Argentina

Una polémica de importancia trascendental

La nueva cuestión agraria

La rebelión de los patrones rurales y la izquierda argentina

Por José Luis Rojo[1]

Índice:

I. Introducción

II. Campos burgueses en pugna

III. Los nuevos actores sociales en el campo argentino

IV. “Marxistas” con el campo... enemigo

V. El retorno del socialismo liberal

VI. Un programa socialista para el campo argentino

II. Los campos burgueses en pugna

Arranquemos con una apretada caracterización de la crisis que partió el frente burgués en la Argentina. Esta clara división de la clase dominante, sobre todo de la burguesía agraria respecto del gobierno K, es la más seria desde el comienzo del siglo cuando el gobierno de Néstor Kirchner logra ir reabsorbiendo la rebelión popular desencadenada el 19 y 20 de diciembre del 2001, al tiempo que se soldaba la unidad burguesa alrededor de una importante recuperación de la economía.

La herencia de la crisis, el “modelo” Kirchnerista y la división burguesa

El gobierno de Kirchner encarna una combinación particular: mantiene una serie de condiciones estructurales heredadas de los 90 –en puridad, comenzadas ya desde la dictadura militar– a las que le suma elementos de cierto “proteccionismo” y regulación estatal de la economía.

Se trató de una cierta readecuación del neoliberalismo puro y duro de la década menemista dejando en pie varios de sus pilares fundamentales: la precarización y flexibilización laboral; la privatización de la mayoría de los servicios públicos y los recursos naturales; la aguda tendencia a la extranjerización de la economía nacional.

Sin embargo, sobre esta base material se introdujeron una serie de modificaciones de importancia en el funcionamiento económico. La más importante, obviamente, fue la devaluación de la moneda. El paso del 1 a 1 al 3 a 1 operó como mecanismo de “protección” de la economía nacional, facilitando una recuperación de la competitividad en términos internacionales, al tiempo que posibilitó cierto rescate de las ramas sustitutivas de importaciones. Esta recuperación de la competitividad no deja de ser artificial en la medida en que no está mayormente basada en saltos de productividad producidos por un aumento de la inversión, sino en el mantenimiento de condiciones de superexplotación del trabajo.

Junto con esto, y ante la tendencia creciente en esos momentos, primer mitad del 2008, de los precios internos a equipararse con los internacionales por la vía de un creciente proceso inflacionario (la ley del valor siempre termina por imponerse; veremos esto más adelante), se establecieron mecanismos regulatorios como acuerdos de precios con diversos sectores empresariales, al tiempo que toda una serie de subsidios para determinadas ramas de la economía.

La devaluación y la recuperación de la economía permitieron un fuerte aumento en la recaudación impositiva del Estado y un importante superávit fiscal. Se mantuvo un elevado índice de impuestos directos al consumo popular, a los salarios a partir de determinado monto (disfrazado como “impuesto a las ganancias”) y a la operatoria financiera (cheques), en el marco de conservar la estructura regresiva del sistema tributario.

Al mismo tiempo, a partir de la devaluación de la moneda, se restablecieron impuestos a las exportaciones agrarias (pero de ninguna manera al escandaloso negocio minero, completamente en manos de multinacionales y que reporta ganancias siderales), cuyos ingresos fueron creciendo a lo largo de los últimos años al compás de la explosión de los precios internacionales de las materias primas hasta que la tendencia se revirtió brutalmente a partir del estallido de la crisis económica mundial. 

Sin embargo, la economía no dejó de acumular signos de creciente deterioro. En el núcleo de este proceso está la tendencia a la pérdida de competitividad internacional, en tanto los beneficios logrados con la devaluación tendieron a ser horadados por la creciente inflación, sin que hubiera un salto cualitativo en materia de inversiones.

Este proceso inflacionario, repetimos, era producto –entre otros factores de la tendencia de los precios nacionales a equipararse con los internacionales, como expresión de la ley del valor considerada mundialmente.

