuera clásicamente definida por Lenin como una época de crisis, guerras y revoluciones, agregándole también las contrarrevoluciones.

Aunque más “descriptiva”, la definición leninista tiene la ventaja de mostrar en su conjunto la dialéctica histórica que preside nuestro tiempo: no sólo las expresiones de barbarie, también sus potencialidades emancipatorias.

Unilateralizada la última centuria sólo para el lado de la barbarie, se soslayan los “contrapuntos liberadores” que también existieron, que fueron enormes experiencias estratégicas que dejaron inmensas enseñanzas para los explotados y oprimidos. Incluso circunstancias tremendas como la de los campos de exterminio, deben ser colocadas entre los aprendizajes y la conciencia crítica de la humanidad.

De ahí que la alternativa histórico-general permanezca siendo el socialismo o la barbarie y no sólo la “barbarie o la barbarie” como se desprende de textos como La historia desgarrada.

Esto no impide que Traverso critique correctamente el unilateral abordaje de Günther Anders acerca de nuestra época. Lo describe como un “filósofo de la desesperación” por oposición a Ernst Bloch y su “principio esperanza”, aunque señalando al mismo tiempo, que esta oposición no era completamente irreductible: si Anders criticaba a Bloch por “ingenuo”, de todas maneras dejaba una hendija abierta a la emancipación.

A Anders le preocupaba la condición humana luego de Auschwitz e Hiroshima, y mucho de lo que dice acerca de ella es agudo. La parábola que describe es unilateral. Traverso le marca bien que la técnica no opera por sí sola. Pero de todos modos su metáfora acerca de la “obsolescencia del hombre” da en el clavo como denuncia del proceso de deshumanización vivido en el siglo XX y cuyas versiones más extremas simbolizaron, efectivamente, Auschwitz e Hiroshima (y, a otro nivel, el Gulag del stalinismo).

Como digresión, señalemos que Primo Levi se encargó de marcar la diferencia entre los Lager (campos de exterminio nazi) y el Gulag (campos de trabajos forzados bajo Stalin), en el sentido que el objetivo específico de estos últimos no era directamente matar a los detenidos, sino hacerlos trabajar eventualmente a costa de su vida.

La historia desgarrada tiene otro abordaje unilateral: la problemática de la “psicología de masas”. Traverso es consciente que, en todo caso, el siglo veinte expresó experiencias opuestas respecto de los explotados y oprimidos: no es igual la masa atomizada dominada por un régimen totalitario, que las masas insurrectas puestas en pie en la revolución.

Aunque en otras obras suyas este contrapunto esté establecido con claridad, no es el caso de La historia desgarrada. De Arendt a Horkheimer lo que se subraya es una “psicología de masas” dominada por la atomización, “por la disolución de la individualidad en la masa anónima” (que hizo de base social al nazismo): la “psicología colectiva” es vista como una regresión a un estadio primitivo anterior a la formación de la psicología individual (Freud).

Es necesaria una visión más equilibrada del asunto. Entre otras cosas, porque internacionalmente domina hoy el abordaje liberal del asunto, siempre presto a definir a las masas como una “totalidad reaccionaria”: una reflexión que abreva en el escepticismo de un Weber, el elitismo de un Adorno y el “individualismo” de una Arendt, que desconfía de las potencialidades de autodeterminación de las masas.

Adorno se apoyaba en Freud para dar la idea de que las masas o, mejor dicho, “el individuo disuelto en las masas”, se caracterizaría por esa “falta de inhibiciones” que es subproducto de la ausencia de cultura. Sería un receptor pasivo, un reproductor de comportamientos “bárbaros de masas”: de ahí a la supuesta “culpabilidad colectiva” del pueblo alemán por el nazismo hay un solo paso.

Parece evidente el carácter unilateral e injusto de este abordaje: pierde de vista que no todos los alemanes eran iguales. El ascenso al poder de Hitler fue el instrumento de la burguesía alemana so pretexto de frenar la “marea comunista” que venía de Rusia. La intencionalidad de este abordaje fue hacer de él un instrumento útil a los intereses del imperialismo de dominar a las masas explotadas alemanas; también se valió del mismo la burocracia de la ex RDA: vaya “dictadura del proletariado” con los trabajadores supuestamente la “clase dominante” del país, culpabilizados por el nazismo.

Este “psicologismo” es peligroso y de baja calidad: una transposición de los planos de la realidad social que no es admisible. Un problema que se observa en La historia desgarrada es que no establece un claro contrapunto respecto de las extraordinarias experiencias de autodeterminación de la clase trabajadora, que el siglo pasado también arrojó: las mujeres en armas en la Revolución Española, los soviets de obreros y soldados en la Revolución Rusa, las milicias populares de resistencia al nazismo en la Europa ocupada, los obreros de Amsterdam que en 1941 se declararon en huelga contra las deportaciones de judíos (un acto heroico y solidario que Traverso destaca en su obra). En fin: el ingreso de las grandes masas en la liza de la historia, manifestación de las enormes reservas de autoemancipación que anidan en los explotados y oprimidos (y que cualquiera puede observar, por ejemplo, en fotografías como las de Robert Capa y otros grandes fotógrafos de la época).6

En todo caso, el siglo pasado mostró dos “psicologías de masas” y no sólo una, ambas subproducto de los desarrollos de la lucha de clases y no algo “innato” a ellas: masas explotadas sometidas a la atomización del totalitarismo; al aplastamiento de la personalidad humana. Pero también, masas obreras y populares que en el proceso de la revolución social, dan saltos cualitativos en materia de su despertar a la vida política (¡y a la vida en general!)

Se trata de experiencias opuestas que deben ser analizadas bajo la divisa marxista que la emancipación de los trabajadores no puede resolverse de manera separada por cada uno de ellos. Pero que, al mismo tiempo, dicha emancipación es inversa a la reducción de la individualidad a mero instrumento de una lucha anónima.

La revolución es la plataforma para llevar las potencialidades que anidan en los seres humanos a niveles inimaginables bajo el capitalismo: “El hombre tratará de ser dueño de sus propios sentimientos, de elevar sus instintos a la altura de lo consciente y hacerlos transparentes, de dominar con su voluntad las tinieblas de lo inconsciente: así se elevará a un nivel superior y creará un tipo biológico y social más perfecto o, si se quiere, un superhombre” (L. Trotsky, Literatura y Revolución, Buenos Aires, Antídoto, 2004: 164).

Es evidente que Trotsky está parafraseando aquí a Nietzsche aunque su perspectiva, sabemos, era opuesta al filósofo alemán: plena realización humana vs. individualismo (que es algo muy distinto).

Por otra parte, si hubiera tenido oportunidad de ver la experiencia de los campos de exterminio (el carácter de “Señores” con que se manejaban las SS y el personal alemán en relación a los esclavos judíos, gitanos y eslavos, como retrata Primo Levi), hubiera buscado seguramente otra palabra para dar cuenta que la naturaleza humana se modifica y progresa en la medida que la sociedad se emancipa. Otra palabra decimos, porque comprensiblemente Primo Levi rechazaba con disgusto la misma en Los hundidos y los salvados, señalando que le repugnaba la idea misma de la existencia de “superhombres”: lo deseable son, más simplemente, seres verdaderamente humanos afirmaba.

En definitiva y como quería Marx, la emancipación de cada uno será la medida de la emancipación de todos; una definición que ha cobrado fuerza inusitada a partir de la experiencia de la burocratización de las revoluciones en el siglo pasado y la instrumentalización de las personas que se vivió allí. (Ver la instrumentalización stalinista de la personalidad que se reflejaba en los casos del llamado “heroísmo burocratizado”, donde en el contexto de una disciplina ciega, se llevaban adelante actos pretendida o realmente revolucionarios, por ejemplo, en la lucha contra el nazismo).

Una sacudida de dimensión cósmica

Al precio de ser injustos con Traverso, uno extraña en La historia desgarrada aquellas experiencias de dignidad humana que enfrentaron la barbarie del nazismo. Traverso ha reflexionado sobre ellas en otros textos. En el caso del levantamiento del gueto de Varsovia: “Fue una pelea para afirmar la dignidad judía, o más simplemente la dignidad humana frente al exterminio” (Understanding…: 79).

O la cita del acápite de la joven polaca Mala Zimetbaum, que junto con un compañero intentó escaparse de Auschwitz para contarle al mundo los horrores que estaban ocurriendo ahí (¡y que nadie, a comenzar por los Aliados, quería oír!)

El ejemplo de Mala, como tantos otros, es una muestra de cómo incluso en las peores condiciones, la condición humana se hace valer en la resistencia a la opresión, algo que Traverso no alcanza a destacar en este texto, lo que le da un tono lúgubre al conjunto.

Ya hemos señalado que la definición del siglo pasado como dominado sólo por la barbarie le impide observar el otro polo dialéctico de su desarrollo: la revolución social, la derrota del nazismo en la segunda guerra, la extensión más o menos “universal” de los derechos democráticos.

Se trata de una conclusión que unilateraliza los desarrollos para el lado opuesto a las lecturas ingenuas que muy bien critica. Traverso tiene una lectura profunda del siglo XX, de gran sentido histórico. De ahí que, sutilmente, contraponga a la “filosofía de la desesperación” de Anders el “principio esperanza” de Bloch como ya hemos visto, dejando abierto el curso histórico.

Anders hablaba que en el siglo XX se vivía una suerte de “inversión del principio utópico”: esto en el sentido que la imaginación había quedado por detrás de las “catastróficas” obras de los hombres: de tan bárbaras, no había fantasía que las pudiera concebir.

Pero este abordaje era equivocado porque perdía de vista el sustrato material de toda verdadera utopía: mientras haya injusticia, mientras esté presente el acicate material de la opresión y la explotación, habrá resistencia, lucha, la aspiración a un mundo mejor, deseo que habitaba en muchos de los detenidos de los campos de exterminio: “Finalmente, quizás haya desempeñado un papel también la voluntad, que conservé tenazmente, de reconocer siempre, aun en los días más negros, tanto en mis camaradas como en mí mismo, a hombres y no cosas, sustrayéndome de esta manera a aquella la total humillación y desmoralización que condujo a muchos al naufragio espiritual” (Primo Levi, cit.).

Al mismo tiempo está, efectivamente, el problema de dónde colocar, en el curso histórico, experiencias tremendas como la de Auschwitz. Hemos señalado que los campos de exterminio dan la idea más concreta que se pueda tener de la “experiencia del infierno”: una experiencia terrenal de la misma, por así decirlo.

