Una
polémica de importancia trascendental
La
nueva cuestión agraria
La
rebelión de los patrones rurales y la izquierda argentina
Por
José Luis Rojo[1]
Índice:
I.
Introducción
II.
Campos burgueses en pugna
III.
Los nuevos actores sociales en el campo argentino
IV.
“Marxistas” con el campo... enemigo
V.
El retorno del socialismo liberal
VI.
Un programa socialista para el campo argentino
II. Los campos burgueses en pugna
Arranquemos
con una apretada caracterización de la crisis que partió
el frente burgués en la Argentina. Esta clara división
de la clase dominante, sobre todo de la burguesía agraria
respecto del gobierno K, es la más seria desde el comienzo
del siglo cuando el gobierno de Néstor Kirchner logra ir
reabsorbiendo la rebelión popular desencadenada el 19 y 20
de diciembre del 2001, al tiempo que se soldaba la unidad
burguesa alrededor de una importante recuperación de la
economía.
La
herencia de la crisis, el “modelo” Kirchnerista y la
división burguesa
El
gobierno de Kirchner encarna una combinación particular: mantiene
una serie de condiciones estructurales heredadas de los 90
–en puridad, comenzadas ya desde la dictadura
militar– a las que le suma elementos de cierto
“proteccionismo” y regulación estatal de la economía.
Se
trató de una cierta readecuación del neoliberalismo puro y
duro de la década menemista dejando en pie varios de sus
pilares fundamentales: la precarización y flexibilización
laboral; la privatización de la mayoría de los servicios públicos
y los recursos naturales; la aguda tendencia a la
extranjerización de la economía nacional.
Sin
embargo, sobre esta base material se introdujeron una serie
de modificaciones de importancia en el funcionamiento económico.
La más importante, obviamente, fue la devaluación de la
moneda. El paso del 1 a 1 al 3 a 1 operó como mecanismo de
“protección” de la economía nacional, facilitando una
recuperación de la competitividad en términos
internacionales, al tiempo que posibilitó cierto rescate de
las ramas sustitutivas de importaciones. Esta recuperación
de la competitividad no deja de ser artificial en la medida
en que no está mayormente basada en saltos de productividad
producidos por un aumento de la inversión, sino en
el mantenimiento de condiciones de superexplotación del
trabajo.
Junto
con esto, y ante la tendencia creciente en esos momentos,
primer mitad del 2008, de los precios internos a equipararse
con los internacionales por la vía de un creciente
proceso inflacionario (la ley del valor siempre
termina por imponerse; veremos esto más adelante), se
establecieron mecanismos regulatorios como acuerdos de
precios con diversos sectores empresariales, al tiempo que
toda una serie de subsidios para determinadas ramas
de la economía.
La
devaluación y la recuperación de la economía permitieron
un fuerte aumento en la recaudación impositiva del Estado y
un importante superávit fiscal. Se mantuvo un elevado índice
de impuestos directos al consumo popular, a los salarios a
partir de determinado monto (disfrazado como “impuesto a
las ganancias”) y a la operatoria financiera (cheques), en
el marco de conservar la estructura regresiva del sistema
tributario.
Al
mismo tiempo, a partir de la devaluación de la moneda, se
restablecieron impuestos a las exportaciones agrarias (pero
de ninguna manera al escandaloso negocio minero,
completamente en manos de multinacionales y que reporta
ganancias siderales), cuyos ingresos fueron creciendo a lo
largo de los últimos años al compás de la explosión de
los precios internacionales de las materias primas hasta que
la tendencia se revirtió brutalmente a partir del estallido
de la crisis económica mundial.
Sin
embargo, la economía no dejó de acumular signos de
creciente deterioro. En el núcleo de este proceso está la tendencia
a la pérdida de competitividad internacional, en
tanto los beneficios logrados con la devaluación tendieron
a ser horadados por la creciente inflación, sin que hubiera
un salto cualitativo en materia de inversiones.
Este
proceso inflacionario, repetimos, era producto –entre
otros factores– de la tendencia de los precios
nacionales a equipararse con los internacionales, como
expresión de la ley del valor considerada mundialmente.