“La recuperación económica posterior a 2002 estuvo marcada por la devaluación y las retenciones. De esta forma, muchas empresas que no estaban en condiciones de sobrevivir en los 90 renacieron de las cenizas. Se trata de capitales que por su pequeño tamaño tienen poca tecnología y emplean mucha mano de obra. Pero por esta misma razón desaparecerían (una vez más) junto al empleo que crearon si no contasen con la protección cambiaria. Por supuesto, también se beneficiaron de la devaluación los capitales más grandes radicados en el país, que vieron pesificados sus costos, en particular el pago de salarios. Pero sostener este esquema no sale gratis. Mantener el peso por debajo de su valor implica una transferencia de riqueza hacia los capitales protegidos; por cada dólar reciben más pesos que si el Estados no interviniese”.[1]

A la propensión inflacionaria contribuyeron muchos factores: la presión al alza de las commodities agrícolas e hidrocarburíferas en el mercado mundial; el cuello de botella –que también contribuyó al alza de estas mercancías en el mercado interno en materia energética; la utilización creciente de la capacidad instalada, lo que debía obligar a nuevas inversiones para ampliar la escala de producción, so pena de un aumento de precios en mercancías cuya oferta no alcanza a satisfacer la demanda; una cierta recuperación salarial (hasta 2006), aunque sin llegar a alcanzar siquiera del todo los niveles precrisis, y que funciona como una de las anclas más importantes de la ya deteriorada “competitividad”, etc.

A esto se sumó el costo de mantener un dólar sobrevaluado, obligando permanentemente a “esterilizar” los pesos tirados a la plaza mediante la emisión de títulos públicos, lo que terminó generando el recomienzo de un mecanismo de endeudamiento estatal.

La base material de todo el problema era –y es– la ausencia de verdaderas transformaciones estructurales y de un plan de desarrollo económico que permitiera elevar –de manera no artificial sino real– la productividad y competitividad del conjunto de la economía.

Milcíades Peña ya había advertido acerca de los límites estructurales de todo gobierno burgués en los países atrasados: “El desarrollo industrial ha adquirido la forma de pseudo industrialización, es decir, de un crecimiento de la industria fabril que se caracteriza en lo esencial por no subvertir el atraso del país (...). La gran industria moderna instalada coexiste con un atraso general de la economía, el que a su vez, reacciona sobre la industria imprimiéndole un carácter improductivo, ineficiente, atrasado en su conjunto pese a la importación aislada de tal o cual última palabra de la técnica. Esta coexistencia del atraso con la última palabra de la técnica, de las formas más adelantadas de la empresa capitalista con la improductividad y la ineficiencia general de la economía, todo un cuadro de contrastes que caracteriza la Argentina y a todos los países atrasados, configura lo que Trotsky denominara el desarrollo desigual”.[2]

En el mismo sentido, respecto de los K se ha señalado que “inevitablemente aparecen desequilibrios en los sistemas de subsidios y precios administrados desde el Estado; desequilibrios que se reproducen de manera ampliada a medida que avanza la acumulación de capital. Además, llega un punto en que se producen cuellos de botella. Esto ocurre porque los capitalistas que sobreviven con subsidios invierten poco y no amplían su base productiva. De esta manera los costos son crecientes, la baja rentabilidad acentúa la carencia de inversiones, y la estructura productiva atrasada demanda más y más subsidios. Por último, si ya es muy difícil tener un sistema de protecciones y subsidios equilibrados, más difícil aún es librarse de él una vez que se ha instalado y consolidado. En definitiva, lo que se proclamaba buscar, un desarrollo armónico de las fuerzas productivas con distribución progresista de los ingresos, fracasa”.[3]

Además: “El movimiento natural por la sobrevivencia de un capital menos desarrollado es negarse a la competencia, proteger sus fronteras y establecer un monopolio nacional ‘nacionalista’ (dentro del cual puede haber competencia intranacional). Sería la única manera capitalista de acumular capital y desarrollarse autónomamente. Sin embargo, el capital más desarrollado tiende a destruir todas las barreras proteccionistas del capital menos desarrollado, y lo empuja imperiosamente a la competencia”.[4]