Traverso cita a Paul Celan, uno de los poetas más grandes de la segunda mitad del siglo pasado, que dedicó su obra (¡y su vida!) a “representar” la experiencia del genocidio. Lo extraordinario de la misma es que logra expresar cosas monstruosas de una manera extremadamente bella; un logro increíble en materia artística: “El genocidio aniquiló al judaísmo de Europa oriental, con su historia y su civilización, con su ‘cadena de generaciones’, cuyos representantes aparecen en Celan flotando por los aires cual fantasmas chagallianos: ‘Lo que era mundo, sigue siendo mundo: el Este / errante, quienes / flotan, los / Hombres y Judíos, / el pueblo de la nube, magnética” (“De umbral en umbral”, poema de Celan citado por Traverso en La historia desgarrada: 166).

Tomando otro ángulo, hay que señalar que en el siglo más revolucionario de la humanidad, donde revolución y contrarrevolución se sucedieron la una a la otra (Trotsky había anotado que esto era inevitable: hace a la dialéctica del proceso histórico, a su lógica de “acción y reacción”), los campos de extermino fueron la representación de las tendencias más bárbaras que anidan en el seno del capitalismo: la cara más negra de la contrarrevolución.7

Sin entender la revolución sería imposible entender la reacción que significa la contrarrevolución: los extremos a los que puede llegar. Y este “olvido” de la revolución tiene consecuencias graves porque dificulta la comprensión del otro polo dialéctico: la contrarrevolución, que en el siglo pasado llegó a sus máximos extremos colocada como estuvo la burguesía frente a la concreta eventualidad de perder el poder y sus privilegios.

Una barbarie capitalista que se renueva en este siglo XXI generando una “población sobrante” (como se caracterizaba a la población judía a comienzos del siglo pasado) 8; una población oprimida que golpea las puertas de Europa exigiendo libre circulación (¡como es libre la circulación de capitales!), y cuya solución de fondo, la solución a este drama y tantos otros del capitalismo hoy, es el relanzamiento de la lucha por el socialismo: “El alba del Otro, la sublevación de los humildes, la exaltación del hombre –una sacudida de dimensión cósmica–” (Celan, “La poesía de Ossip Mandelstam”, citado en La historia desgarrada: 178).

Septiembre 2015

 

  1. Traverso diferencia entre campos de concentración (a priori determinados no directamente a matar a sus ocupantes sino a esclavizarlos) y de exterminio (cuyo objetivo principal era el asesinato en masa); a los efectos de este texto nos referiremos a ellos como análogos.
  2. Traverso señala que Paul Celan se erigió contra la tesis de la presunta “incomunicabilidad” o “indecibilidad” de la aniquilación: con su poesía trató de darle voz a esa experiencia.
  3. Se puede ver la conversación completa con Lanzmann en internet.
  4. En otros trabajos hemos criticado su antihumanismo radical opuesto al humanismo que recorre la obra de Marx: “ser radical es tomar las cosas por su raíz. Y en el hombre la raíz es el hombre mismo”. La idea heideggeriana del “ser para la muerte” significa la negación completa de las potencialidades transformadoras del hombre: si todo se reduce a la muerte: ¿para qué pelear por modificar las condiciones de existencia de la humanidad?
  5. Arendt rechazó que fuera juzgado en Israel. Lo más correcto, afirmaba, era que lo hubiera juzgado un tribunal internacional dada la naturaleza de crimen contra la humanidad de los actos que perpetró. Su obra sobre el juicio, Eichman en Jerusalén, fue condenada por representantes del sionismo no solamente por el concepto de “banalidad del mal”, sino por haber levantado la voz contra las autoridades judías de los guetos y países de Europa oriental que cooperaron con la deportación de su propia población, un hecho que el sionismo siempre intentó barrer bajo la alfombra.
  6. Están de moda las exposiciones fotográficas en todo el mundo, las que han dejado un registro gráfico extraordinario no sólo de la barbarie del siglo pasado, sino de las manifestaciones de emancipación de los explotados.
  7. Anders y otros autores destacaban agudamente que dada la continuidad del capitalismo, estas tendencias bárbaras podrían volver a emerger en la medida que el sistema se vea nuevamente cuestionado por una renovada ola de revoluciones sociales.
  8. Abraham León se refería con esta misma categoría a la población judía de comienzos del siglo veinte: “El capitalismo ha planteado el problema judío, es decir, ha destruido las bases sociales sobre las cuales el judaísmo se mantuvo secularmente. Pero no ha podido resolverlo, pues no logró absorber al judío liberado de su corteza social. La decadencia del capitalismo ha dejado al judío suspendido entre el cielo y la tierra. El mercader judío precapitalista ha desaparecido en gran parte, pero su hijo no ha encontrado ubicación en el engranaje de la producción moderna. La base social del judaísmo ha naufragado; el judaísmo ha venido a ser, en gran parte, un elemento desclasado. El capitalismo no ha condenado solo la función social de los judíos, también ha condenado a los propios judíos”. Anticipatorias palabras que no solamente del destino de los 6 millones asesinados en las cámaras de gas (y el destino del propio León, muerto en Auschwitz en 1944), sino que prefiguran también la circunstancia de esas “poblaciones sobrantes” generadas por la mundialización capitalista y que se expresa no sólo en los inmigrantes, sino en el pueblo paria palestino condenado a vivir en “bantustanes” y campos de refugiados por el Estado de Israel.

El bombardeo a Hiroshima y Nagasaki

El umbral de la destrucción de la humanidad

“En el desarrollo de las fuerzas productivas se llega a una fase en la que surgen fuerzas productivas y medios de intercambio que, bajo las condiciones existentes, sólo pueden ser fuente de males, que no son ya tales fuerzas productivas sino más bien fuerzas destructivas (máquinas y dinero)” (K. Marx y F. Engels, La ideología alemana)

El 6 de agosto de 1945 la aviación yanqui bombardeó la ciudad de Hiroshima, Japón, en lo que configuró el primer ataque nuclear de la historia. Tres días después se repetía el evento con una bomba de aún mayor potencia en la ciudad de Nagasaki, lográndose así la rendición incondicional del Imperio japonés, acontecimiento que pondría punto final a la Segunda Guerra Mundial.

¿El costo? Doscientos cincuenta mil personas asesinadas entre ambos bombardeos; una acción de barbarie sin nombre llevada adelante por el “democrático” imperialismo norteamericano, al nivel de los campos de concentración nazis y otras barbaridades de la barbarie capitalista durante el siglo veinte (por no olvidarnos del Gulag stalinista con la degeneración burocrática de la Revolución Rusa).1

¿La excusa utilizada para semejante crimen por Harry Truman, a la sazón presidente de los EE.UU? Que Japón “no se rendiría sino con una invasión terrestre”, y que la misma “iría costar un millón de soldados” yanquis, afirmación que ha sido desmentida por la investigación posterior, pero que sirvió de coartada para desencadenar el ataque atómico.2

La prueba con las bombas atómicas perseguía un doble objetivo: la rendición incondicional de Japón. Pero sobre todo dar una señal de advertencia a la URSS para que no se“agrandara” luego del triunfo sobre el nazismo, en el que cumplió un papel fundamental.

El argumento mostró toda su falacia cuando se supo que varios miembros del gobierno yanqui propusieron hacer una “acción demostrativa” del poder de la bomba en algún puerto japonés reduciendo el impacto sobre la población civil. Truman se negó: buscaba llevar adelante una acción ejemplificadora que dejara a los EE.UU. como indiscutida primera potencia mundial, no importaba si esto se hacía a costa de cientos de miles de asesinados. Mejor dicho: para que fuera ejemplificadora era necesaria una matanza en masa.

Barbarie instantánea

Lo primero a subrayar es la barbarie extrema del acontecimiento. Cuesta imaginar lo que significa que 100.000 personas o más (en Hiroshima primero, en Nagasaki después), hayan sido barridas de la faz de la tierra en escasos instantes, sin siquiera una señal de alerta3: “La guerra, escribí, ha tomado cierto carácter espectral, pues los enemigos ya no se enfrentan directamente y la magnitud de los efectos de nuestra acción excede con mucho nuestras facultades psíquicas, en concreto nuestra imaginación. Lo que realmente podemos hacer, proseguí, es mayor de lo que podemos imaginar, podemos producir más cosas de lo que somos capaces de reproducir en nuestra imaginación” (Günther Anders, El piloto de Hiroshima: 112).4

Con ambas bombas atómicas se producía la destrucción en masa temporalmente más instantánea que tuviera antecedentes en la historia de la humanidad. No es que no hubiera en la Segunda Guerra Mundial otros eventos de barbarie semejantes. Hemos escrito respecto del asesinato industrializado en los campos de concentración.

Tampoco debemos perder de vista que mediante “medios convencionales” como el bombardeo Aliado sobre la ciudad de Dresde, Alemania, 13 y 15 de febrero de 1945, se asesinó a cientos de miles de personas en objetivos que no comportaban interés militar alguno.5

De todas maneras, las bombas atómicas configuran hasta hoy la cúspide de los medios de destrucción masivos, de las fuerzas destructivas a las que es posible llegar bajo el capitalismo aplicadas de manera concreta a una de las más grandes conflagraciones del siglo pasado.

En un siglo XX marcado por las experiencias de la revolución y la contrarrevolución, Hiroshima y Nagasaki fueron otros tantos ejemplos de hasta donde llegó la contrarrevolución imperialista, la barbarie capitalista, las fuerzas destructivas de la misma o, lo que es lo mismo, la reversión con efectos destructores de los desarrollos tecnológicos bajo la camisa de fuerza de las relaciones de producción explotadoras.

La capacidad tecnológica de generar barbarie “instantáneamente” por así decirlo, es lo específico que aportaron en materia de fuerzas destructivas las bombas atómicas arrojadas en ambas ciudades japonesas: “Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Todo es pura turbulencia. Es una masa burbujeante gris violácea, con un núcleo rojo. Los incendios se extienden por todas partes como llamas que surgiesen de un enorme lecho de brasas. Comienzo a contar los incendios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… catorce, quince… es imposible. Son demasiados para poder contarlos. Aquí llega la forma de hongo de la que nos habló el capitán Parsons. Viene hacia aquí. Es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende. Puede que tenga mil quinientos o quizás tres mil metros de anchura y unos ochocientos de altura. Crece más y más. Está casi a nuestro nivel y sigue ascendiendo. Es muy negro, pero muestra cierto tinte violáceo muy extraño. La base del hongo se parece a una densa niebla atravesada con un lanzallamas. La ciudad debe estar debajo de todo eso. Las llamas y el humo se están hinchando y se arremolinan alrededor de las estribaciones. Las colinas están desapareciendo bajo el humo” (Bob Caron, artillero de cola, fotógrafo del Enola Gay, avión que tiró la bomba atómica sobre Hiroshima).