“La
recuperación económica posterior a 2002 estuvo marcada por
la devaluación y las retenciones. De esta forma, muchas
empresas que no estaban en condiciones de sobrevivir en los
90 renacieron de las cenizas. Se trata de capitales que por
su pequeño tamaño tienen poca tecnología y emplean mucha
mano de obra. Pero por esta misma razón desaparecerían
(una vez más) junto al empleo que crearon si no contasen
con la protección cambiaria. Por supuesto, también
se beneficiaron de la devaluación los capitales más
grandes radicados en el país, que vieron pesificados sus
costos, en particular el pago de salarios. Pero sostener
este esquema no sale gratis. Mantener el peso por debajo de
su valor implica una transferencia de riqueza hacia los
capitales protegidos; por cada dólar reciben más pesos
que si el Estados no interviniese”.[1]
A
la propensión inflacionaria contribuyeron muchos factores:
la presión al alza de las commodities agrícolas e
hidrocarburíferas en el mercado mundial; el cuello de
botella –que también contribuyó al alza de estas mercancías
en el mercado interno– en materia energética; la
utilización creciente de la capacidad instalada, lo que debía
obligar a nuevas inversiones para ampliar la escala de
producción, so pena de un aumento de precios en mercancías
cuya oferta no alcanza a satisfacer la demanda; una cierta
recuperación salarial (hasta 2006), aunque sin llegar a
alcanzar siquiera del todo los niveles precrisis, y que
funciona como una de las anclas más importantes de
la ya deteriorada “competitividad”, etc.
A
esto se sumó el costo de mantener un dólar sobrevaluado,
obligando permanentemente a “esterilizar” los pesos
tirados a la plaza mediante la emisión de títulos públicos,
lo que terminó generando el recomienzo de un mecanismo de
endeudamiento estatal.
La
base material de todo el problema era –y es– la ausencia
de verdaderas transformaciones estructurales y de un plan de
desarrollo económico que permitiera elevar –de
manera no artificial sino real– la productividad y
competitividad del conjunto de la economía.
Milcíades
Peña ya había advertido acerca de los límites
estructurales de todo gobierno burgués en los países
atrasados: “El desarrollo industrial ha adquirido la forma
de pseudo industrialización, es decir, de un
crecimiento de la industria fabril que se caracteriza en lo
esencial por no subvertir el atraso del país
(...). La gran industria moderna instalada coexiste con
un atraso general de la economía, el que a su vez,
reacciona sobre la industria imprimiéndole un carácter improductivo,
ineficiente, atrasado en su conjunto pese a la importación
aislada de tal o cual última palabra de la técnica. Esta
coexistencia del atraso con la última palabra de la técnica,
de las formas más adelantadas de la empresa capitalista con
la improductividad y la ineficiencia general de la economía,
todo un cuadro de contrastes que caracteriza la Argentina y
a todos los países atrasados, configura lo que Trotsky
denominara el desarrollo desigual”.[2]
En
el mismo sentido, respecto de los K se ha señalado que
“inevitablemente aparecen desequilibrios en los
sistemas de subsidios y precios administrados desde el
Estado; desequilibrios que se reproducen de manera ampliada
a medida que avanza la acumulación de capital. Además,
llega un punto en que se producen cuellos de botella. Esto
ocurre porque los capitalistas que sobreviven con subsidios invierten
poco y no amplían su base productiva. De esta manera
los costos son crecientes, la baja rentabilidad acentúa la
carencia de inversiones, y la estructura productiva atrasada
demanda más y más subsidios. Por último, si ya es muy
difícil tener un sistema de protecciones y subsidios
equilibrados, más difícil aún es librarse de él una vez
que se ha instalado y consolidado. En definitiva, lo que se
proclamaba buscar, un desarrollo armónico de las fuerzas
productivas con distribución progresista de los ingresos,
fracasa”.[3]
Además:
“El movimiento natural por la sobrevivencia de un capital
menos desarrollado es negarse a la competencia,
proteger sus fronteras y establecer un monopolio nacional
‘nacionalista’ (dentro del cual puede haber competencia
intranacional). Sería la única manera capitalista de
acumular capital y desarrollarse autónomamente. Sin
embargo, el capital más desarrollado tiende a destruir
todas las barreras proteccionistas del capital menos
desarrollado, y lo empuja imperiosamente a la
competencia”.[4]
Por
último, recordemos que “los países subdesarrollados se
encuentran comúnmente en desventaja en el comercio mundial
porque sus tecnologías atrasadas conllevan mayores
costos unitarios (siendo igual todo los demás). Ésta
es, precisamente, la razón por la cual el bajo nivel de
los salarios y/o los ricos yacimientos naturales
se convierten en factores clave de las exportaciones de los
países del Tercer Mundo que pueden ser competitivas en el
mercado internacional. Los mismos factores tienden a atraer
a los poderosos capitales extranjeros, que no sólo
desplazan a los capitales locales, sino también refuerzan
el grillo que ata el nivel de salarios. Estos bajos
salarios, a su vez, inhiben la modernización capitalista
de tecnología, porque el costo adicional de métodos más
intensivos en capital no debe exceder el ahorro en el costo
de trabajo desplazado si se quiere reducir el costo medio.