Por último, recordemos que “los países subdesarrollados se encuentran comúnmente en desventaja en el comercio mundial porque sus tecnologías atrasadas conllevan mayores costos unitarios (siendo igual todo los demás). Ésta es, precisamente, la razón por la cual el bajo nivel de los salarios y/o los ricos yacimientos naturales se convierten en factores clave de las exportaciones de los países del Tercer Mundo que pueden ser competitivas en el mercado internacional. Los mismos factores tienden a atraer a los poderosos capitales extranjeros, que no sólo desplazan a los capitales locales, sino también refuerzan el grillo que ata el nivel de salarios. Estos bajos salarios, a su vez, inhiben la modernización capitalista de tecnología, porque el costo adicional de métodos más intensivos en capital no debe exceder el ahorro en el costo de trabajo desplazado si se quiere reducir el costo medio. En consecuencia, el resultado normal del comercio capitalista internacional, es la intensificación del desarrollo desigual a escala mundial”.[5]

Precisamente, los límites orgánicos de clase de los esposos K se expresan en la ausencia total de todo vestigio de “burguesía nacional”; así como en su incapacidad de tomar siquiera medidas de tipo capitalistas de Estado, lo que los deja muy lejos de poder caracterizarlos incluso como “neodesarrollistas”.

Claudio Katz y otros autores han esbozado esta caracterización para el gobierno K, que tiene el valor de establecer los matices que de alguna manera han caracterizado a algunos de los gobiernos que emergieron en la región luego de las rebeliones populares de comienzos de siglo respecto de lo que fue la norma en los 90. Dicho esto, la realidad es que prácticamente ninguno de ellos (salvo el caso de Hugo Chávez) ha cuestionado seriamente la herencia neoliberal.

Las presiones sobre la competitividad y la creciente necesidad de financiamiento estatal para mantener el mecanismo económico en funcionamiento fueron las razones que actuaron por detrás de la famosa resolución 125. Al gobierno no podía pasársele por alto que la coyuntura de la economía mundial estaba generando una renta diferencial extraordinaria para países productores de materias primas como la Argentina. Y esta renta es una de las fuentes de financiamiento par excelence en este tipo de gobiernos “progresistas”, y sólo es “redistribuida” en función del mantenimiento del esquema económico.

Ante la posibilidad de recibir ganancias absolutamente extraordinarias y en prevención de una crisis en el horizonte más o menos próximo (crisis que ya llegó...), las entidades patronales del campo reaccionaron poniendo el grito en el cielo: ¡de ninguna manera iba a ser el “campo” el que pagara la cuenta de la crisis nacional!

Precisamente alrededor de la apropiación de estas ganancias extraordinarias, así como ante los crecientes signos de una crisis económica de magnitud, se desató la más grande puja vivida en el país en los últimos años. Una disputa feroz que generó una fractura en la burguesía alrededor del “modelo” de acumulación.

Al comienzo del conflicto agrario esto no estaba claro. El planteo comenzó como puramente “sectorial”. Pero con el desarrollo de la lógica “objetiva” de la crisis, lo que se terminó abriendo es un debate global: una abierta pelea acerca de la orientación económica de conjunto para el país.

¿Qué es lo que quedó cuestionado? No se trataba, claro está, de los elementos que tienen continuidad con el capitalismo neoliberal instaurado en los 90 (a pesar de algunas voces demagógicas como las de Eduardo Buzzi, de la Federación Agraria Argentina, a la que hacen coro los idiotas útiles de la “izquierda campestre”). El carácter abiertamente reaccionario de los cuestionamientos se expresó en la puesta en cuestión de los tímidos elementos de regulación estatal introducidos por el gobierno de Kirchner como bastarda respuesta burguesa a la rebelión popular desatada en el 2001. El cuestionamiento a los impuestos a las exportaciones, al rol del Estado en la economía, a los acuerdos de precios, la exigencia de libre exportación, el desentenderse del consumo de las ciudades, el esbozo de un mecanismo de relacionamiento económico directo con el mercado mundial, socavan supuestos específicos del “modelo” K en eventual beneficio de una forma más “ortodoxa” de racionalización de la economía nacional; forma que, coyunturalmente, ha quedado cómo “devaluada” por la emergencia de la crisis mundial.

Por supuesto, mecanismos como la devaluación o apreciación de la moneda son clásicas recetas capitalistas que tienen por objetivo un determinado tipo de racionalización de la economía nacional necesaria en uno u otro momento.