Si en los casos de Auschwitz y demás campos de la muerte lo que se puso sobre la mesa fue el asesinato en masa industrializado, deshumanizado aunque de todos modo visible, durante una secuencia de tiempo de dos a tres años (el apogeo del genocidio nazi ocurrió entre 1942 y 1944), en el caso de las bombas atómicas el “distanciamiento” respecto de los acontecimientos fue incomparablemente mayor: la ciudad (¡más bien la nada que quedó de ella!) sí estaba debajo de todo eso que veía el fotógrafo del Enola Gay…

Este fue el trauma que pintó Günther Anders en su intercambio epistolar con Claude Eatherly, piloto del avión de reconocimiento que dio luz verde para el bombardeo a Hiroshima, que entró posteriormente en una gravísima crisis moral y psicológica a partir de que se enteró de lo que había hecho.

Fue a partir de la experiencia de las bombas atómicas y su poder destructivo que Anders desarrolló una reflexión aguda a pesar de sus unilateralidades (un abordaje demasiado escéptico sobre el curso de la humanidad): “La monstruosidad del acontecimiento sobrepasaba todas las capacidades de la imaginación y de la conceptualización (…) Una nueva era se abría, cuyo fin sólo podía ser la autoaniquilación de la humanidad” (Jean-Pierre Dupuy, “Günther Anders, el filósofo de la era atómica”).

Y luego se agrega: “Desde ese momento ya no podemos dudar que el destino de la humanidad es la autodestrucción, que está como inscrita en el porvenir, el único imperativo válido es el que nos compromete no a cambiar el destino –tarea imposible-, sino a retrasar su plazo. La continuación de la aventura humana será siempre y en lo sucesivo, ese combate en el que cualquier victoria sólo será la prolongación del aplazamiento o del ‘plazo’ (die Frist), y en el que la primera derrota será la definitiva” (ídem). Está claro el escepticismo radical del enfoque aunque no carezca de agudeza.6

En todo caso, la escala del asesinato, el utilizar los últimos desarrollos tecnológicos para matar cantidades impensables de personas, cegar toda una cantera de la vida de semejante manera, el que la humanidad llegara, efectivamente, al umbralen que puede autodestruirse, todo esto no hizo más que colocar de manera inminente el pronóstico de socialismo o barbarie.

El motor de la historia

La experiencia de Hiroshima y Nagasaki, así como la de Auschwitz y en otro nivel los campos de trabajo forzados del stalinismo 7, nos reenvían a la problemática de las fuerzas destructivas bajo el capitalismo.

Lo específico de esta circunstancia es cómo los medios de la modernidad industrializada, nuclear, cibernética, atómica se ponen al servicio de brutales relaciones de opresión y explotación, de un “domesticamiento” de la humanidad explotada y oprimida (reducción de los seres humanos a animales), un evento de destrucción masiva, una circunstancia de asesinato sin igual.

Por lo demás, sin ninguna justificación que no sea afirmar la supremacía del imperialismo yanqui en todo el orbe: “Los japoneses comenzaron la guerra desde el aire en Pearl Harbor. Ahora le hemos devuelto el golpe multiplicado. Con esta bomba hemos añadido un nuevo y revolucionario incremento en destrucción a fin de aumentar el creciente poder de nuestras fuerzas armados” (Harry S. Truman, presidente de EE.UU., 6 de agosto de 1945).

Ya hemos tratado en otras notas el problema de la elevación de la técnica por encima de la humanidad en vez de estar colocada al servicio de ella (ángulo del reaccionario filósofo alemán Martín Heidegger). Aquí queremos detenernos, específicamente, en el concepto de fuerzas destructivas. Ocurre que las fuerzas productivas pueden funcionar en dos sentidos: ser otras tantas palancas para el desarrollo humano, como puestas en las manos del sistema de opresión y explotación, transformarse en barbarie industrializada, tal el caso de tantos eventos en el siglo pasado.

Varios autores han escrito sobre esta barbarie moderna: el último grito de la tecnología puesta al servicio de fines regresivos. Pero tampoco se trata que, en sí misma, la tecnología sea “mala”: que haya alcanzado tal grado de “independencia” que desresponsabilice a los seres humanos. Esto no es así: las fuerzas productivas no son un factor autónomo: no funcionan bajo ningún automatismo histórico; tienen que ver con el fundamento material de la existencia humana, pero el motor de la historia es la lucha de clases. Y a depender del desarrollo y desenlace de dicha lucha, las fuerzas productiva serán ora fuerzas productivas y ora fuerzas destructivas: “La fuerza propulsora de la historia, incluso la de la religión, la filosofía, y toda teoría, no es la crítica, sino la revolución” (K. Marx y F. Engels, La ideología alemana).

Bajo la camisa de fuerzas de las relaciones capitalistas, agotado este régimen sus potencialidades de desarrollo (dicho en términos históricos), puestas al servicio de la preservación a como de del actual régimen social, las fuerzas productivas se transforman en destructivas (en realidad, el capitalismo produce un parejo desarrollo de fuerzas productivas y destructivas). Pero esto ocurre, precisamente, porque no son un factor autónomo de la historia: son, sí, su sustrato material, pero su “aplicación” depende del régimen social al cual sirvan. Lo que no significa, tampoco, que sean “neutras”: uno u otro desarrollo productivo, uno u otro desarrollo tecnológico, uno u otro carácter de la actividad, dependerá también de los fines al servicio de los cuales dicho desarrollo sea puesto.

Sin embargo, también es verdad que las fuerzas productivas guardan cierta independencia: que en tanto fuerzas productivas tienen el carácter universal de ser potencialidades del desarrollo de la humanidad como un todo. Es obvio, por ejemplo, que la energía atómica no tiene un “carácter de clase”: podría ser una conquista de la humanidad como un todo; cómo se la utilice depende del régimen social bajo el cual sirva.8

Una cosa es la utilización de la energía nuclear para fines pacíficos y otra muy distinta es que sea utilizada para fines de destrucción masiva; es siempre un peligro que esté en manos de los capitalistas (y/o la burocracia stalinista, ver el dramático caso de Chernobyl). Pero podría ser una tremenda potencialidad en el socialismo (claro que resolviendo qué hacer con los desechos nucleares).

La rosa de Hiroshima

El hombre y la naturaleza son los dos manantiales de la riqueza; combinados en cada etapa del desarrollo (teniendo en cuenta los medios de producción), dan el nivel de las fuerzas productivas.

Pero ocurre que esos manantiales y medios pueden ser puestos al servicio de fines emancipatorios, de la autonomización del hombre de la naturaleza, sacudirse las cadenas de la explotación y la opresión, pasar del reino de la necesidad al de la libertad, o para lo contrario: de ahí Auschwitz, Hiroshima, Nagasaki; de ahí el significado contrarrevolucionario de ambas guerras mundiales con sus “tempestades de acero” (como llamara agudamente a las batallas de la Primera Guerra Mundial Ernst Jünger.9

Y es interesante subrayar lo que dice Eatherly acerca del efecto desmoralizador que significa semejante destrucción, semejante fuerza destructiva: reduce la confianza de la humanidad en sí misma, en sus posibilidades de progreso, en su capacidad de sobreponerse a la adversidad, de acabar con las injusticias: “Para la mayoría, mi rebelión contra la guerra es una forma de locura. Pero no hubiese podido encontrar otra manera de explicar a los hombres que una guerra atómica no sólo trae consigo destrucción física, sino que también desmoraliza al ser humano” (Claude Eatherly, El piloto de Hiroshima: 127).

De ahí que el siglo pasado haya sido una palmaria demostración del pronóstico alternativo para el curso de la humanidad que había dado Rosa Luxemburgo: socialismo o barbarie. Dependiendo de quién asuma el mando será el destino de la humanidad: si sigue en manos de los capitalistas, tarde o temprano semultiplicarán las manifestaciones de barbarie, los desastres que de manera corregiday aumentada genera a cada paso: ver actualmente el problema del calentamiento global que ha dado lugar a una nueva era geológica: el Antropoceno.10

Por el contrario, puestas al servicio de liquidar las relaciones de explotación y opresión, apuntando a un desarrollo armónico de las fuerzas productivas, emancipado simultáneamente del productivismo stalinista (que no le importaba los costes humanos y naturales del desarrollo), buscando un revolucionamiento completo del conjunto de las relaciones sociales, podríamos aproximarnos al socialismo.

A modo de advertencia frente a la barbarie capitalista, y en homenaje a las víctimas de los ataques nucleares- cerramos con el hermoso poema de Vinicius de Moraes “La rosa de Hiroshima”:

Piensen en la criaturas

Mudas telepáticas

Piensen en las niñas

Ciegas inexactas

Piensen en las mujeres

Rotas alteradas

Piensen en las heridas

Como rosas cálidas

Pero ¡oh! no se olviden

De la rosa de la rosa

De la rosa de Hiroshima

La rosa hereditaria

La rosa radioactiva

Estúpida e inválida

La rosa con cirrosis

La anti-rosa atómica

Sin color sin perfume

Sin rosa sin nada.