En consecuencia, el resultado normal del comercio
capitalista internacional, es la intensificación del
desarrollo desigual a escala mundial”.[5]
Precisamente,
los límites orgánicos de clase de los esposos K se
expresan en la ausencia total de todo vestigio de “burguesía
nacional”; así como en su incapacidad de tomar siquiera
medidas de tipo capitalistas de Estado, lo que los
deja muy lejos de poder caracterizarlos incluso como “neodesarrollistas”.
Claudio
Katz y otros autores han esbozado esta caracterización para
el gobierno K, que tiene el valor de establecer los matices
que de alguna manera han caracterizado a algunos de los
gobiernos que emergieron en la región luego de las
rebeliones populares de comienzos de siglo respecto de lo
que fue la norma en los 90. Dicho esto, la realidad es que
prácticamente ninguno de ellos (salvo el caso de Hugo Chávez)
ha cuestionado seriamente la herencia neoliberal.
Las
presiones sobre la competitividad y la creciente necesidad
de financiamiento estatal para mantener el mecanismo económico
en funcionamiento fueron las razones que actuaron por detrás
de la famosa resolución 125. Al gobierno no podía pasársele
por alto que la coyuntura de la economía mundial estaba
generando una renta diferencial extraordinaria para
países productores de materias primas como la Argentina. Y
esta renta es una de las fuentes de financiamiento par
excelence en este tipo de gobiernos “progresistas”,
y sólo es “redistribuida” en función del mantenimiento
del esquema económico.
Ante
la posibilidad de recibir ganancias absolutamente
extraordinarias y en prevención de una crisis en el
horizonte más o menos próximo (crisis que ya llegó...),
las entidades patronales del campo reaccionaron poniendo el
grito en el cielo: ¡de ninguna manera iba a ser el
“campo” el que pagara la cuenta de la crisis nacional!
Precisamente
alrededor de la apropiación de estas ganancias
extraordinarias, así como ante los crecientes signos de una
crisis económica de magnitud, se desató la más grande
puja vivida en el país en los últimos años. Una disputa
feroz que generó una fractura en la burguesía alrededor
del “modelo” de acumulación.
Al
comienzo del conflicto agrario esto no estaba claro. El
planteo comenzó como puramente “sectorial”. Pero con el
desarrollo de la lógica “objetiva” de la crisis,
lo que se terminó abriendo es un debate global: una abierta
pelea acerca de la orientación económica de conjunto
para el país.
¿Qué
es lo que quedó cuestionado? No se trataba, claro está, de
los elementos que tienen continuidad con el capitalismo
neoliberal instaurado en los 90 (a pesar de algunas voces
demagógicas como las de Eduardo Buzzi, de la Federación
Agraria Argentina, a la que hacen coro los idiotas útiles
de la “izquierda campestre”). El carácter abiertamente
reaccionario de los cuestionamientos se expresó en la
puesta en cuestión de los tímidos elementos de
regulación estatal introducidos por el gobierno de
Kirchner como bastarda respuesta burguesa a la rebelión
popular desatada en el 2001. El cuestionamiento a los
impuestos a las exportaciones, al rol del Estado en la
economía, a los acuerdos de precios, la exigencia de libre
exportación, el desentenderse del consumo de las ciudades,
el esbozo de un mecanismo de relacionamiento económico
directo con el mercado mundial, socavan supuestos
específicos del “modelo” K en eventual beneficio de
una forma más “ortodoxa” de racionalización de la
economía nacional; forma que, coyunturalmente, ha quedado cómo
“devaluada” por la emergencia de la crisis mundial.
Por
supuesto,
mecanismos como la devaluación o apreciación de la moneda
son clásicas recetas capitalistas que tienen por objetivo
un determinado tipo de racionalización de la economía
nacional necesaria en uno u otro momento.