Porque “la caída de la protección efectiva vía la periódica sobrevaluación del peso cumple un papel adicional a su determinación como simple modalidad de apropiación de renta de la tierra por el capital industrial. Cuando la brecha relativa de la productividad se agudiza, el abaratamiento de los medios de producción importados crea la base para reducirla, al permitir importar equipamiento que, por más que está superado para la escala del mercado mundial, resulta de última generación para la restringida escala interna. De modo que la sobrevaluación, y la reducción progresiva de los aranceles aduaneros que se suma a ella, no llevan consigo la simple aniquilación de producciones industriales locales por el avance de la importación. Esta aniquilación es expresión de que los capitales industriales subsistentes se están liberando del lastre de las ramas cuya escala nacional las ubica ya demasiado lejos de la productividad del trabajo imperante en el ámbito mundial. Al mismo tiempo, la aniquilación en cuestión multiplica el ejército industrial de reserva, presionando los salarios hacia abajo, con el consecuente beneficio para los capitales subsistentes. Lejos de contraponerse a la modalidad específica que caracteriza al proceso nacional de acumulación (...), la sobrevaluación y la reducción de impuestos a la importación son momentos necesarios de su reproducción”.[6]

Desde otro ángulo, el gran revolucionario ruso León Trotsky no decía otra cosa: “[Estamos] en una época de descomposición del capitalismo, cuando, en términos generales, no puede ni hablarse de reformas sociales sistemáticas ni de elevación de los niveles de vida de las masas; cuando la burguesía retoma cada vez con la mano derecha el doble de lo que ha dado con la izquierda (impuestos, derechos aduaneros, inflación, ‘deflación’, carestía de la vida, despidos, reglamentación policíaca de las huelgas, etc. (...). Ni la inflación monetaria ni la estabilización pueden servir de consigna del proletariado, porque no son sino dos extremos de un mismo hilo”.[7]

La mítica burguesía “nacional”: ausente con aviso

Profundicemos en la caracterización de los bandos en pugna. Si es un hecho que la renta agraria venía siendo redistribuida mecanismo de retenciones mediante del agro a las patronales industriales y de los servicios públicos, no se puede decir que éstas hayan “puesto el cuerpo” en esta disputa. Todo lo contrario: terminaron privilegiando, en última instancia, tomar distancia del supuesto “cuestionamiento” que el gobierno pretendió hacer a los derechos adquiridos de los “productores” a la propiedad privada de sus ganancias[8]. Así, mientras de un lado apareció con toda claridad el frente único de todos los sectores propietarios del campo, no ocurrió lo propio del otro lado.

Es que, aun sin llegar a serlo, al gobierno K sufrió el síndrome de todos los nacionalismos burgueses de la periferia: la ausencia de una burguesía nacional de carne y hueso. De ahí que a lo largo del conflicto agrario el gobierno haya recibido sólo muy tímidas manifestaciones de apoyo de insignificantes sectores pymes.

No se trata de un problema puramente argentino: con matices, algo similar ocurre en varios países de Latinoamérica, como Venezuela, Bolivia o Ecuador, no casualmente, países en los que ocurrieron rebeliones populares a comienzos de este siglo. Es que como subproducto de esas rebeliones y para contenerlas dentro de límites capitalistas, emergieron gobiernos burgueses que, aun con agudas diferencias entre sí, tienen un elemento en común: la búsqueda de mecanismos mediante los cuales montar un sistema de paliativos y/o concesiones que puedan reabsorber los fervores populares.

Sin embargo, y pasado un tiempo con las grandes masas, más o menos, aunque no del todo, sacadas de escena comienza a emerger una oposición burguesa con rasgos reaccionarios y que levanta reivindicaciones que apuntan a cuestionar o ponerle estrictos límites a toda “concesión” que directa o indirectamente se haya hecho a las masas populares; proceso que, en lo inmediato, ha quedado –en cierto sentido– cómo entre paréntesis por la crisis mundial...

En la Argentina, las retenciones a las exportaciones agropecuarias, en momentos de boom internacional del precio de las materias primas, hacían las veces de mecanismo capitalista de transferencia de fondos de un sector patronal a otro, lo que ayudó indirectamente a recomponer el empleo industrial. La hegemonía kirchnerista se anudó alrededor de una reducción significativa del desempleo y un aumento de los puestos de trabajo a costa del mantenimiento de condiciones de superexplotación de los trabajadores y de salarios miserables en pesos devaluados. Todo en directo beneficio no sólo de las patronales de la industria, sino también, paradójicamente, de los grandes, medianos y hasta pequeños productores agrarios. Pero ninguno de estos sectores burgueses era ni es “nacional” (en el sentido de un proyecto propio con cierta autonomía del imperialismo).