Septiembre 2016

  1. Michel Löwy recuerda bien como el imperialismo tiene a buen cuidado recordar los casos de Auschwitz (y los campos de trabajo forzado del stalinismo), pero soslaya las masacres atómicas de Hiroshima y Nagasaki.
  2. La feroz resistencia japonesa en la isla de IwoYima y otros casos conforme el ejército norteamericano se iba acercando a la isla de Japón, sirvió de justificación para Truman.
  3. En ambos casos las alertas de posible bombardeo fueron desechadas por las autoridades de las ciudades.
  4. Esto es agudo; Primo Levi señalaba algo similar respecto de la barbarie de los campos de concentración nazis: la dificultad de explicarlas como acciones humanas.
  5. El comandante inglés a cargo de la operación apodado “Bombardeo Harris”, fue una figura controversial: obró a sabiendas de la insignificancia militar del objetivo.
  6. Hemos criticado en otra parte la unilateralidad del enfoque de Anders.
  7. Hay que dejar anotado que con toda su brutalidad la tasa de retorno de los detenidos en estos campos fue cualitativamente más alta a la de los campos de exterminio nazi: de ahí la diferencia entre campos de exterminio y campos de concentración o de trabajos forzosos.
  8. Es interesante dejar anotado el conocido dicho de Lenin de que el socialismo eran “los soviets más la electrificación” del país; una formulación expresamente reduccionista que sirve a los efectos del ejemplo que estamos dando.
  9. Jünger buscaba “naturalizar” así el evento de la guerra. Pero su alegoría era aguda cuando daba cuenta de la suerte de “tormenta metalizada” que era el frente de batalla.
  10. Se trata de una nueva era donde la humanidad tiene ya la capacidad de modificar globalmente el clima: no sólo la capacidad, ya la está modificando en mucho sentido con el efecto que señalaba Engels: cuando la sociedad le da un golpe a la naturaleza, ésta lo devuelve de manera redoblada. Ver a este respecto los problemas que está generando el calentamiento global.

 


IV- Lecciones para el nuevo ciclo histórico

 

Pensar el siglo XX desde el marxismo

“La realidad es rica en las combinaciones más extrañas y es el teórico el que está obligado a buscar la prueba decisiva de su teoría en esta misma extrañeza: a traducir al lenguaje teórico los elementos de la vida histórica, y no, al revés, que sea la realidad la que deba presentarse según el esquema abstracto” (Gramsci, citado por Josep Fontana, La historia de los hombres).

Hemos señalado muchas veces la necesidad de estudiar la historia del siglo pasado. Entre los fundamentos de esta elección podemos destacar dos. El primero tiene que ver con algo que hemos señalado en varias oportunidades: lo cortada que está la experiencia de las nuevas generaciones con los acontecimientos del pasado; y no de cualquier pasado sino uno que nos es contemporáneo. Segundo, otro elemento de inmensa importancia: el siglo veinte ha concentrado las más profundas experiencias de la lucha de clases universal: revoluciones históricas que han mostrado cuán lejos puede llegar la perspectiva emancipadora, así como también hasta qué extremos puede ir la contrarrevolución –capitalista o burocrática- cuando se trata de defender el orden social amenazado.

Esto es lo que hace a la importancia estratégica del estudio del siglo XX, así como también a la reflexión a propósito de qué método de investigación es necesario para abordarlo. Trataremos de dar respuesta a estos interrogantes a continuación.

Un inmenso laboratorio de experiencias

Lo primero a señalar cuando hablamos del siglo XX, es que se trata de una “historia del presente”: una historia donde (aparentemente) no tendríamos el “distanciamiento” necesario para abordarla como historia tal.

Sin embargo, aquí caben dos anotaciones. Por un lado, el quiebre histórico que significó el cierre de la “era de los extremos” con la caída del Muro de Berlín demuestran que, como han señalado varios autores, el siglo pasado sí puede ser abordado históricamente en el sentido que las coordenadas políticas de hoy son, en gran medida, distintas a la experiencia que se vivieron en el siglo pasado.

Sin embargo y, dialécticamente, también es verdad que el contexto más “estructural” que marcó el siglo pasado (el imperio del capitalismo), siguen siendo las de nuestra contemporaneidad, y de ahí que, simultáneamente, podamos hablar de una historia que no es algo que ha pasado de manera irreversible; una historia abierta cuyo desenlace aún no se ha decidido y que por lo tanto sigue siendo “historia del presente”.

Pero ocurre que, dicha circunstancia, en vez de atenuar, agiganta la importancia de estudiar los “nudos” principales del siglo XX: los “puntos de bifurcación” en los cuales las cosas podrían haber ido para otro lado: ninguna filosofía de la historia suponía, por ejemplo, que la ex URSS debiera, necesariamente, burocratizarse.

Se trata de un abordaje que, en general, no se lleva a cabo con la sistematicidad requerida en el seno de las corrientes revolucionarias; corrientes que están apegadas a una suerte de “recetario doctrinario” que se limita a repetir (¡o, peor, “regurgitar”!) verdades conocidas. Esto se hace de espaldas a la aguda afirmación que reza que la historia jamás podrá ser definitivamente escrita: “Ningún libro nuevo, por más abundante en documentos sensacionales y percepciones profundas, es una obra ‘definitiva’ (…). No existen los estudios definitivos. Siempre se debe revisar, rehacer la historia” (Vidal Naquet, “Sobre la interpretación de la gran masacre: Arno Meyer y la ‘solución final’”).

En la medida que las fuentes de investigación se incrementan (ver la apertura de los archivos desde comienzos de los años ’90), y que se va obteniendo la perspectiva que da el tiempo, debería ser evidente que esto posibilita (y obliga) llevar adelante una (re) escritura de la historia. Vidal Naquet señalaba agudamente que la verdad histórica sólo se obtiene en el orden temporal (parafraseando en esto una intuición de Proust, que refiere a que la perspectiva que da el desarrollo histórico permite abordarlos con mayor claridad): “El mayor desafío lo representa no la escasez de fuentes, sino su abrumadora abundancia y su inagotable riqueza (…) Es preciso aprovechar todo lo que nos ayude a nosotros, los nacidos después, a adentrarnos en ese mundo [la Rusia soviética de los años 30. JLR] de cuya percepción inmediata fuimos excluidos y exonerados por la naturaleza” (Karl Schlögel, Terror y utopía. Moscú 1937, estudio erudito de un historiador más bien reaccionario, que acaba de publicarse en España y que debe ser estudiada).

La materia histórica está de “moda”. Los aniversarios se amontonan dando lugar a artículos, suplementos, ediciones de libros, conferencias, folletos, estudios eruditos, programas de TV, etcétera, colocando los temas históricos como de interés de un público amplio.

Si Trotsky había señalado que el siglo XIX no había pasado en vano (había dejado planteada la actualidad de la revolución proletaria), hoy podemos afirmar algo análogo: el siglo veinte ha dejado la cantera de experiencias revolucionarias y contrarrevolucionarias más profundas en la historia; experiencias que nos son contemporáneas otorgándole mayor importancia a que saquemos enseñanzas de ellas.

El siglo pasado se nos presenta así como un “inmenso laboratorio histórico”. Un ámbito en el cual sumergirnos para descubrir en él muchas de las claves de la lucha revolucionaria. Quien quiera reflexionar sobre las perspectivas de la lucha por el socialismo, tiene en esta cantera la materia prima de la experiencia para extraer las lecciones del caso: “Uno de los errores importantes de Trotsky, es haber imaginado que la guerra significaría de manera ineluctable la caída del stalinismo (…) Estamos en 1945, momento del stalinismo triunfante, con sus aspectos contradictorios. Todo esto está muy bien ilustrado en el libro de Vasili Grossman Vida y destino, sobre la batalla de Stalingrado. A través de los combates, vemos allí despertar a la sociedad e inclusive escapar parcialmente de la empresa burocrática. Podemos encarar la hipótesis de un relanzamiento de la dinámica de Octubre. Los veinte años transcurridos desde los años 1920 son un intervalo corto. Pero lo que dice el libro de Grossman a continuación es impactante. ¡Stalin es salvado por la victoria! No se les pide cuentas a los vencedores. Es el gran problema para la comprensión de la época. Las implicaciones teóricas son importantes. En su crítica al totalitarismo burocrático, si Trotsky ve muy bien la parte de coerción policial, subestima el consenso popular ligado a la dinámica faraónica, incluso a un precio fuerte, conducida por el régimen stalinista” (Daniel Bensaïd, “Trotsky: un timonel del siglo”).

La necesidad de investigación histórica del siglo pasado nos vino a la cabeza porque hace pocos días llegó a nuestras manos un debate (en el seno de una corriente del trotskismo brasileño) acerca de las perspectivas de la lucha por el socialismo. Sorprendentemente, dicha discusión está referida a un intercambio de citas eruditas, pero no a la materia prima de la experiencia histórica, condición para discutir como materialistas las problemáticas del marxismo.

Doctrinarismo y eclecticismo

La materia prima de la experiencia revolucionaria en su punto más alto: he ahí una definición de importancia para entender lo que tenemos entre manos. Es que la reflexión en las ciencias sociales en general y el marxismo en particular, debe referirse a la sociedad en su devenir: es decir, como quería Marx, debe ser históricamente determinada (Marx insiste obsesivamente en El capital sobre la importancia de dar cuenta de la especificidad de los fenómenos abordados, fenómenos que siempre son históricamente determinados: es decir, son siempre históricos).

El caso es que si nos referimos a la expresión más alta de este desarrollo, a una experiencia que, como hemos señalado, sigue siendo contemporánea, no hay cantera más rica donde buscar sus enseñanzas que en los desarrollos del siglo pasado. Una experiencia, por lo demás, estratégica en el sentido que sus lecciones son la clave para el relanzamiento de la lucha por el socialismo. Cuestión sobre la que no se ha reflexionado lo suficiente. O se ha abordado con un “doctrinarismo” empobrecedor de las enseñanzas que ha dejado el siglo y que requieren un nuevo esfuerzo de investigación.

Porque el doctrinarismo es una mirada obtusa de la experiencia. Mirada que se recuesta en la repetición de fórmulas, en vez de pasar las viejas definiciones por el tamiz de la experiencia real: “Al referirse a muchos de sus críticos, ‘dogmáticos’ o ‘escépticos’, Arno Mayer escribe el siguiente pasaje (…): ‘no ven sino la verdad absoluta y el error absoluto, certeza perfecta e incertidumbre total. Esta actitud no se condice con la tarea del historiador, que es la de pensar y descubrir la realidad en toda su diversidad y complejidad desconcertantes, en especial cuando se halla frente a sucesos extremos e incomprensibles” (Vidal Naquet, cit.).

Precisemos mejor las cosas: se trata de escapar del doctrinarismo, pero también del eclecticismo. No es cuestión de hacer “borrón y cuenta nueva”. No es esta la manera en que progresa el marxismo (ni la ciencia en general). Hegel hablaba que siempre que hay una superación debe ocurrir (ocurre) una conservación: el “superar conservando” es lo que preside todo verdadero proceso dialéctico de acumulación y desarrollo.