Porque
“la caída de la protección efectiva vía la periódica
sobrevaluación del peso cumple un papel adicional a su
determinación como simple modalidad de apropiación de
renta de la tierra por el capital industrial. Cuando la
brecha relativa de la productividad se agudiza, el
abaratamiento de los medios de producción importados crea
la base para reducirla, al permitir importar equipamiento
que, por más que está superado para la escala del mercado
mundial, resulta de última generación para la restringida
escala interna. De modo que la sobrevaluación, y la reducción
progresiva de los aranceles aduaneros que se suma a ella, no
llevan consigo la simple aniquilación de producciones
industriales locales por el avance de la importación. Esta
aniquilación es expresión de que los capitales
industriales subsistentes se están liberando del lastre de
las ramas cuya escala nacional las ubica ya demasiado lejos
de la productividad del trabajo imperante en el ámbito
mundial. Al mismo tiempo, la aniquilación en cuestión
multiplica el ejército industrial de reserva, presionando
los salarios hacia abajo, con el consecuente beneficio para
los capitales subsistentes. Lejos de contraponerse a la
modalidad específica que caracteriza al proceso nacional de
acumulación (...), la sobrevaluación y la reducción de
impuestos a la importación son momentos necesarios de su
reproducción”.[6]
Desde
otro ángulo, el gran revolucionario ruso León Trotsky no
decía otra cosa: “[Estamos] en una época de
descomposición del capitalismo, cuando, en términos
generales, no puede ni hablarse de reformas sociales sistemáticas
ni de elevación de los niveles de vida de las masas; cuando
la burguesía retoma cada vez con la mano derecha el doble
de lo que ha dado con la izquierda (impuestos, derechos
aduaneros, inflación, ‘deflación’, carestía de la
vida, despidos, reglamentación policíaca de las huelgas,
etc. (...). Ni la inflación monetaria ni la estabilización
pueden servir de consigna del proletariado, porque no son
sino dos extremos de un mismo hilo”.[7]
La
mítica burguesía “nacional”: ausente con aviso
Profundicemos
en la caracterización de los bandos en pugna. Si es
un hecho que la renta agraria venía siendo redistribuida –mecanismo
de retenciones mediante–
del agro a las patronales industriales y de los servicios públicos,
no se puede decir que éstas hayan “puesto el cuerpo” en
esta disputa. Todo lo contrario: terminaron privilegiando,
en última instancia, tomar distancia del supuesto
“cuestionamiento” que el gobierno pretendió hacer a los
derechos adquiridos de los “productores” a la propiedad
privada de sus ganancias[8].
Así, mientras de un lado apareció con toda claridad el
frente único de todos los sectores propietarios del campo,
no ocurrió lo propio del otro lado.
Es
que, aun sin llegar a serlo, al gobierno K sufrió el síndrome
de todos los nacionalismos burgueses de la
periferia: la ausencia de una burguesía nacional de
carne y hueso. De ahí que a lo largo del conflicto
agrario el gobierno haya recibido sólo muy tímidas
manifestaciones de apoyo de insignificantes sectores pymes.
No
se trata de un problema puramente argentino: con matices,
algo similar ocurre en varios países de Latinoamérica,
como Venezuela, Bolivia o Ecuador, no casualmente, países
en los que ocurrieron rebeliones populares a comienzos de
este siglo. Es que como subproducto de esas rebeliones y
para contenerlas dentro de límites capitalistas, emergieron
gobiernos burgueses que, aun con agudas diferencias entre sí,
tienen un elemento en común: la búsqueda de mecanismos
mediante los cuales montar un sistema de paliativos y/o
concesiones que puedan reabsorber los fervores populares.
Sin
embargo, y pasado un tiempo – con las grandes
masas, más o menos, aunque no del todo, sacadas de escena–
comienza a emerger una oposición burguesa con rasgos
reaccionarios y que levanta reivindicaciones que apuntan
a cuestionar o ponerle estrictos límites a toda
“concesión” que directa o indirectamente se haya hecho
a las masas populares; proceso que, en lo inmediato, ha
quedado –en cierto sentido– cómo entre paréntesis por
la crisis mundial...
En
la Argentina, las retenciones a las exportaciones
agropecuarias, en momentos de boom internacional del precio
de las materias primas, hacían las veces de mecanismo
capitalista de transferencia de fondos de un sector patronal
a otro, lo que ayudó indirectamente a recomponer el
empleo industrial. La hegemonía kirchnerista se anudó
alrededor de una reducción significativa del desempleo y un
aumento de los puestos de trabajo a costa del mantenimiento
de condiciones de superexplotación de los trabajadores y de
salarios miserables en pesos devaluados. Todo en directo
beneficio no sólo de las patronales de la industria, sino
también, paradójicamente, de los grandes, medianos y hasta
pequeños productores agrarios. Pero ninguno de estos
sectores burgueses era ni es “nacional” (en el sentido
de un proyecto propio con cierta autonomía del
imperialismo).