Justamente, la rebelión sojera volvió a poner sobre la mesa una lección que por enésima vez desmiente los relatos del nacionalismo burgués de izquierda: no sólo hoy día prácticamente no hay grupo económico “nacional” de cierta importancia que no esté inextricablemente unido a capitales multinacionales, sino que en países semicoloniales como el nuestro jamás hubo –y menos podría haberla hoy– una burguesía autóctona con vocación independiente. Esto es lo que ha hecho siempre tan vacías las invocaciones de los Kirchner a la “causa nacional”, al tiempo que, en los hechos, siempre se apoyaron en los grandes grupos económicos transnacionalizados que dominan la economía del país[9].

Perdido el apoyo patronal directo, el gobierno tampoco logró, a lo largo de toda la crisis, el sustento de amplios sectores populares. Es que si su discurso fue incorporando elementos de creciente “radicalidad” nunca en los 130 días que duró la crisis las palabras y amenazas fueron seguidas por hechos.

¿Cómo se explica esto? Muy sencillo: los Kirchner siempre dijeron que su proyecto era una Argentina como “país capitalista normal”. Cuando tocaron la campanita en la Bolsa de Comercio yanqui, lo hicieron señalando su profesión de fe de que el capitalismo se habría demostrado como el sistema que permite “consumir mejor”. Sus convicciones capitalistas jamás estuvieron en duda.

En realidad, y a pesar de la aguda pérdida de credibilidad del gobierno, estas credenciales pro sistema fueron revalidadas aun bajo la presión de una tremenda crisis que arrasó con gran parte de su capital político. Ni así cambiaron un milímetro su carácter burgués. Con sólo tomar una medida realmente popular, como hubiera sido un simple aumento de salarios para compensar la tremenda escalada inflacionaria (medida que, claro está, ni por asomo podría considerarse como “anticapitalista”), seguramente habrían ganado al menos parte de la opinión pública.

La lógica de clase de su gobierno les impidió hacer nada parecido. Perdido el apoyo de lo más granado de la burguesía, con el giro a la derecha de amplias porciones de las clases medias y el justo repudio de la opinión pública popular ante el deterioro económico general, el gobierno de Cristina pareció quedar súbitamente en el aire, sólo sustentado por el aparato de Estado, parte del PJ, parte de la burocracia sindical y de un sector del movimiento de desocupados hace tiempo cooptado desde el mismo Estado.

En estas condiciones, el final era sólo cuestión de tiempo: terminó perdiendo la pulseada porque el aparato de Estado nunca puede suplantar –por sí mismo– la falta de apoyo en alguna de las clases fundamentales de la sociedad: sea la burguesía y el imperialismo, sea la clase trabajadora.

El gobierno de Cristina K quedó a la búsqueda de un rumbo que le permita recuperar al menos parte de la confianza de la clase para la que finalmente gobierna (la gran burguesía nativa o extranjera, del campo o la ciudad).

Los ruralistas: el libre mercado por todo programa

Caractericemos ahora el bando del “campo”, que parece tender a expresar una versión modernizada del modelo agroexportador de comienzos del siglo XX. Las entidades ruralistas propagan a los cuatro vientos “todos somos el campo”. Pero en un país como Argentina, donde la inmensa mayoría de la población es urbana, el retorno al esquema agroexportador “puro” significaría, sencillamente, la necesidad de “eliminar” a veinte millones de personas. Según el último censo poblacional, poco más del 10% es “rural” (localidades con menos de 2000 habitantes), y cerca de 21 millones de personas (el 52% del total) viven en los diez aglomerados urbanos más grandes del país.