Es decir: nuestra tarea de sacar conclusiones de la experiencia sólo podremos cumplirla si nos apoyamos en los hombros de nuestros maestros (Marx, Engels, Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo). Por esto mismo, la renovación del pensamiento marxista no puede ser un operativo ecléctico, que escape al estudio minucioso y escrupuloso de los grandes revolucionarios que nos precedieron y que fueron la expresión del punto más alto al cual llegó la experiencia revolucionaria (ver el ejemplo de El Estado y la revolución a este respecto): “Uno de los principales rasgos del bolchevismo es su posición inflexible y aun puntilloso, frente a los problemas doctrinarios. Los 27 tomos de Lenin permanecerán siempre como ejemplo de una actitud escrupulosísima hacia la teoría. El bolchevismo jamás habría cumplido su misión histórica si careciese de esta cualidad fundamental. El stalinismo grosero, ignorante y absolutamente empírico, presenta bajo este mismo aspecto el reverso del bolchevismo” (L. Trotsky, “Bolchevismo y stalinismo”).

Al mismo tiempo, se trata de entender que el empobrecimiento del pensamiento creativo es el opuesto dialéctico del eclecticismo: es caer en una puja religiosa al estilo de los exégetas (¡que, atención, cumplieron de todas maneras un rol progresivo tratando de conservar los conocimientos adquiridos en la antigüedad!). Por el contrario, se trata de pasar nuestras definiciones por el tamiz de la experiencia para arribar a una elaboración enriquecida, más ajustada a la realidad. A simple modo de ejemplo de lo que estamos diciendo: “tendremos que explorar (…) qué significaba realmente el programa de la planificación tal como lo estaban elaborando hasta 1928 los hombres que manejaban el Gosplan, y la forma en que su proyecto fue pervertido por Stalin, que lo convirtió en un instrumento para un proyecto de industrialización forzada, que tenía que ir acompañado de una política de terror encaminada a someter a amplias masas de la población a unas condiciones de trabajo y de explotación inhumanas” (Josep Fontana, “¿Por qué nos conviene estudiar la Revolución Rusa?”, www.sinpermiso.info).

Por otra parte, el siglo XX puede ser evaluado, también, por su “desmesura”: la amplitud y profundidad de las experiencias sociales puestas en acción y que fueron las más “extremas” que se tenga memoria: la sociedad quedó colocadas a las puertas de la emancipación, como así también del “infierno” de este mundo.

De ahí la riqueza del siglo pasado: no todos los días ocurre semejante ruptura de la “normalidad”; no siempre está colocada de semejante manera la actualidad de la revolución socialista (y su par dialectico, la contrarrevolución, que también debe ser estudiada minuciosamente). Tampoco la emergencia de guerras mundiales como las que se vivieron.

Acontecimientos que fueron el “reflejo” en la lucha de clases de profundas conmociones en los cimientos de la sociedad. No fue casual que el siglo pasado viviera la más grande depresión económica en la historia del capitalismo, así como la más grande puja por la hegemonía imperialista.

De esos acontecimientos “desmesurados”; de esos choques epocales de las “placas tectónicas de la lucha de clases”, nacieron las revoluciones y contrarrevoluciones que el siglo vivió. Que lo extraordinario se haya hecho norma, rasgo que podemos observar a simple vista cuando comparamos con los desarrollos del mundo actual que, con toda la riqueza de un recomienzo de la experiencia, no alcanzan todavía la radicalidad de los choques del pasado. Esta “normalidad de lo extraordinario” marcó un siglo excepcional, siglo que debe ser estudiado en toda su riqueza como la expresión más alta de la lucha de clases hasta nuestros días.

Acontecimientos epocales

Esto nos lleva a otro punto. En estas páginas hemos debatido con historiadores como Traverso, que tienen una mirada unilateral de los últimos cien años: considera la barbarie como el aspecto dominante de nuestro tiempo. Se trata de un ángulo que, como ya hemos escrito, pierde de vista las extraordinarias experiencias emancipadoras que también se vivieron.

Esto nos lleva al interrogante acerca de cómo se debe evaluar la experiencia vivida. Hegel en su Introducción a la filosofía de la historia señalaba, escépticamente, que no es verdad que haya aprendizaje histórico: sería imposible no tropezarse dos veces con la misma piedra…

Sin embargo, Rosa Luxemburgo trasmitía un ángulo distinto: el de la evaluación critica de la experiencia realizada y el aprendizaje a partir de ella: “(…) lo que podrá sacar a luz los tesoros de las experiencias y las enseñanzas, no será la apología a-crítica sino la crítica penetrante y reflexiva. Nos vemos enfrentamos al primer experimento de dictadura proletaria en la historia mundial (…). Sería una loca idea pensar que todo lo que se hizo o se dejó de hacer en un experimento de dictadura del proletariado llevado a cabo en condiciones tan anormales representa el pináculo mismo de la perfección. Por el contrario, los conceptos más elementales de la política socialista y la comprensión de los requisitos históricos necesarios nos obligan a entender que, bajo estas condiciones fatales, ni el idealismo más gigantesco ni el partido revolucionario más probado pueden realizar la democracia y el socialismo, sino solamente distorsionados intentos de una y otro” (en La Revolución Rusa).

Rosa expresaba, gráficamente, lo que queremos señalar aquí: el carácter del siglo pasado como un inmenso laboratorio histórico, laboratorio del cual la investigación marxista debe esforzarse por sacar a luz (críticamente) los tesoros de las experiencias y enseñanzas que contiene. Un aprendizaje estratégico para la lucha revolucionaria en este nuevo siglo.

Bajo estos parámetros se debe avanzar en el estudio del siglo pasado, su enorme complejidad. Complejidad que incita a agrupar temas y circunstancias a modo de problemáticas: el estudio comparado de las dos guerras mundiales, sus similitudes y matices; el estudio de las más grandes revoluciones sociales del siglo pasado, la rusa y la china; el fracaso de la revolución alemana, una de las más grandes tragedias del siglo pasado; el carácter de la contrarrevolución burocrática en la URSS, un proceso que debe ser repensado a la luz de la experiencia histórica; las enseñanzas de la economía de la transición socialista, las relaciones entre planificación, mercado y democracia obrera; el carácter de la colectivización forzosa y la industrialización acelerada del stalinismo; el estudio comparado de los campos de concentración nazis y stalinistas, cuya naturaleza los estudiosos más serios se han ocupado en diferenciar; las revoluciones anticapitalistas en la segunda posguerra (China, Cuba, Yugoeslavia y Vietnam); los países donde se expropio “desde arriba”, sin revolución, bajo el impacto de la ocupación del Ejército Rojo staliniano; las revoluciones antiburocráticas con el temprano levantamiento de los obreros de Berlín en 1953.

En fin: acontecimientos y experiencias históricas, epocales, que a la luz de la perspectiva de nuestros días, requieren una nueva reflexión.

Finalmente, señalemos algunos rasgos del ciclo por el que estamos transitando. Que el siglo XX se haya cerrado con el retorno del capitalismo en todo el globo, no podía dejar de consecuencias (¡incluso más profundas de lo que creíamos inicialmente!). No nos interesa aquí la cantinela habitual acerca de la “muerte del socialismo” sino la bisagra histórica producida, giro histórico que permite observar con más amplitud la experiencia vivida: “La derrota de las grandes esperanzas de emancipación no data de 1989 o 1991. Esa fue solamente ‘la segunda muerte del cadáver’ (the second death of the corpse). Porque desde largo tiempo antes, un Termidor interminable había devorado la revolución” (Bensaïd, “Stalinismo y bolchevismo”, IV Online magazine, diciembre 2005).

Esto nos lleva a un último problema: cómo abordar la historia reciente: si cómo fue o cómo es. La pregunta parece paradójica porque la historia está supuestamente “cumplida” y terminada: ya nadie la puede modificar. Sin embargo, sería una necedad perder de vista que el abordaje de los acontecimientos históricos es siempre un abordaje político: responde a las necesidades del presente.

De manera que no hay forma de aprehender la historia del siglo pasado solamente como ocurrió: debe hacerse también como “sigue ocurriendo” por así decirlo. Una historia que, como hemos dicho, no tiene una redacción “definitiva”, sino que aún se sigue escribiendo: son furor los nuevos materiales, los nuevos archivos, las nuevas investigaciones que permiten obtener nuevas conclusiones.

Dice Traverso parafraseando a Benjamin: “[un justo abordaje de la historia] implica reemplazar la relación mecánica entre pasado y presente postulada por el historicismo –que vuelve a considerar el pasado como una experiencia definitivamente archivada– por una relación dialéctica en la que el Otrora (Gewensene) encuentra el Ahora (Jetzt) en un relámpago para formar una constelación” (La historia como campo de batalla, Buenos Aires, FCE: 27). O en palabras más simples: el pasado adquiere nueva luz a partir del presente; pasado que, al mismo tiempo, ilumina el presente y ayuda a modificarlo en alguna forma.

El punto de inflexión de la caída del Muro de Berlín en 1989 ha modificado la manera de pensar y escribir la historia del siglo XX (Traverso). También debe ayudarnos a relanzar la lucha por la perspectiva auténtica del socialismo.

Octubre 2015

La conciencia de la historia en el siglo XXI

“La idea de la revolución está criminalizada […] archivada en el capítulo ‘totalitarismo’ de la historia del siglo XX […] El capitalismo y el liberalismo parecen haberse convertido nuevamente en el destino ineluctable de la humanidad […] El contraste choca con el paisaje memorial del siglo que ha finalizado. En los momentos más oscuros de la ‘era de los extremos’ cuando una guerra destructiva sacudía al viejo mundo […] el comunismo aparecía, para millones de hombres y mujeres, como una alternativa por la que valía la pena luchar” (Enzo Traverso, “El pasado, instrucciones de uso”).

En el giro de un siglo a otro muchos de los “vasos comunicantes” con la experiencia del pasado se rompieron.

Claro, no se trata de cualquier experiencia, sino de la epopeya del siglo más revolucionario de la humanidad, donde se comenzó a abrir la puerta hacia la transición socialista y, por lo tanto, un tesoro de experiencias sociales, políticas y económicas que deben ser recuperadas en la pelea por relanzar la batalla por el socialismo en este siglo XXI.

De ahí que le concedamos importancia a la problemática que nos preocupa en este texto (y que ya hemos abordado en otros). Se trata de la pérdida de lo que podríamos llamar “conciencia histórica” entre las nuevas generaciones y su vinculación con la conciencia política promedio entre las camadas que están protagonizando el recomienzo de la experiencia de lucha en los últimos años.