Justamente,
la rebelión sojera volvió a poner sobre la mesa una lección
que por enésima vez desmiente los relatos del nacionalismo
burgués de izquierda: no sólo hoy día prácticamente no
hay grupo económico “nacional” de cierta importancia
que no esté inextricablemente unido a capitales
multinacionales, sino que en países semicoloniales como el
nuestro jamás hubo –y menos podría haberla hoy– una
burguesía autóctona con vocación independiente.
Esto es lo que ha hecho siempre tan vacías las
invocaciones de los Kirchner a la “causa nacional”, al
tiempo que, en los hechos, siempre se apoyaron en los
grandes grupos económicos transnacionalizados que dominan
la economía del país[9].
Perdido
el apoyo patronal directo, el gobierno tampoco logró, a lo
largo de toda la crisis, el sustento de amplios sectores
populares. Es que si su discurso fue incorporando elementos
de creciente “radicalidad” nunca en los 130 días que
duró la crisis las palabras y amenazas fueron
seguidas por hechos.
¿Cómo
se explica esto? Muy sencillo: los Kirchner siempre dijeron
que su proyecto era una Argentina como “país capitalista
normal”. Cuando tocaron la campanita en la Bolsa de
Comercio yanqui, lo hicieron señalando su profesión de fe
de que el capitalismo se habría demostrado como el sistema
que permite “consumir mejor”. Sus convicciones
capitalistas jamás estuvieron en duda.
En
realidad, y a pesar de la aguda pérdida de credibilidad del
gobierno, estas credenciales pro sistema fueron revalidadas
aun bajo la presión de una tremenda crisis que arrasó con
gran parte de su capital político. Ni así cambiaron un milímetro
su carácter burgués. Con sólo tomar una medida realmente
popular, como hubiera sido un simple aumento de salarios
para compensar la tremenda escalada inflacionaria (medida
que, claro está, ni por asomo podría considerarse como
“anticapitalista”), seguramente habrían ganado al menos
parte de la opinión pública.
La
lógica de clase de su gobierno les impidió hacer nada
parecido. Perdido el apoyo de lo más granado de la burguesía,
con el giro a la derecha de amplias porciones de las clases
medias y el justo repudio de la opinión pública popular
ante el deterioro económico general, el gobierno de
Cristina pareció quedar súbitamente en el aire, sólo
sustentado por el aparato de Estado, parte del PJ, parte de
la burocracia sindical y de un sector del movimiento de
desocupados hace tiempo cooptado desde el mismo Estado.
En
estas condiciones, el final era sólo cuestión de tiempo:
terminó perdiendo la pulseada porque el aparato de Estado
nunca puede suplantar –por sí mismo– la falta de
apoyo en alguna de las clases fundamentales de la sociedad:
sea la burguesía y el imperialismo, sea la clase
trabajadora.
El
gobierno de Cristina K quedó a la búsqueda de un rumbo que
le permita recuperar al menos parte de la confianza de la
clase para la que finalmente gobierna (la gran burguesía
nativa o extranjera, del campo o la ciudad).
Los
ruralistas: el libre mercado por todo programa
Caractericemos
ahora el
bando del “campo”, que parece tender a expresar
una versión modernizada del modelo agroexportador de
comienzos del siglo XX. Las entidades ruralistas propagan a
los cuatro vientos “todos
somos el campo”. Pero en un país como Argentina, donde la
inmensa mayoría de la población es urbana, el retorno al
esquema agroexportador “puro” significaría,
sencillamente, la necesidad de “eliminar” a veinte
millones de personas. Según el último censo poblacional,
poco más del 10% es “rural” (localidades con menos de
2000 habitantes), y cerca de 21 millones de personas (el 52%
del total) viven en los diez aglomerados urbanos más
grandes del país.