“Un reciente trabajo de la CEPAL da un golpe al narcisismo del campo, que se considera el artífice del crecimiento argentino y de la salvación post crisis. Según [este] trabajo la contribución al crecimiento del PBI fue del 22,6% en la industria, 17,1% en el comercio y sólo 3,5% en el campo (...). El mismo cuadro se obtiene del INDEC: en el período 2003–2007, el PBI creció 8,7% en promedio, el PBI industrial el 10,0%, y el agropecuario, 6,0%. Ergo, la contribución de la industria al crecimiento fue mayor”.[10]

No obstante, es un hecho real que la productividad de la producción en la Pampa Húmeda alcanza los estándares internacionales. De allí que, con el objetivo de embolsarse la jugosa renta diferencial al tiempo que lograr los insumos que necesita, el verdadero programa de las cuatro entidades sea libre mercado y nada más que libre mercado. Socialmente, su reflejo es “me vinculo con la economía mundial en condiciones que me son ventajosas, y el resto que reviente”.

Por otra parte, cabe tener en cuenta que “este desarrollo agrícola ocurre en un país cuya economía sigue teniendo una productividad global inferior a la productividad de los países desarrollados. En tanto la soja –y el aceite de soja y en buena medida el maíz y trigo, se producen con niveles de productividad de los más altos del mundo, la productividad promedio en la industria es entre un 30 a 40% del nivel de productividad de las industrias de países como Estados Unidos o Alemania. Esto significa que la economía argentina continúa siendo dependiente y atrasada. De ahí que el capitalismo agrario pampeano continúe dependiendo de los avances tecnológicos que ocurren en los países más desarrollados, y de la importación de maquinaria y tecnología avanzada. Es lo que en la literatura marxista se conoce como ‘desarrollo desigual’. Una consecuencia de esto es que, en tanto el agro pampeano puede competir a nivel mundial con un tipo de cambio real bajo, las industrias que producen bienes transables internacionalmente ‘demandan’ permanentemente un tipo de cambio real alto para salvar la brecha de productividad que existe en el mercado mundial”[11].

De allí la aparición de nuevos “teóricos” representativos de la burguesía rural: “Durante sesenta años, la Argentina ha sostenido un modelo de clausura industrial. Este es el modelo que hoy agoniza. Los argentinos del interior se acaban de rebelar contra sesenta años de exclusión unitaria, izando por su parte la bandera federal. La única manera de salir del conflicto actual será entonces elaborar un nuevo modelo económico que diseñe otro futuro para todos los argentinos. ¿Cuáles tendrían que ser los rasgos constitutivos del nuevo modelo? Quizás contra el modelo moribundo de la clausura industrial podríamos bautizarlo como un modelo de apertura agroindustrial. Queremos un país agroindustrial que salga al mundo a invadir los mercados”.[12]

En este marco, no debería sorprender que las organizaciones del campo (SRA, CRA, Coninagro y FAA) hayan conformado una suerte de “frente único”. ¿Cuál fue (y sigue siendo) el mecanismo de esta unidad de los “productores” del campo, de muy diverso origen y volumen de negocio? Muy simple: la absoluta “universalidad” del reclamo. Las organizaciones del campo se juramentaron a no levantar reclamos diferenciados que pudieran hacer saltar por los aires su unidad, que se soldaba alrededor de un reclamo común: el no aumento primero y, eventualmente, la eliminación de las retenciones a las exportaciones. Y en esto coincidían todos los “productores”. Una vez logrado esto, el reclamo de “segmentación” de la Federación Agraria Argentina se ha revelado una mera letanía, porque la propia FAA no expresa otra cosa que los socios capitalistas menores del negocio sojero.

Este reclamo común es el que argumenta el empresario Gustavo Grobocopatel: “Todas las retenciones, sean del 20, del 35 o del 45%, son malas como concepto porque castigan a aquellos que peor les va y favorecen la concentración económica”.[13]

El programa efectivo de la Mesa de Enlace de las cuatro entidades –mas allá de palabras de ocasión contra la “concentración económica”– no establece ninguna distinción respecto de grandes o chicos; respecto de “productores”, acopiadores, comercializadores e industriales.

Y más allá del problema de que cuando se habla de “productores” no se sepa de qué figura económico–social se trata –una unidad productiva familiar o un propietario de decenas de miles de hectáreas serían igualmente “productores” –, el mecanismo para satisfacer estos pedidos es la exigencia de la libre comercialización de los productos con el mercado mundial, convalidando sin intervenciones el aumento de los precios internacionales de los granos que se estaba verificando sólo hasta hace pocas semanas atrás. ¡Libertad de mercado, y nada más!