Una ruptura en la transmisión de la experiencia

Podemos partir de un dato que es visualizado por muchos de los historiadores y antropólogos contemporáneos. El fallecido Eric Hobsbawm, Marc Auge, Enzo Traverso y muchos otros autores dan cuenta del mismo fenómeno: la ruptura en la continuidad de la experiencia respecto de las luchas y vivencias de las generaciones pasadas.

Ejemplos de esto hay muchísimos y remiten a las vivencias de algunos de nuestros abuelos en la guerra civil española, en las batallas de la Segunda Guerra Mundial, en la resistencia antinazi y así de seguido.

Desde ya que esto es mucho más común en países europeos que en la Argentina; aunque en nuestro país, de todos modos, dado el peso de la inmigración esta memoria transmitida solía ser importante.

Más allá de esto, muchísimos analistas marcan cómo el pasaje del siglo XX al XXI constituyó una suerte de “borrón y cuenta nueva” en materia histórica; un fenómeno que se resuelve en la adoración del presente como única dimensión de la temporalidad: una suerte de abolición de la historia misma: “El hombre actual vive en una especie de hipertrofia del presente”, dice Marc Augé.

La base material de esta ruptura de la experiencia (de transmisión de esta de una generación a otra) la podemos encontrar en dos dimensiones que no son idénticas pero tienen una relación dialéctica.

Por un lado, con la mundialización económica, las deslocalizaciones fabriles, la emergencia de un nuevo proletariado en China, el sudeste asiático y más en general en los nuevos centros de acumulación capitalista, lo que hay es una ruptura de la experiencia transmitida en los lugares de trabajo.1

Desde ya que esta dimensión no es absoluta: existen múltiples ejemplos donde esta experiencia se transmite.

Sin embargo, el desempleo de masas que campeó en muchos países en determinados momentos de las últimas décadas (en la Argentina esto ocurrió en los años 90), “superado” con el ingreso a trabajar de una nueva generación (eventualmente en otros centros o regiones donde se volvió a dinamizar la acumulación), de alguna manera alteró la transmisión “normal” de la experiencia en los lugares de trabajo: desde el “saber hacer” laboral, hasta las experiencias de lucha y organización.

De todos modos, en este artículo nos interesa más bien enfocarnos en otra dimensión de las cosas: en lo que podríamos llamar la transmisión de la experiencia histórica, la vivencia de las experiencias de lucha, y cómo a partir de la caída del Muro de Berlín (y más en general de la “muerte del comunismo”), se cortó la relación con las luchas emancipadoras del pasado (las que fueron arrojadas al tacho de basura común del “totalitarismo”).

Una conciencia fragmentada

Es un hecho que no en todos los países o regiones del mundo esta problemática es idéntica. Es más aguda en aquellos que pasaron por experiencias no capitalistas y su población no encuentra forma de darle unidad a la experiencia del siglo pasado.

Traverso es agudo cuando señala cómo la vivencia en la ex URSS, la memoria histórica de la vida, se ha fragmentado irremediablemente: “La memoria del stalinismo es profundamente heterogénea, porque es a la vez memoria de la Revolución y del Gulag, de la ‘gran guerra patriótica’ y de la opresión burocrática” (en “El pasado, instrucciones de uso”).

Más que fragmentaria, efectivamente, heterogénea en el sentido de que no se le encuentra unidad.

El autor de esta nota hizo una experiencia respecto de esta “memoria heterogénea” (que no encuentra síntesis) charlando con un taxista en Cluj, Rumania, al interrogarlo sobre su apreciación de Ceaucescu, el último dictador al frente del país bajo el estado burocrático. Cuando se le preguntó por el ex dictador, la respuesta fue de repudio; pero a la hora de contestar acerca de cómo era la situación económica en ese momento, el taxista respondió que era mejor que hoy… En Rusia actual, si se quiere, las cosas son mucho más contradictorias aun.

Integrantes de las viejas generaciones reivindican abiertamente a Stalin (cuestión que comienza a ser explotada por Putin) aunque, de todas maneras, al preguntarles por las purgas y la represión de la burocracia, la respuesta es de amargura.2

Esta conciencia heterogénea hace parte, también, de los problemas de transmisión de la experiencia a los que estamos haciendo referencia: el corte en la memoria histórica de las nuevas generaciones.

Un problema similar se observa, dando un ejemplo más, en China. Una conciencia nostálgica de las viejas “seguridades” (laborales y demás) se encuentra entre los trabajadores estatales jubilados (que gozaron de amplios beneficios antes de ser despedidos en masa con el paso al capitalismo).

Ahora bien, entre las nuevas generaciones no parece haber rastro de esto. Cómo está integrada la experiencia de la China no capitalista en su “conciencia histórica”, vaya uno a saber.

Una cuestión es clara: el peso del elemento nacionalista en China emerge como forma de conciencia “sustituta” para la burocracia del PCCH; algo que el día de hoy, y a diferencia de ayer, ya no tiene que ver con un país dependiente y semicolonial arrasado por el imperialismo occidental en las “ciudades del tratado” o por el imperialismo japonés ocupando Manchuria, sino expresando un “imperialismo en construcción”, lo que es algo muy diferente.3

De todos modos, el interrogante no es ese sino cómo integrar los elementos no capitalistas y/o “igualitaristas” heredados de la Revolución de 1949 (bajo la camisa de fuerza y la deformación extrema introducida por la burocracia maoísta) con las vivencias y conciencia del presente de un inmenso proletariado de 400 o 500 millones de miembros sometidos a condiciones de súper explotación, pasaportes internos, ausencia de derechos de sindicalización y un largo etcétera.

En todo caso, si lo anterior ocurre en los ex países no capitalistas (esta no integración de la conciencia histórica, esta heterogeneidad a la hora de su abordaje), el fenómeno se extiende y generaliza entre las nuevas generaciones forjadas en el contexto de un capitalismo sin contendiente social.

De ahí la pérdida de dimensión histórica con la que se vive, pérdida con la que emergen a la vida política las nuevas generaciones, lo que se conecta con la abstracción de toda idea de que pueda haber una alternativa: el “posibilismo” (o ni siquiera eso) que campea entre las nuevas generaciones. “Durante muchos siglos, el tiempo fue portador de esperanza. Del futuro los hombres esperaron serenidad, evolución, maduración, progreso, crecimiento o revolución. Pero eso se terminó. Para el antropólogo Marc Augé, en las últimas tres décadas el porvenir prácticamente ha desaparecido: un presente inmóvil se abatió sobre el mundo, desmantelando el horizonte de la historia” (La Nación, 22-5-15).

Historia y memoria

“Amos Funkenstein sin duda tiene razón al señalar que, en el punto de encuentro entre memoria e historia, emerge una tercera instancia a la que se llama conciencia histórica” (Enzo Traverso).

En otros textos hemos abordado los problemas que para una conciencia política socialista plantea este corte en la experiencia historia entre las nuevas generaciones.

No se trata de una abstracción o de algo que venga no se sabe de dónde: proviene, evidentemente, de la derrota del primer gran empuje emancipador socialista que caracterizó la experiencia de los explotados y oprimidos en el siglo XX.

Observando los ciclos revolucionarios de otros siglos, se puede decir que la Revolución francesa inauguró un largo ciclo político que muchos historiadores fechan como cerrándose recién un siglo después: con la derrota de la Comuna de París (que, de todos modos, ya era un movimiento de otra naturaleza social, porque a su frente estuvieron los proletarios de París).

Muy rápidamente, además, tras la derrota de la Comuna y la disolución de la I Internacional que le fue concomitante, en 1889 nacía la II Internacional, la que por añadidura se transformó casi instantáneamente en una internacional obrera de masas, al menos en Europa.

Así las cosas, este corte de la memoria histórica del que estamos hablando no está claro que haya sido un fenómeno con igual intensidad que hoy. Las tradiciones revolucionarias se mantuvieron por intermedio de Filippo Buonarroti (lugarteniente de Graco Babeuf, inspirador del último levantamiento jacobino en la revolución francesa o del primer levantamiento comunista de la historia según se lo interprete), tradición luego recogida por Auguste Blanqui, lo que fue simultáneo con la emergencia del socialismo utópico y luego del científico de Marx y Engels.

De todos modos, aquí nos estamos refiriendo a la conciencia de amplios sectores de masas, no a la vanguardia donde el trotskismo es actualmente la corriente emergente que está asegurando la continuidad histórica del marxismo revolucionario del siglo XX.

Porque es precisamente entre las nuevas generaciones (en sentido amplio) donde está el problema que estamos identificando: el corte de la experiencia transmitida, la falta de conciencia histórica, de vínculo con los hechos revolucionarios del pasado reciente.

¿Qué consecuencias tiene este fenómeno? El “presentismo” con que se manejan las nuevas generaciones, la pérdida de dimensión histórica de las cosas y procesos, se traduce en una conciencia política más limitada, de “bajas miras” (esto en la medida en que lo que se visualiza es el presente: el futuro, el porvenir, aparece difuso por decir lo menos).

De ahí que el trabajo por la historia del siglo XX, el correcto abordaje de sus enseñanzas, el balance acerca del mismo hecho desde la perspectiva estratégica del relanzamiento de la lucha por el socialismo, tenga semejante importancia: hace a la forja de la conciencia revolucionaria de las nuevas generaciones militantes, en momentos donde recomienza la experiencia de lucha: “Hay memorias oficiales, sostenidas por instituciones, incluso Estados y memorias subterráneas, escondidas, prohibidas. La ‘visibilidad’ y el reconocimiento de una memoria dependen también de la fuerza de quienes la llevan” (Traverso, cit.).4

Junio 2014

Notas

  1. Traverso diferencia el concepto de “experiencia transmitida” con el que alude a la que se pasa de una generación a otra, del concepto de “experiencia vivida” que es la que un sujeto experimenta en tiempo presente.
  2. Señalemos de paso que, al parecer, el conocimiento de Trotsky y su batalla contra la burocratización de la ex URSS es prácticamente desconocida entre las amplias masas. Un efecto particularmente perverso del triunfo de la URSS sobre el nazismo es que elevó a Stalin a héroe nacional.
  3. La conciencia nacionalista fue un rasgo característico de China a lo largo de todo el siglo pasado; un rasgo progresivo más allá de que hasta cierto punto opacara una conciencia más de clase, socialista e igualitaria. Esto en las condiciones donde sí se impuso una suerte de “igualitarismo” de la pobreza en el campo después de la revolución; en las ciudades el proletariado protegido por el Estado no logró elevarse a una conciencia que fuera más allá del corporativismo; pero esto es otra cuestión que no podemos abordar aquí.
  4. Es importante notar que la lucha “por la memoria” (que sería, desde nuestro punto de vista, por el correcto abordaje de las enseñanzas del siglo pasado) debemos desenvolverla como un batalla en dos frentes: contra la liberal reducción del siglo XX a “totalitarismo”, al tiempo que por sacar el balance de sus enseñanzas frente a las inercias conservadoras que incluso se observan en las filas de los revolucionarios.