“Un
reciente trabajo de la CEPAL da un golpe al narcisismo del
campo, que se considera el artífice del crecimiento
argentino y de la salvación post crisis. Según [este]
trabajo la contribución al crecimiento del PBI fue del
22,6% en la industria, 17,1% en el comercio y sólo 3,5%
en el campo (...). El mismo cuadro se obtiene del
INDEC: en el período 2003–2007, el PBI creció 8,7% en
promedio, el PBI industrial el 10,0%, y el agropecuario,
6,0%. Ergo, la contribución de la industria al
crecimiento fue mayor”.[10]
No
obstante, es un hecho real que la productividad de la
producción en la Pampa Húmeda alcanza los estándares
internacionales. De allí que, con el objetivo de embolsarse
la jugosa renta diferencial al tiempo que lograr los insumos
que necesita, el verdadero programa de las cuatro
entidades sea libre mercado y nada más que libre mercado.
Socialmente, su reflejo es “me vinculo con la economía
mundial en condiciones que me son ventajosas, y el resto que
reviente”.
Por
otra parte, cabe tener en cuenta que “este desarrollo agrícola
ocurre en un país cuya economía sigue teniendo una
productividad global inferior a la productividad de
los países desarrollados. En tanto la soja –y el aceite
de soja–
y en buena medida el maíz y trigo, se producen con niveles
de productividad de los más altos del mundo, la
productividad promedio en la industria es entre un 30 a
40% del nivel de productividad de las industrias de países
como Estados Unidos o Alemania. Esto significa que la economía
argentina continúa siendo dependiente y atrasada. De
ahí que el capitalismo agrario pampeano continúe
dependiendo de los avances tecnológicos que ocurren en los
países más desarrollados, y de la importación de
maquinaria y tecnología avanzada. Es lo que en la
literatura marxista se conoce como ‘desarrollo
desigual’. Una consecuencia de esto es que, en tanto el agro
pampeano puede competir a nivel mundial con un tipo de
cambio real bajo, las industrias que producen
bienes transables internacionalmente ‘demandan’
permanentemente un tipo de cambio real alto para salvar
la brecha de productividad que existe en el mercado
mundial”[11].
De
allí la aparición de nuevos “teóricos”
representativos de la burguesía rural: “Durante sesenta años,
la Argentina ha sostenido un modelo de clausura
industrial. Este es el modelo que hoy agoniza. Los
argentinos del interior se acaban de rebelar contra sesenta
años de exclusión unitaria, izando por su parte la bandera
federal. La única manera de salir del conflicto actual será
entonces elaborar un nuevo modelo económico que diseñe
otro futuro para todos los argentinos. ¿Cuáles tendrían
que ser los rasgos constitutivos del nuevo modelo? Quizás
contra el modelo moribundo de la clausura industrial podríamos
bautizarlo como un modelo de apertura agroindustrial.
Queremos un país agroindustrial que salga al mundo a invadir
los mercados”.[12]
En
este marco, no debería sorprender que
las organizaciones del campo (SRA, CRA, Coninagro y FAA)
hayan conformado una suerte de “frente único”. ¿Cuál
fue (y sigue siendo) el mecanismo de esta unidad de los
“productores” del campo, de muy diverso origen y volumen
de negocio? Muy simple: la absoluta “universalidad”
del reclamo. Las
organizaciones del campo se juramentaron a no levantar
reclamos diferenciados que pudieran hacer saltar por los
aires su unidad, que se soldaba alrededor de un reclamo
común: el no aumento primero y, eventualmente,
la eliminación de las retenciones a las
exportaciones. Y en esto coincidían todos los
“productores”. Una vez logrado esto, el reclamo
de “segmentación” de la Federación Agraria Argentina
se ha revelado una mera letanía, porque la propia FAA no
expresa otra cosa que los socios capitalistas menores del
negocio sojero.
Este
reclamo común es el que argumenta el empresario Gustavo
Grobocopatel: “Todas las retenciones, sean del 20,
del 35 o del 45%, son malas como concepto porque
castigan a aquellos que peor les va y favorecen la
concentración económica”.[13]
El
programa efectivo de la Mesa de Enlace de las
cuatro entidades –mas allá de palabras de ocasión
contra la “concentración económica”– no
establece ninguna distinción respecto de
grandes o chicos; respecto de “productores”,
acopiadores, comercializadores e industriales.
Y
más allá del problema de que cuando se habla de
“productores” no se sepa de qué figura económico–social
se trata –una unidad productiva familiar o un propietario
de decenas de miles de hectáreas serían igualmente
“productores” –, el mecanismo para satisfacer estos
pedidos es la exigencia de la libre comercialización de
los productos con el mercado mundial, convalidando sin
intervenciones el aumento de los precios internacionales de
los granos que se estaba verificando sólo hasta hace pocas
semanas atrás. ¡Libertad de mercado, y nada más!