Al respecto, dice el economista marxista paquistaní Anwar Shaikh: “No hay proposición tan crucial en las teorías ortodoxas del comercio internacional como la así llamada ‘ley de los costos comparativos’ (...). Se trata de una proposición (...) que afirma que en el comercio libre los patrones de comercio serán regulados por el principio de la ‘ventaja comparativa’ (...) ninguna nación debería temer al libre comercio, puesto que humilla a los poderosos y levanta a los débiles. Algo similar a Dios, sólo que mucho más confiable…”[14]

Lógicamente que de esta “ley” se sigue que un país como la Argentina estaría condenado de por vida a la producción de mercancías de baja composición orgánica del capital, vía una reprimarizacion violenta de su economía: es decir, ¡al atraso y la dependencia por toda la eternidad!

Al respecto, es sintomática la pintura que hace de la Mesa de Enlace el oligárquico diario argentino La Nación: “¿Cuál es el ideario que le da razón de ser a la unidad de las entidades agrarias? Principalmente, la liberación de los mercados, para que el productor reciba el precio pleno de los productos, el fomento del aumento de la producción y la apertura de las exportaciones, para aprovechar el boom de la demanda mundial de commodities. Este es el corazón del ideario de la Comisión de Enlace, un paquete que se discute desde años antes del actual conflicto”.[15]

Claro que la base material para esta unidad no puede ser otra que las transformaciones operadas en el campo argentino (sobre todo, en la “zona núcleo” pampeana) en las últimas décadas. Allí está la explicación del estrecho frente único establecido entre la FAA y la Sociedad Rural (que fueron enemigos tradicionales en el campo argentino desde el Grito de Alcorta de 1912).

En suma, los “productores” no están de acuerdo con los precios que se les paga por sus productos en el mercado interno y rechazan los impuestos que pretende cobrarles el Estado. Claro que estos liberales, en otras ocasiones cuando los precios internacionales de los granos se desploman, no tienen empacho en pedir “precios sostén” garantizados y financiados por el Estado… Pero en las condiciones económicas dadas durante el conflicto, lo que pretendían era comerciar directamente con el mercado mundial desentendiéndose de la suerte del mercado interno, que debía afrontar los siderales precios internacionales en moneda local.[16] En todo caso, fue con esta lógica de libre mercado que el lock out agrario no dudó en poner en riesgo cierto el abastecimiento de los explotados y oprimidos del país.

En defensa de los ruralistas, se ha dicho que “las retenciones como instrumento redistributivo es otro punto polémico. Es cierto que contribuyen a desconectar los precios internacionales de los internos, pero esta no es toda la verdad. Los alimentos podrían ser aún más caros en dólares, pero también más baratos si el tipo de cambio no se mantuviera tan por encima de su nivel de equilibrio, aunque ello implicaría costos sociales indeseables en términos de empleo. Pero en un contexto inflacionario en que casi todos los precios suben, no sólo los de los productos alimentarios, los salarios se deprimen y los más pobres están peor. De esta manera queda en jaque el modelo de tipo de cambio alto y retenciones crecientes para otorgar subsidios más abultados y masivos (para pobres y ricos), mientras la permanente intervención del Estado en los mercados estropea el clima de inversiones para apuntalar el alto crecimiento económico”.[17]

Tal es el núcleo de los reclamos reaccionarios como los vividos en la Argentina en la primera mitad del año, y que amenazan volver a cada momento (ahora exigiendo la lisa y llana eliminación de las retenciones): la defensa del privilegio de embolsarse toda la renta agraria diferencial.

No otro ha sido el contenido real del lock out agrario. Un trabajo de Javier Rodríguez y Nicolás Arceo compara los niveles de renta agraria en la década del 90 y en la actualidad, y concluye que la devaluación de 2002 provocó una modificación sustancial de la magnitud de la renta agraria apropiada por los “productores”, que ahora se quintuplica. La renta agraria apropiada pasa de un promedio de 1.288 millones de pesos a alrededor de los 10.000 millones de pesos en las ya “lejanas” campañas de 2003 y 2004 (datos a valores constantes de este último año). Y si en esos años el aumento se debió mayormente a la devaluación, ni hablar de lo ocurrido en el último período, cuando la disparada de los precios de las commodities en el mercado mundial.[18]

Los citados investigadores agregan que la devaluación no sólo implicó una mayor apropiación de renta agraria, sino también un elevadísimo incremento patrimonial, vía aumento en la valuación de los campos. Considerando sólo la provincia de Buenos Aires, ese incremento rondó los 13.500 millones de dólares, y si se incluye la superficie dedicada a la ganadería, supera los 23.000 millones de dólares[19].