V- Una nueva generación militante

El compromiso militante en los tiempos de la posmodernidad

Un objetivo colectivo

A propósito del clima de estabilidad general que se vivió a lo largo del año (y de las presiones de todo tipo del período posmoderno que todavía se vive internacionalmente), queremos tratar el tema del compromiso revolucionario en la actualidad.

Lo primero a destacar tiene que ver con las motivaciones que están detrás de la militancia, sobre todo cuando esta militancia es se asume originalmente en el medio estudiantil.

El sólo hecho de ser estudiante; el estar, de alguna manera, conectado con los debates más generales que se le plantean a la sociedad, despierta una reflexión o preocupación por las cuestiones más globales.

Esto es así, sobre todo, entre aquellos compañeros y compañeras que se suman a la militancia, o que, de alguna manera, se sienten impulsados a participar en las causas colectivas de la sociedad.

Atención: esto no es lo que ocurre con la población promedio. En general, por razones materiales o ideológicas, viven en su vida “privada” sin sensibilidad para los problemas generales, colectivos.

Es común, salvo grandes conmociones que no pueden dejar a nadie ajeno (grandes crisis, guerras o revoluciones), que una mayoría no participe de las acciones colectivas por intereses que no sean inmediatamente los suyos. Es decir: es propio de la militancia solidarizarse con el interés general, dejar de atender sólo el interés individual, particular.

Preocupación que es común entre la militancia independientemente de la procedencia social de cada compañero o compañera. Pero, de todas maneras, esta condición hace específicamente parte de la condición estudiantil, precisamente porque tal condición facilita en cierto modo elevar la mirada hacia los asuntos de conjunto (de ahí que la izquierda revolucionaria siempre se haya nutrido de los medios estudiantiles).

A esto se le agrega otra determinación: el hecho que la preocupación del militante tenga un aspecto “trascendente” respecto de su propia área de intereses personales. Es decir: el militante que se suma a una organización revolucionaria, de alguna manera, con sus más y sus menos, es más o menos consciente (¡o debe serlo!) que se vincula al “desarrollo de la historia”; que “vincula” su propio destino –hasta cierto punto, evidentemente– al de la historia misma.

Mucho ha intentado el posmodernismo ridiculizar esta dimensión “trascendente” de la militancia (el posmodernismo ha dejado por abolida la dimensión de la historia, las grandes perspectivas), con la idea de que tal o cual militante o la organización como un todo, están animadas por el “mesianismo” de creer que sumarse a la lucha por las causas colectivas es una “fantasía”, una “irrealidad” o, peor aún, animar ideas “totalitarias”. Lo “realista” seria reducirse a la mediocridad, a la rutina, a la alienación, rendirse ante la supuesta evidencia del “eterno presente”.

Pero esto es una supina estupidez propia de los tiempos que corren, representaciones que no pueden anular, sin embargo, la materialidad de las cosas: el recomienzo de la lucha de clases que se está viviendo y que comienza a replantar, nuevamente, la lucha emancipadora.

Es que, efectivamente, sumarse a la militancia revolucionaria conecta al militante a la obra colectiva de la transformación social.

Y esto no es algo que pueda ser desmentido por la historia, al contrario. Los grandes logros humanos, las grandes aspiraciones e ideales, los grandes logros revolucionarios de la clase obrera, siempre han sido subproducto de una acción colectiva; obra colectiva que, por añadidura, cuando es realmente revolucionaria, significa de manera concomitante y como una condición de existencia, la modificación, el revolucionamiento de la propia personalidad del militante como tal.

Es decir: la militancia, cualesquiera que sean los problemas o “sacrificios” de alguna comodidad que pueda contener, es una “disparadora de la personalidad”, una empresa que la revoluciona como ninguna otra: ¡lo más apasionante que pueda haber como dedicación de la propia existencia!

Insistimos. Lo más transformador de la propia personalidad, lo que da más posibilidades de desenvolver “el ser genérico del hombre” del que hablaba Marx en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844: “El hombre es un ser genérico no sólo porque en la teoría y en la práctica toma como objeto suyo el género, tanto el suyo propio como el de las demás cosas, sino también, y esto no es más que otra expresión para lo mismo, porque se relaciona consigo mismo como el género actual, viviente, porque se relaciona consigo mismo como un ser universal y por eso libre”.

Es decir: es esa “aspiración universal” la que, efectivamente, libera todas las potencialidades de la personalidad, las potencialidades del militante.

¿Cómo ser revolucionario en condiciones no revolucionarias?

Pero como ninguna experiencia humana se desarrolla en abstracto, fuera de las determinaciones de la época, y la militancia tampoco, lo planteado arriba no podría dejar de pasar por las condiciones históricas en las cuales se desarrolla hoy la militancia revolucionaria, condición, presiones, que en cierto modo hay que enfrentar, no dejar que nos sometan.

Es evidente que en condiciones revolucionarias la dedicación militante es más peligrosa pero más “sencilla” también; nadie de la población activa se querrá perder participar de una revolución social en marcha, por así decirlo (¡de ahí que el compromiso militante en los años ‘70, por ejemplo, haya sido el de una generación entera!).

Ocurre sin embargo que en la actualidad, el peso de los factores que conspiran contra la militancia, son enormes. Existe una combinación de circunstancias que apuntan contra la condición militante, tanto económicas como políticas e ideológicas.

Económicamente, entre sectores del estudiantado de capas medias, están en obra una serie de “seducciones” entre las cuales una no menor en estos tiempos de globalización, es, precisamente, el “turismo mundializado”: la facilidad para ello de los créditos y mecanismos de financiamiento por el estilo (¡mecanismo, el del crédito, universal para “enganchar” en el consumo a todas las clases sociales!).

Pero de manera concomitante con tantos factores económicos “seductores”, están también las representaciones ideológicas de los tiempos presentes.

Se trata, en fin, de una serie de rasgos que se combinan y que hacen a la militancia en estos “tiempos posmodernos”, a las presiones sociales e ideológicas a las que está sometida y que tienen que ver con una serie de características del período: el vuelco a la vida individual, a la exaltación “hedonista”; el perder de vista que las cosas podrían ser diferentes a lo que son; el vivir al instante, con la sola dimensión del presente; la pérdida de la dimensión de futuro y, también, del pasado, la lucha de las generaciones que nos antecedieron.

Una suerte de idea general de pérdida del compromiso, de la pasión por las perspectivas globales, colectiva, emancipadora, liberadora de las potencialidades que anidan en cada personalidad.

Esto nos lleva a lo que queremos señalar en este punto: la circunstancia que es difícil ser revolucionario en condiciones no revolucionarias, porque obliga a ir contra la corriente, porque obliga a mantener las amplias miras en medio de la mediocridad general, porque obliga a no dejarse ganar por el discurso de que las cosas no podrían ser transformadas.

Se trata de problemas reales a los que se les adosa una representación ideológica, pero que surge terrenalmente de las condiciones del presente y que se multiplican en condiciones de estabilidad política, de bajónen la lucha de clases.

De ahí que en la educación política de la joven militancia sea menester poner este tipo de problemas sobre la mesa. ¿Cuál es el antídoto más clásico a este tipo de presiones?:la lucha de clases; la formación y participación de la militancia, de las nuevas generaciones, en las grandes y pequeñas luchas obreras.

Es que para cualquier militante con sensibilidad, el hecho que se desarrolle una lucha colectiva (¡y más aún si es radicalizada!), es una comprobación de la vigencia de la lucha por la transformación social. Y no solo una comprobación, ¡sino una experiencia a ser vivida que la mayoría de la militancia (una mayoría que tenga “sangre en las venas”), no se querrá perder por nada del mundo!

Mucho se habla de las revoluciones, de sus peligros. Pero se habla menos de lo emancipador que es para la personalidad de cada uno de los participantes, del despertar que significa, del aprendizaje que se realiza en días y semanas, y que concentra una adquisición mayor de conciencia y experiencia que muchas décadas de estabilidad.

Lo hemos dicho muchas veces: no hay nada más emancipador, más “desarrollador” de la personalidad humana, más apasionante, que la militancia revolucionaria, sea en la época que sea (cada generación debe asumir la parte que le toca de la tarea histórica de la transformación social), que la participación en la acción colectiva de la revolución socialista, que la construcción del partido revolucionario a tales efectos.

Noviembre 2015

Construcción de vanguardia en una clase trabajadora no socialista

Los capítulos no escritos del ¿Qué hacer?

A propósito de una reciente gira por Centroamérica se suscitó un riquísimo debate con nuestros compañeros de Honduras y Costa Rica. El mismo se sustanció alrededor de las condiciones actuales de la construcción de las organizaciones revolucionarias internacionalmente hablando y en la región centroamericana en particular.

En dicho intercambio insistimos –de manera pedagógica- en el hecho que al ¿Qué hacer? de Lenin le “faltaba” todo un capítulo vinculado a las leyes específicas de la construcción de las organizaciones de vanguardia en las condiciones donde el proletariado no es aún socialista. Circunstancia histórica que al gran revolucionario ruso no le tocó vivir, pero que es todavía la que prevalece hoy aun en medio del actual período de recomienzo de la experiencia histórica de los explotados y oprimidos.

Nuestros problemas y los de Lenin

Como venimos señalando, uno de los intercambios principales que tuvimos con nuestros compañeros centroamericanos giró en torno a las condiciones generales para la construcción de nuestras organizaciones en relación a otros períodos históricos.

Partimos del hecho básico de afirmar que las mismas vienen mejorando en el actual ciclo de rebeliones populares, en el que está emergiendo una nueva generación militante. Sin embargo, esas condiciones todavía son muy distintas a las que prevalecían un siglo atrás en lo que hace al nivel alcanzado por la subjetividad de la clase trabajadora y esto permite explicar muchas de las “regularidades” o “leyes de construcción” de nuestras organizaciones en la actualidad.