Al
respecto, dice el economista marxista paquistaní Anwar
Shaikh: “No hay proposición tan crucial en las teorías
ortodoxas del comercio internacional como la así llamada
‘ley de los costos comparativos’ (...). Se trata de una
proposición (...) que afirma que en el comercio libre los
patrones de comercio serán regulados por el principio de la
‘ventaja comparativa’ (...) ninguna nación debería
temer al libre comercio, puesto que humilla a los poderosos
y levanta a los débiles. Algo similar a Dios, sólo que
mucho más confiable…”[14]
Lógicamente
que de esta “ley” se sigue que un país como la
Argentina estaría condenado de por vida a la producción de
mercancías de baja composición orgánica del capital, vía
una reprimarizacion violenta de su economía: es decir, ¡al
atraso y la dependencia por toda la eternidad!
Al
respecto, es sintomática la pintura que hace de la Mesa de
Enlace el oligárquico diario argentino La Nación: “¿Cuál
es el ideario que le da razón de ser a la unidad de las
entidades agrarias? Principalmente, la liberación de los
mercados, para que el productor reciba el precio
pleno de los productos, el fomento del aumento de la
producción y la apertura de las exportaciones, para
aprovechar el boom de la demanda mundial de commodities.
Este es el corazón del ideario de la Comisión de Enlace,
un paquete que se discute desde años antes del actual
conflicto”.[15]
Claro
que la base material para esta unidad no puede ser otra que
las transformaciones operadas en el campo argentino
(sobre todo, en la “zona núcleo” pampeana) en las últimas
décadas. Allí está la explicación del estrecho frente único
establecido entre la FAA y la Sociedad Rural (que fueron
enemigos tradicionales en el campo argentino desde el Grito
de Alcorta de 1912).
En
suma, los “productores” no están de acuerdo con los
precios que se les paga por sus productos en el mercado
interno y rechazan los impuestos que pretende cobrarles el
Estado. Claro que estos liberales, en otras ocasiones –cuando
los precios internacionales de los granos se desploman–,
no tienen empacho en pedir “precios sostén”
garantizados y financiados por el Estado… Pero en las condiciones
económicas dadas durante el conflicto, lo que pretendían
era comerciar directamente con el mercado mundial desentendiéndose
de la suerte del mercado interno, que debía afrontar
los siderales precios internacionales en
moneda local.[16]
En todo caso, fue con esta lógica de libre mercado que el
lock out agrario no dudó en poner en riesgo cierto el
abastecimiento de los explotados y oprimidos del país.
En
defensa de los ruralistas, se ha dicho que “las
retenciones como instrumento redistributivo es otro punto
polémico. Es cierto que contribuyen a desconectar los
precios internacionales de los internos, pero esta no es
toda la verdad. Los alimentos podrían ser aún más caros
en dólares, pero también más baratos si el tipo de cambio
no se mantuviera tan por encima de su nivel de equilibrio,
aunque ello implicaría costos sociales indeseables
en términos de empleo. Pero en un contexto
inflacionario en que casi todos los precios suben, no sólo
los de los productos alimentarios, los salarios se deprimen
y los más pobres están peor. De esta manera queda en jaque
el modelo de tipo de cambio alto y retenciones
crecientes para otorgar subsidios más abultados y masivos
(para pobres y ricos), mientras la permanente intervención
del Estado en los mercados estropea el clima de inversiones
para apuntalar el alto crecimiento económico”.[17]
Tal
es el núcleo de los reclamos reaccionarios como los
vividos en la Argentina en la primera mitad del año, y que
amenazan volver a cada momento (ahora exigiendo la lisa y
llana eliminación de las retenciones): la defensa del
privilegio de embolsarse toda la renta agraria
diferencial.
No
otro ha sido el contenido real del lock out agrario. Un
trabajo de Javier Rodríguez y Nicolás Arceo compara los
niveles de renta agraria en la década del 90 y en la
actualidad, y concluye que la devaluación de 2002 provocó
una modificación sustancial de la magnitud de la renta
agraria apropiada por los “productores”, que ahora se quintuplica.