En consecuencia, no debería haber dudas de que el opulento movimiento social emergido con la rebelión sojera cuestionó al gobierno K desde la derecha y una posición socioeconómica privilegiada, no desde los intereses de los explotados y oprimidos del país, según la fantasiosa visión de la izquierda campestre.

Nada de esto elimina que, desde una perspectiva de clase e independiente, el otro bloque, el del gobierno K –a pesar de su diaria demagogia acerca de la “distribución social”–, sea tan patronal como el del campo, negándose, como ya señalamos, a tomar una sola medida “progresista” (incluso en el marco capitalista) en toda la crisis.

En efecto, “según el gobierno, las retenciones son en beneficio de la población trabajadora. Sin embargo, en 2007 el salario promedio de la economía apenas arañaba el poder adquisitivo que tenía en 2001. A su vez, este salario equivalía escasamente al 56% del de 1973. Con semejante evidencia, no puede sino concluirse que la riqueza social apropiada mediante retenciones, y en su momento mediante la sobrevaluación del peso, sólo sirve para alimentar el proceso nacional de acumulación del capital, que, mientras reproduce prósperamente hoy a los llorosos propietarios rurales, condena a la clase trabajadora al empobrecimiento aun en pleno auge económico”.[20]

En fin, apenas finalizado el primer capítulo de la crisis, y con una lógica de clase de hierro, cuando de lo que se trata es de las necesidades y reclamos de los trabajadores, ambos bandos no han dudado en cerrar filas para descargar todo el peso de la crisis sobre la clase obrera.

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[1] Juan Kornblihtt, “Adictos a la soja”, El Aromo 42.

[2] Milciades Peña, Industrialización y pseudo industrialización, Fichas, 1964.

[3] Rolando Astarita, “Renta agraria, ganancia del capital y retenciones”.

[4] Enrique Dussel, Hacia un Marx desconocido. Un comentario de los Manuscritos del 61–63, México, Siglo XXI, 1988.

[5] Anwar Shaikh, Valor, acumulación y crisis, Buenos Aires, Razón y Revolución, 2006, p. 33.

[6] J. Iñigo Carrera, XXXXXXX, p. 74.

[7] L. Trotsky, El Programa de Transición, Ediciones Crux, 1991.

[8] Una reacción similar ha tenido la UIA frente a la reciente estatización de las AFJP.

[9] Un informe de la consultora Orlando Ferreres muestra que bajo la gestión de Néstor Kirchner se vendieron 438 empresas por 18.700 millones de dólares. Aunque está lejos de los 71.000 millones del total de los 90, cabe recordar que ese período incluyó la venta de la petrolera estatal, YPF. Ferreres señala que ahora el objetivo son más bien las empresas industriales.

[10] Alfredo Zaiat, Pagina 12, 29–03–08.

[11] Rolando Astarita, “Globalización y desarrollo capitalista en el agro”,  julio 2008.

[12] Mariano Grondona en La Nación, 18–05–08.

[13] La Nación, 8–07–08.

[14] Anwar Shaikh, cit., p. 189.

[15] La Nación, 14–06–08.

[16] Un ejemplo de este desdén por el consumidor lo dio el inefable dirigente de la FAA Alfredo De Angeli, al defender públicamente que se pague “80 pesos el kilo de lomo”, es decir, el precio internacional, cuando en el mercado interno vale la cuarta parte.

[17] Néstor Scibona, La Nación, 13–04–08.

[18] CENDA, “Renta agraria y ganancias extraordinarias en la Argentina, 1990–2003”.

[19] Habrá que ver ahora, ante la emergencia de la crisis mundial, cual va a ser la evolución de los precios de la tierra. 

[20] Juan Iñigo Carrera, “De paros y riquezas sociales”, Página 12, 21–5–08.