A comienzos del siglo XX, sobre todo en Europa, existía un movimiento obrero que era socialista y estaba agrupado en partidos socialdemócratas de masas que hacían parte de la II Internacional. El principal partido era la socialdemocracia alemana (SPD, Partido Social Demócrata) que agrupaba un millón de afiliados, dirigía sindicatos con 3 ó 4 millones, editaba 20 ó 30 diarios y tenía un bloque parlamentario de 30 a 40 diputados. Tal era su tamaño que se lo consideraba una suerte de “Estado dentro del Estado”.

Si en la socialdemocracia alemana –el partido dirigente de la II Internacional- las magnitudes se contaban por millones, en los “pequeños” círculos del socialismo ruso los números abarcaban  “sólo” decenas de miles (la suma de las tendencias bolchevique y menchevique promediando la primera década del siglo podía oscilar alrededor de los 80.000 militantes). De ahí que los dirigentes alemanes miraran a los rusos por “encima del hombro”, y que el mismísimo Lenin se considerara un discípulo de Bebel y Kautsky 1, respectivamente el principal dirigente y el principal teórico del partido alemán.2

El bolchevismo tuvo la suerte de poder construirse como un ala izquierda de este movimiento socialista de masas del cual terminó siendo su fracción revolucionaria. Fracción que “salvó el honor” del movimiento socialista internacional con la toma del poder en octubre de 1917 mientras que la flor y nata de la socialdemocracia alemana, austríaca, italiana y francesa desbarrancaba en el “social-chovinismo” poniéndose del lado de su propia burguesía en la carnicería ínter-imperialista de la Primera Guerra Mundial.

En cualquier caso, se trataba de condiciones históricas muy distintas a las que tuvo que enfrentar el socialismo revolucionario a partir de los años 1930 con la emergencia simultánea del stalinismo y el nazismo, la “medianoche del siglo XX”. Un período histórico en el que hubo que aprender a nadar a contra corriente y cuyas consecuencias negativas se extienden hasta cierto punto al día de hoy, fenómeno que se “superpone” con la emergencia de una nueva generación luchadora al calor del actual ciclo de rebeliones populares.3

No deja de ser impactante que en Lenin y Trotsky el problema del esfuerzo subjetivo a la hora de la captación, del reclutamiento de nuevos militantes, tan importante en las organizaciones del trotskismo después de la Segunda Guerra Mundial (¡donde muchas veces se los contaba con los dedos de una mano!), no tenga importancia alguna. A Trotsky este problema recién se le planteó con agudeza a partir de los años 30, cuando tenía que poner en pie una nueva internacional en condiciones donde su corriente era una extrema minoría.4

Pero en Lenin, el problema decisivo siempre fue la puesta en pie del partido revolucionario a partir de darle unidad política y centralización a los núcleos socialdemócratas dispersos por toda Rusia. El piso más alto en la construcción partidaria de la que partió Lenin en relación a nuestras organizaciones, es lo que explica esos capítulos “faltantes” en el ¿Qué hacer? en lo que hace a la captación de nuevos militantes o, más en general, en lo que tiene que ver con las leyes de construcción de nuestras organizaciones de vanguardia en las actuales condiciones de la lucha.

Volviéndonos hacia el joven Trotsky, es evidente que la “tensión constructiva” propiamente dicha aparece diluida y lo que se desprende es una acción de publicista donde se sientan posiciones para dar batalla política en el seno de un movimiento socialista constituido.

Si una porción de masas de la clase obrera era socialista, el problema pasaba, en todo caso, por la constitución de esa clase obrera –o, mejor dicho, de la vanguardia de la clase– en partido revolucionario rompiendo con el reformismo. De ahí que la envergadura y los números de las organizaciones de un siglo atrás sean inconmensurables con las que vinieron luego, donde la captación de miembros para el partido pasó a ser su “primera condición existencial”: un asunto de vida o muerte y algo que sigue siendo invariable hasta hoy 5, aunque también en el seno del trotskismo hay organizaciones de muy diferente tamaño y las perspectivas constructivas se caracterizan hoy –a diferencia de los años 90– por un signo ascendente: “El trotskismo parece estar en una tendencia hacia un mayor ‘espacio’ (…) pero, al mismo tiempo, todavía están presentes las consecuencias de la caída del Muro de Berlín. Estamos en un recomienzo histórico, emerge una nueva generación, pero todavía se parte de muy atrás. (…) Las leyes de construcción –todavía hoy- son por acumulación hasta que se llega a un punto determinado en el cual se logra dar un salto en calidad. Pero esta acumulación lleva todo un período histórico: casi la historia entera de la cosa. Y, además, un período en el que hay que saber aprovechar cada oportunidad por mínima que sea para construirse; toda mínima posibilidad por insignificante que parezca a primera vista, para dar un paso”. (Texto de construcción de la corriente Socialismo o Barbarie)

La generación YOLO (You Only Live Once – sólo se vive una vez)

La inexistencia hoy de un movimiento obrero socialista de masas marca una de las más importantes diferencias “subjetivas” respecto del “ambiente” político del siglo pasado.6 Esto se agrava en la medida que el conjunto de las identidades políticas son mucho menos definidas, más “lábiles”, epidérmicas o variables. La clase obrera, generalmente, no se reconoce como tal, tiene poca conciencia de clase “para sí” y vive una crisis de alternativas frente a lo existente: el capitalismo.

Esto se expresa en las nuevas generaciones en una suerte de “cretinismo topográfico-político” en relación a las condiciones históricas de su acción. Al eterno presente, a la pérdida de perspectivas, de visión de futuro, se le agrega su corte con la memoria histórica de los hechos del pasado, lo que los deja desorientados, sin comprensión del lugar histórico, su lugar en el encadenamiento de los acontecimientos, que les toca vivir.

Y esta pérdida de perspectivas más generales se expresa en una suerte de cambio cósmico en relación a las condiciones del pasado donde, en general, las generaciones se mostraban más comprometidas, llegando a extremos ultraizquierdistas (los años 70) donde la idea en muchos era “entregar la vida” como lo había hecho el Che Guevara.

Si la tradición del marxismo revolucionario no tiene por meta entregar la vida de ningún militante, sino hacer que los mismos revolucionen su existencia al calor de la lucha por la transformación social (lo que, necesariamente, implica sacrificios en determinados niveles), de todas maneras se observa el cambio copernicano de condiciones en relación a la situación de hoy donde domina una suerte de hedonismo o vivencia del eterno presente, no sacrificar nada que tiene que ver con el goce personal. De ahí la generación “YOLO” de la que estamos hablando, en relación a cómo muchos jóvenes rechazan el compromiso o la militancia, o la ponen en un segundo lugar alegando que “uno vive una sola vez” y entonces el “disfrutar la vida” es el único parámetro de evaluación de la propia experiencia.

Volviendo a lo anterior, si los socialistas revolucionarios un siglo atrás nadaban en una pileta llena de agua (tenían un amplio entorno para su actuación), el problema de la construcción de partido a partir de la segunda posguerra fue que la pileta quedó casi vacía. Los movimientos obreros quedaron hegemonizados por el stalinismo, la socialdemocracia y el nacionalismo burgués, y desde el trotskismo fue muy difícil sobreponerse a eso; ahí surgieron las leyes o criterios metódicos de la construcción de las organizaciones de vanguardia en las condiciones de un espacio más o menos reducido para las organizaciones revolucionarias, y de una durísima lucha por su existencia entre ellas, tema que hemos tratado en múltiples ocasiones.

Hoy las condiciones están variando en más de un sentido; no estamos ya en una etapa de retroceso general de la lucha de clases como cuando el período posterior a la caída del Muro de Berlín, sino de recomienzo histórico de la experiencia. Sin embargo, el problema específico que nos atraviesa, es que este recomienzo de la experiencia histórica arranca de niveles muy bajos de subjetividad, de ahí que no sea fácil construir partido.

Comienza a haber agua en la pileta. Pero todavía no estamos hablando, ni de cerca, de una pileta olímpica como la que gozaron los bolcheviques, sino más bien de una combinación contradictoria entre manifestaciones crecientes de luchas y rebeldía al tiempo que una falta todavía de un proceso objetivo de radicalización política en el seno de la amplia vanguardia y de franjas de masas de los trabajadores.7

Julio 2014

  1. Sin olvidarnos de Georg Plejanov, fundador del marxismo ruso, otro de los maestros de Lenin. Una figura que en los últimos años de vida giró hacia el social-chovinismo. Lenin reivindicará siempre, sin embargo, la tarea histórica fundacional del marxismo que llegó a cumplir para Rusia en los mejores años de su vida.
  2. Bebel murió antes de comenzada la Gran Guerra y no llegó a ser partícipe de la bancarrota chovinista de la Segunda Internacional. Kautsky, considerado el guardián de la “ortodoxia” socialdemócrata, terminó siendo un enemigo acérrimo de la Revolución Rusa, mostrando que la “ortodoxia” como tal nunca resuelve ningún problema en materia revolucionaria.
  3. Se trata como de dos temporalidades que van en sentido contrario: la herencia de la idea del “fin de la historia” a partir de la caída del Muro de Berlín, al tiempo que el “despertar” a la lucha de las nuevas generaciones y las representaciones que se comienzan a hacer del mundo a partir, precisamente, de esas mismas luchas.
  4. Señalemos, de paso, que Ramón Mercader se aprovechó de esta atención casi personalizada de cada nuevo compañero por parte de Trotsky para asesinarlo.
  5. Como hemos señalado, si el número de militantes en la socialdemocracia se contaba por millones, en el bolchevismo y demás corrientes revolucionarias alcanzaba, al menos, decenas de miles. Comparar con las organizaciones del movimiento trotskista caracterizado por cientos y miles, pero no todavía por decenas de miles de militantes.
  6. Los factores objetivos están vinculados a las transformaciones estructurales en el seno de la clase obrera relacionados con la ampliación en sus filas sin ningún parangón histórico, al tiempo que con una gran heterogeneización en las condiciones de contratación, todo lo cual genera nuevos problemas, sin perder de vista el factor enormemente dinámico y revolucionario de la emergencia de una nueva generación obrera.
  7. Esto ocurre más allá de que es un hecho el crecimiento de la votación hacia la izquierda revolucionaria en determinadas experiencias y/o países, votación que expresa el aumento de la simpatía general hacia la izquierda clasista, pero no todavía un verdadero proceso de radicalización; serán necesarios más agudos hechos de la lucha de clases para que se pase este Rubicón.

 

Por Roberto Sáenz, Revista SoB 30-31, noviembre 2016

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