La renta agraria apropiada pasa de un promedio de 1.288
millones de pesos a alrededor de los 10.000 millones de
pesos en las ya “lejanas” campañas de 2003 y 2004
(datos a valores constantes de este último año). Y si en
esos años el aumento se debió mayormente a la devaluación,
ni hablar de lo ocurrido en el último período, cuando la disparada
de los precios de las commodities en el
mercado mundial.[18]
Los
citados investigadores agregan que la devaluación no sólo
implicó una mayor apropiación de renta agraria, sino también
un elevadísimo incremento patrimonial, vía aumento
en la valuación de los campos. Considerando sólo la
provincia de Buenos Aires, ese incremento rondó los 13.500
millones de dólares, y si se incluye la superficie
dedicada a la ganadería, supera los 23.000 millones de dólares[19].
En
consecuencia, no debería haber dudas de que el opulento
movimiento social emergido con la rebelión sojera cuestionó
al gobierno K desde la derecha y una posición
socioeconómica privilegiada, no desde los intereses de los
explotados y oprimidos del país, según la fantasiosa visión
de la izquierda campestre.
Nada
de esto elimina que, desde una perspectiva de clase e
independiente, el otro bloque, el del gobierno K –a pesar
de su diaria demagogia acerca de la “distribución
social”–, sea tan patronal como el del campo, negándose,
como ya señalamos, a tomar una sola medida
“progresista” (incluso en el marco capitalista) en toda
la crisis.
En
efecto, “según el gobierno, las retenciones son en
beneficio de la población trabajadora. Sin embargo, en 2007
el salario promedio de la economía apenas arañaba el poder
adquisitivo que tenía en 2001. A su vez, este salario
equivalía escasamente al 56% del de 1973. Con semejante
evidencia, no puede sino concluirse que la riqueza social
apropiada mediante retenciones, y en su momento mediante la
sobrevaluación del peso, sólo sirve para alimentar el
proceso nacional de acumulación del capital, que,
mientras reproduce prósperamente hoy a los llorosos
propietarios rurales, condena a la clase trabajadora al
empobrecimiento aun en pleno auge económico”.[20]
En
fin, apenas finalizado el primer capítulo de la crisis, y
con una lógica de clase de hierro, cuando de lo que se
trata es de las necesidades y reclamos de los trabajadores,
ambos bandos no han dudado en cerrar filas para descargar
todo el peso de la crisis sobre la clase obrera.
»»» al capítulo
III »»»
[1]
Juan Kornblihtt, “Adictos a la soja”, El Aromo
42.
[2]
Milciades Peña, Industrialización y pseudo
industrialización, Fichas, 1964.
[3]
Rolando Astarita, “Renta agraria, ganancia del capital
y retenciones”.
[4]
Enrique Dussel, Hacia un Marx desconocido. Un
comentario de los Manuscritos del 61–63, México,
Siglo XXI, 1988.
[5]
Anwar Shaikh, Valor, acumulación y crisis,
Buenos Aires, Razón y Revolución, 2006, p. 33.
[6]
J. Iñigo Carrera, XXXXXXX, p. 74.
[7]
L. Trotsky, El Programa de Transición, Ediciones
Crux, 1991.
[8]
Una reacción similar ha tenido la UIA frente a la
reciente estatización de las AFJP.
[9]
Un
informe de la consultora Orlando Ferreres muestra que
bajo la gestión de Néstor Kirchner se vendieron 438
empresas por 18.700 millones de dólares. Aunque está
lejos de los 71.000 millones del total de los 90, cabe
recordar que ese período incluyó la venta de la
petrolera estatal, YPF. Ferreres señala que ahora el
objetivo son más bien las empresas industriales.
[10]
Alfredo Zaiat, Pagina 12, 29–03–08.
[11]
Rolando Astarita, “Globalización y desarrollo
capitalista en el agro”,
julio 2008.
[12]
Mariano Grondona en La Nación, 18–05–08.
[14]
Anwar Shaikh, cit., p. 189.
[15]
La Nación, 14–06–08.
[16]
Un
ejemplo de este desdén por el consumidor lo dio el
inefable dirigente de la FAA Alfredo De Angeli, al
defender públicamente que se pague “80 pesos el kilo
de lomo”, es decir, el precio internacional, cuando en
el mercado interno vale la cuarta parte.
[17]
Néstor Scibona, La Nación, 13–04–08.
[18]
CENDA, “Renta agraria y ganancias extraordinarias en
la Argentina, 1990–2003”.
[19]
Habrá que ver ahora, ante la emergencia de la crisis
mundial, cual va a ser la evolución de los precios de
la tierra.
[20]
Juan Iñigo Carrera, “De paros y riquezas sociales”,
Página 12, 21–5–08.
|